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—Ah, ¿y qué le pasó a Marcus? —murmuró, sujetándose el rostro con las manos— Venía aquí a probar uno de esos ricos dulces de miel que siempre llevaba con él.

—Oh, querido, Marcus... fue encontrado en su habitación con una soga en su cuello.

—Eso suena fatal.

—Es fatal —aseguró, frunciendo los labios y desviando la mirada—. No fue con una soga, claro, no nos dan de esas aquí, sino que fue con la sábana de su cama. Aun estaba en el área de alta seguridad cuando pasó, él también estaba ahí. Oí como la viga del techo que eligió colapsaba... Si esa cosa no se hubiera caído nadie se habría dado cuenta. Los doctores hicieron lo posible para esconderlo, pero un suicidio en un lugar como este es imposible de ocultar por mucho tiempo.

—Ah... el pobre hombre —suspira, frunciendo los labios.

—Yo... Nosotras, de hecho, a veces tenemos miedo de acabar como él... Como ellos.

Marcus, el anciano mencionado, también padecía personalidad múltiple delirante y esquizofrenía.

—Sí... es algo que nosotros hemos estado pensando en estos días —suspiró, metiendo sus manos en el bolsillo de su abrigo—. Fyodor la cagó un poco, y... ha creado discordia. Por mucho que intentamos volver a sincronizarnos como uno, para este punto es imposible. Ellos no quieren admitirlo, pero estamos jodidos...

—Tú no lo harás, ¿cierto? —murmuró ella, extendiendo su mano para tomar la de su amigo—. No puedes hacerlo... aun tengo que salir de aquí y debes llevarme a tu casa al ver el cajón de las flores, ¿no? Me lo prometiste...

—No pienso irme a ningún lado, Cath —aseguró, tomando la mano que le sujetaba y besándole los nudillos—. Te llevaré a ver el cajón de las flores, el Hyde Park, el zoológico, te llevaré a recorrer todo Londres. Así que tú tampoco cedas a esos pensamientos molestos, ¿vale?

—¡Vale! —afirmó eternamente animada.

—¿Lo prometen?

—¡Lo prometemos! Así que háganlo ustedes también. ¡Los cinco!

—Lo prometemos.

—¡Está hecho! Ahora, ¿adivina qué?

—No nos gusta adivinar, dilo.

—La próxima semana nos dan de alta.

Sus ojos se abrieron con sorpresa.

—¿Qué?

—Yo... por fin tengo a donde ir —sonríe ampliamente, entrecerrando sus grandes ojos azules como el cielo—. Las chicas y yo hemos estado pintando y dibujando y haciendo retrato... y, bueno... le han gustado a las enfermeras y los doctores, al punto que hemos podido vender un montón. Ya no soy un peligro para nadie, ¿entiendes? Por ahora tengo un sustento con el que rentar un pequeño apartamento, y... y también acabé la preparatoria aquí dentro. Me meteré en la universidad cuando empiece el ciclo, estudiaré para ser maestra de ciencias... ¡por fin podré vivir como siempre quise! Y me alegra que estés aquí para verme empezar todo esto.

—Cath, no tienes idea de lo feliz que me hace oír todo esto. Ya quisieramos nosotros tener la mitad de tu estabilidad, eh. Si necesitas algo, cualquier cosa, no dudes en buscarme.

—Solo quiero que estés conmigo el día que salga de este lugar.

—Y aquí estaré. Te lo juro.

—Con eso me basta y me sobra.

—Lamento interrumpir, pero la hora de visitas ha terminado.

La enfermera morocha se acercó a ambos, sujetando el hombro de Adrien

—Bueno, supongo que aquí termina nuestra charla —suspira él, poniéndose de pie—. ¿Cuándo sales?

—Miércoles. Al mediodía.

Su cumpleaños era el miércoles.

—Magnífico. Vendré temprano y las llevaré a almorzar lo que ustedes quieran, ¿vale?

—¡Vale!

—Hasta entonces.

Se abrazaron una última vez.

—Cuídense, ¿sí?

—Ustedes también.

—Lo haremos.

—Nosotras también.

El abrazo fue terminado, y Adrien fue dirigido por la enfermera hasta la salida.

Y en la salida estaba su abuelo.

Con Isamu.

Para variar un poco.

—Oh, bien —gruñó, desviando la mirada y aprerando sus puño—. Hey, abuelo...

—Vámonos al auto —suspiró el señor, extendiendo su mano al frente—. Dame las llaves.

—Sí, abuelo —masculló, obedeciendo sin chistar la petición realizada, sacando las llaves del auto y colocándolas en la palma extendida.

Los tres caminaron en silencio hasta el auto. Adrien se metió en el asiento de atrás, cruzándose de brazos y desviando el rostro nada más se cerró la puerta.

—¿Qué hacías acá?

—Visitaba una amiga —masculló, frunciendo los labios—. A Catherina...

—¡¿A Catherina?!

Se encogió un poco en su asiento.

—Fyodor, ¿qué hablamos sobre volver a este lugar? En especial de hablar con esas personas. Tú no eres como ellos...

Se mordió el interior de la mejilla para evitar gritarle que no estaba en lo cierto. Que era exactamente como todos ellos. Que era como Catherina, que era como Marcus, que era como esa chica que vio hablando sola en la cafetería, que era como el paciente que estaba en la habitación frente a la suya al que nunca dejaron salir por su agresividad, que era como todos ellos. Exactamente como todos ellos.

Era un loco.

—Tú eres normal.

Ah.

Ya lo veía.

Su abuelo no le trataba como alguien normal por respeto.

Lo hacía por pura negación.

Ah...

Ya.

Eso hacía sentido.

Si su propio abuelo tenía esa mentalidad, a saber cómo reaccionaría la familia de su madre.

¿Dónde estaba la familia de su madre? ¿Se habrían ido directo a su hotel cuando acabó el tiempo en el cementerio? Nadie le había dicho nada al respecto...

—No quiero que vuelvas a este lugar, Fyodor. No quiero que pongas ni un solo dedo dentro.

El muchacho guardó silencio.

Técnicamente no iba a volver a entrar.

—Está bien, abuelo... No volveré a hacerlo. Perdón.

El hombre suspiró fuertemente.

Esos cinco lo matarían un día.

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