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Se levantó exaltado. Asustado. Intentó tomar un fuerte respiro, pero un montón de tubos en su garganta se lo impidieron. Los tomó entre su mano, intentando arrebatarlos.

—¡Adrien!

Tenía la vista borrosa, no distinguía bien las figuras enfrente suyo, solo podía ver una gigantesca nube naranja con manchas muy rojas como ojos y boca.

Pensó en Isamu...

Soltó los tubos y extendió sus manos para atrapar a la gigantesca nube escapada del atardecer. Atrapó sus mejillas y sintió agua escurrir desde las manchas rojas que tenía como pupilas.

—Ya, ya, bebé, no te preocupes, está bien. Mamá está aquí, nada te pasará.

"Mamá..."

Alargadas manchas blancas ingresaron a su habitación. La nube naranja se apartó de enfrente suyo, pero permaneció a su lado sujetándole la mano.

Lo desconectaron de todos los tubos y lo dejaron respirar por su cuenta.

—¿Puedes decirme cuál es tu nombre, muchacho? —habló una de las manchas blancas.

—Adrien —murmuró.

—¿Tu nombre completo?

—Adrien... Adrien Fyodor Campbell...

—¿Sabes el nombre de tu madre?

—Eriko Fukui.

—¿Tu padre?

—Yakov Urie Campbell.

—¿Tienes hermanos?

—Dos.

—¿Sabes sus nombres?

—Adriana Gisele y Adrián Dorofei Campbell.

—¿Tu abuelo?

—Adrià Campbell.

—¿Tu abuela?

—Yuna Fukui.

—¿Qué edad tienes?

Guardó silencio.

"Veinte", pensó.

—¿Qué año es? —preguntó.

—¿Sabes qué edad tienes?

—No... No lo recuerdo... No sé que año es.

—Es 2005, bebé —murmuró la nube que le sostenía la mano.

"Dos mil cinco."

—Diez... Tengo diez años.

—¿Sabes dónde estás?

—¿En el hospital?

—¿Sabes por qué estás en el hospital?

Guardó silencio otra vez. Giró a ver a la nube naranja, esperando que le dijera algo.

—No...

—Hubo un accidente —murmura la nube—. Íbamos en el auto a ver a tu padre y nos chocaron...

—¿Cuánto tiempo llevo... dormido?

—Dos semanas.

Dos semanas... Bien, no era mucho.

Sus hermanos habían pasado así un mes.

Las manchas blancas le hicieron unas pruebas más antes de finalmente dejarlo solo. La nube naranja se acercó a él otra vez y le colocó unos espejuelos de aro negro.

—Así debes estar mejor, ¿no?

Su madre sonrió ampliamente. Sus manos le sujetaban las mejillas. Sus rasgados ojos rojos lo miraban atentamente, y sus labios tan rojos como la sangre esbozaban una amplia sonrisa. Llevaba puesta una blusa blanca, y sus hombros eran cubiertos por un abrigo que de inmediato reconoció como de su padre por lo grande que era y lo enorme que le quedaba.

Hermosa como la recordaba.

—Ya, no llores, bebé. Sé que debió ser aterrador, pero ya estás bien... Estamos bien.

—¿Dónde están Adriana y Adrián?

—Tus padre los traerá en un rato, acaban de salir de casa. Tu abuelo viene con ellos.

—Lo siento.

—¿Por qué te disculpas?

—Yo... nunca pude decirte que lo sentía... nunca vi lo difícil que era todo esto para ti. No te odio por nada, lo juro. Nada de esto es tu culpa.

Eriko sonrió de lado y lo abrazó contra su pequeño pecho.

—Mientras esté aquí, nadie va a lastimarte.

—Podrías aprender también...

Permanecieron en silencio.

—¿Qué le pasó a mi rostro?

—Es solo una pequeña quemadura.

La puerta de su habitación se abrió. Dos niños idénticos a él saltaron a su cama y lo abrazaron sin cuidado alguno. El varón tenía el cabello largo, la niña tenía el cabello corto, ambos a la misma longitud. Él tenía un ojo rojo como zafiro, y ella tenía un ojo verde como esmeralda.

Los tres lloraron.

Su padre ingresó a la habitación y observó la escena en silencio, conteniendo sus lágrimas.

—Ven para acá, Urie —llamó Eriko, extendiendo su mano hacia él.

El hombre se acercó y abrazó a toda su familia.

Su segunda oportunidad.

Esa era su segunda oportunidad.

La segunda oportunidad que Adrián le había jurado.

No podía pedir que fuera diferente.

Ni que fuera mejor.

Una semana pasó para que sus entumecidas piernas volvieran a responder a su cerebro, y una más para que el hospital por fin lo diera de alta.

Iban todos en el auto. Su padre conducía, su madre se encontraba en el asiento del copiloto, sus hermanos y él iban amontonados en el asiento de atrás, de izquierda a derecha de la mayor al menor.

—Hay una sorpresa esperando en casa —comentó Eriko, extendiendo su mano hacia atrás para tomar la de Adrien—, no sé si te gustara, o qué pensaras... pero es una sorpresa.

—¿Sorpresa? —repitió, viendo a sus hermanos en busca de una respuesta. Ambos asintieron.

—Te gustará —aseguró Adriana.

—Es genial —confirmó Adrián.

—Es sorprendente —murmuró Urie.

Finalmente llegaron a casa. Adrien observó el patio delantero, con un montón de flores de distinto tipo. En la entrada estaban esas flores en forma de campana, abiertas, sonrió al verlas abiertas, eran pocas las veces que podía verlas así.

Su padre abrió la puerta, y su madre le tomó la mano para incitarlo a pasar.

Recordó esa vez que él le quebró la nariz a ella... Pero de todas formas entró. Entró a su casa.

—¡Isamu, ven unos momentos!

Isamu...

Un adolescente salió de la cocina. Vestía una camiseta blanca y un jeans azul, zapatos deportivos negros. Tenía corto cabello marrón claro, rasgados ojos rojos y afilados pómulos, su cuello era largo y su manzana sobresalía mucho, su cuerpo era delgado.

—Adrien, él es Isamu —presentó Eriko, soltándolo unos momentos para acercarse al muchacho y sujetarle los hombros, invitándolo a acercarse—. Es... hijo de tu tía Anzu, pero ahora se quedará con nosotros. Será como tu nuevo hermano.

Nuevo hermano.

—Encantado —murmuró muy bajito, extendiendo su mano para saludarlo.

—Me alegra que estés bien —sonrió el joven asiático, estrechando su mano.

—Sí... a mí también... Hagamos bien las cosas esta vez.

—Claro, hermano.

No podía pedir un final mejor.

Pero entonces el piso debajo de él se desvaneció.

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