Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 26

El taxi que consiguió la dejó en medio de la carretera, justo detrás de una camioneta abandonada, cuando la primera gota de lluvia caía. Ella le pagó por el viaje y saltó fuera del vehículo. 

Entonces se acercó hasta la puerta del piloto donde se destacaba el dibujo de un gato negro sobre un árbol. Con sus dedos enguantados, la abrió. No tenía seguro. Su linterna alumbró el interior, cada posible recoveco donde podría ocultarse un cuerpo humano. Estaba vacía, incluso habían dejado las llaves puestas.

Descartó que fuera a encontrar algo de utilidad bajo los asientos. En cambio se internó en el bosque, zigzagueando entre troncos y arbustos, ignorando las espinas que rozaban su piel o las gotas que salpicaban su cabello conforme corría. Estaba segura de que había un sendero más amable, uno dónde podría entrar un vehículo cargando cuerpos, pero solo el lobo lo conocía. 

Cada tanto echaba un vistazo a la pantalla de su teléfono, la ubicación en medio del bosque no marcaba calles ni edificios, solo un inmenso terreno cubierto de vegetación. Candelaria no se había movido.

Sus botas dejaron de aplastar las hojas y comenzaron a hundirse en el barro conforme la tormenta adquiría fuerza. Sintió los latigazos de las hojas húmedas contra su rostro y manos desnudas. La naturaleza quería detenerla de sumergirse en un nuevo abismo como el de aquella vez en la capital. El bosque parecía gritar de dolor por la tragedia que estaba a punto de presenciar.

Se detuvo cuando el GPS le indicó que había llegado a su destino, una pequeña cabaña hecha pedazos. Agitada, se subió la capucha roja de su largo piloto para evitar que la lluvia siguiera mojando sus ojos y avanzó por el umbral de madera podrida. 

Mantuvo una mano contra la empuñadura de su arma. Estudió las paredes de troncos rotos, alguna vez podrían haber formado un lugar hogareño. Ahora el techo parecía a punto de derrumbarse, la mala hierba había crecido entre las fisuras del suelo. Algo amargo en el aire le decía que ni los animales del bosque desearían refugiarse en su interior. Cada paso que daba se sentía como en terreno minado. 

Pegó su cuerpo a una pared y contuvo la respiración. Un gimoteo. Estaba segura de haberlo oído a través de los golpes incesantes de la lluvia contra lo que quedaba del techo.

Siguió recorriendo las habitaciones de la cabaña en ruinas hasta dar con un salón vacío. No tenía ventanas, el único acceso era el umbral bajo el que se encontraba Leya. Aparentaba haber recibido más mantenimiento que toda la casa junta, ni el viento ni la lluvia llegaban hasta allí. Tampoco la luz. Su linterna le permitió ver una compuerta en el suelo, esta permanecía abierta en invitación.

Al asomarse, descubrió la escalera que daba al sótano. Cerró los ojos y soltó un juramento mental. No tenía el más mínimo deseo de entrar. Deseaba disparar a ciegas hasta que una bala acertara en la bestia y fuera seguro rescatar a Candelaria, pero no podía arriesgarse a que el monstruo supiera que había sido descubierto y tomara como rehén a la niña.

Un relámpago iluminó el escenario a su espalda por un instante, seguido de un trueno que hizo temblar los cimientos. Nunca más volvería a culpar a las heroínas de las películas de terror por meterse a la boca de lobo. Procurando hacer el menor ruido posible en esos chillones escalones de madera, descendió al que sería su infierno.

Aferrando su linterna como una cruz ante un vampiro, iluminó ese pequeño salón rodeado por estanterías que llegaban hasta el techo. Para su sorpresa, el sótano era una vivienda completa en perfecto estado, sus paredes de concreto destinadas a sobrevivir a los troncos del piso superior. Quizá sus habitantes anteriores la habían construido pensando en un refugio. 

Se acercó a una mesa con recipientes y notas hechas en computadora. Una flor de cazzaria en un frasco resaltaba en el centro y algunas jeringas vacías. Estaba a punto de entrar a la habitación contigua cuando algo la alarmó.

Un gimoteo inhumano la hizo voltearse tan pronto que su cadera golpeó un estante e hizo temblar su contenido. Ignoró el dolor. Iluminó con el fondo de la habitación y descubrió las jaulas. La primera estaba vacía, a excepción de las abundantes plumas que habían quedado enganchadas contra los barrotes y el suelo. Aves que habían emprendido el vuelo una semana atrás.

La jaula siguiente estaba cubierta por una sábana color óxido. Al aferrarla en un puño, sintió la sangre seca en lo que había sido la capa blanca de esa noche. La apartó de la jaula a toda prisa, como si cada segundo tocándola estuviera bañando su puño en sangre. 

En el interior de esa estrecha prisión descansaba una bestia de pelaje grisáceo. Al principio pensó que se trataba de un perro, pero su tamaño enorme le hizo comprender la verdad. El animal luchaba contra sus frágiles piernas para levantarse, sacudía su cabeza y gimoteaba. Al alumbrar sus ojos, le pareció ver un lienzo blanquecino donde debían estar sus pupilas.

—Eres ciego —susurró con un escalofrío.

El animal soltó un débil gruñido, luego volvió a cerrar sus ojos. Estaba dormido, comprendió. Sedado. Al moverse, reveló que su robusto cuerpo había estado cubriendo un bulto blanco de rizos cobrizos.

—¡Candelaria! —sus labios dejaron escapar en un grito bajo. 

Se dejó caer ante la jaula de ambos. Fue entonces cuando lo percibió, ese aroma dulce como la fruta, empalagoso como la miel, que formaba parte de sus pesadillas. Cazzaria. Venía del interior de la jaula. 

«Plantó una bomba de tiempo», comprendió con los pelos de punta. En el momento en que el lobo despertara, reaccionaría a la feroanimina… 

Tenía que sacar a Candelaria de la jaula cuanto antes. Frenética, buscó la llave por los alrededores, y le pareció ver algo metálico a los pies de la adolescente, en la punta de la ruana blanca. El lobo volvió a gruñir cuando la detective intentó introducir la mano en la jaula para tocar esa llave. Incluso en sueños, se interponía entre ambas como un perro protegiendo a su joven ama. 

Con dificultad, la detective consiguió introducir todo su brazo y parte de su hombro derecho a través de los barrotes. Sus dedos ya casi podían rozar las llaves. En el instante en que las atrapó, su falsa paz se rompió al desatarse el caos en la habitación contigua. Objetos pesados cayeron con estrépito, algo se acercaba a una velocidad inhumana. 

Leya sacó el brazo tan rápido como pudo y llevó la mano a su arma, pero no consiguió voltearse a tiempo. Soltó un chillido de dolor cuando algo atrapó su cabello y la arrastró hacia atrás. Su cabeza impactó contra un el cemento de la pared, los huesos de su columna amenazaron con quebrarse. 

Con los ojos cerrados y su mente dispersa, luchó por sobreponerse. Su cuerpo le rogaba mantenerse inmóvil hasta que el la electricidad que sentía disminuyera, su escasa consciencia se resistía. Consiguió entreabrir los ojos. Sentía un líquido bajar por su frente a través de sus párpados que le hizo ver todo en color carmesí.

Había perdido su linterna. Algo se movía de un lado a otro por el salón, empujado las estanterías, pateando las jaulas y destruyendo lo que encontrara su paso. Un frasco de vidrio se estrelló a centímetros de la cabeza de Leya, sintió uno de los cristales clavarse en su mejilla.

Vio la silueta oscura del hombre llevarse las manos a la cabeza y soltar otra vez ese grito de dolor y frustración que competía con el rugido de la tormenta que se había desatado afuera. Conseguía ver su cabeza moviéndose  de un lado a otro como un fugitivo siendo acorralado por demonios invisibles. Incluso extendía los brazos y daba arañazos al aire.

«Son síntomas de un brote psicótico», comprendió, y la sangre se heló en sus venas. Su realidad debía estar demasiado alterada, en cualquier instante ella se volvería uno de los monstruos que él debía aniquilar.

«Levántate, Leya… Reacciona», se gritó a sí misma. Apretos dientes, ignoró el ramalazo que recorrió sus sienes. No podía morir así. Sin luchar. Sin levantarse.

Apenas consiguió recuperar la conexión entre su cuerpo y su mente, buscó el arma en su cadera. Estaba vacía. Sus ojos desesperados buscaron a su alrededor. La pistola había caído a un brazo de distancia a su derecha. Jadeando se estiró hacia ella. En cuanto sus dedos consiguieron aferrar la empuñadura, algo la levantó del otro brazo con brusquedad y la aplastó contra la pared. 

Un antebrazo se apretó contra su garganta. Se sentía como una muñeca de plástico que en cualquier momento sería hecha pedazos. Intentó patear, morder, pero los movimientos tantos años aprendidos parecían haberse bloqueado con el golpe en su cabeza. Estaba sufriendo una conmoción cerebral, el saberlo no le otorgaba ninguna ventaja.

—¡Suéltame o disparo! —jadeó a través de su garganta adolorida.

Ella aferró la pistola y apuntó el cañón contra el torso del hombre. Durante un instante en el que ambos contuvieron la respiración, en la oscuridad reconoció esos ojos almendrados que solían sonreír con tanta gentileza. Sus pupilas dilatadas lucían tan inmensas que casi absorbían todo el iris, mostraban la furia ciega de un animal salvaje. Su puño aferró la muñeca de la detective que sujetaba el arma y amenazó con quebrar esos huesos frágiles.

Ella no iba a ganar en un forcejeo. Lo supo en ese instante en el que perdía sus fuerzas. 

«Lo siento, Blaise…»

Cerró los ojos. Apretó el gatillo.

El herbolario soltó un gruñido de dolor que resonó como un trueno contra sus oídos. Las lágrimas se mezclaban con la sangre en los labios de Leya, el arma escapó de sus dedos. No pudo gritar cuando la mano masculina se cerró en su garganta y obligó a sus pies a abandonar el suelo. 

Sintió la sangre cálida del hombre atravesando la ropa de ambos y manchando su costado. Era incapaz de comprender de dónde sacaba esa fuerza sobrenatural e inmunidad al dolor. Ya no podía escuchar, un zumbido era todo lo que llegaba a sus oídos. Sus pulmones buscaban el oxígeno que no atravesaba su tráquea. Sus pies se sacudían por instinto. Las uñas que había clavado en su antebrazo eran cada vez más débiles.

Pudo ver su puño levantarse y supo que nadie podría reconocer su rostro después de esa noche.

—Blai... se —jadeó ya sin aire, un ruego abatido en sus ojos que se iban nublando gradualmente.

Escuchó el impacto, algo se rompió. Pero ese tipo de dolor nunca llegó a su cabeza. Astillas de cemento de la pared salpicaron su cabello y su oreja cuando el puño se estrelló en ella. 

El hombre empezó a temblar. Su respiración se volvió inestable contra la boca de ella. Las lágrimas empezaron a fluir, como si sus ojos tuvieran consciencia aparte de la furia asesina de sus miembros. No aflojó el agarre que le cortaba la respiración. 

—Leya... —escuchó su voz ronca pronunciando su nombre pero se encontraba a kilómetros de distancia. 

«No quiero morir… No ahora que he comenzado a vivir», deseó decirle. 

Escuchó el gruñido del lobo a unos metros en la jaula. Estaba despertando. La cazzaria flotando en el aire era el aroma de la muerte de un inocente. La llave debía haber caído ante la jaula. Nunca tuvo oportunidad de abrirla. 

«¿Todo fue en vano? Volví a equivocarme...».

De repente, la mano se abrió y ella cayó al suelo con un golpe seco cual muñeca rota. Blaise retrocedió, se llevó las manos a la cabeza y soltó un grito que amenazaba con partir el salón en dos. 

Fue la bengala que indicó su posición. En ese instante varios pasos irrumpieron en el sótano. Linternas y armas que lo apuntaban, cuerpos que se lanzaron contra la bestia salvaje que compartía rostro con Blaise. Oyó a los oficiales dando órdenes de inmovilizarlo. Otro grupo descubrió a Candelaria.

—¡Vinimos tan pronto como pudimos! —escuchó la voz preocupada de Cherry, quien intentaba ayudarla a incorporarse—. Resiste, Leya. Mantén los ojos abiertos… —Esa nube carmesí invadía su mente y no conseguía evadirla—. ¡Leya! ¡Ley…!

Al hallarse en esa delgada línea entre la consciencia y el abismo, recordó...

«No veré morir a un lobo solitario en mi unidad, Hunter», las palabras que la teniente Vázquez le dijo antes de partir al aeropuerto resonaron en su memoria. «Aún eres joven, no vuelvas hasta que encuentres aquello que estás buscando en ti misma y aprendas a confiar en los demás».

Ahora lo entendía. Nunca fue su intento por salvar una vida lo que llevó a su teniente a expulsarla del equipo. Vázquez estaba preocupada porque Leya siempre se adelantaba y actuaba sola en las misiones del grupo. Su teniente pudo predecir que ese comportamiento solitario la llevaría a la perdición.

«Confía… ¿Qué es la confianza?»

Incluso en su vida personal, nunca se permitía usar la palabra amistad para referirse a aquellos que se acercaban. Sus relaciones románticas vivían tanto como una estrella fugaz. Su propia familia la veía como una extraña a la que deseaban conocer. 

¿Cuándo la soledad pasó de ser su refugio a convertirse en su prisión? Con esa duda como último pensamiento coherente, su cuerpo dejó de responder y se sumió en la oscuridad.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro