El Viaje
Yacía como si estuviera descansando en la cruz, con los brazos extendidos mirando el firmamento. Cuando vio el crepúsculo descender, batió sus alas y fue introduciéndose en la densa neblina que se deslizaba hacia la ciudad. Tras éste, un manto oscuro le seguía. Al poco tiempo sólo quedaron las ventanas iluminadas por las velas, y los faroles solitarios. Y sobre el adoquinado los charcos de agua, la imagen difusa, y las ondas expandiéndose, producto del paso de los carruajes.
La humedad se impregnaba en la ropa de un conductor enfermo. Su estado no mejoraba para nada las condiciones de su viaje. Atrás y resguardados, los asientos acomodados otorgaban un lugar bastante más cálido, y acogedor. Cuando afuera otros morían para caer en fosas, o inscribirse bajo sepulturas sin visitas. Así mismo las polillas moribundas pintaban de gris hollín todo lo que no estuviese impregnado de su color. La plaga de la degradación iba reptando hogar tras hogar, y los niños desaparecían sin que nadie se preocupase demasiado, e incluso que a unos muchos les fuese satisfactorio. Tras cuatro paredes toda actividad humana se reducía al misterio. Toda alegría o sollozo de auxilio era opacado por el sonido crepitante del galope de los caballos, y la explotación humana.
Mediante la fusta el conductor aprehendió a los animales, exhortándoles a apresurarse, mientras los pasajeros intentaban descansar lo más que podían. Por un momento se detuvo ante las rejas de la parcela, antes de la mansión, para poder abrirlas. Por lo que sólo faltaban unos pocos minutos de viaje para terminar. El trayecto debía ser simple y expedito. Le restaba, finalmente, llegar a las puertas de la imponente estructura, recibir el dinero, demostrar la formal conducta que precisaba el contexto y despedirse. Al darse la vuelta se dio cuenta que escuchaba algo, una especie de zumbido distante. No le dio importancia sino hasta que estuvo a punto de subirse en su asiento de conductor. Dicho sonido se volvía notoriamente más audible, lo que no podía distinguir era su origen.
Lo que no sabía era que el avatar de aquel eco seccionaba la oscuridad de manera ágil e insospechada, atravesando la neblina hacia ellos. Un estruendo como un azote demoníaco comenzó a cubrir la apenas iluminada noche por la luna, y las alas sonaron como mil tifones. Entonces la curiosidad comenzaba a transformarse en ansiedad, y la ansiedad en angustia, y finalmente sus pensamientos en parálisis. Él había sido cazador cuando su padre le enseñó, siendo muy pequeño, el arte de las armas. Ningún animal podía hacer eso. Los pasajeros se fijaron en la, casi, inmutabilidad del conductor. Pero también se percataban de la anomalía que se disolvía hasta volverse omnipresente. Y por un tiempo que pareció muy largo pero que con certeza no lo fue, los pasajeros aterrados instaron a que prosiguiera con el viaje del que ya casi no faltaba nada. Lo pensó unos momentos y retomó su camino. Pero aquel batir se repetía en su mente como la prosecución de un ritmo místico. Ningún pájaro podía emitir ni mínimamente algo parecido. Contuvo el aliento, evaporándose sigilosamente por sus fosas nasales. Casi de manera inconsciente sus manos dieron las órdenes hasta llegar ante el jardín frontal, lo que dejaba un tramo de unos varios metros antes de la puerta principal. Por allí no podía pasar el carruaje.
Habiéndose detenido nuevamente, se dirigió con rapidez a los asientos de los pasajeros, los que agitados sólo querían estar dentro de cuatro paredes, para ayudar con el equipaje. Nadie decía nada, pero era en extremo evidente el nerviosismo que inspiraba lo acaecido hace tan poco. Los ojos se dirigían hacia uno y otro punto cardinal, la paranoia de un algo que creían podría aparecer en cualquier momento. Y de lo que era mejor no descubrir. Pero entonces el sonido retornó violentamente, casi como si los mismos pensamientos que intentaban alejarlo, hubiesen hecho todo lo contrario, provocando su invocación. Y desde la luz de la luna pudo divisarse una sombra imposible de existir, que danzaba, como una delicada pluma, en picada hacia la tierra. Y aunque se veía demasiado lejos, demasiado en las alturas, y el batir de sus alas como truenos, desde otra galaxia, corrían por el viento. Nadie de los que estaban ahí podía creerlo. Más todo sucedió en un par de segundos. El cambio drástico de la velocidad de su descenso fue brutal. El hombre apenas pudo reaccionar en un gesto de defensa instintivo, anteponiendo sus brazos a la figura que caía sobre él. Mientras que la mujer llevaba al bebé, y la niña se sostenía del traje largo que vestía su progenitora. Él era atravesado por las garras delgadas y afiladas, traspasando los brazos, su pecho, hasta salir del cuerpo. Empujando el cuerpo de la víctima al suelo, que crujió como quebrándose por completo tras el impacto.
Y en un instante fugaz donde sólo quedan opciones abominables, el conductor superó su parálisis. Corrió en dirección contraria de donde yacería, simplemente, una familia muerta más. Su mejor opción era refugiarse en la ciudad. Por otro lado, la madre en shock comenzaba un penoso trote en dirección de la mansión, intentando mantener al pequeño y a su hija seguros. También gritaba desgarradoramente investida por el manto del horror, pidiendo ayuda en vano. Y a la niña en su otra mano llorando sin entender nada.
El ser que tenía aquellos extraños ocho ojos, y deformes seis brazos, junto a unas alas viscosas, y negras, fue tras la mujer. Se abalanzó ágilmente sobre la figura materna, y aterrizó reventándole primero la cabeza a ésta, y luego el cuerpo entero al bebé bajo ella. Entonces el rostro de la niña chocó duramente contra el suelo. Y aun habiéndose roto la nariz, bajo un dolor ciego, y una confusión demencial, todavía se aferraba a la muñeca de su progenitora. La que no era más que una amalgama de carne abierta, y ropa sucia por los órganos esparcidos de su hermano. Y temblaba recostada sin poder separarse del brazo de su madre sobre la tierra. Porque tuvo tanto miedo en aquellos segundos que, milenios vivieron en segundos, en tanto el llanto se ahogaba en su garganta, mientras sentía la crepitante respiración de la bestia. Así sus propios los latidos aumentaron para frenar con prontitud, cuando las garras atravesaron el estómago de la infanta, haciéndole vomitar sangre. Y cuando éstas, fueron extraídas, aquel pequeño cuerpo cayó simplemente sobre el pasto, sin compasión, sin ningún consuelo.
El conductor del carruaje corría, deshacía, desdibujaba, la cordura para transformarla en mero instinto. Enceguecido había llegado de vuelta a las calles adoquinadas, con sus propios músculos casi destrozados por la carrera. Mientras que la ciudad era un sonido gutural carmesí, una ilusión que se derrumbaba por el fuego, la degradación, los disparos, y los ominosos gritos de los condenados.
Estando frente a su casa, la importancia del universo entero podría haberse reducido a la imagen de su hogar. Entrando, cerró de un golpe potente la puerta tras de sí. Y lentamente fue hacia su habitación, como si escrutara cada segundo hasta su más ínfima unidad temporal. Los pasos eran lentos, la subida por las escaleras, dolorosa. Sus piernas imploraban que se detuviera, pero necesitaba esconderse. Pero no lo resistió más, y sin poder mantenerse en pie cayó semi inconsciente. Arrastrándose débilmente por la superficie de madera sin avanzar.
El vacío del cosmos había descendido, deslumbrando millones de ojos. Torciendo el sinsentido del horror sideral en un mundo onírico de horror. Una pesadilla no muy contraria a la realidad; desesperación, agonía, sonidos ensordecedores, gritos, tragedia, laberintos oscuros. La civilización no sólo ardía esa noche, sino que siempre lo había hecho. Los sucesos, uno tras otro. El sonido, la carne, la sangre, la huida desenfrenada por vivir. ¿No era aquella historia, siempre la misma historia?, personas abandonado a otras conforme ya no eran necesarias. Un infierno viviente tras enfermedades, guerras, plagas. La ironía de la constante búsqueda, aún cuando el fenómeno denominado como vida fuera intrascendente, una tumba, un acertijo, sin respuesta ni pregunta válida. La necesidad pútrida del refugio en estructuras sin espíritu, en casas sin personas, en habitaciones sin vida. La única diferencia, era que se había transformado una magistral sinfonía infernal, interpretada por manos no humanas.
El batir de las alas inundaba todos los rincones, el calor se expedía en sincronía al humo. No importaba lo que hicieran, todos caían mutilados, y devorados en vida. Algunos agonizaban producto de que aquellos seres, los atacaban, pero al escuchar a otros correr, asechaban con presteza a otras almas. Otros se refugiaron inútilmente en callejones sin salida, esperando que las sombras los protegiesen. Pero tarde o temprano eran encontrados. El rugir agudo y estruendoso de aquellos seres, se propagaba como el canto de muchos himnos ensordecedores. La noche comenzaba a mermar.
Por la mañana el conductor despertó mareado, con los músculos todavía en extremo tensos, y con la garganta demasiado seca. Todavía podía olerse con latente presencia el humo que emanaban las casas y edificios, que aún ardían. Se levantó y fue a su pieza, con los pensamientos a tropel, el enmudecimiento, el mutismo, el no emitir ningún sonido articulado por el miedo a que vinieran por él. Pensó en los sucesos del día anterior, los recuerdos, la vaga sensación de distinguir con claridad lo que podría haber sucedido, aún cuando nada tuviera el más mínimo sentido y coherencia. Pero la imágen de las calles podría bien haber sido un cuadro pintado por una mente siniestra. Podía oler la sangre, la carne pudriéndose y abriéndose paso hacia el sol.
Cuando se devolvió a su casa, luego de unos pocos minutos afuera, pudo percatarse de que esta se incendiaba. De hecho, todas las casas de aquella cuadra estaban incendiándose porque el fuego de otros lugares las había alcanzado. No le produjo prácticamente nada, algo así ya era una nimiedad. Pero debía encontrar refugio o escapar. Su carreta ya no estaba, sólo Dios podría saber en qué lugar había acabado. Entonces en sus divagaciones se percató de que por una ventana alguien lo vigilaba, a lo lejos. Su observador pareció darse cuenta y se escondió. Primero pensó que su mente lo estaba engañando, buscando la compañía de alguien, había generado una ilusión. Pero no fue así, pronto comenzó a presenciar el mismo hecho con un patrón levemente similar. Lo miraban desde lejos y se escondían de él. Muchas veces gritó porque abrieran sus puertas, pero por alguna razón no lo hacían. Uno de ellos les dijo que no entraban a las casas, y que aquellas que habían abierto sus puertas luego del primer ataque, a la noche siguiente habían sido atacados. Fue así como se dio cuenta que estuvo inconsciente por más de un día, y que probablemente nadie lo dejaría entrar. Esa misma persona, por compasión, le ofreció seguir conversando sobre lo que sabía, o podía creer que había ocurrido. Hasta que llegó el momento en que no quedaba nada que decir, y sin decir nada el conductor deambuló sin una clara dirección.
Comenzaba a oscurecer de nuevo, y su imaginación recreaba escenarios grotescos. No podía obviarlo, y su mente trabajaba de maneras cada vez más confusas, verborreicas, mezclando fantasía con recuerdos, pensamientos con sensaciones. Dudando de la duda, dudando de la certeza. Soñando que soñaba, y que en su sueño no había nada más que las estrellas. Soñando despierto, viendo seres de otras dimensiones similares a las bestias que habían atacado a la ciudad. Y creyó que en aquellos sacrílegos sueños escuchaba su idioma ininteligible. Y los veía hablando todos reunidos en una especie de ágora sempiterna, tallada en la piedra. Volando junto a los verdugos, de la ciudad ahora derruida, sobre cielos y mares que no podían existir.
Entonces empezó a sangrar por la comisura de sus ojos, y un dolor punzante como el filo de una navaja comenzó a cercenar su conciencia. Y gritó, y siguió gritando hasta se hizo de noche. Y sus gritos eran acompañados de sangre vomitándose desde su garganta. Y los ojos desde las ventanas, escondidos, presenciaban el vuelo de los seres alados descendiendo como si fueran cuervos siderales, cazando un animal moribundo. Y sus gritos guturales opacaron todos los ruidos y silencios de la existencia, mientras él clamaba palabras inarticuladas. Y el cielo negro cayó sobre él.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro