Las Cartas de Isamu
Quince años.
Quince años desde la muerte de Isamu.
Eran quince años ya, Abel los tenía bien contados porque cada aniversario Adrien iba a visitar su tumba, él solo, y pasaba fuera de casa de cinco a seis horas.
Quince años y sus cartas no habían sido abiertas nunca.
Las encontró entre las cosas de Adrien. Iba a dejarle la ropa que había terminado de doblar, abrió la puerta del armario y los sobres solo cayeron. Los sujetó entre manos e intentó abrirlos para examinar su interior, solo para descubrir que seguían sellados.
Bien sellados.
El sobre estaba amarillento, tenía manchas y marcas de sus dedos, incluso gotas de sangre.
—Hey, Adrien —llama, acercándose a su pareja mientras este teclea algo en su laptop.
—¿Sí? —le responde, sin elevar la vista de su pantalla. Luce igual que siempre: su cabello marrón revuelto, sus ojos heterocromáticos cubiertos por espejuelos, su piel clara, sus labios delgados, su nariz larga y respingada, no se ha quitado ningún tatuaje pero si varias perforaciones, alguna de las orejas y la de la ceja. La cicatriz en su cuello ha mejorado bastante, pero había dejado cortada a la serpiente, este espacio lo llenó con flores. Los años no le han sentado mal, es como un vino: mientras más viejo más sabroso, claro que sí.
Pero ese no es el punto aquí.
—¿Qué quieres que haga con estas cartas? —le pregunta, mostrando los sobres.
El hombre por fin se separa de su aparato para ver las mencionadas cartas.
—Oh —murmura—. No lo sé.
—Creí que ibas a leerlas.
—Sí, pero... no lo sé. Cuando iba a hacerlo me di cuenta que... seguramente cambiarían mi forma de ver a Isamu.
—¿Entonces?
—Déjalas aquí —pide, extendiendo su mano. Abel se las da—. Ya veré yo que hago con ella.
—De acuerdo —suspira, y se pasa la mano por el cabello. Lo lleva largo, suelto, a él los años tampoco le han caído mal, se ha tatuado una serpiente recorriéndole toda la columna vertebral con un narciso en la boca en honor a Adrien—. Iré a comprar al supermercado, ¿quieres algo?
—Dios, no sabes las ganas que he tenido de sushi.
—¿Del supermercado?
—Es mejor que nada, ¿no?
—Ok —ríe, y se acerca a él para besarle la frente—. Volveré al rato. No pases mucho tiempo delante del computador, te vas a arruinar la vista y ya no apuntas bien al baño.
—Cállate —ríe, empujándole el pecho muy suavemente.
—Te amo.
—Y yo a ti.
Se besan en los labios. El de ojos azules por fin se retira de la casa. Adrien cierra su laptop, ni siquiera estaba haciendo algo importante, estaba terminando de escribir un libro que seguramente nunca publicaría. Incluso el nombre era ridículo: "jardinería para idiotas", donde hablaba de flores y su inmensurable amor por Abel, nada más.
Siempre terminaba borrándolo porque en algún punto dejaba de hablar de Abel...
Tomó los sobre entre las manos. No era la primera vez en esos días que las sujetaba de esa forma, contemplando los trazos del lápiz en el papel, preguntándose qué pasaba por la mente de Isamu cuando las escribió y preguntándose qué contenían. ¿Sería suficiente para hacerlo retroceder en todo su avance? ¿Sería suficiente para volver a poner toda su mente en contra suya? Le daba miedo.
Suspira con pesar.
Va a morir tarde o temprano, ¿qué más da?
Se dirige a la cocina y toma una tijera para abrir el primer sobre. No tienen orden escrito, por lo que supone que da igual el orden en que las lea. Si lo joden lo van a joder igual.
Está escrito en japonés.
Cierto, Isamu no podía leer ni escribir en español...
Lo que era horrible pues Adrien no puede leer en japonés, de ninguna forma.
Pero no es nada que la tecnología moderna no pueda resolver.
La primera carta es solo el kanji de amor repetidas veces. Uno detrás del otro.
Bueno, su salud mental sigue estable. Se pasa el dorso de la mano por su nariz, para verificar que no haya sangre. Todo bien.
Abre la segunda. Son nombres. Nombres japoneses escritos en romaji, su pronunciación, hay nombres ingleses y rusos también.
La tercera son dibujos casi infantiles. Una familia. La madre, el padre, tres niños, una iguana, un zorro, rodeados de flores.
Oh.
La cuarta por fin tiene contenido. En japones, claro.
"Querido Adrien... o quien sea. No sé qué año es, no sé qué hora es, y no sé dónde estamos, pero deseo de todo corazón que seamos felices, tú y yo. No. Miento. Lo que mi corazón desea genuinamente es que seas tú quien sea feliz. No me importa si estoy atado al sótano sollozando y desangrando, esperando mi muerte, pero mientras tú seas feliz entonces estaré bien. Porque vivo para tu felicidad. Moriría por tu felicidad. Mataría por ti felicidad. Lo juro. Así que, por favor, si estás leyendo sonríe y déjame verte sonreír, porque entonces sabré que estoy haciendo un buen trabajo."
Y la carta se acaba ahí.
La última carta lo espera.
"Querido Adrien... o quien sea. Si recibiste esta carta: ¡felicidades! ¡Lo logramos! Estamos siendo felices. Juntos, y has recibido esta carta como un regalo por aniversario o cumpleaños. ¡Lo hicimos, amor! ¡Somos felices juntos! ¿No se siente bien? Siéntate a mi lado y toma mi mano, déjame decirte que te amo. Deja al perro subir a nuestro sofá, sacudiendo su cola de lado a lado, mira los pétalos de las flores tirados en el piso, escucha cantar los pajaritos y sonríe. Te amo. Esta es la vida que queremos. La vida que merecemos. Tú y yo. Felices. Y si nos falta alguna de estas cosa no te preocupes, lo conseguiremos todo. Solo te necesito a ti. Te amo, y siempre te amaré."
Bueno...
Dobla las cartas otra vez y limpia la sangre que escurre de su nariz. Mira el techo. Cierra sus ojos.
Una vida feliz con Isamu.
No hubiera sido sana de ninguna forma, eso lo tenía claro.
Pero por alguna razón pensar en ello le calentaba el pecho.
A sus treinta y siete años seguía pensando en su medio hermano de una manera que definitivamente no estaba bien. "El tiempo sana todo, pero el amor no es algo que sanar", recuerda las palabras que le dijo su abuelo hace unos años antes de morir.
Observa las cartas otra vez y ríe. Abel va a matarlo si lee esas cartas y descubre que le ha escondido por quince años la relación que tenía con Isamu. No piensa arriesgar su relación actual por un muerto que seguramente la está pasando mejor al otro lado que él quien aún seguía vivo. Guardó las cartas en sus sobres y tomó los fósforos y una botella de vodka.
Salió de la cocina.
Observa la sala.
Limpia.
No hay pétalos de flores en ningún lado, no hay plumas, no hay hojas. Es solo piso de madera. No hay ruido tampoco. Abel trabajaba como veterinario en un lugar local, ya no tenía tiempo de lidiar con tantas aves y plantas, y aunque Adrien lo intentó aprovechando que él pasaba en casa encargándose de sus inversiones y acciones con el paso de los años perdió el toque. Ahora el único contacto con las flores que tenía era cuando pasaba frente a su abandonada casa o a la florería a recoger un arreglo para su hermano.
Pero era feliz ahí.
Genuinamente feliz.
No pedía otra cosa.
No necesitaba cuidar de las flores, y Abel no necesitaba cuidar de los pájaros. No necesitaban cuidar del otro tampoco. Solo necesitaban su compañia mutua. No dependían uno del otro, se completaban. No se arrebataban nada, resaltaban los atributos del otro. Peleaban, sí, pero nunca se agredían, ni siquiera verbalmente, Adrien pedía disculpas cuando levantaba la voz sin darse cuenta, y Abel salía de casa cuando se sentía demasiado frustrado; pero no había un solo problema que no hubieran podido solucionar.
"Es porque no tenemos problemas", piensa. Y mira las cartas.
Su situación más difícil era ser una pareja homosexual. Pero aparte de eso eran dos hombres saludables de una buena posición económica, con un techo, comida e ingresos estables. Venían de un historial con problemas mentales, cierto, pero quizás eso era lo que les ayudaba a entenderse mejor: "si no le pregunto no me lo dirá, y si no quiero recibir una respuesta que me moleste es mejor no preguntar", era eso lo que se decía Adrien cada vez que se sentía inseguro, porque era lo mismo que se decía Dri cuando despertaba y veía un cuerpo inmóvil delante suyo. Ninguno preguntaba nada. "¿Quieres hablar de ello?" No. "Bien". Y pasaban a cenar. Ambos eran así.
Isamu no era así, y por eso siempre fue problemático.
Por eso nunca le agradó.
Incluso su espíritu. Se sentaba delante suyo y le sonreía y le preguntaba cómo estaba, y lo confrontaba por cosas pasadas que él ya ni siquiera recordaba bien.
Por eso Isamu, a pesar de ya no estar ahí, se sentía tan vivo.
Abel y él eran solo dos cuerpos reprogramados para dejar de causar problemas vagando uno al lado del otro.
Isamu era un ser vivo que aún muerto se encontraba mejor que él. Porque aún muerto vivía, pensaba.
Él era quien había muerto realmente hace quince años.
Observa las cartas otra vez.
Sinceramente no quería volver a vivir.
Vivir era doloroso.
Sale de la casa y va al patio trasero. Hace una pila de hojas secas y ramitas pequeñas donde acomoda las cartas. Destapa la botella de vodka y rocía el líquido con mucho cuidado en la pequeña pila que ha hecho. Enciende un fósforo y lo arroja. Fuego.
Observa las llamas en silencio.
Que fácil se llevaban todo las llamas.
Da un trago a la botella y permanece ahí de pie hasta que aquello no son más cenizas que pronto se las lleva el viento.
Ahora solo espera que el recuerdo de su hermano mayor, el hijo bastardo de su desgraciada madre, se evaporara de la misma forma.
Suspira con fuerza y limpia la sangre de su nariz. Guarda los fósforos en su bolsillo y regresa a su casa. En la entrada se encuentra con Abel, quien regresa con pocas bolsas.
—¿Qué hacías? —le pregunta el de ojos azules, abriendo la puerta.
—Quemé las cartas —se sincera, entrando detrás de él.
—¿Estás bien?
—Sí. Se sintió... liberador.
—Entonces, ¿no las leíste?
Observa a su novio dejar las bolsas en la mesa de centro de la sala. Saca dos empaques de sushi y se sienta en el sofá. Adrien se sienta a su lado y observa la comida.
—No —miente por fin.
—¿Te sientes bien?
—Sí —miente otra vez, sonriendo.
—Me alegro, amor —y le besa la mejilla.
—Me alegro también.
Pero esa también era mentira.
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