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Capítulo 25

—Soy una cobarde —murmuraba en su departamento una semana después, el rostro enterrado entre las manos.

El calendario indicaba que faltaban apenas siete días para la fiesta de La Enredadera. Sentada a la mesa del comedor que había adoptado como segundo escritorio, rodeada de papeleo y su portátil, Leya tomaba un descanso para reordenar sus pensamientos. 

Sus ojos se desviaron al reloj de pared que vino incluido con los muebles de ese alquiler. Casi podía ver que los números se transformaban en rostros de los habitantes de Bosques Silvestres, y la aguja se deslizaba por cada uno de ellos sin señalar definitivamente al culpable.

¿Se detendría en alguno de los Redes? ¿O el verdadero monstruo era alguien que siempre había estado cerca sin tener una conexión sanguínea con Candelaria?

Su instinto le decía que era eso último. ¿Por qué estaba deseando equivocarse?

—Por favor, no te detengas en Blaise —susurró cuando la aguja menor del reloj marcó las siete.

Una puñalada suya por la espalda no la mataría. Nunca había sido de las que creían en la tontería de morir por un corazón roto. Si alguien se quitaba la vida luego de una ruptura amorosa, el verdadero culpable era una depresión severa sin tratar por profesionales. El amor solo era una excusa para seder a los bajos instintos, en la mayoría de los casos. 

No, no la mataría una traición del hombre que le estaba enseñando a confiar. Pero en ese momento se sentía tan humana, tan vulnerable, que le dolería más de lo que podría imaginar.

¿Por qué no podía quitarlo de su cabeza? 

Ni siquiera podría culpar al alcohol de su comportamiento esa noche, puesto que había estado en sus cinco sentidos y más que consciente. O casi. El agotamiento entrelazado a la alegría del momento activaron un lado automático de sí misma que nunca antes se había atrevido a dejar escapar.

Para su sorpresa, no había tenido que crear excusas inmaduras para evitar un reencuentro desde ese sábado a la noche. Él estaba haciendo todo el trabajo. No contestó a sus llamadas ni respondió sus mensajes. Cuando fue a buscarlo a la herboristería el jueves, casi pudo ver del otro lado de la vidriera su espalda antes de que él desapareciera en la trastienda.

Avergonzada de ser rechazada de una forma tan cortante, optó por respetar su deseo de distancia y no volvió a intentar comunicarse. Ella tenía su orgullo, nunca se había rebajado por un hombre y no tenía intención de hacerlo entonces. Al menos, eso se dijo a sí misma para no hundirse en la autocompasión.

A pesar de esa decisión, varias veces al día se atrapaba a sí misma observando su celular como una adolescente ingenua. Deseaba recibir aunque fuera un mensaje, una explicación de su actitud tan distante.

¿Era algún truco de caza masculina? ¿Avanzar, retroceder, atacar y capturar a su presa femenina? La verdad era que dudaba de que él tomara medidas tan bruscas como desaparecer de su radar por una semana.

Frustrada, se apartó el cabello de la frente. Un temblor sacudió su cuerpo cuando una corriente de aire entró por la ventana abierta. Un trueno rompió la paz del cielo a través de las nubes grises. Buscó su abrigo colgado tras la puerta, justo encima de su mochila siempre preparada, y se lo puso. Fue entonces cuando sintió algo en el bolsillo. Al buscar en su interior, sus dedos atraparon un cuadrado de plástico.

Sus corazón se saltó un latido al reconocer el chip que había pasado más de una semana buscando y ya daba por perdido. La pequeña tarjeta había caído de la billetera del herbolario esa noche en el bosque.

Fue por el celular roto de Candelaria y lo insertó. Envió un mensaje vacío a la empresa de telefonía y aguardó a que le devolviera otro texto indicándole el número de línea de esa tarjeta. Unió las puntas de sus dedos y contuvo la respiración cuando llegó la respuesta. La sangre abandonó su rostro al confirmar lo que ya sabía. 

Era el microchip perdido de Candelaria.

—Maldito… —musitó con un nudo en su garganta—. ¿Por qué tenías que ser tú?

Un golpe en la puerta estuvo a punto de hacer que el aparato escapara de sus manos. Dejó el teléfono en la mesa y empujó la silla hacia atrás. Alguien empezó a aporrear la madera como si intentara tirarla abajo. Un trueno acompañó el estrépito.

Al observar por la mirilla, creyó ver a Candelaria temblando, una mano contra su pecho. Abrió tan de repente que la muchacha estuvo a punto de caer hacia adelante.

—¡Ayúdeme, por favor! —balbuceaba Violeta entre lágrimas, jadeando por recuperar el aliento con tanta fuerza que estaba por hiperventilar—. No los encuentro, no sé dónde están, no sé lo que pasó… Iba a la policía pero su casa estaba antes así que yo pensé…

—Violeta —la interrumpió la detective con una firmeza que estaba lejos de sentir. La adolescente cerró la boca y la miró con sus ojos enormes de cordero asustado—, necesito que respires profundo... Bien, así... Ahora dime lo que pasó desde el principio.

Los labios de la joven temblaron, las lágrimas regresaron como un manantial en la cascada de sus párpados.

—No lo sé… Esta tarde salimos con Cande y Blaise y... y... cuando volvimos a la casa de mi abuela, ella estaba durmiendo en el sillón —Hablaba a toda velocidad, respirando por la boca para ganar tiempo—. Blaise fue a la cocina a preparar té, Cande y yo pasamos por la habitación. Íbamos a ponernos ropa más cómoda pero cuando tocamos el picaporte, estaba húmedo… ¡No sé qué pasó!—Se llevó las manos a la cabeza. Apretó sus sienes como si eso pudiera vaciar la laguna mental que la ahogaba—. Me empecé a sentir mareada y me caí.

Leya observó los jeans arrugados de la muchacha, estaban cubiertos de tierra y pasto aplastado, y uno que otro raspón como si hubiera corrido desde la casa de Victoria Redes hasta aquí. Algo que era imposible dada la distancia.

—¿Qué pasó después? 

Violeta empezó a temblar, sus labios pálidos en contraste con el color vibrante de su cabello. Se abrazó a sí misma, su respiración agitada podía escucharse por todo el departamento.

—Cuando desperté, estaba en la cama de Candelaria —Su mirada estaba perdida en reordenar sus pensamientos—. Mi abuela seguía en el mismo lugar, incluso murmuraba en sueños. La sacudí y la llamé muchas veces. ¡Nada sirvió! Busqué a Cande y a Blaise por toda la casa. Ni siquiera estaba su camioneta.

—¿Mencionaron si tenían planes de ir a otro lado, luego de dejarte en la casa de Victoria?

—No, no, no, no… Íbamos a ver una película en el living. Juntos. Blaise no quería que saliéramos más, decía que estaríamos más seguras en la casa de mi abuela. Yo también lo creía…

—¿Fuiste a La Enredadera?

—No, yo solo… —la voz se le quebró, el llanto parecía librar una batalla contra su autocontrol—. Tomé el auto de mi abuela y vine… Casi me estrello contra un árbol, mi abuela estará enojada… A Cande le perdona todo, conmigo es más estricta. No… no puedo concentrarme.

—Tranquila —Leya la sujetó por los hombros porque parecía que en cualquier momento se derrumbaría—. Respira profundo, vas muy bien. Solo necesito saber un poco más. ¿Tienes alguna idea de a dónde podrían estar?

—¡No! ¡No lo sé!

—Por favor, piensa en algún lugar. Los conoces mejor que yo.

Violeta se limpió el rostro con el pañuelo descartable que la detective le ofreció. Mordió la uña de su pulgar por un minuto eterno. Entonces su boca se abrió, levantó la vista, las manos rígidas buscaron en su bolsillo.

—¡La capa! La abuela le cosió una ruana blanca para reemplazar la que se arruinó. Mi mamá tuvo la idea de instalarle un rastreador en un bolsillo oculto —Sus dedos inestables sacaron su celular y le mostró un contacto. La desesperación llevaba un duelo con la esperanza en su voz—. Si envía un mensaje a este número, recibirá la ubicación actual. ¿Eso sirve?

—Perfecto.

«Los Redes siempre guardan extraños ases bajo la manga», pensó. Un rastreador en Caperucita era un arma de doble filo.

Leya instó a una aturdida Violeta a sentarse, sus manos la ayudaron a sujetar un vaso de agua. Luego corrió a su habitación por una manta y la dejó caer sobre los hombros delgados. Necesitaba evitar que entrara en estado de shock. 

—Escucha, quédate aquí hasta que lo necesites —En otra época jamás habría ofrecido algo tan privado como su departamento, pero no tenía el corazón para arrastrar fuera a una niña perturbada—. Necesito que llames a la policía y le cuentes todo lo que me dijiste. No hay tiempo de armar un equipo de búsqueda, me adelantaré.

Con los ojos muy abiertos y los labios apretados para reprimir otra explosión de emociones, la muchacha asintió.

Por instinto, la detective apagó su portátil y juntó todos sus papeles antes de encaminarse a la puerta. No le preocupaba el robo de datos, tenía claves complejas y una copia de seguridad completa en la nube. 

Ante las escaleras, levantó la vista hacia el humo oscuro que formaban las nubes en el firmamento. La tormenta estallaría en cualquier momento, Candelaria tenía los minutos contados. Tomó una profunda respiración, se obligó a mantener a raya sus propios fantasmas que deseaban revivir. 

«¿Qué es esto que estoy sintiendo?», se preguntó al descubrir el temblor en la mano que aferraba el marco de la puerta. 

«Miedo», comprendió con el corazón en un puño. Aquel sentimiento que surgía cuando tenía algo valioso que perder. Ahora que comenzaba a valorar la vida, volvía a pender de un hilo. Pero no podía solo sentarse en el refugio de su habitación, nunca se perdonaría a sí misma si un cuerpo sin vida era reportado por la mañana.

Respiró profundo ese aire cargado de humedad. Como si estuviera repitiendo la historia de su caso anterior, volvía a ser la primera en recibir la localización exacta de la víctima. Rogando porque no fuera demasiado tarde al igual que aquella vez, tomó su mochila y salió sin mirar atrás.

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