Capítulo 3
Aún en contra de los consejos de otras autoridades, Leya regresó al lugar donde habían encontrado a Candelaria Redes. No tardó en llegar tanto como la primera vez, gracias a haber marcado la ubicación en su GPS... mientras los demás se desvivían por salvar la vida de la víctima.
—¿Qué me está pasando? —gimoteó presionando el puente de su nariz—. Solo intento cumplir con mi trabajo de una forma profesional, ¿por qué me hizo sentir como un monstruo?
Tal como temía, la escena había sido tan contaminada por los pasos de los exploradores que el rastro del culpable se desvaneció. El pasto estaba aplastado, la tierra mostraba por lo menos una docena de huellas diferentes.
La corteza de algunos árboles se veía astillada, con mechones de pelo grisáceo o negro atascados. Su textura seca y el largo le indicaron su origen animal. Más de una rama tenía un trozo de tela color óxido, la capa blanca de Candelaria.
Se agachó para revisar el suelo, las raíces que sobresalían de los árboles habían provocado el tropiezo de varios voluntarios la noche anterior. Sus huellas pesadas borraron los pasos la muchacha.
Algo rojizo enganchado entre dos raíces llamó su atención, un mechón de cabello que reconoció de la víctima. Intentó levantar la cámara de su cuello pero la voz de ese hombre se repetía en su cabeza.
«¿No tomó suficientes fotografías mientras ella estaba inconsciente, luchando por su vida?».
—No lo comprende... —musitó.
Blaise Del Valle no podría entenderlo porque ella no tenía intención de contarle. Hablar de aquello que la llevó a mudarse a un pueblo tan incompatible con ella la hacía sentir vulnerable. Se llevó una mano al estómago cuando sintió una sutil puñalada.
El recuerdo de su último caso en la ciudad mantenía entumecida su mente, pero su cuerpo recibía todo ese estrés. Mientras su equipo investigaba el secuestro de un padre de familia, recibieron una llamada anónima que les advertía la ubicación del hombre. Ella fue la primera en llegar, siempre lo era. Viajar sola la volvía más ágil.
Encontró al hombre inconsciente sobre un charco de su propio vómito. Temiendo que la ambulancia llegara demasiado tarde, intentó aplicarle resucitación. No pensó en tomar fotos, en analizar la escena. Ni siquiera se puso guantes. Ella solo quería salvar una vida.
Todo fue en vano, ya era demasiado tarde. El veneno en el cuerpo de la víctima era letal.
Los gritos de su teniente, horas después, acusándola de haber contaminado la escena del crimen y desobedecer sus órdenes directas de esperar al resto de la unidad, aún resonaban en sus oídos. Una detective no podía cometer tal error de novato. No importaba que en su expediente figuraran docenas de casos resueltos exitosamente, no podían dejar pasar algo así sin castigo.
Lo peor fue que su equipo estuvo de acuerdo en expulsarla, como si ella no se hubiera desvivido por su trabajo. Leya nunca había entablado una relación amistosa con ellos, pero jamás les había faltado el respeto y siempre cumplía con su parte. Incluso la única detective con la que había sido cercana le dio la espalda.
Presa de la humillación, le obligaron a elegir entre degradarla a un nivel inferior, o conservar su placa de detective pero en un pueblo perdido en medio del bosque donde lo más interesante que ocurría era el robo de frutas entre vecinos. Después de cumplir un año de servicio, podría volver a la capital y recuperar su... ¿vida?
Apenas llevaba dos meses y el caso de Candelaria Redes era el primer enigma que aparecía. No contaba con el apoyo de ningún oficial local, ni siquiera le brindaban las herramientas. Todo corría por su cuenta. Para ellos era un terrible accidente, algo que no era de su incumbencia.
Dos meses atrás su nuevo jefe de Bosques Silvestres, el sargento Ruiz, la recibió con una cálida sonrisa, orgulloso de tener una detective entre sus oficiales... Pero no tenía muy claro qué hacer con ella. Quizá por eso le había asignado la tarea de digitalizar el papeleo de la comisaría, aprovechando que Leya venía de la ciudad y era la agente con mejor dominio de la tecnología.
—Es tan ridículo que no sé si reír o llorar —pensó en voz alta al recordar la enorme caja de carpetas que la esperaba en su nuevo departamento.
No se había quejado porque eso le dio la oportunidad de aislarse por ocho semanas, tiempo que necesitó para reorganizar sus ideas y reforzar sus agrietados escudos emocionales.
Sacudiendo la cabeza para alejar esos pensamientos, levantó la cámara y tomó tantas fotografías como pudo. Guardó en bolsitas herméticas el mechón de cabello humano, los parches de pelo animal, trozos de corteza astillada y hasta una muestra de tierra. Ya después conseguiría acceso a un laboratorio. Si era necesario, contrataría a un bioquímico particular para encargarle analizarlos.
Con dificultad a pesar de mantener una buena condición física, escaló el árbol donde habían encontrado a la muchacha. Se sentó a horcajadas en la rama más gruesa, la que ahora tenía rastros de sangre seca sobre su corteza y hojas. Con la linterna de su cámara activada, recorrió cada centímetro como si buscara una aguja en un pajar.
Encontró rastros de piel y uñas, nada inesperado. Levantó la vista al inmenso bosque que dominaba el pueblo, escuchó el crujido de ramitas al ser aplastadas por animalillos nativos, el aplauso ocasional de las hojas y el silbido del viento. Pensó en el trozo de cinta blanca que había hallado un par de kilómetros atrás, no muy lejos de la hacienda de los Redes.
Imaginó a la víctima como una muchacha alegre y rebosante de energía que caminaba por el bosque al anochecer, por aquel sendero que podría recorrer con los ojos cerrados. Su mente estaba tan distraída en la fiesta que tendría en breve, que no fue consciente de las sombras siguiendo sus pasos. Cuando su instinto o sus ojos descubrieron a esas criaturas salvajes, solo pudo pensar en correr. Como una niña criada en los bosques, por kilómetros fue capaz de zigzaguear frenética entre árboles y esquivar a esas bestias.
Quizá fueron las lágrimas que le impidieron ver el camino, quizá se distrajo al mirar hacia atrás, quizá sus piernas dejaron de responderle... y tropezó con una raíz aérea. Ese instante fue suficiente para que lobos salvajes se lanzaran sobre ella. Como una ofrenda al dios de la muerte, solo fue capaz de cubrirse con su capa blanca. Entre alaridos desesperados de auxilio, el blanco se fue tiñendo de un rojo intenso que emanaba un aroma cobrizo delicioso para las bestias. El bosque guardó el secreto de sus gritos desgarradores.
Tal vez fue una llamarada de adrenalina, el instinto de supervivencia exigiéndole que luchara una última vez, lo que fuera le permitió apartarse de sus atacantes el tiempo suficiente para extender los brazos y saltar a la rama de un árbol. Forzó su adolorido cuerpo y consiguió escalar. Temblando, con los gruñidos frustrados de las bestias a solo un salto de distancia y la garganta rota de tanto gritar, se acurrucó a esperar el amanecer o la muerte, lo que llegara primero.
—No te conozco, Candelaria —musitó Leya acariciando a través de sus guantes de látex el sitio donde la muchacha había perdido sus fuerzas—, pero te doy mi palabra de que no descansaré hasta descubrir la verdad que te lastimó tanto.
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