Mil estrellas
~ El comienzo de la lluvia ~
Hace treinta minutos que la lluvia de estrellas había comenzado. En un principio a Matías le pareció algo interesante de apreciar, el poder ver cómo cada una de ellas atravesaba el cielo, hacia un destino inescrutable para la humanidad. De todas maneras, al paso de unos pocos minutos perdió el interés, aunque no así su pequeño hermano Vicente, que embobado seguía mirando por la ventana, absorto en sus pensamientos. Una, dos, tres, cuatro, diez, seguir contando no tenía mucho sentido, pero ahí estaba él, fascinado como si su vida dependiese de poder observarlas a todas, pensando que quizás jamás las volvería a ver. Las radios se abarrotaron de gente testimoniando el fenómeno, y en su lenguaje técnico pero entendible, los astrónomos explicaban lo que sucedía.
~ Cuarenta minutos desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
Tendidos ambos en sus respectivas camas, se dedicaban a escuchar música por la radio, con total tranquilidad. De pronto se escuchó que llamaban al teléfono. Desde la habitación continua contestó el hermano mayor, que al poco rato de no decir nada, respondió a la voz del otro lado del teléfono, adoptando un tono de asombro que se mudó en escepticismo, transformándose finalmente en evidente preocupación. La conversación duró pocos minutos, en los que la voz de Gabriel jamás retornó a su característica serenidad. Hubo un silencio largo, en el que tanto Vicente como Matías no pudieron hablar ni moverse. En algún momento Gabriel llamó a su madre. Lo que habrán conversado no duró mucho, y ella audiblemente desesperada, gritando le preguntó “¡¿y ahora qué haremos?! ¿de qué viviremos?!”, mientras que él intentaba tranquilizarla sin éxito. Asustados sin saber qué hacer, casi sin aliento, jamás éstos pequeños niños habían escuchado a su madre hablar de esa manera. Estaban asustados.
Al poco rato su hermano mayor les contó que “Papá” ha tenido un accidente. Pero lo que no contó fue que el tren chocó en la estación de la capital, desparramando sus vagones en distintas direcciones. Al tanto de que los bomberos no pudieron encontrar ni un solo resto de los pasajeros, porque a excepción de todo el desorden, no había rastro alguno tanto de sobrevivientes como muertos.
Los tres hermanos vivían en una casa muy grande, a dos horas en auto de la capital. La noticia no se demoró en llegar por la gravedad del asunto, y quizás, sobre todo porque el padre de Matías era el jefe de la policía. Lejos de cualquier señal de radio proveniente de la capital, poco podían averiguar sobre cualquier noticia oficial de lo que estuviese sucediendo allá. Angustiados y temerosos ante lo peor, Gabriel decidió llevar a su madre al lugar de los hechos, pues le parecía francamente imposible que no hallaran el paradero de los restos de su padre.
~ Una hora y cuarenta minutos desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
Matías de seis años y Vicente de tres, eran demasiado pequeños como para poder quedarse solos, por lo que quedaron al cuidado de Evelyn, una adolescente intachable, que parecía captar la atención de cualquiera que la viera. Su elegante forma de vestir en conjunto a sus refinados modales, demostraban la alta alcurnia a la que pertenecía de nacimiento, y consecuentemente la profunda educación escolar que recibía. Hija de una mujer que había quedado viuda, días después de dar a luz en este mundo inhóspito. Su madre jamás pudo mostrarle el rosto desfigurado del militar que alguna vez había sido su padre. Pero cuando fue lo suficientemente grande como para entender que jamás podría ser igual que las otras niñas, lloró por él en amargo silencio, tanto por odio como por desesperanza, sin siquiera haberle conocido. A la viuda no le quedaba otra cosa más que la de exponer a su hija, de una u otra forma entre gente pudiente. Al menos hasta que pudiese arreglar un matrimonio o un trabajo que así asegurara el bienestar de ambas. Porque lo único cierto es que el dinero del difunto no duraría para siempre.
Evelyn los trató con sumo cuidado y ternura, a la par de que Vicente, notoriamente se había encariñado con ella.
~ Dos horas, cincuenta minutos desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
Matías que se había quedado dormido, despertó algo aturdido y se dirigió al baño para orinar. Al volver a su cama se percató que su hermano no estaba ahí, y pensó que tal vez podría estar jugando en algún lugar. Fijándose en el manto nocturno, se preguntó cuánto tiempo podría extenderse aquella lluvia de estrellas, que parecía no conocer fin. Intentando volver a dormir, pero sin lograrlo en lo absoluto, pensó en cenar algo, pero para ello necesitaba imperiosamente la ayuda de su niñera. Quería preguntarle a Evelyn si sabía hacer algo para cenar, puesto que todas las mujeres podían y debían, sino no eran mujeres. O al menos algo así le decía su madre. Entonces la buscó por todos los rincones, en todas las habitaciones donde creyó que pudiese estar, pero en ninguna la halló. Desganado fue hacia la pieza de sus padres, el último lugar donde habría buscado a alguien, puesto que le era casi prohibido entrar ahí. Caminando despacio como si estuviese ad-portas de profanar un lugar sagrado, y sabiendo que su acto no podría ser olvidado fácilmente, fue hacia la última habitación que tendría que visitar. Allí antes de abrir la puerta pudo notar el sonido Evelyn susurrando algunas palabras inentendibles. No supo definir conscientemente lo que pasaba por su mente, pero estaba seguro de que no era algo bueno, sino que, muy por el contrario, se sentía bastante nervioso. Entreabriendo la puerta pudo notar como su hermano pequeño, abstraído sin decir nada, con su cabeza fijo hacia ella. Ambos estaban debajo de las sábanas, mientras que ella parecía recorrer su cuerpo con sus manos.
~ Tres horas del comienzo de la lluvia de estrellas. ~
Matías dio un paso atrás de manera involuntaria, haciendo resonar las maderas viejas de la casa. Alertada por el ruido, la joven fijó ágilmente su mirada en el espacio abierto de la puerta. Casi de manera instantánea le invitó a pasar. Casi temblando, sin saber que estaba sucediendo, aceptó a entrar a la pieza. Su hermano no se veía nada bien, pero tampoco hacía algo por salir de ahí. Evelyn se levantó de la cama, dejando a la vista su ropa interior, asomando el fruto acentuado por su edad. Con presteza cerró la puerta y movió a Vicente para que se sentara en la cama. Mudo, casi al borde de las lágrimas por no saber qué hacer, atinó a preguntarle “qué estaba haciendo”. Ella le respondió muy amablemente que “estaba haciendo hombre” a su hermano, y que tal vez si era piadosa, que lo haría hombre también a él.
Ninguna otra mujer aparte de su madre lo había desvestido, y lo que ello significaba le hizo quedar paralizado del miedo. No se atrevió a correr o gritar. Ella estaba tocando sus piernas cuando de pronto se vio una luz a lo lejos. Era un auto en dirección a la casa, aparentemente a toda prisa. Evelyn al darse cuenta de ello corrió por recoger su ropa, y vestir apresuradamente a los dos niños. Dejó al más pequeño dentro de su cama, mientras que Matías experimentaba una tormenta de sentimientos confusos que lo perturbaban. Y antes de que ella bajara a abrir la puerta, le dio un beso en los labios a Matías, realmente convencida de que lo había hecho un hombre.
Era la madre de la adolescente, urgida por regresar lo más rápido posible con su hija. Entre los murmullos podía distinguirse ciertas palabras, repetidas en más de una ocasión, “cometas de fuego, peligro, lluvia”. La joven todavía embelesada por la sangre recorriendo ágilmente en sus venas, acertó a contestarle a su madre que de seguro era otro de sus tantos miedos neuróticos, obsesivos, e injustificados, que como siempre, le llevaban a sobreprotegerla de la más mínima inclemencia climática. Todo sucedió rápido, pero al menos pudo, para beneplácito de ella, despedirse. Gritándoles que eran unos “hombrecitos muy buenos”, más luego se escuchó el sonido sordo al cerrarse la puerta.
~ Cuatro horas cincuenta desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
Matías pudo descansar en su cama, sin pronunciar ninguna palabra a su hermano. Bañado en sudor y aquejado por sueños intermitentes, en los que caía por pozos profundos, con el miedo a que su descenso no terminara nunca, fue despertado por un súbito temblor que remeció la casa. Sintiendo oleadas frías recorriendo su cuerpo, mientras que contemplando por su ventana pudo distinguir puntos rojos allá por donde estaban las estrellas. Ambos hermanos habiéndose quedado solos, el mero sonido opaco y repetitivo del reloj de la casa parecía ser la única cosa, que delineaba la onírica realidad del momento. Mientras que Vicente todavía no daba señales de encontrarse en este mundo, si no hubiese sido por el áspero suspiro de su respiración. Mirando por la ventana pudo ver las luces de unos pocos autos, a mucha distancia, a través de las parcelas de las muchas hectáreas, pasar por las carreteras internas que conectan un terreno con otros, yendo cada uno más rápido que el anterior. Indiferente ante tales imágenes se recostó en su cama, sintiendo como si el mundo entero no fuese más que la suma de todos sus pensamientos, acerca de un malestar que él no podía explicarse a sí mismo. No lo veía, pero al menos podía percibir el espíritu del alboroto en el andar prácticamente frenético de las máquinas manejadas por adultos. De esta manera podía percatarse que había más luces encendidas, que todo estaba menos oscuro, que la gente aledaña a su hogar, principalmente empleados y campesinos se veían alterados, que algunos corrían en dirección a sus autos. Como si el peso del universo concentrado en sus frentes, acuchillaran la carne y ellos al arrancar, detendrían la masacre.
~ Cinco horas y diez minutos desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
Matías hace rato que no escuchaba a su hermano, por lo que supuso que había ido al baño, pero al prolongarse su ausencia por largos minutos, llegó a la conclusión de que quizás éste vagaba por la casa. Y si bien en ese momento no le podía interesar mucho lo que hiciera su hermano, puesto que la confusión, sumada al miedo, la angustia y el hambre, le aprisionaban con fuerza. Pero el espiral de sus pensamientos fue interrumpido por una seguidilla de luces rojas a kilómetros de distancia, bajando desde el cielo, probablemente a la capital. Rompiendo el cristal del silencio, se percató del sonido de unos pasos apresurados, que alcanzaban a ser un trote, y la respiración agitada de alguien acercándose a la casa, gritando sonidos prácticamente inarticulados y sobradamente guturales. Pero él no tenía que hablar con extraños, y asustado se escondió en un rincón de su pieza. "Quizás esa persona también es mala" pensó, y su pecho se oprimió, atormentándolo al instante.
El sonido de los golpes sobre la puerta fue opacado por el rumor de estallidos distantes. Las ventanas oscilaban de igual manera que cuando se producía un temblor fuerte. Consternado ante aquellos ruidos, intermitentes y poderosos, se dirigió nuevamente hacia la ventana, aunque resguardando cierta distancia del cristal. Antes de llegar a este, pudo ver como si se tratase de una fogata andante, en el vidrio se reflejaba las llamas oscilantes del fuego. Allí abajo corría una persona en llamas, la que otrora se encontrase ante la puerta, disminuido el ruido de los estallidos, podía escuchársele gritar hasta volverse un gorgoteo inarticulado y grotesco. El espectáculo era surrealista. Pronto los estallidos comenzaron a remecer el suelo de manera delicada pero progresivamente atronadora.
Matías pudo verlo, líneas ininterrumpidas, cometas cayendo apocalípticamente. La oscuridad siendo vencida por una luz resplandeciente como el oro, profiriendo sonidos guturales, expandiendo su sombra dorada sobre la existencia. De esta forma, abatido mentalmente, para el niño, esta lluvia marchaba fuera del tiempo, y de la realidad. Pero algo casi tan perturbador le hizo despertar de su sopor. Aquel escenario por el momento se había detenido, y la oscuridad recuperó su imperio. Pero la tranquilidad estaba lejos, y rápidamente comenzaron a sentirse temblores, aunque sin estallidos. Progresivamente se tornaron más violentos, al punto empezar a reventar las ventanas de la casa. Matías instintivamente se escondió en un lugar, que en otro tiempo el fue señalado como un sitio seguro dentro de la casa. Ya ni siquiera podía llorar.
~ Cinco horas y doce minutos desde el comienzo de la lluvia de estrellas ~
"¡¿Dónde está Papá?!, ¡¿dónde está Gabriel y Mamá?!", ¿Vicente?, no sabía qué hacer, adonde ir. Poco antes de encontrarse con las escaleras hacia el primer piso, allí en el pasillo pudo percatarse de un sonido casi imperceptible. Éste provenía del techo, y podía percibirse de manera débil como si muchos dedos rasgaran suavemente la madera. Agudizó el oído. De pronto se detuvo para retornar a través de un fuerte golpe paco, y estruendoso. Entonces una explosión dorada volvió a cubrir todos los cielos, y un agudo, monótono, aullido, estático, como el trinar de millones de pájaros, tornaba demencial el ambiente. Matías tapó sus orejas.
Todo siguió su inexorable curso, hasta que, entre las sombras de su hogar, pudo divisar, como desde afuera se adentraba una luz roja hacia su habitación, para desaparecer, y volver en la pieza contigua. Sucesivamente esfumándose para reaparecer, hasta que alcanzó su cuerpo. La luz fue creciendo hasta cubrirle por entero, para desintegrarse junto a los temblores como los sonidos. Allá afuera, lejos en el horizonte, podían divisarse focos de incendio propagándose como una plaga. Matías, impotente, sentía su corazón latir incansablemente, hasta el punto de dolerle, doblegando su conciencia. El impulso por salir a correr sin dirección alguna sólo podía ser contrarrestada por el pánico que la misma idea la investía.
En lo sucesivo, la presión era tal, que por poco la impresión de la misma realidad se volvía superflua. Y todo continuaba en un paralelismo entre el máximo horror, y el mismo vacío, tornándose vacua cualquier luz. Ninguna era segura. No, no desde que comenzara la lluvia de estrellas. Para dicho momento el humo del fuego, este último ya no tan lejano, hacía casi irrespirable el aire. Matías, sintió un crujir estrepitoso que lo despertara de su trance. Con seguridad éste provenía de los primeros pisos. Atezado por una inquietud inseparable del terror, el instinto le llevó a asegurarse de que se trataba y si su hermano estaba o no en peligro. Tanto había transcurrido, que se había olvidado de él. Pero ahora, su recuerdo renovaba en sí mismo un sentimiento de deber que le brindaba la fuerza suficiente para detener la inercia. Lo suficiente como para ponerse más alerta a cualquier señal que delatara la ubicación de Vicente.
Mientras bajaba las escaleras, afuera en el mundo, el cielo dorado y carmesí arremolinaba nubes en distintos hogares. Encerrándolos en una densa nebulosa, con luces rojas. Conforme a dichos eventos, Matías pudo contemplar cómo su visión fue acosada por la extinción de la luz. Y la misma luz roja que apareciera antes, y en ese mismo momento, en otras casas, ahora entre la bruma surgía como un intermitente resplandor en la suya. Provenientes desde lo hondo de aquellos primeros pisos.
Sus pasos inseguros se aproximaban a lo desconocido, el único lugar al que tenía sentido ir, aunque no quisiera, aunque fuera el mismísimo horror. El sentido de su viaje le hizo intuir que descendería hasta el final, el primer piso. Y quizás su hermano, que antes escondido en algunas de las habitaciones, ahora también se acercaba a dicha luz. La idea era sensata entre tanto sinsentido. Como su hermano, sabía que Vicente acudiría a la primera señal de que alguien hubiese llegado a casa. Y aunque la luz roja no pareciera humana, ya todo era posible, y también todo representaba una duda susceptible de merecer ser investigada.
Cuando llegó al primer piso se percató que la entrada principal estaba abierta. Y desde la distancia pudo fijarse que aquella luz roja estaba fuera de su casa. Allá en el patio de enfrente, aquel sector que da lugar a hectáreas de pasto, y varios árboles, danzaban muchas luces rojas. En la puerta de entrada, de entre la aparente neblina, ahora, muchas luces rojas danzaban sobre un cuerpo parecido a una estatua. Vicente.
Matías no sabía si gritar para advertirle que se alejara, o si acercarse para llevárselo él mismo. Pero las luces tan obsesivas como siempre lo habían sido, desaparecieron nuevamente. Y el resplandor que dominase por entero al cielo, tampoco estaba. Sumiéndolo todo una vez más en el abismo.
Las nubes que antes se concentraban alrededor de su casa, ahora se unían con las del firmamento. Estando todo oscuro aquella masa resaltaba con sus movimientos deformes e imponentes. Allá en lo alto, la pálida luz lunar permitía percibir parte de aquél fenómeno. Y no fue sino hasta que éstas formaron una esfera gigante, conteniendo un fulgor de potente fuego que fue concentrándose, haciéndose cada vez más pequeño. Acomodándose de tal manera que parecía un sol en sí mismo, sosteniéndose al centro de las nubes. Que éste pareció alcanzar tal punto de concentración que no pudo aguantar más, y tuvo que desatarse como un titánico rayo en dirección a la tierra. Este disparo de fuego llegó abruptamente. Decenas de rayos empezaron a caer, pero ahora en otros lugares, a kilómetros de distancia. Matías pudo observar todo el proceso ante sus ojos, el cual no demoró más que unos segundos, pero que en su mente fue eterno.
En la puerta ahora no había nadie. El macabro espectáculo celestial había acabado. Cuando estas luces rojas danzaban nuevamente sobre lo que quedaba de Vicente, lo que sin duda alguna tan sólo constaba de sus restos, el polvo, y su ropa. Matías con sus lágrimas fue a donde otrora estuviese su hermano, y en plena oscuridad se sentó a un lado de la ropa de éste. Más en un acceso de demencia, no pudo dar cuenta de que la secuencia lógica de sucesos daba como resultado una posibilidad lógica, con mayor seguridad por sobre muchas otras. Toda su familia también estaba muerta.
Sigilosamente los rayos rojos recorrían por entero el cuerpo de Matías, quien sólo podía mantener los ojos cerrados, inmovilizado por un sordo dolor y profundo e inexorable sentimiento de irrealidad, de estar fuera del mundo.
Sumido en el más gélido e incisivo dolor, no se movió cuando viera aquella masa ominosa arremolinarse de fuego concéntrico, preparándose para disparar por última vez. Sino que, esperando lo inevitable, cerró sus ojos.
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