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Parte única

Alguna vez la navidad fue cálida, llena de momentos que llamaría mágicos, sonrisas y gente disfrutando el amado tiempo en familia, eran días simples y placeres simples. Ojalá pudiera recordar el momento en el que las cosas cambiaron tanto, saber si hubo señales qué pudieran alertar aquel terror qué se avecinaba.

Son las cinco de la tarde y la campana del pueblo empieza a escucharse. Ha dado inicio, oficialmente, el toque de queda.

La gente corre hacia sus hogares para resguardarse antes que el sol se oculte por completo y el pánico borra las sonrisas de los rostros para dar paso a una expresión de angustia.

Christopher se asoma por la ventana antes de cerrar muy bien la cortina y posterior a eso, colocar las tablas encima de unos sujetadores qué habían colocado ese invierno específicamente para mantener todo bien sellado. Se siente nervioso pero observa a Minho de pie con Doongie entre sus brazos y decide cambiar su expresión a una sonrisa, su esposo no necesita más angustia y parece funcionar porque el rostro preocupado se relaja poco a poco.

Una vez selladas las ventanas y puertas se siente más aliviado, aseguraron su supervivencia una noche más.

Minho se acerca hasta Chris y le da un beso antes de bajar al minino. Toda esa situación lo angustia demasiado pero esperan poder mudarse pronto. Su hogar ya no es seguro.

Todo comenzó hace dos inviernos. Ahora, pensándolo bien, Chris se asombra de haber sobrevivido tres años en estas circunstancias. Era una noche que prometía ser como cualquier otra, con el viento gimiendo entre las rendijas de las ventanas, cuando empezaron a escucharse golpes en las puertas de las casas del pueblo. 

Minho fue el primero en notarlo, despertando a Christopher con un susurro urgente.
 
—¿Escuchas eso? 

Los golpes eran insistentes, casi rítmicos, como si alguien se empeñara en quebrar la quietud de esa noche helada. Christopher, cansado y de mal humor, se levantó con un gruñido.
 
—Seguro es otro borracho buscando problemas. 

Se ajustó la bata y descendió las escaleras, decidido a enfrentarse al supuesto vecino ebrio o, de ser necesario, llamar a la policía. Pero cuando estaba a unos pasos de la puerta, se detuvo en seco. 

—Chris… abre, por favor… hace tanto frío. 

El aire en el vestíbulo se volvió más denso, casi imposible de respirar. Era la voz de su madre. Su madre, quien falleció hace cinco años. 

—Christopher, por favor… Me estoy congelando. Déjame entrar. Déjame abrazarte, hijo. 

Las palabras se filtraron por la madera de la puerta, suaves y llenas de un amor que nunca debería haberse vuelto a escuchar. Chris sintió cómo la sangre se le helaba en las venas, su mente tambaleándose entre el miedo y el absurdo. 

Eso era imposible y quería una explicación. Cuando su mano temblorosa tocó la manija, algo en su interior le gritó que se detuviera. Soltó la manija y retrocedió. 

—¡Chris! ¡Chris! 

El grito de Minho lo hizo girar con su corazón aún latiendo con fuerza. Subió las escaleras de dos en dos, corriendo de regreso a la habitación. Minho estaba sentado en la cama, con las manos cubriendo su boca y los ojos desorbitados. Chris se acercó rápidamente para abrazarlo. 

—¿Qué ocurre? —preguntó con un hilo de voz. 

Minho no respondió. Apenas Chris lo tuvo entre sus brazos un nuevo sonido rompió el silencio. Esta vez, provenía de la ventana. 

—Minnie, por favor… ¿Por qué eres tan grosero? ¡Yo te extrañé tanto! 

Chris sintió cómo el cuerpo de Minho se tensaba contra el suyo. Su mirada se dirigió instintivamente hacia la ventana. La voz… era imposible confundirla. Era la del padre de Minho, pero... el padre de Minho estaba de vacaciones en Florida desde hace dos semanas. 

Ambos se miraron, sus rostros reflejando el mismo terror. 

—¿Qué es lo qué usa su voz? —murmuró Chris.
 
—¿Y cómo puede estar afuera… desde un segundo piso? 

Lo siguiente qué escucharon fueron gritos desgarradores en las calles. Ambos chicos se abrazaron con fuerza mientras Doongie permanece completamente quieto bajo la cama, temeroso también de lo que había afuera. Minho se cubre sus oídos mientras Chris le susurra qué todo estará bien, pero la noche avanza con tres largas horas en las que, cuando todo parecía calmarse, habían gritos nuevamente.

Cuando todo finalmente cesó, Minho se quedó dormido, exhausto y con el rostro empapado en lágrimas. Chris permaneció despierto, dejándole pequeños besos en la frente y acariciando su cabello, un intento desesperado por brindarle algo de consuelo. Pero aunque el sol finalmente alcanzó su punto máximo, el ambiente no cambió. Un silencio sepulcral se aferraba al pueblo como una sombra persistente que se niega a brindarles paz. No fue hasta las dos de la tarde cuando las primeras personas se atrevieron a abrir sus puertas y salir. 

El horror que encontraron los dejó sin aliento. 

La nieve blanca ahora estaba teñida de rojo, un manto carmesí que se extendía por todas partes. Los cuerpos yacían esparcidos como muñecos rotos, despedazados y destripados con una brutalidad imposible de concebir. Sus rostros estaban congelados en expresiones de terror puro, como si la última imagen que hubieran visto fuera la encarnación de sus peores pesadillas. 

Los gritos de las mujeres rompieron el silencio, perforando el aire con un lamento que hacía eco en cada rincón del pueblo. Los hombres, pálidos y temblorosos, murmuraban entre ellos intentando coordinarse mientras el instinto de supervivencia los empujaba a limpiar todo lo más rápido posible, como si eso pudiera borrar lo ocurrido. 

—Necesitamos ayuda… ¡No podemos dejar que esto se quede así! 

Chris, luchando por mantener la compostura, se ofreció. 

—Voy a ayudar —le dijo a Minho con suavidad—, pero quiero que te quedes aquí con Doongie. No abras la puerta a nadie. ¿Entendido? 

Minho asintió débilmente. Su mirada vacía mostraba que estaba lejos de ser capaz de ayudar. Mientras Christopher se unía a los hombres, Minho se quedó en la habitación con el felino, mirando por la ventana. 

Desde su escondite seguro, observó cómo los vecinos recogían los restos de amigos y seres queridos, manos temblorosas metiendo pedazos de carne y hueso en sábanas improvisadas. Algunos lloraban en silencio, mientras otros miraban al cielo, como si esperaran que alguna explicación divina cayera del aire frío. 

Minho apartó la vista, su estómago revuelto. Pero entonces Doongie gruñó, un sonido bajo y profundo que hizo que se le erizara la piel. El gato estaba inmóvil, mirando fijamente hacia la esquina más oscura de la habitación. 
Tragó saliva, un nudo de pánico formándose en su garganta. Afuera, los murmullos y los gritos continuaban, pero dentro de la casa, todo se sentía demasiado quieto.

Se siente nervioso estando ahí cuando durante la noche escuchó a alguien tocar la ventana y sin poder contener su duda, llamó a su padre para preguntar cómo estaba todo. El hombre, sin sospechar nada, habla de lo bien que la ha pasado en sus vacaciones antes de regresar a Corea. Reprende otra vez a Minho, como en cada llamada, por irse de su país hasta otro donde siempre está haciendo frío y que está demasiado retirado. Minho sonríe, pero en esa sonrisa ya no yace solo la alegría del sitio descrito qué antes lo hacía feliz, sino la ironía de todo eso. Se mudaron para estar a salvo.

Antes de caer la noche todos regresan a casa, faltó poco por limpiar pero están agotados y siendo sinceros, aterrados de estar afuera en la oscuridad con todos los pedazos de carne de sus seres cercanos ahora en un rincón lúgubre esperando ser tirados en un sitio tan lejano qué les haga olvidar qué eso alguna vez ocurrió.

De nuevo, las calles son apenas iluminadas por las luces de los hogares.

Minho le sirve una taza con té a su esposo, le habla de lo valiente que fue al ayudar a los demás y de lo aterrado qué se ha mantenido todo el día por el ambiente denso qué se asentó en las calles de lo que alguna vez fue su lugar seguro, su hogar, su comunidad.

—Fue horrible —habla Chris—, el hijo de la señora Park, el menor, dijo que ellos también escucharon la voz de su difunto abuelo. Él corrió a esconderse en el closet mientras su madre y su hermano estaban debatiendo entre abrir o no. Dice que solo escuchó la puerta abrirse y después los gritos horrorizados de su familia.

—¿Crees que eso solo puede atacar si uno abre la puerta?

—Es posible... Es decir, por algo debe usar voces familiares. Necesita que alguien abra.

Ambos chicos se miran con angustia mientras piensan si es correcto hablar del tema a tan pocas horas de la tragedia. De pronto, el aire es más fuerte, lo suficiente para que se escuche una especie de lamento a través de las ventanas qué consigue erizar sus vellos, como un coro de mujeres agonizando qué se va haciendo más fuerte. Doongie corre a esconderse a las habitación.

Un aullido agudo cortó el aire, tan penetrante que ambos chicos se cubrieron los oídos instintivamente. El sonido no solo perforaba el ambiente, sino que vibraba dentro de sus cráneos, como si miles de almas torturadas gritaran al unísono desde las profundidades del infierno.

El eco apenas había comenzado a desvanecerse cuando un golpe resonó en la puerta. Fuerte. Inhumano. Distinto a los anteriores.

—Christopher… abre la puerta.

Ahí estaba de nuevo. La voz de su madre, pero ya no tenía la dulzura ni el amor de la noche anterior. Era grave, cargada de impaciencia, como si cada palabra arrastrara consigo una amenaza. Chris sintió que su cuerpo se tensaba, pero entonces la mano de Minho se posó sobre la suya, un recordatorio silencioso de que no estaba solo.

—¡Christopher, abre!

El grito resonó, más fuerte, más áspero. Había algo profundamente antinatural en ese tono, como si un eco distorsionado acompañara las palabras. Los golpes en la puerta se hicieron más violentos, retumbando por toda la casa, mientras un jadeo ronco y frenético rompía el silencio entre los llamados.

—¡Abre la puerta a papá!

El corazón de Minho pareció detenerse. La voz era inconfundible. Su padre otra vez. Su cuerpo se paralizó. Chris lo miró, y esa expresión—los ojos desorbitados, el pánico puro—era la misma que había visto antes, cuando la voz se hizo presencia la noche anterior desde la ventana.

Los golpes continuaron, insistentes, con una fuerza que hacía crujir la madera. Pero ninguno de los dos se movió. Simplemente se quedaron ahí, congelados en el tiempo, atrapados en una pesadilla interminable.

Finalmente, tras lo que parecieron horas de tormento, los golpes comenzaron a desvanecerse. El amanecer asomó tímidamente sus rayos cálidos envolviendo la casa en un abrazo que debería ser reconfortante, pero que ahora se sentía casi irreal, como un truco del propio horror.

Esa tarde hubo una reunión urgente del pueblo, no ocurrieron más muertes y todos dijeron qué, nadie abrió la puerta esta vez. Ni siquiera tuvieron el valor de intentar ver a través de la cortina, el pánico en ellos después de presenciar los cuerpos descuartizados bastó para que decidieran ir temprano a la cama, intentando convencerse de que nada estaba ocurriendo mientras los golpes insistían en sus puertas.

Ese invierno tuvieron que soportar otras cuatro noches iguales.

El año siguiente, la navidad llegó sin brillo ni ilusión. Nadie en el pueblo decoró con las mismas ganas de otros años, y mucho menos la pareja. Ese diciembre solo recordaba el aniversario de aquellas noches de agonía, cuando sus amigos fueron arrebatados de la vida de una forma tan brutal como repentina. Pensaron que todo había terminado, pero las cicatrices seguían ahí, como un recordatorio interminable del horror presenciado.

La noche del aniversario rezaron junto al resto del pueblo. Rogaron por el descanso de las almas perdidas, murmuraron oraciones con los labios temblorosos y regresaron a casa con un peso invisible en el pecho. Sin embargo, esa noche algo volvió a despertar. 

Sentados en la cocina, la pareja compartía café y galletas, intentando encontrar algo de normalidad en el calor del hogar luego de un día tan asfixiante. Pero entonces, alguien tocó la puerta. Un sonido seco, firme, que rompió la calma como un cristal haciéndose añicos. 

Christopher suspiró, dejando su taza a un lado. 

—Debe ser Jay. Le dije que podía regresarme la pala mañana. 

Se levantó, pero no había avanzado más que un par de pasos cuando Minho habló, su tono cargado de una tensión que Chris reconoció al instante. 

—Espera. 

Christopher se detuvo y lo miró. Minho estaba pálido, con una expresión de angustia que no veía desde hacía un año. Quiso decirle que todo estaba bien, que el horror ya había quedado atrás, pero entonces lo escucharon. 

Una voz, suave, cargada de una inocencia inquietante, se filtró tras la madera.

—¿Puedo jugar con su gato? 

El aire pareció congelarse. Ambos se quedaron inmóviles, la respiración atrapada en sus gargantas. Un escalofrío recorrió sus cuerpos y Minho tembló visiblemente cuando una corriente helada le recorrió la columna. 

Chris no necesitó explicaciones. Reconocía esa voz al igual que su esposo. Era la del pequeño Park, el vecino de once años que solía tocar a su puerta para jugar con Doongie. Amaba a los gatos, pero no podía tener uno por las alergias de su madre. 

Park llevaba un año muerto. Justo en la noche que inició todo.

—Está de regreso —susurró Minho, su voz quebrada por una angustia que parecía consumirlo desde dentro.

Christopher permaneció inmóvil, escuchando las palabras de su esposo mientras su mente procesaba lo imposible. Finalmente, habló con una determinación que parecía ajena a la situación.

—Es la voz del difunto Park… Puede que vaya a la casa del niño. ¡Debo ir!

Se dirigió apresurado hacia su abrigo, pero Minho reaccionó antes de que pudiera dar un paso más. Con movimientos torpes pero decididos, lo alcanzó y lo abrazó con una fuerza desesperada, su cuerpo temblando contra el de su esposo.

—¡No vayas! —rogó, sus palabras apenas un susurro ahogado.

Christopher trató de soltarse, su mirada fija en la puerta como si cada segundo que perdía fuera una condena para el niño.

—Intentará que el menor le abra… Si no hacemos nada…

Pero Minho negó con vehemencia, apretándolo más fuerte. Lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento en que esa inocente pero aterradora voz se coló en su hogar: esta sería otra noche oscura.

El pequeño de diez años había quedado huérfano hacía un año. No tenía más familia, y los vecinos se turnaban para cuidarlo, asegurándose de que nunca estuviera solo. Generalmente era una mujer, madre de otros niños, quien dormía allí, dejando que sus propios hijos jugaran con él para aliviar su soledad. Pero esa noche, esa maldita noche, ella se había quedado en casa para cuidar a su hijo enfermo.

Minho sabía que la situación era triste. Trágica, incluso. Pero también sabía que no estaba dispuesto a sacrificar sus vidas por ello. Con los ojos llenos de súplica, levantó la mirada hacia Christopher, quien lo observaba como si estuviera atrapado entre dos mundos: el deber moral y el instinto de supervivencia.

Christopher titubeó. Minho podía verlo, podía sentir cómo la culpa lo desgarraba por dentro. Pero justo cuando parecía que las súplicas de Minho lo habían anclado al suelo, un grito desgarrador rompió el silencio de la noche.

El llanto del niño atravesó la oscuridad como un cuchillo, lleno de miedo y desesperación. Christopher se tensó, pero Minho no lo dejó moverse. Se aferró a él con todas sus fuerzas mientras lágrimas silenciosas corrían por su rostro.

Y entonces, lo escucharon: el crujir húmedo y espantoso de huesos siendo arrancados, acompañado por un sonido que parecía una mezcla entre jadeos animales y risas distorsionadas.

Christopher cerró los ojos, abrazándose a Minho como si eso pudiera alejarlos de la realidad. Ambos temblaron juntos, intentando bloquear los sonidos que anunciaban el destino del pequeño. Afuera, la oscuridad seguía reclamando su tributo.

Fue el inicio del segundo año que tuvieron que soportar eso, por seis largas y agonizantes noches.

Al tercer invierno se prepararon para lo peor, estaban decididos a irse en ese verano, no podían vivir así. Sentían tristeza por sus amigos qué deben quedarse porque no conocen más allá, porque no tuvieron educación y si esa criatura no se los come vivos, la ciudad lo hará.

—¿Dónde estás, Minho?

Christopher siente la ansiedad golpeando su estómago, la campana del toque de queda está sonando y su esposo no regresa. Minho salió hace una hora diciendo que tenía que dejar unas cosas con urgencia, no dijo más. La noche ha llegado y cuando el aullido agonizante se hace presente, Chris debe, contra su voluntad, cerrar la puerta.

Deposita toda su fe en que su esposo consiguiera refugio en algún lugar.

Minho estaba aterrado. El tiempo le había jugado en contra, y cuando menos se dio cuenta, las luces en las casas del pueblo se apagaron una por una. Las puertas se cerraron con cerrojos y cadenas, y las ventanas se oscurecieron. Ya no había esperanza de que alguien le abriera. Pero no se quejaba; ni siquiera él se sentía capaz de hacerlo.

Había encontrado refugio en el gallinero de un vecino, a tan solo unas cinco casas de la suya. Mientras se acurrucaba entre las paredes desvencijadas y húmedas, suplicó en silencio que ese lugar lúgubre y helado fuera suficiente para protegerlo. El aire olía a madera podrida y a paja mojada, mezclado con el aroma metálico del miedo que él mismo exhalaba.

Las gallinas, que al principio se habían puesto frenéticas con su entrada abrupta, ahora estaban inmóviles. Todas permanecían despiertas, sus ojos brillando en la penumbra, fijos en él como si supieran algo que él no. Ese silencio era peor que cualquier sonido. Cada segundo se alargaba como una eternidad, y el frío calaba hasta sus huesos, obligándolo a abrazarse a sí mismo para contener los temblores.

Entonces lo escuchó.

El crujir de ramas resonó en la distancia, un sonido seco y deliberado, seguido por un jadeo gutural, como el de un animal grande y hambriento. Minho sintió cómo su respiración se aceleraba, y con un esfuerzo titánico se cubrió la boca con ambas manos para no emitir un solo sonido. Pero su corazón, traidor, latía tan fuerte que estaba seguro de que podía ser escuchado a kilómetros de distancia.

El jadeo se volvió más frenético, acercándose paso a paso. Algo arrastraba las piernas, las pezuñas rasgando la nieve y el hielo como si marcaran un camino hacia él. De pronto, un aullido agudo desgarró la noche, tan intenso que Minho sintió que sus oídos iban a reventar. Era como si el aire mismo se doblara bajo la presión de ese sonido infernal.

Minho cerró los ojos con fuerza, rogando que todo fuera un sueño. Pero entonces, un nuevo sonido lo congeló: un roce, lento y metódico, contra la madera del gallinero. El ser estaba ahí, justo a su lado.

El impulso de mirar lo consumió. Contra su mejor juicio, se asomó por una de las rendijas de la madera rota. Al principio solo vio oscuridad, los árboles secos cubiertos de nieve meciéndose suavemente con el viento. Pero entonces lo notó.

Estaba allí.

La criatura emergió de entre las sombras como una pesadilla. Era alta y descarnada, con una figura antinaturalmente delgada que parecía a punto de quebrarse bajo su propio peso. Su piel era grisácea, como carne marchita que nunca conoció la calidez de la vida. En su rostro, si podía llamarse así, los rasgos eran mínimos: unos ojos hundidos que brillaban como carbones apagados y una boca desproporcionadamente grande, llena de dientes irregulares y afilados como agujas. 

Las pezuñas de sus pies, largas y deformes, resonaban en la nieve como martillos débiles, pero a veces arrastraba las piernas, avanzando de manera grotesca, como si su cuerpo estuviera condenado a la agonía de un movimiento imposible. Sus garras eran negras y curvas, hechas para desgarrar, y en lugar de manos tenía algo parecido a raíces secas que se movían de forma independiente, como si buscaran siempre algo que atrapar. 

Cuando se desplazaba, su espalda encorvada y sus movimientos torpes sugerían que prefería moverse sobre las rodillas, dejando un rastro en la nieve que se confundía con el de un ser humano desesperado arrastrándose hacia su muerte. 

El sonido que anunciaba su llegada era lo peor: un aullido agudo que perforaba los oídos y parecía resonar dentro del cráneo, como si la propia criatura estuviera riéndose de las almas que iba a reclamar. Era un grito que recordaba a un lamento humano mezclado con el chillido de un animal moribundo, un sonido que congelaba la sangre y paralizaba los corazones. 

Minho sintió cómo el vértigo lo dominaba. Su estómago se revolvió, y un sudor frío le cubrió la frente mientras el aire parecía escapar de sus pulmones.

La oscuridad lo envolvía todo, pero la criatura era lo único que podía ver. Y entonces, sin previo aviso, la cabeza del ser giró con un crujido antinatural, como si pudiera sentir que lo estaban observando.

Minho retrocedió de golpe, su espalda chocando contra la pared del gallinero, su cuerpo inmóvil, paralizado por el pánico. El latir de su corazón se sentía incluso en sus oídos, su cabeza parecía que iba a explotar en cualquier momento y sin poder controlar el frenesí de su cuerpo, cayó inconsciente.

Podía escuchar de forma lejana ese crujir, no sabía si era un sueño o la realidad distorsionada qué podía percibir de forma lejana. Escucha un eco tranquilo, parecido al sonido que escuchaba cuando iba a nadar en Corea y se hundía en el agua, esa ligereza familiar. Piensa tal vez, si ha muerto, porque escucha una voz llamar su nombre a lo lejos.

—¡Minho! ¡Minho!

El mencionado siente que quiere abrir sus ojos pero no puede, su cuerpo se mece con suavidad y cuando un espasmo lo sacude, despierta sentándose de golpe.

—¡La bestia!

Minho despertó sobresaltado, envuelto en mantas y con el sonido lejano de Christopher hablando en la cocina. Su cabeza palpitaba, y por un instante, creyó que todo había sido un sueño. Pero las marcas en sus manos, heridas por el frío y la madera astillada del gallinero, le recordaron la aterradora realidad.

—Dame un momento —escucha a Chris—. Te serviré algo caliente.

Minho siente que todo es tan diferente, como si siguiera atrapado en la ilusión de estar en casa qué tanto sentía anoche cuando estaba atrapado. Su espalda duele al igual que su garganta, víctimas de la helada noche que había vivido, pero incluso sintiendo su cuerpo entumecido, va con pasos lentos hasta su esposo.

— ¿Cómo llegué aquí? —preguntó al entrar a la cocina, su voz rasposa y débil.

Christopher lo miró desde la mesa, donde un café humeaba entre sus manos. Su rostro estaba cansado, pero en su mirada había un brillo que Minho no podía descifrar.

—Salí a buscarte —responde, encogiéndose de hombros—. Estabas desmayado en el gallinero.

Minho se detuvo en seco. Algo no cuadraba. Había escuchado al ser, lo había sentido tan cerca que escapar parecía imposible. La duda empezó a instalarse en su mente y Christopher lo hacía sonar tan fácil, tan malditamente sencillo... como si no hubieran muerto personas por menos.

Ese mismo día, mientras el pueblo trataba de recuperar algo de normalidad, corrieron rumores sobre lo ocurrido. Algunos decían que esta vez la criatura había adoptado no solo voces, sino también formas humanas, convirtiéndose en una copia casi perfecta de seres queridos. Minho sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando alguien mencionó haber visto una figura idéntica a su esposo paseándose por las calles la noche anterior.

Christopher solo rió un poco diciendo que estaba agradecido de no haberlo presenciado él, de lo contrario, habría tenido un colapso.

Pero eso no dejó más tranquilo a Minho y esa actitud no pasó por alto para Bang. Qué empezaba a sentirse extraño por el repentino cambio de actitud en su esposo, como si no fuera él mismo...

Esa noche, el ambiente en casa era espeso, cargado de una tensión que ninguno de los dos podía ignorar. Minho observaba cada movimiento de Christopher con recelo, cada gesto amplificando sus sospechas y Christopher siente la intensidad de Minho sobre él, como si estuviera esperando un movimiento en falso.

Minho corta los vegetales para la cena mientras Christopher termina de cocinar la carne.

—¿Por qué no me dijiste cómo me sacaste de allí? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio.

Christopher frunció el ceño.

—Ya te lo dije. Fui por ti.

—¿Cómo? ¿Cómo te enfrentas a esa cosa?

El tono de Minho se volvió agresivo, y Christopher se puso de pie, exasperado.

—¿Qué insinúas? ¿Crees que yo..?

—Solo tengo dudas al respecto, ¿Por qué es tan difícil de responder?

—Bien, si lo ponemos de esa forma... ¿Cómo sé qué eres tú? Hogares más seguros han caído, y tú estuviste a salvo en un gallinero qué podría caerse con una pisada.

El tono de Christopher empezaba a tornarse violento también. Minho se tensó mientras sujeta con más fuerza el mango del cuchillo.

—Solo responde... "Christopher".

—No importa lo que diga... Tú no me crees, ¿Verdad?

Minho apretó los dientes, luchando con sus propios pensamientos.

—No sé qué creer, Chris. Pero no quiero morir porque confié ciegamente.

Ambos estaban al borde del colapso, y cuando el sonido del atrapasol navideño en la entrada de su hogar actuó como un vaso rompiéndose, Minho se abalanzó hacia un cuchillo en la mesa, su corazón desbordado por el miedo y la paranoia. Christopher, sorprendido, agarró un objeto pesado cercano, defendiéndose mientras gritaba.

La pelea estalló, torpe y desesperada. Ambos se movían entre el pequeño espacio de la cocina, jadeando, sudando, sus ojos llenos de rabia y terror, pero también de miedo y lástima, de ver a la persona que aman temer tanto de ellos, decididos a lastimarse cuando alguna vez prometieron cuidarse.

—¡¿Qué le hiciste a mi esposo?! —grita Minho, desgarrado ante la idea de no poder ver más a su amado.

—¡Deja de fingir! ¡Dime ya dónde dejaste a Minho!

La mirada de dolor dio paso a la rabia en ambos rostros, el miedo de pensar en haber perdido a su amado ahora solo era coraje derivado de la confusion y el dolor. Christopher se cubre elevando una silla pero su mirada atenta a las acciones de Minho lo hacen tropezar con uno de los juguetes de Doongie, permitiendo así que el contrario casi logre asestar una puñalada cuando un grito desgarrador llegó desde la calle.

Ambos se congelaron, sus ojos clavados en la ventana. Los gritos continuaron, cada vez más desesperados, provenientes de la casa vecina. Se miraron el uno al otro, ambos temblando, y entonces lo entendieron: ninguno era la criatura.

El alivio los golpeó como una ola, y ambos dejaron caer sus armas improvisadas. Minho se derrumbó en el suelo, sollozando, mientras Christopher se sentaba junto a él, abrazándolo con fuerza. Habían estado a punto de cometer una locura.

—Lo siento tanto, lo siento tanto.

Minho murmura, por completo arrepentido mientras se aferra al cuerpo de su esposo.

—Mañana… mañana nos iremos de aquí —dijo Christopher con voz temblorosa, acariciando el cabello de Minho.

"Empaca lo necesario, las cosas de Doongie también, vendremos por lo demás en primavera".

Fueron las palabras que Minho necesitaba escuchar para sentir que podía respirar de nuevo. Besó los labios de Christopher como si fuera la primera vez que lo hacía y pasaron la noche juntos, con los ojos clavados en la puerta, esperando que el amanecer los alcanzara.

Al día siguiente los vecinos no se sorprendieron de escuchar que se irían, cualquiera lo haría. Minho empacó ropa y algunos objetos preciados, Christopher hizo lo mismo y algunas cosas de Doongie. Se quedarían en casa del padre de Minho mientras consiguen un lugar para quedarse. No saben qué harán, cómo vivirán o cuánto tiempo les tome retomar su vida, pero todo es mejor que seguir ahí arriesgando sus vidas o peor, su cordura.

Una vez dentro del auto, aliviados de que todo al fin acabó, se vieron tan sumergidos en el camino y la conversación sobre sus planes a partir de ese momento, tanto que Minho pareció no notar que Christopher, quien siempre fue diestro, estaba haciendo las cosas desde la mañana con la mano izquierda. Pero está bien, porque Christopher tampoco pareció notar que Minho, quien era alérgico a la nuez, estaba comiendo frutos secos mientras hablaba de lo tranquilos qué vivirían ahora.

Eran cosas de las que tendrían qué preocuparse en otro invierno.

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