El callejón donde los niños lloran
Relato corto creado para el Concurso De Halloween de FenixxEditorial
Bloominghood, Nueva Inglaterra 1819
Existen sitios que se ganan la admiración de algunos solo por el simple hecho de exultar riqueza o esa imagen idílica y saludable que desde tiempos inmemoriales utilizan para vender una felicidad tan vacía como las propias pretensiones.
Bloominghood, un pequeño distrito encerrado en las cercanías de New Hampshire cumplía con esa tácita regla. Su economía giraba en torno a la producción del jarabe de arce, producto cuya demanda les había ganado no solo reconocimiento sino la mira de la competencia en los últimos tiempos. Una que no dudaba en sabotear la entrega de lotes enteros a otras áreas del continente.
Cualquiera pudiera pensar que detrás de las casas abuhardilladas de jardines exquisitamente cuidados y ventanales espaciosos el ambiente solo era capaz de mostrar felicidad y armonía. Sin embargo y como en toda ciudad, otro lado alejado de esta luminosidad próspera se arrastraba como un mal entre los callejones del pueblo.
¿A dónde van los que lo han perdido todo? ¿Qué destino le depara a las almas de aquellos que cometieron el único pecado de venir a un mundo demasiado cruel para su inocencia?
Los hijos de las mujeres que no podían permitirse seguir adelante o que simplemente dependían de su cuerpo para subsistir terminaban vagando en las callejuelas sombrías, como representaciones cadavéricas que el hambre y el descuido puede crear.
Gracias a la divina providencia dirían algunos, o al hecho que Madame O'Farril no podía tener sus propios hijos, una de las casas que la honorable mujer usaba para su negocio de sastrería se convertiría en el hogar de aquellas pequeñas criaturas, llenando de regocijo a una comarca que se vanagloriaba en cuanto a su asentado sistema de vida.
Fotos de los primeros integrantes del emplazamiento llenarían el diario local, solo para hacer más real el hecho de que un cambio positivo era el inicio de una verdadera revolución.
Instantáneas que después serían examinadas por más de algún que otro curioso a fin de comprender el mundo de oscuridad que se escondía detrás de la delgada máscara de la perfección con la que querían recordar al pueblo que cometió la osadía de sacrificar a sus propios niños.
Los que vivían cerca de O'Farril House, la casa de moda que se convertiría en retiro para el cuidado de los infantes, pudieron escuchar los gritos desesperados mientras el fuego consumía cada viga de la edificación y ciento tres niños pequeños eran consumidos por las llamas.
Las autoridades solo se limitaron a decir que había sido un lamentable accidente. Nadie tuvo el valor de ir detrás de la verdad y desde entonces el fantasma del pasado se ha convertido en una especie de maldición para los habitantes de aquel sitio.
Después del siniestro y sobre todo en las noches donde el clima se descontrolaba hasta una insólita temperatura para ser un condado de New Hampshire, los rumores de que el sitio estaba poseído por alguna clase de espíritu siguieron cobrando vida.
Nadie tenía valor suficiente para acercarse al viejo caserón endiablado y escuchar los lamentos de aquellas almas infantiles. Pero como suelen decir, el tiempo todo lo cura y sobre los hechos de O'Farril House cayó el barniz de la rutina.
Pronto el lugar fue casi arrancado de la faz de la tierra para construir lo que en un futuro sería la Compañía de Correos de Bloominghood, un sitio que al inicio estuvo casi condenado al fracaso cuando una serie de misteriosas desapariciones y muertes comenzó a llevar la lupa de los más escépticos sobre el lugar.
Primero fue el despido de Martin Elliot, un publicista de Alabama que había intentado establecerse en el pueblo atraído por los cantos de sirena en medio de la crisis económica que sumía al continente en la desesperación. Luego la muerte de Lisa Chong, una adolescente hija de inmigrantes chinos que cometió la osadía de deambular por la calleja aledaña a Bloominghood Post Office.
El proceso pericial decretó que había muerto de asfixia aunque no fueron encontrados signos de violencia en la joven. Así iban los tiros mientras la ciudad se expandía para convertirse en una de las más populares de la década y quizás del siglo.
Los extraños episodios continuaron sucediendo, unas veces más agresivos que otros y con suerte siempre había un sobreviviente para reforzar la teoría que el callejón de Bloominghood Post estaba embrujado y que solo el llanto de unos niños era el detonante común antes de sufrir alguna desagracia que en el menor de los casos te dejaría sin habla por muchos meses, como el suicidio de Tanya Malcolm. Última persona en registrar actividad paranormal en los archivos historiográficos de la ciudad.
Más que jugar a Sherlock Holmes, las personas comenzarían a evitar la dichosa intersección y con el tiempo la compañía postal sería cerrada dejando solo lugar a las telarañas y murciélagos que acampaban entre las columnas y el falso techo de uno de los edificios más terroríficos de todo el pueblo.
Bloominghood, Nueva Inglaterra 1919
Exactamente un siglo después, Clarissa Monroe se observaba en los cristales recién lustrados de su residencia en Nueva York. Sus dorados cabellos caían a ambos lados de su rostro, enmarcando un perfil aristocrático y delicado que le había hecho merecedora del apelativo de un ángel de cristal.
Así le llaman sus conocidos, pero esta mujer de solo veinticinco cinco años estaba a punto de cambiar la historia cuando el teléfono a su derecha volviera a sonar.
—Hola ¿sí? Estamos listos ¿Para mañana? Será un placer entonces. Buenas tardes señor Gilmore.
La voz musical de Clarissa dejó la línea en un débil ronroneo hasta que el teléfono con motivos de plumas talladas en bronce quedó suspendido sobre su mueble.
—Ya lo oíste Monique. Mañana Bloominghood Inc estará a mi nombre.
La sirvienta le dedicó una ligera venia antes de retirar la taza de té que Clarissa había estado degustando minutos atrás mientras esperaba por la confirmación de su contrato en aquel pueblo que muchos tachaban como región maldita.
La chica no creía en cuentos de hadas ni hechizos. Lo único que veía era una oportunidad de oro para revivir la industria del sirope de arce y hacerse con una buena posición en una sociedad donde únicamente los hombres contaban.
—Ya lo verás padre. No solo conquistaré a la aristocracia de East. El continente entero tendrá nuestra marca en sus mesas.
Acarició el retrato de un señor de amplias entradas y franca sonrisa. La niña rubia sentada en sus piernas le miró con suspicacia. La Clarissa de la niñez no estaba tan segura de las ambiciones de la mujer que ahora hacía oídos sordos sobre las maldiciones que podrían acaecer si decidía asentarse en aquella ciudad.
Sin embargo, para un pueblo acostumbrado a las tradiciones, la llegada de aquella forastera ya levantaba más de algún que otro rumor, sobre todo entre las personas de la clase más martirizada de la ciudad y esos eran los sin hogar.
Por décadas el viejo caserón de Bloominghood Post, anterior orfanato, se había convertido en el lugar de acogida para los deambulantes y las peores personas que podría juntar la región.
Solo aquellos con suficiente valor para enfrentar las inclemencias del tiempo o el eco de las almas atrapadas en aquella intersección se atrevían a transitar por allí.
Uno de ellos estaba especialmente en contra de la llegada de una norteña que si se lo permitían les impondría las tradiciones neoyorquinas antes de que pudieran calcularlo. Jeffrey William, ex convicto y asistente en las bodegas encargadas del procesamiento del sirope de arce, solo pensaba en la mejor forma para desquiciar a la chica que semanas después se presentaría ante la alta sociedad de Bloominghood Hall.
—Es una pretenciosa total. Solo a un loco como al señor Gilmore se le ocurre traspasar el negocio a una persona así, y en el peor de los casos que sea mujer lo complica todo.
—¿Qué decías, querido?
Preguntó la chica que en esos momentos se encargaba de mantener algo presentable la ropa de Jeffrey. El cuartucho donde vivía quedaba justo en frente de las oficinas que ahora volvían a lucir relucientes gracias a los empeños de Clarissa Monroe.
—Que la vida es injusta al ofrecerle tanto a muchos y nada a otros.
La muchacha de rasgos afroamericanos no comprendió el comentario. La mirada de Jeffrey ajada por media cicatriz en su ojo derecho se concentró en la figura menuda que acababa de aparecer en la calzada.
La actual dueña de la compañía expendedora de sirope de arce en la que él desempeñaba un trabajo mediocre abandonaba sus oficinas con parsimonia mientras caminaba en dirección a su residencia en la parte favorecida de la ciudad. Jeffrey ya conocía el itinerario. Clarissa solía atravesar por el callejón que nadie visitaba como si los cuentos sobre espíritus y ahorcamientos no le afectaran.
Es más, se llegó a pensar que aquella mujer también era una bruja al hacer florecer un negocio menor en menos de tres meses desde su llegada a Bloominghood.
Jeffrey chasqueó la lengua. Aun no era su tiempo. Sería muy sospechoso que la nueva empresaria terminara con la garganta abierta mientras deambulaba por esa área de la ciudad. Además tenía compañía, y la muchacha a su espalda por muy despistada y ciega que pudiera ser, tenía un oído muy fino.
—Gracias por tu trabajo, Anne. Espero que esta noche también me acompañes.
La aludida percibió como las manos grandes y velludas de aquel hombre se cerraban en torno a su cintura. En lo profundo agradecía quedar ciega a los diez años producto a un accidente del que nadie creía que pudiera regresar.
Aun escuchaba las voces de los infantes en su cabeza antes de traspasar los lindes del callejón, pero Anne Calvert ya estaba condenada desde antes de ese hecho a la pobreza y la dependencia de hombres como Jeffrey.
Más allá de aquella habitación y el frío de una noche sin Luna, Clarissa Monroe se horrorizaba al reconocer las siluetas distorsionadas que desde su llegada al pueblo parecían acompañarle.
"Tengo demasiado estrés. Esto no puede ser real."
Se repetía como mantra. Por ilógico que le pudiera sonar a la rubia, ninguna de las etéreas presencias que le custodiaban parecía tener una mala intención. Era más similar a un pequeño ejército que le tomaba de la mano y le guiaba de regreso a su casa todos los días.
Incluso había tenido el presentimiento que la protegían de una maldad mayor, tal como semanas atrás detectó que el cargamento que debía enviarse a Maryland estaba dañado gracias a una corriente de aire que dejó el reporte que sus empleados parecían haber escondido bajo la pila de pendientes que solía colocar en la tablilla de su oficina.
Por rocambolesco que pudiera parecer, Clarissa creyó ver a una niña pequeña sonriéndole después de aquel hallazgo. Si su madre estuviera viva le diría que tenía varios centinelas detrás, pero desde aquel tierno tiempo en que la realidad se impuso sobre la fantasía, la empresaria se rehusada a creer en historias diseñadas solo para los menos cuerdos.
Aunque muy en lo profundo se comenzaba a cuestionar por qué medio pueblo rehuía del callejón que limitaba su actual centro de trabajo del resto de la ciudad, cuando ella se sentía como en casa.
—Solo necesito un baño de burbujas y una buena noche de sueño.
Se convenció una vez bajo el umbral de su casa en la avenida mejor custodiada de Bloominghood. Sus premoniciones se verían camuflajeadas por otra semana de extenuante trabajo, al punto de pasar más de las tres de la madrugada cuando una mujer envuelta en un abrigo color rosa y cabellos dorados se atrevía a cruzar por el callejón donde los lamentos de las voces infantiles parecían haber quedado en silencio mientras una sombra corpulenta le seguía de cerca.
—¿Por qué el clima aquí es una locura? Media jornada de calor y ahora una frialdad que hiela los huesos... Necesito llegar pronto a casa...
Clarissa se infundía algo de ánimo mientras rebuscaba en su pequeño bolso de mano por algún caramelo de cereza para calmar su ansiedad. Fue un solo movimiento que terminaría reduciendo su campo visual a inconexas manchas, mientras una mano velluda limitaba el suministro de oxígeno a sus pulmones. En vano intentó defenderse cuando la fuerza de aquel codicioso hombre terminó dejándole inconsciente.
—Hoy la reina me pertenece, aunque creo que bien podría divertirme un poco más...¿No lo crees muñeca?
Jeffrey se jactó de su propia broma mientras arrastraba el cuerpo exánime de Clarisa sobre su hombro. Había sido más fácil de lo que pensaba. Ahora solo le faltaba pedir un rescate y entretenerse con la perfumada mujer que llevaba a cuestas.
Sin lugar a dudas esperaba obtener su recompensa, o eso pensaba Jeffrey cuando un chirrido estridente llenó el sepulcral silencio que hasta ahora había reinado en el callejón. Casi a punto de perder el equilibrio, el hombre se tambaleó aun sosteniendo a Clarissa.
Para los que no creían en leyendas de fantasmas y aparecidos solo podían observar cómo aquel hombre se cubría los oídos y abandonaba a la chica en medio del callejón.
Para el propio Jeffrey la historia era diferente. Veía, escuchaba y sentía cómo pequeñas manos cargadas de garras le abrían la piel y le escupían en el rostro. Figurillas siniestras con el aspecto de niños llenos de quemaduras y repulsivas heridas, almas torturadas que no se cansaban de chillar al punto hacer que le sangraran lo oídos.
En un intento desesperado por librarse de aquel suplicio, el hombre se armó de la navaja que normalmente cargaba e intentó arremeter contra Clarissa. Grande fue su sorpresa al encontrar a una niña de dorada cabellera justo al lado de la mujer de similares formas.
La figura etérea y menuda tenía los ojos de un extraño azul eléctrico mientras le alentaba a no soltar la navaja. Jeffrey no pudo decir nada mientras sus propias manos mecánicamente desplegaban el peso del acero en su cuello.
Solo bastaron minutos para que aquel hombre repulsivo y ambicioso dejara de respirar ahogado en un charco de sangre mientras las formas traslúcidas que le habían torturado se posicionaban alrededor de Clarissa.
"Probablemente no nos recuerdas, probablemente sigas pensando que no existimos, pero tu madre desciende de la única mujer que siempre nos cuidó. Juramos estar aquí hasta tu llegada..."
Fue lo que escuchó la empresaria mientras una mano pálida y fría le acariciaba las mejillas. Para la rubia aquello fue un extraño sueño, para los medios, otra prueba de que en Bloominghood existían secretos aún más grandes que la leyenda de aquel callejón donde las voces de un centenar de almas inocentes tejían canciones inteligibles con la identidad del llanto.
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