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18. Acuerdo de voluntades

Habían caminado en silencio por las calles de Dakrus, cada uno sumergido en su propio aturdimiento. En sus propios caos. Sin embargo, aún con aquella conmoción que giraba en tu pecho, sabías que ya habías encontrado lo que habías venido a buscar. Ya se había terminado para ti. El camino adelante se esclarecía a la luz de estas verdades.

—Levan —lo llamaste para que se detuviera. Él se paralizó, más por una reacción automática que porque fuera consciente, y se tornó, con una expresión exhausta. —Te agradezco que me permitieras acompañarlos —dijiste, y te sorprendiste al darte cuenta que estabas siendo sincera—. Pero no tengo intención de ayudarlos en sus planes. Éste no es mi problema.

Levan arrugó su entrecejo, extrañado.

—Eso ya lo sabía.

Tú frunciste el ceño de igual manera, pero en un gesto recriminador. Claro que lo sabía, él había entrado a tu mente.

—Me criticaste por usar mi don irresponsablemente y tú has terminado siendo un fisgón irrespetuoso —le increpaste.

—Ro, el don que tenemos no es la única manera de entender a la gente, para que lo sepas —planteó él con esa inflexión de evidencia, que ya le reconocías y que encontrabas exasperante—. Si observas de manera natural a las personas... es decir, si las observas bien, puedes deducir muchas cosas. Ahora, si agregamos este don de leer mentes a una persona medianamente observadora, pues sale algo parecido a mí.

Aunque aún con ese lamentable aspecto desolado, el ver tu expresión en respuesta le causó cierta gracia y emitió una risa algo socarrona. Sin embargo, la acalló momentos después. Liberó un suspiro y se tornó nuevamente serio.

—Créeme que no tenía ninguna intención de convencerte. Sólo quería que supieras la envergadura de la situación en la que estás, y creo que aún no la ves.

—¿Ver qué?

Él guardó silencio unos instantes antes de responder.

—En estos años hemos deducido que las personas se someten a Éran Dezvas una vez que se concretiza el pacto. Él les entrega lo que desean, y ellos, sin saberlo, ceden algo de ellos. Es un negocio, un acuerdo de voluntades. Pero tú has hecho una apuesta con el boticario. Ya has manifestado tu voluntad. La forma común con la que él se gana a la gente no vale contigo. Si él gana la apuesta, tú estarás sometida a él para siempre.

Fue recién cuando él lo verbalizó que te percataste de la realidad de tu situación. No era que no fueras consciente de ello, simplemente no quisiste asumir ese hecho, como si no pensar en ello significara que no existía. No querías aceptar que, aún sin quererlo, ya estabas dentro de ese juego.

—Pero apostamos a que yo le pediría algo... y eso...

—Ni siquiera tendrá que concedértelo, basta que se lo pidas y ya se habrá concretado el acuerdo.

—Pero yo no pienso pedirle algo jamás —atajaste de inmediato—. Y mucho menos ahora.

—¿Y acaso crees que él se quedará tranquilo? ¿Crees que no intentará ganar?

—No hay nada que él pueda ofrecerme que yo quiera. Él no pudo forzarte a que hicieras un trato con él, ¿por qué no podría yo también librarme?

Levan negó con la cabeza con un gesto de contundencia.

—Tú eres especial para él, me puedo dar cuenta de eso —sentenció—. El boticario apareció en mi ciudad y luego se esfumó cuando sus planes no fueron como esperaba, no sin antes arruinar varias vidas a su paso. Pero tú, Ro. A ti te ha frecuentado por años, te ha observado desde tiempo, con paciencia. No sé porqué. Pero sé que él no suele hacer eso. Eres especial, y no creo que sólo te deje en paz y se largue como en mi caso.

Aquello también era cierto. Y, en el fondo, también lo sabías. No conocías los devenires del boticario en sus viajes, pero de alguna manera intuías que el trato que él tenía para ti era uno distinto de los demás. Exclusivo, una deferencia especial. Había habido un tiempo en que te hubieras encontrado jactanciosa de eso, pero ahora, simplemente una incertidumbre inquieta revoloteaba en tu pecho.

—Y Ro —prosiguió Levan—, como te narró Leira, él trató de acercarse a mí por intermedio de ella. Sabía lo importante que es mi hermana para mí. —Entonces hizo una breve pausa. —¿Entiendes esto?

El significado de lo entredicho quedó flotando en el aire, y tus preocupaciones empezaron a tomar forma, a tomar cuerpo. A tener un nombre y un apellido. En un movimiento inconsciente te llevaste la mano al pecho.

—Acabo de perder la única guía que tenía en esto. Tú y yo tenemos el mismo enemigo, debemos ayudarnos mutuamente —dijo Levan, sus ojos clavados en los tuyos para que supieras que hablaba en serio—. Sé que no vas a pedir mi ayuda... o la de nadie, pero te la ofrezco. La necesitarás.

Había acertado. En verdad, no hubieras pedido ayuda a nadie en el mundo, tanto porque no creías que nadie tuviera la capacidad de hacerlo como porque aún creías que podías lidiar tú misma con esto. Pero el que Levan ofreciera una mano amiga cuando tú acababas de negarle tu colaboración, te pareció algo que hablaba bien de él, fuera de todo. Decidiste entonces que, aunque las circunstancias no habían sido las más alegres para conocerlo, podías calificarlo al final del día como un amigo. Uno de los pocos que tenías, a decir verdad.

Y fue afortunado que lo fuera, pues en verdad, ibas a necesitarlo.

Los siguientes meses los hermanos Biscaro te frecuentaron para ponerte al tanto de sus indagaciones, por lo general truncas o insuficientes. A veces tú los acompañabas como lo habías hecho la primera vez, en post de algún seguro que te certificara que te librarías del boticario definitivamente.

Tal vez con una coincidente intuición, Éran no asomó su presencia aquel tiempo. Lo cual no fue extraño, pues a menudo se ausentaba largos períodos.

Y no reapareció sino hasta que Giova regresó por fin a la ciudad.

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