Capítulo 5
Cuando la noche cayó por completo sobre la plaza, todas las farolas se encendieron. Leya se aclaró la garganta. Era hora de cambiar de tema, no le gustaba el rumbo que tomaba la conversación y ya habían perdido demasiado tiempo.
—¿Qué más puede decirme sobre Candelaria?
El humor de Blaise se oscureció. Unió las puntas de sus dedos mientras hablaba.
—Tiene rivales pero no enemigos. Es amable con todos y muy generosa. Más de una vez volvió tarde del colegio por ayudarle con la tarea a un compañero. En tres meses cumplirá la mayoría de edad, y sueña con ser veterinaria o equinoterapeuta. ¿Sabe qué es?
—Terapia con caballos. Tengo entendido que se usa mucho con niños que tengan alguna condición particular. Los caballos son animales muy inteligentes y gentiles... ¿Por qué tardaron tanto en descubrir que ella nunca llegó a la fiesta?
—No sabría decirle. Solo sé que la familia de Cande le da mucha libertad. Es una adolescente muy sincera y madura, no tienen motivos para desconfiar de ella.
—¿Cada cuánto la ve?
—Día por medio pasa por mi tienda y se queda a conversar. A veces ayuda a atender a los clientes. Creo que le recuerdo a su hermano, y confieso que intento acompañarla como él lo habría hecho.
—¿Qué tipo de productos compra en la herboristería?
—Vaya, realmente se siente como un interrogatorio. Veamos... Dos veces al mes viene por su reserva de condimentos. A diario busca frutos secos para hacer galletas o cereales para sus primos. Los adora, especialmente a Eloy, desde que aprendió a caminar la persigue por toda la hacienda.
—¿Y el otro gemelo?
—Elías es más tímido, pero igual recibe el afecto y los regalos de su prima.
—¿Por qué estaba tan seguro de que habían sido lobos los que la atacaron?
La pregunta lo tomó desprevenido. Ella se dio cuenta por la forma en que sus ojos se agrandaron por una fracción de segundo.
—Instinto masculino... —respondió mientras empezaba a enrollar la manga derecha de su camisa— y experiencia personal —concluyó mostrando una cicatriz pálida en forma de media luna, en su antebrazo.
—Parece antigua.
—Lo es. Cuando me gradué de la secundaria, mis amigos y yo fuimos de acampada a lo profundo del bosque. No guardamos bien nuestras sobras y eso atrajo a los habitantes de la zona, entre ellos un lobo solitario. —Sacó una botella de su mochila, en su interior parecían flotar hojas y semillas en un líquido transparente—. Tuvimos suerte de regresar en una pieza. Fui un idiota —admitió antes de beber un largo trago.
—Espero que eso no tenga alcohol —pensó Leya en voz alta.
Blaise alcanzó a tragar la mayor parte antes de empezar a reír, entre toses.
—Es limonada con menta. —Con una gran sonrisa, le ofreció la botella—. ¿Quiere probar?
Ella abrió la boca para negarse, pero recordó la lección de socialización que le había dado apenas llegó. Aun sabiendo que era más fácil acercarse a las personas aceptando compartir los alimentos y bebidas que le ofrecían, le estaba costando. Por el bien de esta misión, debía interactuar a nivel personal. Pero no había hecho algo tan sencillo como compartir una bebida ni siquiera cuando la invitaban a una fiesta. Por el cielo, incluso se había negado a aceptar vasos que hubieran tocado los labios de hombres a los que había besado.
Tuvo ganas de gritar de frustración por algo tan insignificante.
—Veo que acabo de provocarle una crisis existencial con mi oferta, señorita Hunter. La mezcla de emociones que acaba de atravesar sus ojos fue increíble. ¿Le gusta el ajedrez?
—Me parece un juego muy interesante. ¿Qué tiene que ver con esta conversación?
—Sentí curiosidad y lo pregunté, no sabía que una conversación debía limitarse a un solo tema.
—Entonces —Leya ignoró el sarcasmo y retomó el hilo que le interesaba—, ¿el bosque es peligroso?
Los labios de Blaise se volvieron una línea al verla cubrirse por esa capa de hielo otra vez.
—Esto es un pueblo en medio del bosque. Hay que atravesar pequeños terrenos de arboledas para llegar a algunas casas. Por supuesto que es seguro. Pero la naturaleza a veces actúa de formas que el hombre no comprende, y siempre existe una mínima posibilidad de que algún animal salvaje aparezca en esta plaza.
Leya recordó que aún tenía pendiente encontrar algún experto que analizara las muestras que había hallado en la escena del crimen.
Blaise soltó un gran bostezo, y empezó a ponerse de pie.
—Si no tiene más preguntas, debo retirarme.
—A veces olvido que los jóvenes tienen una vida nocturna fuera del trabajo —reflexionó en un murmullo que no esperaba que su interlocutor oyera.
Blaise le dedicó una sonrisa que mostró el reflejo de sus dientes.
—Habla de usted como si fuera una anciana, y como tenemos la misma edad, siento que acaba de preguntarme dónde comprar las mejores dentaduras postizas.
Leya se apresuró a levantar ambas manos para defenderse.
—No, yo...
—Solo bromeaba. Tampoco estoy seguro de qué hacen los jóvenes locales para divertirse. Trabajo casi todo el día, mi jefe es un tirano. Hace favoritismo con sus demás empleados, a mí me trata como esclavo.
—Creí que era dueño de su propia tienda.
—Así es. —Se dispuso a caminar con Leya a su lado por uno de los senderos rodeados de piedritas que serpenteaban por toda la plaza—. Ahora estoy yendo a entregar un pedido al doctor Daniels. No es partidario de las píldoras, así que estamos haciendo un tratamiento con hierbas para limpiar su aparato digestivo.
—¿El médico local?
—El único. Bueno, ahora tenemos a la doctora Viviane, se quedará como su reemplazo hasta que Daniels se recupere.
—Es un poco inusual que se enfermera la misma noche que Candelaria fue atacada.
—Los astros estaban inquietos ese día —musitó pensativo, sus ojos perdidos en otro mundo. Soltó un suspiro. Habían llegado a la camioneta verde musgo en la zona reservada para estacionamiento alrededor de la plaza. Antes de subir, se volvió para estar frente a frente con la detective—. ¿Cree en las coincidencias, señorita Hunter?
La joven levantó la vista para encontrar sus ojos almendrados. En la poca iluminación de esa zona, lucían oscuros con un brillo de inteligencia como única luz. Se encontraba tan cerca que ella estuvo a punto de dar un paso atrás, pero sus pies estaban atados al suelo.
—¿Parezco alguien que crea en ellas, señor Del Valle?
—Por favor, llámeme Blaise. Acabo de cenar con usted y estoy a punto de permitirle subir a mi camioneta. Podemos decir que ya cruzamos el puente de la formalidad absoluta.
Leya parpadeó. Lo hacía sonar como si estuvieran en una cita. ¿Volvía a burlarse de ella?
—¿Quién dice que me subiré a su vehículo?
—No lo hará si se niega a llamarme por mi nombre. Y sabe perfectamente que desea conocer al doctor Daniels, pero le resultará imposible entrar a su casa sin un intermediario. Soy —Él se inclinó hasta que sus narices se rozaron, una sonrisa traviesa en sus labios— exactamente lo que está buscando.
Leya apretó los dientes porque tenía razón, necesitaba su ayuda. No solo para conocer al doctor, sino para llegar a las mentes de cada habitante de este condenado bosque.
—No se llega muy lejos dando vueltas en círculos. ¿Cuáles son sus intenciones... Blaise?
El hombre entornó los ojos, su voz sin rastro del humor anterior.
—Quizá no lo entienda, pero me alimento de la energía que emanan las criaturas de este pueblo. No como un parásito. Cuando alguien de mi confianza está feliz, libera una energía residual que puedo absorber para sentir que mi espíritu se ha recargado. Y usted me ha hecho dudar de mi pueblo, señorita Hunter, de esa lealtad y amor incondicional que siempre recibo de mi gente... Necesito demostrarle que está equivocada y solo persigue fantasmas invisibles.
—¿Y si yo estuviera en lo cierto?
—Entonces necesito estar ahí para mirar a los ojos de ese monstruo y preguntarle por qué hizo daño a una criatura inocente.
—Estoy segura de que eso no es lo único que haría.
—No admitiré ningún crimen mientras mantenga su grabadora encendida.
La boca de Leya se abrió al descubrir que él siempre había sabido del aparato en su bolsillo registrando todo el interrogatorio. Con las mejillas algo acaloradas por la vergüenza de ser atrapada, aceptó subir a la camioneta en busca de respuestas.
—Solo para dejar un punto claro —La joven sacó el teléfono de su pequeña mochila y escribió algo en la pantalla táctil—, he enviado mi ubicación actual a varios conocidos.
Él atrapó al instante la idea, pero no se inmutó.
—No tiene que preocuparse de que vaya a secuestrarla —Los dientes del herbolario se asomaron en la sonrisa rápida que le dirigió—. No lo haría frente a tantos testigos, no me subestime.
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