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A Evie le encantaba sentirse amada, en todas sus formas.
De niña le gustaba la poesía, en la que expresaban, en sus libres versos, metáforas de cariño y afecto. Todo gracias al desmedido interés que le tenía su abuela Holly, que también poseía la habilidad de la lírica. Recordó un verso que le contó cuando estaban de vacaciones en Florida. Hablaba de la gracia del sol y de cómo lanzaba sus rayos a la tierra como si fueran «cálidos besos que impregnan su fulgor en abrazos circundantes».
Nació en el hospital de Saint Agnes con tres semanas de adelanto. Su madre sabía que aquella semana las cosas iban a ser turbulentas, junto con la paga final de su hipoteca. La niña llegó al mundo sana y con ganas de ver el bullicio de al otro lado de la membrana. Janette Wilder —antes apellidada Hart— regreso a su minúscula casa en North Bentalou Street, junto a su marido y con un nuevo integrante a la familia. Eran los únicos zorros en el barrio, muchos de sus vecinos eran panteras negras; todos muy humildes.
Los años pasaron y la zorra se aclimató a una vida simple y sin ataduras. Iba a primaria junto a muchos de los críos de su calle de los cuales se volvieron sus amigos, hacía las tareas sin ayuda de sus padres y siempre se preocupaba de su buen vestir todos los domingos para asistir a misa.
Lo mejor de esos fines de semana, eran las visitas de la abuela Holly, que jugaba con ella, le hacía una buena crema de maíz a la hora de almuerzo y le contaba poesías a la hora de dormir. Fue a los ocho años que la abuela le inculcó en los poemas que escribía y ella, ansiosa, decidió imitarla. Se convirtió en una especie de condiscípula, una novicia de las palabras.
—¿Qué es novicia?
La abuela Holly le estaba leyendo una vieja antología que trajo de su casa. Su rostro se iluminó ante esa interrogante.
—Es alguien que se prepara para una profesión —replicó la anciana alzando una garra—. Con frecuencia se refiere a los que se preparan para ser religiosos.
La cría tenía los ojos como platos; estaba boquiabierta.
—¿Quieres que sea monja? Ni siquiera sé cómo funciona el rosario.
—¡No! —Su abuela soltó una carcajada, cuando se apaciguó, agregó—: Solo es un decir. Aunque, una vez, tu bisabuela quería mandarme a un convento cuando cumplí los trece.
—¿Por qué? —preguntó de una forma tan inocente.
—Al parecer estaba siendo un blanco fácil para los machos.
Evie no le entendió en absoluto. Sabía de los chicos de su escuela que le gustaban y que se le habían acercado una vez para pedirle un beso, aunque ella se negaba.
...
Tras la muerte de su madre, solo tenía la poesía y a su abuela. Su padre, que trabajaba en una fábrica de enlatados, apenas compartía unas palabras con su hija cuando le daba las buenas noches o cuando la despertaba para llevarla a la escuela. Cenaban en silencio porque no tenían algo interesante que platicar, ni mucho menos sin la persona que más querían.
La señora Wilder murió de una aneurisma mientras guardaba los platos en la alacena de arriba, un vecino escuchó el estridente crepitar de los platos y fue corriendo para ver qué pasaba. Ella estaba tendida sobre un mar de fragmentos de cerámica que le cubrían los brazos, el pecho y la cara. Unos finos cortes horizontales se le formaron poco después en la frente, donde seguramente, explicó Dalton Morrisey, el vecino, a los policías, los fragmentos hicieron contacto con su pelaje.
El funeral fue duro, pero breve. Vino toda la familia de ella para llorarle.
La abuela Holly, que durante el entierro estuvo pegado a su nieta y dándole todo el consuelo posible, los visitaba tres veces a la semana para ayudarlos siempre que se podía. Iba desde Towson hasta Baltimore, y colaboraba en la limpieza, en la comida y en hacer de niñera para Evie hasta que su padre llegaba a las siete de la tarde, cuando el sol descendía al Oeste. Si se le hacía muy tarde para tomar el transporte público, se quedaba a dormir y llamaba a su vecina por teléfono para que le cuidara sus geranios en la mañana.
No fue hasta que Evie cumplió los catorce cuando su abuela se tuvo que ir lejos debido a su salud. Se acabaron las poesías.
Terminó el instituto, pero no fue a la universidad. Buscaba empleos para ayudar a su padre con las deudas y el alquiler de su apartamento en Mondawmin (a la que se mudaron después de la muerte de su madre).
Consiguió un trabajo como camarera en un bar, las propinas eran buenas si venían de parte de algún macho simpático (en especial los lobos) que estuviera de buen humor como para invitar la siguiente ronda. De vez en cuando venían los machos de la constructora, algunas noches se la pasaban de juerga.
Norman Dawson, el barman labrador y dueño de la taberna Howling, tenía una simpática teoría respecto de las juergas nocturnas: decía que si el cielo estaba despejado, con las estrellas brillando y la luna en su cenit, habría risas, música y todos en sus casas sanos y salvos antes de la doce; pero si las nubes les daba por jugar una mala pasada, habría riñas y peleas, puede que hasta algunos destrozos que solo significarían bajas para el negocio.
Evie y Norman se hicieron mejores amigos en tan solo una semana. Él se dio cuenta de la buena habilidad que la zorra tenía para servir y recoger. Las propinas de la clientela hablaban mucho de la calidad del bar; todo gracias al enfoque laboral de Evie.
—Seré sincero contigo —dijo Norman sentando al otro lado de la barra acompañando a Evie con una cerveza. Era su tarde de descanso—. Has sido mi mejor ayudante desde que me dejaron este bar a mi nombre (eso fue en 1984, si bien lo recuerdo). Antes de que tú vinieras, esto era una casa de locos. Mi última empleada se fue a Los Ángeles para «hacer fortuna» como actriz. Tenía muchos problemas con su último novio, un caballo de la constructora (antes hubo una hiena en su vida), creo que andaba con él solo por lo que le asomaba en los pantalones, y creo que fue la causa por la que se pelearon hasta que él la abandonó. No me sorprendería que ella huyera al otro extremo del país para dedicarse al cine. Por lo que oí, era muy buena haciendo alguna de estas —Norman empezó hacer un gesto con la mano y la boca, metiendo y sacando un miembro invisible.
Para Evie la historia tuvo gracia, pero tampoco le había hecho enfadar. Era complicado hablar sobre sexo cuando no lo había experimentado. En su época escolar nunca estuvo con alguien al cien por cien como para perder la virginidad. Ella se reservaba su primera vez para un momento sumamente íntimo y reconfortante; además para evitar cualquier embarazo que pusiera rojo a su padre.
Una noche de cuatro de julio, mientras los mayores juerguistas de la constructora celebraban en una salmodia patriótica muy desafinada, conoció a Harry Arlen, aquel león grande y musculoso que dejaba siempre su casco bajo su asiento en la barra. Evie lo reconocía por la melena grasosa y también por sus modales sacados de una novela romántica; tenía una actitud de semental, la típica expectativa de algunas hembras, aun así la zorra se quedó hipnotizada por aquel león.
Horas después de las fiestas, la clientela se esfumó dejando un rastro de colillas de cigarrillos y botellas amontonadas como pinos de boliche. El león era el único del local (exceptuando a Evie y Norman), acabándose lo poco que quedaba de su trago.
Norman guardaba las cajas con las cervezas que sobraron mientras Evie pasaba el paño en las mesas y recogía la basura cuando una voz la detuvo:
—¿Te ayudo?
Sonaba muy tranquilo, y no parecía estar borracho.
De cerca Evie pudo notar mejor la apariencia del macho: sus ojos dorados y opacos le recordaban a dos figuras de bronce, su playera con el logo de ADIDAS dejaba al descubierto los relieves de su torso bien formado. En el último trimestre, solo podía vislumbrarlo por el medio día que era su hora de descanso.
—¿Crees que no puedo sola? —pregunto ella animada. Quería tratar con él, pero no quería insinuar que era una chica fácil.
—De eso puedo darme cuenta —respondió el león con una sonrisa—. Solo pienso que es mejor que tuvieras un poco de ayuda después del huracán.
Evie se sintió satisfecha: él no era un idiota.
Dejó que le ayudara a recoger las botellas para tirarlas en el bote de reciclaje, y que podía irse cuando él quisiera sin que lo viera Norman, o podía descontárselo de su sueldo.
—Conozco a Norman, no es tan estricto con sus empleados. Por eso muchos vienen a pedir trabajo a este lugar.
—Pues yo soy una de ellos —agregó Evie.
—Damos gracias a Dios de que te eligió a ti.
Ambos se rieron.
...
Acabaron de limpiar para luego irse. Norman se despidió desde el almacén y salieron a la calle.
—¿No te importa que te acompañe? —pregunto él
—¿Crees que no se cuidarme sola?
—Estoy seguro que sí. Pero no estaría mal hablar mientras caminamos.
Evie aceptó que la acompañara hasta la esquina opuesta de su edificio. Durante su caminata hablaron del tiempo que ella pasaba trabajando en el Howling y en la frecuencia a la que él recurría para tomar un bourbon con hielo. Comentaron sobre las novedades de la semana y dejaron que el ruido de los suburbios terminara con su charla.
—Me llamo Harry, por cierto.
—Evie.
—Pues, nos vemos a la próxima si Dios quiere.
—«No debéis tomar el nombre de Dios en vano» —dijo Evie con un tono dramático.
—Yo jamás lo hago.
...
Se vieron con frecuencia al mediodía de cada día de la semana. Harry la invitó a salir después del trabajo. Cenaban en casa de uno, y después del otro, y pasaban el fin de semana viendo películas. Su relación fue creciendo entre besos y caricias, pero Evie sabía que Harry deseaba mucho más, y ella aceptó.
Su primera vez fue en el apartamento del león, cerca del centro. Se sentía con los pelos de punta al sentirse desnuda en una cama que no era la suya, viendo como se aproximaba el enorme animal mientras se quitaba lo poco que tenía de ropa. Se abrazaron envolviéndose entre sus brazos, transmitiendo el calor entre sus cuerpos. Fue doloroso al principio, pero poco después se sintió sumergida en olas de placer hasta culminar con la llegada del orgasmo. Podía sentir ese intenso calor en su vientre bajo hasta el amanecer, en los brazos de su amante.
—¿Eres feliz? —preguntó el león mientras aspiraba el humo de su cigarrillo.
Ambos estaban recostados y bajo gruesos cobertores. Evie apoyaba su cabeza en el pecho de su amante, sintiendo como este subía y bajaba por la respiración. Estaban viendo la película de la medianoche.
—Siempre que estoy contigo y piense en ti todos los días —replicó ella con un suave gemido de satisfacción.
—¿Me prometes que siempre estarás conmigo?
—Lo prometo —Levantó una mano para acariciar al león, sacándole uno ruidosos ronroneos—. «Siento que arde en mi venas sangre, la llama roja que va cociendo mis pasiones en mi corazón».
—¿Qué?
—Lorca —contestó la zorra. Vio la confusión en los ojos de Harry—. Olvídalo, es solo un verso que me vino en la mente.
Días después, Harry insistió en que se fuera a vivir con él, aunque a Evie le pareció imprudente dejar a su padre solo. Lo consultó con él y este aceptó a que empezaran su vida juntos. Evie se lo agradeció con besos y abrazos.
Y así fue. Acompañada con lo poco que tenía se acomodó en el afable apartamento con vista a los altos edificios de Baltimore. Al cruzar la puerta había sellado un compromiso con tinta invisible.
Su primer año como novios fue tranquilo y fuera de lo común. Parecía que estaban destinados a estar juntos. Pero los finales de cuentos de hadas, no siempre ocurren en la vida real, como pronto descubriría ella más tarde.
No se sentía ingenua, pero se dio cuenta de ese detalle cuando Harry la obligó a dejar su trabajo en el Howling.
—Un macho debe encargarse de todo, para mantener a su chica.
Evie no quería dejar su trabajo, pero la colosal autoridad que infundía el león solo obstruía su voluntad. Aceptó sin más remedio. Encargándose de la casa y todo lo demás. Y aun así, seguía amándolo.
El sexo era más frecuente cuando Harry regresaba de la constructora. Ella lo deseaba. Deseaba experimentar ese cosquilleo de su primera vez. Pero todo empezó a cambiar de forma pausada, cuando él ponía las reglas del juego con una actitud cariñosa pero a la vez cínica: cuando ella quería, él solo excusaba lo cansado que venía del trabajo, pero cuando ella no quería, la llevaba a rastras a la habitación. Contestaba que tenía cosas que hacer, pero era callada por las lamidas en su cuello y tumbada a la cama con la blusa abierta. Aquellas veces carecían de placer y fueron sumamente insoportables.
Empeoró cuando los celos lo invadían cada vez que Evie salía a comprar víveres. Siempre con las mismas preguntas como «¿adónde fuiste?» o «¿con quién andabas?» o «¿qué estabas haciendo». Ya estaba perdiendo la comodidad y él la paciencia que solo lo calmaba con una buena dosis de bourbon con hielo.
Estando ebrio se ponía de un humor desagradable, como muchos otros machos que se les pasaban la mano. Sus secuelas no tardarían en aparecer.
—Simplemente se enfadó por no darle lo que quería a tiempo —dijo una vez Evie mientras tomaba un té con su amiga de la escuela. Elody, quien fue vecina de la zorra cuando vivía en North Bentalou Street, sabía que no sería la última vez que ocurriría. La pantera le aconsejó que lo dejara.
—¿Para qué? —preguntó la zorra—. Lo amo y sé que comete errores pero no lo volverá a hacer.
—Es que me preocupas —replicó la pantera—. Eres lista, y lo sabes.
Por su jodida bebida le había costado una mejilla con una cortada sobre una horrible hinchazón.
Le siguió el problema de los platos, que los quería bien limpios como para ver su rostro en ellas. Por suerte no fue una golpiza pero si un empujón. Asimiló el dolor en su vientre después de eso, y se acordó que tenía un retraso en periodo.
Por favor, que no esté pasando lo que creo que esté pasando, pensó Evie mientras se le aceleraba el corazón.
Compró un test de embarazo al otro día con lo poco de dinero que pudo rescatar de los gastos de Harry. El resultado no la conmovió del todo.
Si intenta hacerme algo, o al bebé..., su expectativa surgía como una nube negra llena de tormentosas ideas de lo que podría ocurrir. Le vinieron emociones de miedo y furia, una furia prematura de los brotes instintivos de una madre.
Si Harry se enteraba, le importaría un bledo al crío, pero sí de los gastos que se tomarían para criarlo. Y no podía negarse que estaba en peligro estando a su lado. Le vivo en la cabeza la idea de abortar; aun estaba a tiempo. Si pasaba más tiempo con él, seguro que se encargara de eso con algunas buenas golpizas. Pero ella no quería eso. Evie no se refería a ella misma, sino a su madre. Ella no estaría de acuerdo con deshacerse de un niño para seguir amando a un abusador. ¿Qué puedo hacer? ¿Esperar?
Dejó esa pregunta al aire, a la espera de que algún ser omnipresente la escuchara.
Por ahora era lo mejor.
A la semana en que cumplía ya tres meses, el abogado de su abuela le hizo una llamada telefónica. Había fallecido de complicaciones en el hígado, a la edad de setenta y ocho años, en el hospital Stormont Vail de Topeka.
¿Qué estaba haciendo en Topeka?, se preguntó.
Al escuchar el nombre de su abuela, miles de recuerdos le vivieron de repente en su cabeza. Lo mejor que pudo visualizar le causó un tremendo mareó y la hizo tropezarse con sus patas. Por suerte estaba a pocos centímetros de una silla junto al horno. Respiró hondo sosteniendo su vientre mientras que el abogado preguntaba a través del auricular si todavía estaba allí. Exhaló para después hablar:
—Sigo aquí.
—Siento mucho haberle dado esta mala noticia —dijo el abogado—. Como representante legal y albacea de su abuela. Quisiera poder reunirme con usted para hablar sobre el testamento que dejó antes de su lecho de... —se interrumpió a sí mismo—. Perdone. El testamento que ella dejó.
—¿Mi padre está enterado?
—Sí, sí. Él también está incluido. Este... —Evie escuchaba el ruido del papeleo—. Si, el señor Wilder. Connor Wilder. Ya se le ha informado de lo sucedido y me dijo que dependía de usted de cuando se podrán reunir en mi oficina.
Evie se lo pensó un momento. Tenía que ser cuidadosa con este tema sin involucrar a Harry.
—¿Estaría bien pasado mañana en la tarde? —propuso ella.
—Sí, sí. Sería perfecto. ¿Cómo a las cinco de la tarde?
—Allí estaremos, señor Wright .
—Perfecto.
Poco después de hablar con el abogado, Evie se echó en la cama, y como Harry no estaba en casa, comenzó a llorar.
...
El señor Wright, un pingüino menudo y muy confiable, le explicó con detalle la causa de muerte de su abuela. Que el hepatoma se había extendido más allá del órgano, y no pudieron hacer mucho, más que descansara hasta dar con sus últimas fuerzas.
De acuerdo con el testamento —escrito con puño y letra de la difunta Holly Hart— no era mucho lo que había dejado, pero estaba solamente enfocado en Evie y en su padre. Le dejó a Connor el cincuenta por ciento de sus ahorros que no eran más de nueve mil dólares, la otra mitad era para su nieta; les dejo unos cuantos adornos de Dresde, unos libros de poesía (Swenson, Neruda, Graves), un juego de vajilla, cucharas y un candelabro victoriano para tres velas. Por último estaba lo que Evie y Connor Wilder no se esperaban con lo poco que había: una casa de campo en Kansas. Por lo que les contó el señor Wright, era la residencia donde pasó el resto de sus años debido a su condición. Como un lugar de retiro, se imaginó Connor.
—La señora Hart dejó determinado de que tienen la autonomía de conservar, donar o vender estos objetos enlistados, si lo desean.
Ambos acordaron —en lo poco que quedaba de la reunión— que venderían algunas cosas. Evie quería conservar los libros; que lo demás se podía empeñar excepto el juego de platos y cubiertos. También agregó que quería ceder una parte de la herencia remunerada a su padre. Él, por otra parte, lanzó una mirada de sorpresa y enfado ante su hija. No parecía estar de acuerdo.
—Se puede firmar esta confirmación de entrega de la herencia a terceros. Como bien dije, la señora Hart dejo en claro que ustedes tienen libre disposición.
La zorra asintió y volvió a mirar a su padre.
—No lo hagas —alegó su padre, cansado.
—No te preocupes, lo necesitas más que yo.
Poco tiempo después de confirmar el testamento. Padre e hija se encontraban en las puertas del edificio en la que salieron. El señor Wilder fue el primero en hablar.
—¿Por qué lo hiciste?
—Por tus deudas. Desde que te jubilaste no has tenido más que facturas y más facturas.
—Sabes que puedo arreglármelas.
—Para cuando lo hayas resuelto estarás muerto. Tienes lo suficiente como para arreglártelas con el banco y puedas vender el apartamento. Vete a Florida y descansa. Ya ves lo fácil que es.
—Eres muy testaruda y orgullosa; como yo. Y por eso te quiero mucho.
Tras despedirse, Connor se fijo en lo mucho que su hija había cambiado. También sentían que en sus ojos, recuperaba una chispa que la hacía sentir como era antes, cuando era una niña humilde detrás de la falda de su madre.
...
Tenían que buscar la forma de dejarlo; estaba decidida.
Harry regreso de la constructora sin enterarse de nada de lo que pasó ese día. Cenaron en silencio, él vio la televisión una hora e hicieron el amor como él lo quiso. Durmió como leño, aquella pastilla que puso en su bebida estaba haciéndole efecto.
Llamó a Elody a la una y trece de la madrugada. Le dijo lo que debía hacer. Tomó su ropa y su dinero. Cerró la puerta del apartamento y se quedó en la parada de autobuses para llegar a la casa de su amiga.
Elody le preparó un pasaje de bus con destino a Kansas como ella le pidió por teléfono. En la terminal, se despidieron con fuerte abrazo.
—Espero que todo te salga bien —dijo la pantera—. Y al pequeño o pequeña.
—No sé cuanto tardare. Venderé la casa de mi abuela y si puedo, iré a California o a Florida. De cualquier forma, a ambos lugares les llega el sol.
Por el altavoz, anunciaron la salida del viaje de Baltimore-Topeka.
—Cuando Harry se entere, me matará. Ira a tu casa y preguntará.
—Tranquila. Verás que no podrá contra Daryl o a mí —(Daryl era su esposo)—. Ten calma, también cuidaremos de tu padre.
Momentos antes de partir, la pantera le hizo insistir a Evie de que lo denunciara lo más pronto posible. Pero ella se negó, que tratar con él era como enfrentarse a Atila, el Huno.
Subió con cuidado desde el andén y lanzó una última despedida con la pata antes de que el autocar partiera hacia el Oeste.
Hacia Kansas.
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