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Era ya muy tarde, pero ellos tenían cosas que hacer. Y esas cosas que hacer era acabarse el último libro de la saga de Harry Potter. Llevaban ya dos semanas con el mencionado, pero cada vez que intentaban retomar su lectura Adrien decidía checar los libros anteriores para cersiorarse de ciertos detalles que, según él, no encajaban.

Como Hermione estuviera con Ron y no con Harry o Draco, que a su parecer era mil veces mejor.

A Fyodor no le costaba nada llevar el hilo, pero debía detenerse a cada rato en las escenas bochornosas o de demasiada acción porque Dri quedaba al borde de un ataque de asma.

Pero ese día iban a acabárselo. Ya se lo habían propuesto. De una vez por todas. Tenían una taza de chocolate caliente con malvavisco, su bufanda de Huffelpuff, Slytherin y Ravenclaw amontonadas en el cuello y galletas que Edeltrudis preparó el día anterior; estaban duras y heladas, pero eran galletas, y eso lo conformaba.

Iba en la página veinte de su lectura, cuando empezó a oír voces de la habitación a su lado. La habitación que en ese tiempo era la de sus padres. Huffelpuf quería quedarse en cama y poner música para acabar su libro, pero Slytherin se puso de pie y los llevó a la pared, para colocar su oreja al lado del muro.

—Te he dicho mil veces ya, Eriko, que no vas a ir al evento con ese jodido kimono. Pareces una puta, maldita sea.

—Pero... mi madre me lo envió desde Japón para el cumpleaños trece de los trillizos, es de buena suerte, y está bendecido por Inari, Bishamon y Ebisu. Si me dejas usarlo solo unos momentos...

Un golpe.

Seguramente en el rostro.

Fruncieron los labios y cerraron los ojos.

—¿Qué parte de "no" no te queda claro? ¿Acaso quieres que te de con el cinto?

—No, Urie.

—Entonces compórtate de una jodida vez. No permitiré que dejes a nuestros hijos pasar vergüenza con esos estúpidos trajes tuyos.

—Sí, Urie.

—Ponte algo en el rostro, no quiero que pases su cumpleaños con una marca en el rostro.

—Sí, Urie.

Silencio.

La puerta de la habitación se abrió y se cerró.

Sollozos.

Salió corriendo de su habitación al cuarto de sus padres, abriendo la puerta, y encontrándose a su madre acurrucada en el piso, cubriéndose el rostro con las manos y llorando en silencio.

—¿Estás bien? —murmuró, acercándose a ella, afligido.

—¿Ah? Oh... Adrien —susurró, limpiándose las lágrimas rápidamente y dedicándole una amplia sonrisa—. Sí, no te preocupes por mí. Yo... estaré bien.

Él sacudió su cabeza de lado a lado.

—Te merecías ese golpe —gruñó, apretando sus manos en puños—. No quiero verte con un traje raro en nuestro cumpleaños, parecerás un payaso... —volvió a sacudir la cabeza de lado a lado—. No. No es verdad, no le hagas caso. Te verías bonita si te pusieras algo así, siempre te ves bonita.

Eriko sonrió y se puso de pie para acariciarle el cabello.

—¿Quieres ver a mami con su kimono, Dri?

—¡Sí!

—Bien.

Le plantó un beso en la frente antes de meterse al baño.

Sacudió la cabeza de lado a lado.

—Apuesto que es un traje feo —otra vez—. No es un traje, es una vestimenta como- —una vez más—. Me da igual lo que sea, no quiero verla con eso puesto —una más—. Yo sí, mamá es bonita, y se verá bonita con lo que sea que use.

Esperaron en silencio.

Hasta que la puerta del baño se abrió.

Esa persona no era su madre.

Era Isamu.

Reconocía ese rostro.

Se acercó a ellos y los abrazó, colocando su cabeza contra su pecho plano. Acariciándoles el cabello.

Cerró los ojos y se aferró con fuerza a la prenda.

—Tu amas a mami, ¿no es verdad, Dri?

—Sí...

—Tú no piensas que mami sea una perra, ¿cierto?

—No...

—¿Besarías a mami?

—Sí. Porque te amo.

Esa no era su madre. Su madre no tenía rostro.

Se lo habían comido los gusanos.

Le besó.

Con profundidad.

Amaba esos besos.

En los que hundía sus manos en ese espeso cabello naranja. Sus dedos se perdían entre cada mechón ondulado, sus ojos abiertos se encontraban y las lenguas danzaban.

Que asco.

Tenía gusanos metiéndose en su boca.

Trepándole por los pies.

Las piernas.

La entrepierna.

Le cosquilleaba la entrepierna.

Que asco.

Cuando el beso acabó, ella tenía el cabello recortado, de color marrón claro. Los colmillos chuecos, los labios carnosos rojizos como las fresas, causaban ganas de devorarlos. Sus ojos tenían rubíes como iris.

El cajón de flores estaba cubierto de sangres.

Y la mitad del rostro se le caía a pedazos.

Se desmoronaba.

—Tú amas mucho a tu mamá, ¿no, Adrien?

—Sí... los tres amamos a mamá. Los cinco amamos a mamá.

—Entiendes que ninguno de ellos es real, ¿verdad, Adrien?

—Mamá y papá dicen que estás enfermo de la cabeza —su hermana le sujeta el rostro, rozando sus pálidos y fríos labios con su oreja.

—Deberíamos cortarla para acabar todos tus males —su hermano le sujeta el cuello, rozando las yemas de sus dedos con su barbilla.

Sí. Eso sonaba como una buena opción. Una salida correcta.

De todas formas ya la había perdido.

—No voy a dejarte pasar por eso —aseguró Isamu, sujetándole firmemente las mejillas, viéndolo intensamente con sus afilados ojos.

—No otra vez —susurró una dulce y delicada voz justo detrás de él, entrelazando las manos con las de su pareja.

—Nada te pasará mientras estés a mi lado.

Nunca había detestado tanto esa voz ronca, áspera y profunda.

Y nunca había querido con tantas ganas romper esmeraldas con sus manos.

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