El Café del Gato Pardo
Napoleón tenía una vida que nada debía envidiar a la de su tocayo, el emperador francés. Derrochaba las horas tumbado al sol, se lucía con cuatro piruetas graciosas al día y solo se dejaba tocar por dos elegidos: por Finn y por mí. Se le tendería a definir como un gato arisco, pero en realidad era más listo que el hambre, hacía lo que le daba la gana. Yo hubiera dado lo que fuera por ser como él.
Al poco de inaugurar mi cafetería en el casco antiguo de la ciudad, me estuvo vigilando toda una mañana, sentado en la acera de enfrente con esa mirada indiscreta que tienen los felinos. Veinticuatro horas después, este humilde filósofo en paro había superado su «casting». Se me restregó descarado por las piernas y me confesó, entre ronroneos, que había decidido otorgarme el privilegio de ser su socio. Así es como me convertí en copropietario del «Café del Gato Pardo».
Era una suerte que en aquel barrio viviera gente tan solidaria y abierta de mente, pues pronto el local funcionó como punto de encuentro entre amantes del café y de los gatos. Allí los animales eran acogidos hasta que alguno de los clientes le encontraba un hogar, mientras tanto, campaban a sus anchas y nos regalaban a cambio sus encantos gatunos. No hay nada como una tarde de invierno con un capuchino calentito y un minino en el regazo, sino que se lo digan a Finn que se pasó así un año entero.
La primera vez que lo vi me impactó su look de vikingo, tan opuesto al mío, no en balde era un finlandés de pura cepa. Si fuéramos felinos él sería un imponente persa de pelo largo color canela y yo tendría el mismo aspecto que el del pobre Napoleón, un flacucho callejero abocado a echar mano de otras habilidades para compensar un físico tan corriente.
Tardó poco en conquistarme el alma con su ritual. Saludaba con un leve movimiento de cabeza y tomaba asiento. Se recogía el pelo, enredándolo en uno de sus lápices, sacaba tropecientas libretas de la mochila y, antes de sumergirse en sus apuntes, se colocaba unas gafas metálicas que le daban un toque intelectual, como de buena persona, que contrastaba deliciosamente con ese cuerpo de «yeti».
Cada mediodía se acomodaba en el sofá de la mesa del fondo, al lado de la ventana por la que entraba el sol de soslayo hasta que se ponía. Se tomaba dos «cubos» de café mientras estudiaba (no en balde Finlandia ocupa el primer lugar en el mundo en términos de consumo de esta bebida). Observaba a los gatos jugar con una tierna sonrisa escondida bajo la barba dorada y, de vez en cuando, escribía notas con una mano y la otra la ocupaba acariciando lánguidamente a Napoleón, quien se le afincaba fiel, bien pegadito al muslo. ¡Lo que hubiera dado yo por ser ese gato sinvergüenza!
Después de una semana entera como cliente asiduo, me atreví a romper el hielo, aunque con cierto respeto, pues se notaba que era un chico de pocas palabras y no quería agobiarlo ni espantarlo con mi «boca-chancla».
—Tienes suerte de conservar la mano... —bromeé al servirle el primero de los tazones—. Napoleón jamás se deja tocar por nadie.
—Es un gato inteligente, a mí tampoco me gusta mucho la gente —confesó él, haciendo hueco en la mesa para que le dejase la bebida. Su voz resonó grave, rotunda. Enseguida cayó en que su respuesta podría haberme molestado, con lo que endulzó el gesto y añadió—: Debe notar que me encuentro muy a gusto en este lugar...
—Me alegra mucho oír eso —respondí yo.
Giré sobre mis talones y me retiré a atender las otras mesas antes de que descubriera que me había colorado como un tomate.
De los miles de hilos de mi verborrea de los que podría haber tirado para conversar con él, solo se me había ocurrido soltar esa chorrada y esfumarme todo apurado. ¡Si dijeras que yo soy tímido...! Pero, ¡qué va! Soy de esas personas que no callan ni debajo del agua, de las que hacen hablar a las piedras (ya dije que estudié filosofía...), y eso únicamente podía significar una cosa: aquel chico me gustaba cada vez más. Resultaba irónico que, cada vez que me acercaba a él, parecía que se me hubiese comido la lengua... el gato.
Cada día me levantaba con el tibio deseo de volverlo a ver y con el firme propósito de cruzar más de dos palabras con él. Juro que yo no suelo ser víctima de esa tonta timidez, aunque debo reconocer que cuando alguien me atrae de verdad me invaden los mil miedos.
—¿Puedo conocer tu nombre? —se lanzó a preguntarme la segunda semana, cuando me acerqué a servirle lo de siempre.
Tenía un acento muy particular, brusco, de los que hacen parecer estar siempre enfadados, si bien tras aquellas gafitas interesantes asomaban dos ojos rasgados de mirada serena y transparente.
—¡Claro! Me llamo Leo.
—¿León? —cuestionó con cara de no entender.
—Bueno, en realidad sí, mi madre me puso León cuando nací. Supongo que tenía muchas expectativas puestas en mí como futuro rey de la selva, pero me quedé en simple plebeyo propietario de un bar de gatos... —Me encogí de hombros, sonreí con modestia y me fustigué por dentro por el ataque de charlatanería nerviosa que acababa de sufrir.
Para mi sorpresa se rio con una carcajada sincera, bien sonora, y dijo:
—Mi nombre es Finn. Encantado de conocerte, Leo.
—Igualmente.
Me tendió la mano, que por cierto era descomunal, y nos dimos un sincero apretón que me hizo sentir unas fugaces cosquillas en el estómago.
Era pronto y no había nadie más en la cafetería, el momento perfecto para poder charlar un ratito. Me fascinó su dominio del idioma y lo agradable que resultaba en las distancias cortas. Me contó que era un veterinario recién titulado que se había tomado un tiempo para conocer mundo, a la vez que preparaba su tesis sobre no sé qué patrones de comportamiento social en las comunidades de felinos. Antes de que entrara el primer inoportuno cliente de la tarde, me confesó que mi negocio era una mina para sumar datos a sus estudios. Entonces, mi lado pesimista tuvo claro que ese debía ser el único motivo para sus visitas.
Con el tiempo se ofreció a supervisar el estado de salud de cada gato que ingresaba como nuevo huésped. Tenía una gracia especial tratando con los animales. Transmitía paz y seguridad en sus gestos, algo que trascendía las palabras, que no eran su fuerte, y que los sabios espíritus gatunos captaban a la perfección. Todos lo adorábamos en aquel Café.
En agradecimiento a su dedicación, yo empecé a invitarlo a las consumiciones y, cuando traía algún medicamento para administrarles a los animales, le obligaba a quedarse a cenar por cortesía de la casa. Napoleón estaba encantado con que cada vez pasara más tiempo allí y yo más, aunque el que se quedara con sus arrumacos solo fuera uno de nosotros dos.
Una tarde, a la hora de la merienda, vino a visitarme mi amigo de toda la vida, Lucas. Entre nosotros parecía que no pasara el tiempo, aunque lleváramos un siglo sin vernos. Él insistió en que me veía muy maduro, feliz y sexi detrás de la barra de mi negocio y yo le piropeé el nuevo corte de pelo que le hacía el doble de guapo que las greñas desastradas de antes. Nos dimos un fuerte abrazo y le preparé un goloso café vienés, con extra de nata montada, para celebrar el reencuentro. Ignorante de mí, estuve tan absorto en la conversación con mi colega, que no me percaté de que unos ojos del color del hielo se derretían a cada cucharada de crema que yo compartía con Lucas.
Al día siguiente ya me subía por las paredes cuando pasaba una hora de la habitual en la que solía aparecer mi extranjero misterioso. La cuarta vez que se abrió la puerta entraron tres chavales a los que estuve a punto de echar del local en cuanto ocuparon la mesa de Finn. Me puse a preparar su comanda a regañadientes. Entonces, por detrás del rugido de la cafetera, me pareció oír de nuevo la campanilla que anunciaba la entrada de un cliente. Cargué la bandeja para servirles el encargo y por un pelo no lo tiré todo al suelo de la impresión.
Plantado delante de la barra tenía a mi nórdico preferido con una espectacular sonrisa de satisfacción con la que anunciaba su alucinante cambio de look. Se había cortado la melena salvaje y afeitado la barba. Parecía más joven y los mechones disparados que le caían por la frente le daban un aspecto divertido y fresco. Su lado tierno había ganado muchos puntos y aquellas mejillas lisas y sonrosadas invitaban a ser besadas a gritos.
—¡Ostras, Finn! ¡Menudo cambiazo! Estás cañón... —No me pude contener, pero por una vez me alegré de mi incontinencia.
Deseaba que supiera que me atraía, aun a riesgo de equivocarme y llevarme un buen chasco si me enseñaba la foto de la despampanante rubia que lo estaba esperando en «Vikingolandia». No sería la primera vez que sufría un desengaño así, pero ¡qué demonios! Carpe diem, como diría todo filósofo que se precie.
—¿Te gusta? —preguntó con inocencia a la vez que Napoleón le saltaba a los hombros pletórico.
—¿Que si me gusta? Estás... ¡guau! —Pasé por su lado con la bandeja, en dirección a la mesa de los jóvenes. Le guiñé un ojo y le rogué—: Dame un segundo, que les llevo esto y enseguida estoy contigo.
El momento era ahora o nunca. Llevábamos cerca de diez meses de roces accidentales cuando le ayudaba a atender a alguno de los gatos, de los que saltaban chispas, de conversaciones profundas y de bromas estúpidas.
Él se había sentado en uno de los taburetes de la barra y, en cuanto pude, pasé a prepararle su café largo, aunque esta vez le hice algo mucho más especial. Le entregué un tazón distinto a los de siempre, debajo del cual dejé una nota cuidadosamente doblada y me retiré a limpiar las mesas, que ya se estaban vaciando, mientras le espiaba de reojo.
El papelito decía así:
«Oye, hermoso, ¿vas a esperar otro año o me invitarás a salir?»
En pocos instantes ya no quedaba nadie en la cafetería, así que le pasé la llave a la puerta y coloqué el cartel de «cerrado».
—¿Puedes explicarme qué es esto que me has preparado? —preguntó él con una mirada sugerente de ojos brillantes y entornados—. Está muy rico...
—Se llama café suizo y simboliza todo lo que tú significas para mí. —Me senté a su lado, muy cerca, y di un lento sorbo de su taza antes de continuar con mi declaración—: Eres un tipo fuerte y enérgico como el mejor de los cafés, pero a la vez eres cálido y reconfortante como el chocolate...
—Me gusta esa definición, pero esta bebida tiene algo más, ¿me equivoco? —Me miró a los ojos y zarandeó el trozo de papel sujeto entre sus dedos índice y corazón.
—Estás en lo cierto, poca gente lo sabe, pero un buen suizo lleva un ingrediente más que para muchos puede resultar misterioso, como tú... —Me atreví y di un paso más. Rocé con las yemas de los dedos su nueva mejilla suave y él respondió apoyando la cabeza sobre mi mano con los ojos cerrados.
—Continúa, por favor —susurró. Napoleón levantó la cabeza y por primera vez decidió cederme su espacio. Saltó de sus brazos y fue a enroscarse a su camita.
—Es un dulce licor de guinda —proseguí. Con la mano libre le atraje hacia mí desde la nuca. Él se dejó hacer—. Y me vas a permitir que le pongamos la guinda [1] a este momento, porque necesito besarte ahora mismo.
—Primero bésame... y después me explicas lo que es una guinda —exigió con una graciosa media sonrisa sin abrir los ojos.
Y eso hice. Nos dimos un largo beso que primero flotó sobre risas de alegría, de alivio y de complicidad, pero que, poco a poco, se fue sumergiendo en un increíble sueño cumplido, para acabar alcanzando el punto de ebullición del deseo desde el núcleo de nuestros corazones.
***
Ya llevamos más de dos años de cafés con chocolate, aderezados con acarameladas guindas. Vivimos juntos en nuestro apartamento de arriba del «Café del Gato Pardo», junto con Napoleón, y no podemos ser más felices los tres.
Como buen finlandés, Finn es muy honesto y no desperdicia ni una palabra. Él me asegura que en su tierra tienen hasta cuarenta de ellas para referirse a la nieve, pero que no hay ninguna que consiga expresar todo lo que él me quiere, así que prefiere darme muchos besos para que me quede bien claro y nunca se me olvide.
Ahora es Napoleón el que más de una vez siente celos de nuestras caricias.
No puedo estar más feliz de que esta obra, tal y como se presenta hasta este punto, haya resultado la ganadora del concurso multiperfil de Wattpad titulado "Café y Orgullo" celebrado en junio-julio de 2021.
Tomé como disparador el ofrecido por el perfil oficial WattpadCliches que daba la idea de la nota dejada por el camarero al cliente enamorado. Me pareció una idea super atractiva y con tremenda chispa, así que me senté a escribir y el resto salió solo. Aunque también debo darle parte del mérito a la canción que os pongo en el banner superior pues me sirvió de toque final para la inspiración, y es que la música me mueve el alma y hace milagros.
Infinitas gracias por pasaros a leer y, si os habéis quedado con ganas de más, os he añadido una breve segunda parte que sería la historia contada desde el punto de vista de Finn en vez de Leo. Ya me contaréis si os gusta.
[1] La expresión "ponerle la guinda al pastel" o simplemente "ponerle la guinda" quiere decir dar por finalizada una actuación de forma placentera o lo que es lo mismo, finalizar algo muy bien. Un pastel siempre es algo agradable y la guinda es lo último que se pone cuando se termina y decora.
Una guinda es un fruto similar a la cereza y a la picota, aunque su carne es algo más blanda, pero muy jugosa y con toques ácidos.
Imagen de guindas confitadas.
Imagen de la famosa guinda confitada rematando un pastel...
Y para rematar os dejo el sticker de ganadora que me chifa lucir con el mayor de los ORGULLOS ;-)
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