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6. El inicio del juego

Aquella súbita noticia fue una lección nueva para ti. Y era una lección necesaria, pues todos en el mundo en algún momento debemos experimentarlo.

De un día para otro, de repente, la figura imponente de tu padre, el fuerte como un roble, el gran proveedor de soluciones, se había esfumado. Tan súbito que en ese momento te sonó a algo inverosímil.

De pronto te mirabas a ti misma en el espejo, ataviada con un vestido negro, con los ojos algo desorbitados. Te preguntaste cómo era posible qué esa escena estuviera sucediendo. Por qué estaba sucediendo tan deprisa. ¿Acaso se trataba de una pesadilla? ¿Cómo era posible que el corazón de alguien tan joven pudiera fallar?

Te preguntaste cómo se suponía que debía funcionar ahora el mundo sin una persona tan esencial. Simplemente, nunca te habías planteado el supuesto de que alguien de los que te rodeaba pudiera faltar.

Todo parecía suceder precipitadamente, sin delicadezas. Supusiste que con algo de tiempo podrías adaptarte a esa nueva realidad. Pero tiempo es lo último que se nos concede. El mundo nunca espera a los rezagados, y menos cuando éstos ostentan grandes responsabilidades.

—Ro, justo a tiempo. Ya terminaba de armarlo.

—¿Qué haces aquí?

Sólo cuando encontraste a Giova en la terraza de tu habitación, te percataste que llevabas semanas sin visitar a Minúsculo, su punto de encuentro acostumbrado. De pronto aquella costumbre infantil se te antojó tan lejana e impropia.

—Vine para ver las estrellas. En eso quedamos.

No te veía desde el funeral, en realidad, pero tuvo el suficiente tacto de no mencionarlo.

—Les dije que no dejaran entrar a nadie —dijiste en tono cortante.

—No me dejaron entrar, me metí yo solo —te aclaró él sin prestar atención a tu mal talante mientras calibraba el telescopio y tomaba algunas anotaciones.

—Giova, tienes que irte.

Él cesó en hacer lo que hacía y te observó con circunspección. Por un instante, imaginaste que era una mirada de lastima.

—No —repuso él justo un segundo antes de que le lanzaras todas las maliciosas imprecaciones que estaban brotando de tu cabeza—. Hoy es una buena noche para ver el cielo.

Hubo un silencio extraño entre ustedes dos. Era la primera vez que entablaban una conversación silenciosa. Palabras escritas en los ojos. Fue desconcertante, pues entendiste de pronto que él podía ver claramente en tu mirada que era un mar de varias emociones, mientras que en la de él sólo había una calmada bienvenida.

Y cuando él te abrazó, tú sólo pudiste llorar. Llorar como no te lo habías permitido antes.

Con el paso del tiempo habías aprendido a dirigir tu soplido sobrenatural, a dominarlo en cierta medida. Pero había una regla implícita para ti que ese día se volvió clara e irrefutable: jamás usarías tu facultad para invadir los pensamientos de Giova. Sobre todo de él, por encima de todos. No supiste exactamente por qué, los porqués te los explicarías luego. Pero simplemente no podías empujarte a indagar en la mente de tu mejor amigo. Pensaste que se sentiría incorrecto, truculento. Se sentiría a algo parecido a una traición.

Sin embargo, aún sin soplido, sabías que él podía ver perfectamente a través de ti.

Con todas las nacientes expectativas que se sembraban en torno a ti como futura cabeza de la familia, te sorprendiste de pronto en hallar de nuevo a la figura de Éran Dezvas aguardando por ti un buen día. Sentiste que había menos pasos que te alejaran del boticario. Tu padre y él habían congeniado por varios años. Décadas tal vez. Y ahora tú debías estar a la altura. Al menos eso pensaste.

Procuraste mantener el temple en su presencia. Él, no obstante, te ofreció una expresión deferente, la cual tú interpretaste como la consideración que se les tiene a los niños.

—Las cosas van cambiando, es inevitable, Ro —te comentó.

Era la primera vez que te reunías a solas con él para departir. Pero era, de alguna manera, apropiado.

—Conocí tanto a su padre, los miembros de su familia siempre me han parecido interesantes. Unos más que otros, por supuesto. Es una especie de costumbre para mí. —Entonces clavó sus ojos turquesas en ti. —¿Crees que es momento de continuar la costumbre, Ro?

—Por supuesto, señor Dezvas.

Tú no tuviste ni idea de lo que realmente quiso decir el boticario. Sólo pensabas que debías desempeñar el papel que se esperaba de ti. Los ojos del boticario desprendieron un resplandor tornasolado ante tu respuesta.

—Entonces, Ro —continuó él—. Quisiera proponerte algo. Ya estás suficientemente mayor para esto.

—¿Qué, señor?

—Llámame Éran, por favor —solicitó con su usual calma—. Si lo haces podré tutearte también.

—Está bien... Éran.

Él soltó una sonrisa grácil ante tu seriedad.

—Quisiera hacer una apuesta contigo.

Su expresión que era siempre afable y sosegada se vio atravesada por un halo de diversión, casi infantil. Te sorprendió encontrar que él podía ser una persona distendida.

—¿Apuesta?

A pesar de su semblante, supiste que hablaba en serio. Saber eso te produjo cierta satisfacción. Siempre habías aborrecido que te consideraran por tu apellido o tus posesiones. Pero él te estaba tomando en serio por lo que tú eras. Así que le prestaste toda tu atención.

—Ro, debes saber que puedo conceder lo que se me pida a cualquiera, algo debes haber escuchado. —Entonces te observó con un enigmático brillo en los ojos por unos segundos que parecieron eternos. —Quisiera apostar a que algún día tú vendrás ante mí a pedirme un deseo y yo te lo concederé. Pero si eso sucede, entonces me darás cualquier cosa que yo te pida a ti.

Una sonrisa traviesa adornó su faz, y esperó paciente por tu respuesta. Así como él te estaba tomando en serio, tú también lo hiciste.

—¿Y si nunca acudo a us... a ti? —inquiriste—. Debería haber un tiempo límite. Y ¿qué puedes querer de mí? Además, ¿qué gano yo?

—¿Qué ganarás? —Él apoyó su barbilla en una mano, en un gesto desenfadado, como si ese tipo de apuestas fuera algo que hacía todos los días. —Debes haber escuchado muchas cosas sobre mis capacidades. Pues, en verdad, no son tanto así. Lo que puedo hacer tiene limitaciones. Limitaciones que en contadas ocasiones puedo superar. Limitaciones como traer de vuelta a personas que ya no están en este mundo.

Hubo un breve silencio. Incluso los pajarillos del jardín exterior parecieron enmudecer.

—¿Qué puedo querer de ti? Pueden ser muchas cosas. Pero te pediré sólo una. En cierta forma, tú, con tu bendición especial con la que has nacido, eres más peculiar que yo. Por ejemplo, esa es una de las cosas que me pueden interesar de ti. Y por supuesto, hay condiciones en esta apuesta. Habrá un tiempo límite, tus dieciocho años. Pero también debes permitirme instruirte.

—¿Instruirme?

—Déjame enseñarte a usar tu bendición. Tanto tú como yo podríamos beneficiarnos de esto.

Eras una muchacha, tenías doce años. Ingenua e impresionable. En el futuro argüiste juventud, inexperiencia y testarudez. Pero hay decisiones que tomamos en nuestras vidas en las que ni siquiera la juventud puede excusarnos. Ese fue uno de esos momentos.

—¿Qué me dices, Ro? ¿Apuestas?

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