Terminaba el 2008 y yo caminaba por las calles de la ciudad de El Alto un día lluvioso de noviembre que me encontró decepcionado. Mi editor había vuelto a rechazar mi trabajo, una de las variadas versiones de "El Arco de Artemisa", de esas que al día de hoy me regurgitan el alma en una oleada de "cringe propio", por decirlo amablemente. Nada de lo que hacía tenía sentido; los tiempos para cumplir mi promesa se iban encogiendo y aún no sabía por dónde escribir. Mis mejores esfuerzos eran un mal chiste en todo el sentido, me faltaba tanto para entender el camino. Y fue durante ese proceso de desesperación y autodio, harto de no poder hilar dos párrafos que funcionen, que el buen Daniel (mi editor), me prestó el libro que cambiaría para siempre mi forma de entender la escritura. Encontré un maestro del cual muchos pueden renegar bajo las más justificadas argumentaciones, pero que a mí me dio esa patada en el culo que me hacía falta. Pues la escritura no debe ser una vitrina para erguir loas de dignificación a nuestras más altas y utópicas pretensiones, que trabajar la lengua con maestría no sea pretexto de narcisismo o villanía; el ego presto enloquece de vanidad y termina atribuyéndose más dignidades de las que en realidad suscita. Dicho en otro modo, saber meterse la arrogancia de supositorio y tratar de ser lo más honesto posible al escribir, pero con oficio.

Charles Bukowski y yo bebimos, peleamos, nos drogamos. Él no estuvo aquí ni yo con él, pero el testimonio escrito de sus brindis y resacas en los nidos de ratas más marginales de Estados Unidos nos hizo algo parecido a cofrades. Junto con el Víctor Hugo Viscarra, el Henry Miller y el Ernest Hemingway nos dedicamos a leer y a beber, y Charles llevaba siempre la iniciativa. Fue así, con esa intimidad, con ese estar y no estar, que Bukowski me encontró. Sus memorias me encontraron y desde entonces, nunca más dudé de mi escribir; bebiendo, había encontrado mi escritura.

El libro titula: "El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco". Sí, así de largo y absurdo es el título, pues todo lo que viene después llega a hacerte preguntar de cuántos sinsentidos estamos rodeados. Este libro, que sale de los archivos de John Martin, su editor y amigo, es un diario de los últimos meses de vida de Bukowski, cuajado de reflexiones hechas desde la cima de su experiencia. Ahora vive en una casa cómoda, con piscina y jacuzzi y un buen coche en el garaje, pero la desesperación es la misma. Él conocía el único secreto que merece ser conocido: que lo único que importa es que nada tiene importancia. Puede que eso –paradójicamente o no– contribuyera a convertirlo en uno de los escritores norteamericanos más leídos y en uno de los maestros literarios indiscutibles del siglo XX. Los textos van acompañados por ilustraciones de Robert Crumb.

Aquí, Bukowski describe sus horas en el hipódromo (que se cuentan por miles), su relación con otros escritores, con los vecinos, sus gatos, el mecánico que le arregla el coche, el albañil que le embaldosa la terraza o el actor que puede interpretarle en una serie de televisión inspirada en su persona. Páginas escritas por y para sus lectores, con quienes interactúa durante toda la narración hasta el punto de que raro es el capítulo en el que no da las buenas noches antes de irse a dormir. Pues así llega a invitarte a su intimidad, te muestra una cara de la literatura y la escritura que ningún letrado y académico docente te va mostrar jamás. Pues la literatura también puede ser una ramera que merece la pena ser leída, y al mismo tiempo, lágrima negra de rosa herida cuyo corazón roto solloza su miseria. Tantas formas, tantas maneras de enfocar la substancia. Todo eso y más es a lo que Bukowski te invita cuando decides hacerle compañía, leyendo sus memorias.