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Capítulo 1


Al mirar por la ventana, supo que la muerte la había encontrado como un viejo amigo que ocasionalmente le enviaba cartas para hacerle saber que no la había olvidado.

Escuchó los susurros, vio los pies que corrían de puerta en puerta sin detenerse en ninguna. Sus manos aferraron las cortinas en busca del movimiento a través de los árboles que enmarcaban las calles.

No reconoció ningún rostro bajo la luz de la luna. Dos meses encerrada en su departamento, del que apenas salía una vez por semana a comprar provisiones, le habían impedido conocer a sus nuevos vecinos. Había escuchado a los niños del barrio decir que era un fantasma de la capital que vino al pueblo hacía ocho semanas, con sus ojos tristes en un rostro frío y su voz vacía de emociones.

No podían culparla por aislarse nada más mudarse a Bosques Silvestres. Había llegado en pedazos a punto de derrumbarse y necesitaba tiempo para volver construirse.

Los pasos en las escaleras y el golpe en la puerta le hicieron saber que el tiempo de descanso se había agotado. Era el momento de entrar de nuevo al campo de batalla llamado la vida.

—Una muchacha se perdió —fue el saludo del oficial de policía nada más abrirles la puerta—. Estamos formando equipos de búsqueda, ¿recibió el mensaje del sargento?

«Ojos verdes, rizos cobrizos, complexión pequeña... vestía una capa blanca», pensó ella al recordar la fotografía de la desaparecida que su superior había enviado al grupo de chat hacía menos de veinte minutos.

—Estoy lista.

La joven cargó su equipo a la espalda y se colgó una cámara al cuello. Apoyó su mano en la linterna enganchada a su cinturón. Contra su cadera, el pequeño revolver descansaba en su funda oculto por los pliegues de su camiseta.

Se subió al asiento trasero de la patrulla sin decir palabra. Los dos oficiales desconocidos tampoco intentaron comunicarse. Mientras conducía, uno de ellos mantenía el semblante serio. Los ojos del otro buscaban ansiosos entre los árboles como si la muchacha perdida fuera de su propia familia.

Llegaron a lo que parecía ser una finca con media docena de patrullas estacionadas. También había vehículos de civiles, le llamaron la atención dos en particular. El primero era una furgoneta con calcomanías de una familia de cinco integrantes pegadas en el parabrisas, supuso que representaban a la madre, al padre, alguna hija mayor y dos varones pequeños. Sin abuelos, sin mascotas, solo la familia estándar. La otra era una camioneta verde musgo con una singular pintura en la puerta del piloto, un gato negro con un sombrero en pico, sentado a la rama un árbol.

—Para los que acaban de llegar, estamos formando tres grupos —comenzó el sargento de voz gruesa que solo había visto una vez al llegar al pueblo—. Los primeros buscarán por las casas, prefiero mil veces descubrir que está haciendo alguna travesura en la habitación de un amigo a encontrarla herida en un claro. Los segundos recorrerán los lugares públicos, quizá se quedó dormida en alguna plaza, parque, el museo o el cine. Los últimos —Los ojos del sargento Ruiz recorrieron a cada uno de los oficiales y civiles reunidos—, se internarán en las cercanías del bosque. ¿Entendido?

—¡Sí, señor! —repitieron todas las voces como un eco en la noche.

Aunque jamás había puesto un pie en el bosque que se asomaba a la espalda del grupo como una sombra siniestra, su instinto no dudó en seguir al tercer equipo.

—¿Donna? —llamó el sargento.

—Aquí, señor —una mujer uniformada dio un paso adelante.

—Irás al frente del primer grupo. No dejen puerta sin tocar. Yo estaré a cargo de la segunda división, vamos a recorrer cada sitio turístico de Bosques Silvestres. —Echó un vistazo al hombre silencioso que aguardaba a su lado con las manos entrelazadas a la espalda y su mirada en las estrellas como si ellas pudieran brindarle la respuesta que buscaba. Se aclaró la garganta para llamar su atención—. Blaise guiará a quienes elijan ir al bosque. Aquellos que no tengan una radio, no se separen de los que sí. Está oscuro, lo último que necesitamos es más gente perdida. ¿Preparados?

—¡Sí, señor! —repitieron todos.

Se dispersaron en un parpadeo. El tercer guía levantó una mano para unificar a su grupo.

—Candelaria no es una adolescente caprichosa que escapó por unas horas —explicó con una voz mucho más serena de lo esperado, poseía esa cadencia lenta de alguien nacido y criado en estas tierras verdes—, algo grave le ocurrió, debemos darnos prisa. Formen parejas o grupos de cuatro personas. Nadie se internará solo en el bosque esta noche. ¿Cada oficial cuenta con una radio?

—Sí —respondieron todos los policías que podían verse entre los civiles.

—No —respondió la joven que se había acercado por detrás.

Este se volvió hacia ella con una gracilidad felina, sus ojos almendrados la recorrieron desde la punta lustrosa de sus botas hasta las raíces de su cabello caoba recogido en una cola alta. Pareció detenerse más tiempo del necesario en el rostro, en las pestañas oscuras que enmarcaban una profunda tristeza cuyo origen nunca había revelado en voz alta. Ella presintió que estaba siendo capturada por una memoria fotográfica, fue una mirada que la hizo desear cubrirse con las manos como una criatura expuesta. Imaginó ver un brillo de reconocimiento en esas pupilas, aunque estaba segura de nunca antes haberlo visto.

—¿Señorita Hunter?

—Detective Leya Hunter Solís —le corrigió la joven de forma automática—. ¿Cómo sabe quién soy?

—El bosque susurra su nombre desde hace dos meses —respondió con el fantasma de una sonrisa en sus labios—. Y es el único rostro nuevo en Bosques Silvestres, los vecinos me han hablado de usted. Era fácil deducirlo.

Ella estudió ese rostro bronceado de gestos en apariencia sinceros. Desistió de darle sentido a sus primeras palabras, supuso que los pueblerinos estaban más conectados a la naturaleza y a las creencias míticas que aquellos urbanitas con los que había compartido oxígeno en la ciudad. De cualquier modo la desconfianza la hizo reforzar sus defensas, algo que se manifestó en la mirada fría que le devolvió.

Extendió una mano.

—¿Me entregaría una radio?

—Esta es la última, tendremos que compartirla —Levantó el aparato y fue a dejarlo en la palma abierta de la detective. Cuando sus dedos se rozaron, una chispa de estática iluminó por un fugaz instante sus manos. Ambos se sobresaltaron. Ella se llevó la mano con la radio al pecho, como si la protegiera de otra descarga—. Fue mi culpa. Me pasa seguido por las noches —explicó el hombre con una expresión afectada. Le ofreció su otra mano en señal de disculpa y a modo de invitación—. Aún no conoce estas tierras, permítame ser su guía.

—Tengo buena orientación y recordaré el camino de regreso, no se preocupe.

Como una hoja metálica que caía sobre el cuello de su víctima, una capa de hielo cubrió las pupilas de la detective cuando ignoró la mano que le extendían. La decepción cruzó el rostro del hombre, aunque la sonrisa amable nunca abandonó sus labios.

—¿Estamos listos?—preguntó en voz alta a los miembros de su grupo—. Cualquier rastro que encuentren, notifíquenlo por radio.

Todos dejaron la finca por la entrada y se internaron en la arboleda al cruzar la calle.

Era cierto que Bosques Silvestres podía convertirse en un laberinto para los forasteros como Leya. La naturaleza estática durante el día parecía cobrar vida propia al ocultarse el sol. Los árboles se alzaban espesos y salvajes. La flora susurraba advertencias entre sus hojas y la fauna local correteaba lejos de los invasores humanos. Cuando alguna nube cubría la luna a su paso, una sombra animal parecía deslizarse por el dosel arbóreo. Algo le dijo que las noches de luna nueva tendrían una oscuridad tan profunda que no podría ver ni sus propias manos.

Lejos, muy lejos como para poder localizar su origen, un lobo soltó un aullido descorazonador. Era el lamento herido de quien perdía lo más valioso que poseía. Se le puso la piel de gallina, y agradeció que nadie estuviera cerca para ser testigo de su debilidad. Siendo una chica de ciudad, era la primera vez que experimentaba una noche a la intemperie en terreno rural.

Después de una hora dando vueltas, percibiendo las voces y linternas de los demás pueblerinos gritando el nombre de Candelaria en las cercanías, su instinto le envió señales de alerta.

Se le erizaron los vellos de la nuca y un escalofrío recorrió su columna. El olor cobrizo se deslizó por su nariz, tan intenso que casi podía sentirlo con la punta de su lengua.

«Sangre», pensó estudiando las raíces aéreas de un enorme sauce.

En ese instante, levantó la vista y encontró un bulto rojo acurrucado sobre una gruesa rama del árbol. Al principio creyó que la muchacha llevaba una capa roja. Al alumbrarla descubrió que alguna vez había sido blanca.

Su cuerpo parecía haber sido atacado por una bestia salvaje. Alcanzó a encontrar más de un corte cuádruple causado por garras en sus piernas, y medialunas de dientes en los antebrazos que envolvían sus rodillas. Tenía muchas, muchas heridas abiertas. Tantas que experimentó el dolor en su propia carne con solo verla.

Aunque estaba perturbada por esa escena, su voz sonó fuerte y clara cuando llamó a los demás.

—¡La encontré!

Reprimió el impulso de tocarla. Su instinto de detective la llevó a levantar la cámara de su cuello. La luz del lente se encendió, era un pequeño reflector que alumbraba la escena al tiempo que la grababa.

El guía fue el primero en llegar, una flecha que pasó por su lado hasta posicionarse justo debajo de la muchacha.

—Candelaria... —susurró con la voz quebrada. Sus manos se tiñeron de rojo cuando levantó los brazos para rozar esa capa. Desesperado, se volvió hacia la detective—. Necesito la radio... ¿Eso es una cámara? ¡Tenga algo de respeto y apáguela, señorita Hunter!

—No lo entiende... Es importante...

—¡Ayúdenme a bajarla! —la interrumpió con firmeza cuando llegó el grupo más cercano—. Está herida, pónganse dos personas en cada lado de la rama y bájenla con cuidado —Se quitó su larga chaqueta y la extendió sobre el suelo—. Usaremos esto como camilla. Avísenle al sargento Ruíz, que tengan preparada la ambulancia en la calle más cercana. ¡Debemos llevarla al hospital lo antes posible! —Cuando consiguieron apoyar a la niña en el suelo sobre la tela, el hombre se puso en cuclillas. Acarició el cabello ensangrentado y susurró con calidez a un volumen tan bajo que solo Leya, quien estaba detrás, pudo oír—. El viento trajo tu grito a mi ventana y vine cuanto antes... Resiste, mi valiente Caperucita. 

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