La sonrisa de dientes separados
El Café del Gato Pardo
- PARTE 2 -
En Finlandia existen cuarenta palabras para referirse a la nieve, incluso hay un vocablo, kalsarikännit, capaz de definir el estrambótico concepto de «emborracharse en casa, solo y desnudo». Yo soy finlandés de pura cepa, y me declaro incapaz de articular un simple «te quiero».
Llevo un año viéndole a diario, se ha convertido en mi adicción, en cambio él no parece saber ni que existo y eso que mi aspecto nórdico en tierras latinas no pasa desapercibido: soy un melenudo de dos metros, casi albino y medio mudo.
Él es delgaducho, menudo y cada uno de sus rizos avellana toma una dirección opuesta sobre su cabeza. Es locuaz, excéntrico y tierno a partes iguales. Solo alguien así pudo montar un «bar gatuno» en pleno centro de la capital. Y, aunque moriría por poseer la exclusividad de su chispeante sonrisa de dientes separados, entiendo que forma parte de su trabajo regalársela a todos los clientes del Café del Gato Pardo.
***
Salí de Finlandia huyendo de la resaca de un cóctel cargado de prejuicios, apatía y soledad, y busqué refugio en aquel país que, desde mi llegada, se había empeñado en incumplir su promesa de tener «seguro de sol». Con mi pesada mochila a hombros, me dediqué a vagar solo, contando los mojados adoquines de las calles hasta que la lluvia cesara.
Encontré su local un mediodía cuyo cielo gris maridaba con mi estado de ánimo. Un gato sinvergüenza dormía despatarrado con la panza pegada al cristal de aquella acogedora cafetería. Me apasionan los animales, razón por la que estudié veterinaria, y echaba de menos el tacto reconfortante del suave pelo felino.
Él recibió mis caricias estirándose todavía más y me acompañó al sillón de la mesa del fondo, que resultó ser la que recibía el sol de las tardes. Pronto descubrí que el minino se llamaba Napoleón, pues vivía como un emperador y tenía un carácter singular, inclinado a la tiranía.
El primer día entablé amistad con aquel gato pardo desgarbado, el segundo le cogí el gusto al sabor casero del café y el tercero me di cuenta de que llevaba tres días prendado de los ojos negros del «barista».
Necesitaba una buena excusa para justificar mis visitas diarias, así que inventé la necesidad imperiosa de trabajar en una tesis sobre «Patrones de Comportamiento en Comunidades Felinas», justo como la que convivía en ese local. Sonaba convincente, así que me aprovisioné de libros especializados, veinte bolis y tropecientas libretas para trabajar en el proyecto con el mayor de los ahíncos.
***
—Tienes suerte de conservar la mano... —bromeó después de una semana entera encarnando al estudioso cliente fiel de las cuatro—, Napoleón nunca se deja tocar por nadie.
—Es un gato inteligente, a mí tampoco me gusta mucho la gente —confesé sin pensar. Enseguida caí en que podría haberle intimidado. Endulcé el gesto y añadí—: Debe notar que me encuentro muy a gusto en este lugar...
—Me alegra mucho oír eso —respondió él.
Giró sobre sus talones y se retiró. Estaba claro que yo le incomodaba, pues con toda la clientela era la mar de hablador, pero conmigo parecía que se le hubiera comido la lengua... el gato.
***
No me cansaba de observarlo, oculto tras mis gafas de leer. Le sentaba de vicio aquel delantal negro ceñido a la cintura, me hipnotizaba su ágil coreografía de movimientos con la cafetera y me hechizaba cuando se movía sutil, al ritmo del hilo musical.
—¿Puedo conocer tu nombre? —Me lancé la segunda semana.
Él me clavó sus ojos de aceituna negra y contestó:
—¡Claro! Me llamo Leo.
—¿León? —Algunas veces me costaba entender el idioma.
—Bueno, en realidad sí. Me pusieron León cuando nací. Supongo que tenían muchas expectativas puestas en mí como futuro Rey de la Selva, pero me quedé en simple plebeyo propietario de un bar de gatos... —Se encogió de hombros y sonrió de lado.
Era muy gracioso y hablaba como una ametralladora. Me arrancó una carcajada sincera y le dije:
—Mi nombre es Finn. Encantado de conocerte, Leo.
—Igualmente.
Le tendí la mano y el contacto fue electrizante. Ese día quebramos nuestra pared de hielo.
Supe que cada cierto tiempo alguien traía un nuevo gato abandonado, habitualmente en mal estado, así que le ofrecí mis servicios como veterinario voluntario. Aquello propició que aún pasara más tiempo con Leo y que, más de una vez, me invitase a comer con él, a modo de agradecimiento.
***
Así llevamos doce meses de miradas furtivas, conversaciones profundas y bromas estúpidas, entre gatos y cafés.
Ayer mismo, pasó a visitarle su amigo Lucas quien insistió en que lo veía muy feliz y sexi detrás de la barra, a lo que Leo respondió piropeando el nuevo corte de pelo que le favorecía el doble que las greñas de antes. Se dieron un cálido abrazo y se sumergieron en una íntima conversación mientras compartían cucharadas de nata de un café irlandés.
Me devoraban los celos. Había llegado el momento de actuar o siempre me arrepentiría de no haberlo intentado.
***
Como lo mío no son las palabras, hoy trataré de gritarle lo que siento con hechos.
—¡Ostras, Finn! ¡Menudo cambiazo! Estás cañón... —Los ojos se le salen de las órbitas al verme entrar.
Acabo de pasar por la peluquería para ver si consigo que se fije en mí. La verdad es que me hacía falta adecentarme un poco, reconozco que tengo tendencia a asilvestrarme.
—¿Te gusta? —le pregunto con inocencia, a la vez que Napoleón me salta a los hombros contento de verme.
—¿Que si me gusta? Estás... ¡guau! —Pasa por mi lado cargando una bandeja y me guiña un ojo—: Dame un segundo, que les llevo esto y enseguida estoy contigo.
El momento es ahora o nunca. Debo tener valor y confesarle que me gusta.
Le espero en un taburete, nervioso.
Entonces pasa detrás de la barra y me prepara mi café largo, aunque esta vez me entrega un tazón distinto a los de siempre, debajo del cual asoma una nota cuidadosamente doblada, que dice así:
«Oye, hermoso, ¿vas a esperar otro año o me invitarás a salir?».
Solo quedamos nosotros en la cafetería y, aunque aún no es la hora, me dedica su más pícara sonrisa de dientes separados mientras coloca el cartel de «cerrado».
Un cosquilleo me recorre el pecho, y es que esta vez esa sonrisa es solo para mí.
¡Esto es tooo, esto es tooo, esto es todo amigos! Espero que hayáis disfrutado de la voz de Finn. Es un hombre más práctico, parco en palabras, pero con un corazón que no le cabe en ese enorme pecho vikingo.
Una vez más, muchísimas gracias por regalarme un ratito de vuestro tiempo.
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