El baile de las risas
Si al decorar los salones de mis más tenebrosos sueños me encontrase obligado, prefiero censurar la singular locura de sus puertas y ventanas, acariciadas por el viento de una realidad peligrosa donde los huesos toman forma y danzan al son de las risas más atroces jamás invocadas.
Los utensilios para adornar un solo salón de mi vida pasada, oscuro y frío, no serían otros más que mis gritos al mojar la cama de noche. Como escarcha mis miradas de terror lanzadas al armario donde se asomaba la manga de un suéter, que con un poco de imaginación, comenzaba a serpentear hasta tomar el cuerpo de un hombre alto; los cascabeles sonaron y su sonrisa se alumbró gracias a sus colmillos amarillentos y mal formados, llenos de sarro con salpicaduras de sangre añeja.
Tal vez con unos siete segundos más podría colocar como tapete mis cabellos caídos por el estrés y el insomnio que sufrí tras esa fría noche de un noviembre perdido en mi infancia. Entonces, como luces no podría pensar en algo mejor que el brillo de mis ilusiones mermando frente a un saco de huesos secos, desquebrajados y a nada de convertirse en el polvo, adormeciendo el juicio de un adulto, ese que adquirí cuando entendí que mi madre no podía salvarme por siempre en mi triste vida.
Al día de hoy lo recuerdo completamente. Cuando me quedo solo me queda todavía la sensación de ser observado, de ser seguido hasta mi casa.
Me doy cuenta que es un simple juego de mi mente. Que los años han pasado y que por más que me intente convencer de que todo eso solo fue producto de la imaginación vívida de un infante, mi piel erizada, mi corazón y ese miedo intermitente me gritan con desesperación que es todo lo contrario.
Últimamente he perdido el sueño. La estación de radio que escucho es un gran consuelo cuando las tres de la mañana vienen a llamar a mi puerta y se instalan cómodas a espera de las diez.
Son tan descaradas. Crueles, porque un hombre de mi edad ya no está dispuesto a soportar tantas noches en una vigilada y peligrosa paz.
Comencé a perder el apetito. A no prestar atención en las conversaciones y quedarme en un estado de pausa cuando mis ojos se cierran ni bien tomo siento en el autobus devuelta a casa mientras las luces coloridas que alumbran la noche desfilan en mi rostro arrugado y cansado.
Ahora que una taza con café me acompaña bajo la mortecina luz amarillenta de una lámpara, en la salvedad de mi sofá, con todas las puertas y ventanas cerradas, he tomado el valor para meditarlo. Necesito pensar todo lo que ocurrió esa noche mientras la estática perfora mis sentidos y me mantiene en esta línea delgadas de estrés, que ahora agradezco o de lo contrario, me volvería loco dentro del interminable espiral de silencio que me obliga a encontrar tentadora la idea de una mullida soga adornando mi cuello, claramente con éste, roto como los huesos de aquella ocasión.
Di un sorbo a mi bebida. Tomé el aire suficiente y tras revisar la nula necesidad de nadie en mi bandeja de mensajes, cerré los ojos. No lo quería, más lo sentía necesario de recordar si quería recuperar mi sueño y descanso.
La luz desapareció, fue tragada por la oscuridad de una garganta donde jamás se encontró una lluvia terca cubriendome cuando era niño. Rejuvenecí, mis manos se volvieron pequeñas y mis piernas tontas; la inocencia vistió mi piel y mis mejillas sucias por la tierra de juegos me trajeron ese sonrojo travieso y vívido.
El sol ya se había olvidado de mi ciudad en ese entonces, las farolas se encendieron y la gente nocturna salió de sus escondites. Recuerdo que en esos años era seguro para los niños salir a jugar a media noche; justo como yo. Los niños de mi calle habían dado por terminado el juego de todos los días, volvieron a casa y cuando me encontré solo bajo la lluvia, mis pasos lentos me guiaron al sendero donde esa cosa ya me estaba esperando.
Estaba siendo acechado y tardé en darme cuenta de ello.
Su sombra retorcida me seguía en un velo de murmullos y gritos ahogados que bien podían pertenecer a un hombre falto de cordura y sanidad.
Allí donde lo encontré, supe que no era un arranque extraño de locura. Tampoco era una ilusión creada por mi mente, ya que mis murmuros en el parque no eran desnudos y descabellados, todos y cada uno de ellos tenían el hilo del sentido común uniendolos, formando un collar redondo donde fácilmente el planeta podía girar por milenios.
Limpié el sudor de mi frente. Me es imposible olvidar ninguno de mis movimientos previos a esos segundos eternos donde mi vida se ensanchó con el peligro y suspenso.
Mordí el cuello de mi camisa roja, suspiré como un niño que recién termina su obra maestra en una travesura y entonces un sonido detuvo mis pies.
Era un tintineo.
Después de ello vino un silencio pesado donde me sentí observado y obligado a levantar la mirada y posarla en el poste de la esquina de esa calle angosta. No había nadie, nadie que pudiera producir un sonido semejante.
Cuando creí que podía ser un gato o algún animal con un collar con un cascabel, la lluvia ya había aumentado y con el golpe de las gotas en el suelo otro tintineo apareció,
pero esta correspondía a un ritmo inusual. Un segundo tintineo se le unió creando una melodia atemorizante.
—¡Ni se les ocurra jugarme una broma! —amenacé en voz alta, creyendo que podía tratarse de mis amigos en un intento muy bien elaborado de asustarme y reírse de mi.
Les pedí que salieran de donde sea que se habían escondido, que tiraran fuera esos malditos cascabeles, pero él me estaba acechando. Ahora solo puedo pensar en el enfermo placer que le pudo haber dado atemorizar a un niño que poco o nada le había hecho en su eterna existencia.
Mis risas nerviosas se apagaron. El silencio volvió a subirse en mi espalda y mis piernas temblaron porque cuando miré a mis espaldas y volví mi atención a ese maldito poste encontré a una sombra oscura sentada y encorvada.
Lo que pensé que era un hombre, no había estado en ese lugar segundos antes y sabía que era imposible que apareciera de la nada.
Eso no era un hombre, mis sentidos me lo taturaon en mi piel mojada y temblorosa.
Di un paso para atrás. Mi cuerpo me alertó de un peligro que hasta ese momento era difícil de discernir.
Supe que mis amigos no estaban. Que estaba solo y ese hombre en la oscuridad me aterraba.
Tan solo... ¡¿Qué podía hacer un niño en contra de un hombre?!
Mis huesos serían rotos. Mi sangre saldría a chorros y mis lágrimas no lo convencerian, y aunque no me había hecho nada, su sed de sufrimiento y placer me caló hasta minimizar el aire de valentía que mi alma podía aspirar.
Había olvidado respirar. Mi cuerpo se tensó y fue cuando quise formular un grito de ayuda cuando su cuerpo en sombras crujió.
Las gotas chocando producían un ruido ensordecedor, pero me fue fácil escuchar ese suspiro emergiendo de sus labios secos y crujientes. Supe que formó una sonrisa cuando dirigió su rostro a mi dirección en una torcedura sorprendente.
Sus ojos resplandecieron en un color amarillo y azules con tonalidades rosas y oscuras. Entonces tuve un rápido vistazo sobre su piel blanca, tan insana como que no había conocido el sol en toda su vida; sus cabellos se revolvieron con un grito del viento que lo volvió atemorizante, pues eran azules, despeinados y un poco chamuscados.
—Da... mian... —su voz rasposa, en un tinte de burla se abrió paso en la lluvia y llegó a detener mis miembros.
¡No quería escuchar mi nombre bajo esa voz!
No puedo olvidar el sentimiento que me produjo y estoy bien seguro que ningún tipo de palabra podría describirlo perfectamente, porque era similar a entrar en un túnel oscuro, sabiendo que un asesino te esperaría en él. Como lo que sucedió hace años, en el camino del Obispo.
Al instante en que un sonido más fuerte se hizo presente y me obligó a cerrar los ojos por unos segundos para volverlos abrir, lo encontré de pie. Estaba erguido sobre sus dos piernas que aún con esa malformación en ellas le daban una altura más allá de los dos metros.
Era alto, tanto como el poste de luz que escogió como escenario. Negué con fuerza, no quería que se me acercara, pero tampoco encontraba el valor para salir corriendo de ese lugar, porque claramente su función apenas había comenzado.
Alargó su brazo en mi dirección, volvió a llamar a mi nombre seguido por un "Bienvenido a mi mundo" y entonces su sombra me alcanzó. Se alargó lo suficiente para unirse a la mía y teñir mi piel de su asquerosa esencia.
Hasta hoy había pensado que era imposible, pero la edad me permitió entender que ese hombre había succionado mi inocencia con sus labios, con cada paso que daba divertido se llevaba el pedazo más inocente de mi alma y me teñía con la depravación de todo el mundo.
Me acarició sin moverse demasiado. Se hizo de mi cuerpo y mi mente, porque ni bien caí en cuenta de la desesperación que se adormeció y despertó muy de repente, me sentí sucio y horrorizado. Entonces su baile comenzó.
Dio un brinco y los cascabeles retumbaron. Dio otro brinco mientras movía sus brazos largos y su rodilla pareció vencerse hasta hacerlo caer en un accidente que hiela la sangre.
Todo su cuerpo crujió en los ecos de los gritos de otros niños que no veía por ningún lado.
Se volvió a levantar como si fuese un muñeco de trapo. El baile comenzó asimilando el inicio de un sueño que finalizaría en una pesadilla eterna, porque sus risas fueron la melodia que sus pasos siguieron.
Cada carcajada sonaba peor que la otra. Aumentaba su volumen asi como acortaba el espacio entre ambos; las risas comenzaron a deformarse y ahora ya sólo estaba gimiendo con agudeza y desesperación. Noté que parecía salivar y sus ojos se abrían y cerraban con rapidez, desorbitados sin perder su atención sobre mi.
Sus brazos estirados, con esas garras como manos estaban a centímetros de alcanzarme cuando una voz destrozó pedazo a pedazo su actuación. Con un solo paso para atrás pude liberarme del baile de sus risas y la historia fue completamente diferente.
Observé a mi izquierda. Al final de otra calle y en una oscuridad que entonces no daba miedo, encontré la débil sombra de mi madre.
—¡Damián! Hijo —me llamó y mis lágrimas salían sin razón. Solo podía pensar en la palabra "mamá"—. Ya es muy tarde. ¿Por qué no volvías? No puedo creer que me hayas hecho buscarte.
Hizo un ademán con la mano. Quería que fuera a su lado, pero antes de hacerlo, observé nuevamente ese poste de luz del otro lado de la calle, pero no había nada.
Di un paso, me di cuenta que seguía vivo gracias a mamá y volví a su lado en una carrera, temiendo ser alcanzado por las garras del diablo.
Recuerdo que dulcemente ella me aceptó. Colocó su mano sobre mi espalda mojada y me dio la única sonrisa que se dibujó en mi último recuerdo.
—Vayamos a casa —me dijo—. Tu papá ya nos está esperando para cenar.
Asentí y con una sonrisa traviesa, intentando no preocuparla, respondí.
—Mamá —le dije—. Antes vi un payaso, aunque más parecía un bufón. Era muy alto, y bailaba raro.
Y ella resopló divertida, poniendo los ojos en el cielo.
—¿qué cosas dices? —respondió con incredulidad—. A esta hora no hay nadie así en las calles. Es más posible ver un bufón antes de morir que en la noche y con esta lluvia. Mi niño travieso.
Y entre las luces perdiendo su brillo, mis recuerdos se apagaron. Había recordado lo suficiente como para tomar mi celular y llamar a la mujer que salvó mi vida.
—¿Damián? —escuché al otro lado de la línea la voz vieja y cansada de la única mujer de mi vida. Mis manos temblaron y mis labios sellaron mi respiración—. ¿Qué haces llamando a esta hora?
Reí con suavidad. Era cierto, ya pasaba la media noche y seguramente ella había ido a dormir con el recuerdo de mi padre en su corazón.
—Nada, mamá. Solo quería escuchar tu voz —respondí y ella suspiró—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Hijo, pregunta lo que quieras —respondió, sabía que quería ir a dormir lo más pronto posible—. Pero no me dejes con esta preocupación en el pecho. No me quiero ir a dormir así.
—Perdón si por hoy te alejo del sueño, mamá —le dije muy decidido sintiendo el frío metal en manos—.pero ¿estarías conmigo y me abrazarías aunque sientas frío y siga siendo un niño travieso?
Ella tartamudeó. Llamó a mi nombre y yo solo sonreí.
—No es nada, no te preocupes —le dije—. Solo soy yo, tu hijo que perdió su vida en una noche, en un baile de risas. Por favor, abrázame cuando tengas oportunidad, porque como lo dijiste; es mas posible ver a un bufón antes de morir que en una noche con lluvia.
"Lo estoy viendo mamá. Voy a morir, sé que voy a morir".
Lo estoy viendo frente a mi. Me apunta con sus ojos como si me estuviera reclamando, como si éstos años se hubiera divertido. Del otro lado escuché a mi mamá decir que no tardaría en venir a mi casa, que no hiciera nada y que me asegurara de haber tomado mi medicamento.
—Lo estoy viendo mamá —fueron mis palabras—. Tengo miedo. Se está burlando y me da frío; tengo miedo. Por favor, abrázame mamá.
Fue lento y casi imperceptible, pero apunté a mi cabeza, jalé el gatillo como sus gritos desesperados y burlescos me lo ordenaron y parte de mi cabeza rodó. Perdí mis ojos y sangre, cosa que hizo reír a Candy Pop en un baile al cual me uní en un coro de lamentos, pero no estaba solo, habían más niños de otras épocas que si bien no conocía, me recibían como a un hermano mayor que nunca tuve.
❝Mamá, el último día de mi vida me iré sonriendo, porque tu serás la última imagen que tendré en mente.
Y el baile de sus risas no podrá contigo❞.
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