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4- El Infierno de don Torcuato.


  Don Torcuato en ese instante sí que desaprobaba todo, empezando por la libertad de cultos republicana que más que libertad era libertinaje.

  ¡Cuánta aberración! El ataque constante a párrocos en toda España, destrucción, degradación, cambio de destino en las iglesias. Un caos. Peor aún, la falta de devoción de los fieles, que dejaban de serlo por pereza o por aberrante convicción. Había que presionarlos pues ≪olvidaban≫ asistir a misa pero no olvidaban las fiestas, ferias y matanzas.

  Él tenía muy claro que un cura en política nunca debía entrometerse si bien todas las jornadas recordaba con nostalgia los fructíferos días de la monarquía, antes de la tibia época de Primo de Rivera [1]. ¡Qué días aquéllos! Se plantaba la semilla del cristianismo desde la primera respiración, no como ahora en que las escuelas de la Iglesia se clausuraban con el pretexto de supuestos atentados. Aunque quizá no fuese un pretexto, lo que determinaba que la realidad fuera más dramática...

  Sí, tal vez fuese cierto. Ya en Asturias, en el treinta y cuatro, los salvajes mineros habían violado a las pobres monjas que cumplían con su cristiana labor y ni siquiera los niños se habían salvado de esas bárbaras hordas marxistas, pues a muchos les habían sacado de raíz los ojos. 



  Caos, condenación, ira de Dios. Él estaba temiendo que cayera desde el cielo un rayo que barriera con lo que quedaba de esa España Frentepopulista, como había sucedido con Sodoma y Gomorra. O una peste que acabara con esa barbarie terrenal por medio de purulentas tumefacciones, tal como ocurriera en el pasado. O una ola gigantesca que limpiara de la tierra la obra del Demonio.

  No, él no tenía intenciones de intervenir en política y menos deseos aún de que el Gobernador Civil le llamara la atención, tal como le había sucedido a su conocido, el párroco de Santa María de Nogueira. Ya bastante significaba cargar con la cruz que le tocaba sin entrar en estos mejunjes que no comprendía ni tenía tiempo de comprender, pues los partidos nacían, crecían y desaparecían con rapidez vertiginosa, sin que hubiera aprendido a decir sus nombres.

  ¿Por qué Dios lo condenaba a contemplar en su vejez la agonía de su amada Iglesia? ¿Acaso lo probaba? ¿Le encomendaba una tarea especial para sacar a sus fieles de esa aberración? A pesar de su amargura debía reconocer que en otros sitios del país se vivía mucho peor, pues aquí en la Provincia se respetaba con un temor reverencial los lugares santos, incluidos los edificios y sus altares. Sin ir más lejos, le comentó el cura de Becerreá (el sitio donde los rojos proliferaban como plagas de langosta) que los malditos marxistas, antes de incendiar los muebles y altares, acomodaron ordenadamente las imágenes en las casas de los vecinos. No todo estaba perdido y tal vez de verdad tuviera una misión.

  Igual, con misión o sin ella, no iba a intervenir en política. Él era un hombre sencillo. Instruido en unas cuantas materias e ignorante en otras tantas. Empero, aún no había logrado desenredar la madeja de palabras del Señor Obispo. ¿De qué forma era posible acatar el poder, mantener la cortesía y respeto a las autoridades si, al mismo tiempo, debía impugnar las leyes atentadoras de los derechos de la Iglesia o sea, todas? Imposible desentrañar el camino. Por este motivo había optado por mantenerse al margen de todo aquello que olía a política. Con lo que guardaban las conciencias de sus fieles, de verdad que tenía entre manos una labor que requería de un Milagro. De ellas emanaban sin control los pecados de lujuria, marxismo, liberalismo, socialismo, laicismo, orgullo, blasfemia. ¿Para qué enunciarlos? Imposible recordarlos todos. La culpa era de los libros que incitaban al pecado. Y de América. Y de las gaitas. Y de los malditos socialistas, que pasaban repitiendo aquello de que la religión es el opio del pueblo y que los ignorantes gritaban una y otra vez hasta quedar afónicos. Él tampoco sabía lo que significaba la palabra opio, no era un vocablo que debiera ser pronunciado por la boca de un párroco. Pero algo malo, seguro.

  Había una realidad clara como el agua: no podía dejar a sus labriegos sin control. Necesitaban de guía para no leer cada obscenidad que les cayese entre las manos, pues carecían de capacidad para discriminar lo cristiano del pecado. En este sentido todo estaba mejor cuando los aldeanos no escribían ni sus nombres, más ahora que los malditos socialistas habían acaparado la educación, luego de tirar a la basura los crucifijos colgados en las aulas desde tiempo inmemorial. ¿Y los gallegos americanizados? ¡Buf! Volvían con sus librejos, sus críticas y su frialdad hacia Dios. Ya le había traspasado todos sus problemas al Obispo. Y le había solicitado que lo instruyera acerca de las medidas que creyese convenientes para paliar esta ausencia de respeto, de devoción y esta aberrante irreligiosidad. Pero todo esto no quedaba ahí: ¡había que escuchar las confesiones de los pocos que aún se confesaban! ¡Que Dios lo ayudara! A veces se quedaba de piedra y no sabía qué responder, pues peor que vivir en pecado a sabiendas era no reconocer el Bien del Mal, a Dios del Diablo, la Sagrada Cruz de la cruz invertida.

  Sin ir más lejos, hacía dos días había sorprendido a la Pilar Pérez en una encrucijada que carecía de cruceiro [2] y de petitorio de ánimas. En las manos llevaba un cuenco con una gallina negra guisada con ajo y cebolla. Además, vino y un mandil de picote. ¿Qué podía estar haciendo sino seguir supersticiones? ¡Convocar al Demonio para hacer un pacto! ¡Que Dios lo ayudase! Debía lidiar a diario con todos esos ignorantes. Ignorantes, supersticiosos y pecadores. ¡Colocar al Diablo al nivel de Dios!

  Fue una casualidad que pasara por allí. Había ido a administrar la extremaunción a Don Pepe de Pereira de Abaixo, el que al final no se murió. Se levantó, sorprendiendo a los presentes, que ya lo daban por difunto. Abrió la boca, trabajosamente, y pidió un vaso de Ribeiro. ≪¿Ribeiro?≫, preguntaron todos al unísono, más asombrados aún. 



  Habían pensado que la desmesurada apertura bucal era para expulsar la vida del cuerpo. ≪Sí, Ribeiro, no quiero morir sin saber si de verdad es mejor que nuestro vino≫. Lo probó y dijo que era bueno pero no tanto como el de la ribeira luguesa. Todos exclamaron: ≪¡Milagro, milagro, milagro!≫ Don Pepe se irguió en su cama, pidió más vino, en esta oportunidad del suyo, y se sentó a beberlo y comer chorizo.

  

  En conclusión, una noche fructífera. Intervino en el Milagro de don José y logró impedir el pecado de la Pilar, explicándole los peligros que tales supersticiones, extraños tratos y supercherías aparejaban para su alma. La acompañó en el trayecto hasta su hogar y le recetó mil Padrenuestros y mil Avemarías que la tendrían ocupada y tal vez la desestimularan para el futuro. A veces tenía la tentación de solicitar el auxilio de la Meiga Maruxa. Ella hacía todas sus intervenciones con la ayuda de Dios y los vecinos le hacían caso. Vivía en la zona desde tiempo inmemorial. Y siempre con la misma cara, sin envejecer... Pero no: significaría reconocer su derrota.

  ¡Qué Dios lo ayudara! Había olido el pecado de la Pilar y ahora intuía algo anormal en relación a la María Pura, la nuera de la Argentina. No sabía de qué se trataba si bien percibía una atmósfera inusual en cada ocasión en la que ella se cruzaba con los chavales de la parroquia. En la forma en la que ellos la seguían con la mirada. En las escapadas a Chantada que le refería con enfado lógico la Argentina, porque duraban interminables horas en las cuales debía estar cumpliendo con la labor que le reclamaba su condición de señora. Los años que cargaba como párroco le habían desarrollado un instinto especial para reconocer el pecado y sabía que éste flotaba alrededor, por encima y por dentro de la María Pura Riveiro.

—Buen día, Don Torcuato —saludó una voz a todo pulmón, interrumpiendo los pensamientos del cura.

—¿Eh? —preguntó distraído—. Buen día, Argemiro... Hace mucho que no os veo en misa los domingos...

—No tuviera tiempo, padre, no tuviera tiempo —se excusó—. El ganado, la hierba...

—Pues tiempo sí que tuvieras, Argemiro —lo contradijo el sacerdote—. Te viera perdiéndolo por Chantada con una bandera pecadora. ¡Cuidado, hijo! No deseo levantarme una mañana con una bandera como ésa izada en la Parroquia. Le ocurriera al cura de Ribasaltas...

—Tranquilo, Don Torcuato —le dijo el hombre—.Tranquilo que no la habrá.

—Tampoco me llegara el pan de tu casa —le reclamó el párroco.

—¡Ya llegará, ya llegará! —continuó excusándose su interlocutor—. ¡Paciencia, Don Torcuato, paciencia! Debo seguir, el tiempo...

—¡Tranquilo, tranquilo, no puedo estar tranquilo! —exclamó el cura—. Me dijeran que siempre te paseas cerca de los ferrocarriles de Monforte. ¡Los periódicos que vienen en los trenes sólo te traerán problemas, hijo!

—Tranquilo, Don Torcuato, tranquilo —manifestó, reanudando la caminata.

—Recuerda eso, hijo, y recuerda lo del pan...

Pois que o Demo me leve se me recordo de tal cousa[3]! —susurró Argemiro Regueiro padre, alejándose apresurado.

Y sí, ¡pecado, pecado y más pecado! Don Torcuato se cruzaba con el pecado en cada esquina. ¿Pero qué hacer? ¿Negar el último descanso en el camposanto? ¿Que los hijos pagaran el pecado de los padres negándoles el bautismo? ¿Penarlos con más Padrenuestros y más Avemarías? Que Dios lo ayudase porque él no sabía cómo hacer frente a estos abusos ni se sentía apto para aplicar escarmientos tan rigurosos como el resto de curas. Sensiblería, blandura de carácter, bobería. ¡Mira que no llevarle el mejor pan, según la costumbre! Como se lo habían proporcionado a los párrocos de Villauxe desde hacía cientos de años. 



   ¡Caos, condenación e ira de Dios! Todo era culpa del maldito socialismo. Aunque había que reconocer que en los Regueiro existía una propensión innata hacia el pecado.  

≪Un café, me apetece beber un café para despejar la cabeza≫, pensó, ≪Y de paso me aparezco por el bar del José Antonio para comprobar si alguien de la parroquia bebe a esta hora≫.

Dio un giro hacia la derecha y se encaminó hacia Chantada. De tanto en tanto solía caerse por allí. Para custodiar las costumbres de sus fieles y comprobar quién bebía, quién escuchaba por radio los graznidos histéricos de esos malditos socialistas, quién leía esos periódicos de nombres pecadores. El gallego, El liberal, ¡vaya nombrecitos, Jesús bendito!

Tampoco había que exagerar porque beber vino no era beber. No es que fuera demasiado permisivo en este sentido pero una copita de aguardiente o algunos vasos de vino los pasaba por alto. No podía negarles a los buenos cristianos estas únicas satisfacciones después de la labor realizada. Y menos en invierno, cuando el frío, el viento y la nieve allá en el Faro los tenía a todos amoratados. También a los lobos, que aullaban por las noches de hambre, de envidia por el calor de la lumbre y de puro aburrimiento. No, el vino no era una bebida peligrosa. 


  Si lo fuera debía llamarle la atención al Jaime Seoane. ¡No, qué va! ¿Cómo llamarle la atención si a él mismo le gustaba dar cuenta del que sobraba de la misa? Llamar la atención... A los que sí debería llamarles la atención era a sus nietos, el Xurxo y el Pepe, que lo ayudaban con la misa. ¡Estos muchachos! Le habían rebajado el vino con agua pensando, quizá, que no lo notaría y los había encontrado tirados detrás del altar asidos a una botella y partiéndose de la risa. ¡Muchachos traviesos! Vigilaría, también, al mayor de estos chicos y a la María Clara de los Regueiro. Con las gaitas traicioneras el asunto podría salirse de control en la próxima romería del Faro, un par de meses después y a la que todos concurrirían para hacer sus pedidos a la Virgen o subir de rodillas en cumplimiento de promesas. ¡Malditos gaiteros! Ésos eran los peores pecadores, los que empujaban a otros al pecado.

≪¡Cómo necesito ese café!≫, pensó, mientras entraba en el bar y se paseaba observando las mesas, buscando a alguien que lo invitara y no tuviera que pagar.

—Ahora esto se pone interesante —murmuró, girando sobre sí mismo y analizando a todos los parroquianos.


[1] 1923 a 1930.


[2] Cruz de piedra, característica de Galicia.


[3] En gallego. En castellano: que el Demonio me lleve si recuerdo tal cosa.




https://youtu.be/631-b07omIU


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