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Capítulo 4


GABRIEL

Cerró los ojos con fuerza, deseando poder volver a dormirse, luego de darle un vistazo a la hora. Cuarenta minutos faltaban para las nueve, y él siquiera había comenzado a prepararse. Unos suaves y delicados dedos recorriendo su cabello lo invitaron a dejarse envolver por los brazos de Morfeo, y mandar a la mierda aquella invitación que había recibido la semana anterior. Sin embargo, sabía que ella no tardaría en irse, y cuando lo hiciera, volvería a encontrarse de la misma manera en que lo había hecho en navidad: solo.

Channel dejó caer todo su peso contra su pecho desnudo. Lo hizo con fuerza, obligándolo a mirarla.

—Ya se te ha fruncido el ceño —comentó, pasándole el pulgar por entremedio de las cejas—. No duras ni un segundo feliz.

—Las mejores palabras que he escuchado después de un orgasmo —ironizó.

—Se nota que no eres una mujer. He escuchado peores.

— ¿Por ejemplo?

— «¿Si te viniste?».

Asintiendo con la cabeza, tuvo que darle la razón. A regañadientes, comenzó a incorporarse, y al percibir su movimiento, Channel hizo lo mismo. Ella tampoco tenía mucho tiempo que perder, después de todo, también tenía planes para la última noche del año.

—Ganas esta ronda.

La castaña comenzó a estirarse ni bien tuvo sus pies sobre el suelo del departamento, enseguida comenzando a caminar por él, como si fuera el suyo propio; recogiendo su vestido y zapatos.

Sonrió con sorna antes de responderle.

—Yo gano todas las rondas.

Gabriel la ignoró y avanzó hacia su armario en busca de lo que debía ponerse aquella noche. Cerró la puerta de su vestidor, dejando a Channel del otro lado de ella, y empezó a rebuscar entre su ropa.

Deslizó las mangas de la camisa blanca por sus brazos, aquella un poco más holgada que todas las demás que poseía. Al igual que siempre, abrochó todos los botones menos el primero, en busca de un poco de aire. Luego, se tomó su tiempo para enfundarse en los pantalones negros de vestir, y para sostenerlos con los tirantes, que se sujetaban a ellos mediante pinzas. Se colocó sus zapatos casi sin mirarlos, simplemente empujando su pie con fuerza, y ayudándose con el restante. Soltó un suspiro al tomar su abrigo y la máscara que se había obligado a comprar durante el fin de semana. Era negra y la acompañaban destellos dorados que lo hacían ver un poco más colorido.

Por último, se inspeccionó al espejo por lo que parecieron horas, como era su rutina habitual, y cuando estaba a punto de marcharse, la puerta del vestidor volvió a abrirse, dejando la silueta de Channel —ya vestida— adentrarse en él, y observarlo a través del espejo.

Supuso que venía a despedirse, mas contra todo pronóstico, le frunció el ceño y se colocó frente a él para desabrochar el segundo botón de su camisa, dejando a la vista el área de su esternón.

—Ahí está mejor —murmuró—. No querrás parecer un ejecutivo.

Gabriel rodó los ojos.

— ¿Qué importa lo que parezca? Tendré la máscara puesta, con suerte, nadie podrá reconocerme.

Ella asintió con la cabeza, aunque sabía que no lo estaba escuchando del todo. En su lugar, se concentraba en desacomodarle el cabello, que a su parecer, siempre lo traía demasiado ordenado.

Sonrió cuando hubo terminado, admirando su obra maestra.

— ¿Sabes quién he oído irá esta noche? —indagó.

«Medio Paris, podrías ser un poco más precisa».

—No lo sé, ¿Quién?

—Intenta adivinar.

—Odio las adivinanzas.

Channel le puso mala cara.

—Pues quien más, la sensación del momento. Aimeé Salomón, la muñequita que entrevistaste la semana pasada.

Intentó que no se lo notara lo mucho que lo incomodaba la simple mención de su nombre. Cuando pensaba en ella, solo se le venían a la mente un par de cosas, ninguna buena. Por un lado, no podía evitar recordar la manera en que lo había aplastado en esa misma entrevista de la cual Channel estaba hablando. Como había caminado fuera de su estudio sin un solo rasguño a su reputación. Por el otro, a veces... solo pensaba en lo injusto que habría sido hacerle daño a alguien que tenía un exterior tan puro, aunque lo hubiera querido. Con esos ojos brillantes, acompañados de sonrisas disparejas que podrían haber mandado a arrodillar hasta al más tirano.

Sin embargo, no tardaba en recordar que todo lo que la señorita Salomón representaba era una fachada, y entonces solo volvía a sentirse más frustrado por no haber podido arrancarle aunque fuera un ápice de verdad.

—Ah.

Ella dejó de prestarle atención a puntos concretos de su apariencia para mejorar, y pasó a mirarlo directo a los ojos.

—Vi tu entrevista con la muñequita, por cierto —comentó—. Parecías hechizado. ¿Caíste en su encanto, Gabi? ¿Tan rápido y te tiene en la palma de su mano?

Su mirada burlona lo obligó a apartar la suya, tensando la mandíbula. Incluso ignoró que había vuelto a llamarlo por ese apodo que tanto odiaba.

—Estás delirando.

Gabriel no caería en ninguno de sus embrujos, a diferencia de lo que Channel creía. Tenía a la señorita Salomón por lo que era: una farsante, y no lo olvidaría.

—Me gusta mucho la muñequita para ti —murmuró, mientras le acomodaba el cuello de la camisa por detrás. Lo observó a través del espejo, arrugando la nariz—. Aunque no sé si me gustas mucho tú para ella, sería una condena emparejarla con alguien tan amargado.

—Suerte para ella que no tiene que preocuparse por cosas que nunca sucederán.

—Ay, Gabi, ¿Es que no escuchaste a Justin Bieber? Nunca digas nunca.

— ¿A quién?

Ella le mantuvo la mirada como si no pudiera creérselo. Cuando él no dijo nada más, dejando a entender que no estaba bromeando, Channel soltó un bufido, meneando la cabeza.

—A veces te odio.

«A veces yo también».

La castaña se alejó dando un par de pasos, admirando su atuendo, y acabó sonriendo satisfecha.

—Ya que estás tan empeñada con emparejarme con alguien —continuó él, caminando fuera del vestuario—, ¿Por qué no te buscas pareja a ti misma?

—No, porque aquí ya hemos establecido que a mí no me gustan las parejas.

Eso era algo de lo mucho en lo que coincidían. Cuando se conocieron, la atracción entre ambos fue casi instantánea, a la vez que dejaron en claro que ninguno de los dos buscaba nada serio. Para Gabriel, una relación era lo último que necesitaba, muchísimo más teniendo en cuenta de lo mal que había terminado la última. Para Channel... jamás lo supo del todo. El compromiso no era algo que le agradara, muchísimo menos cuando no tenía tiempo para enfocarse en eso. Y a diferencia de él, ella parecía... feliz de esa manera.

—A mí tampoco.

—A ti sí que te gustan —replicó ella—. Eres un romántico en el fondo. No intentes mentirme porque soy más inteligente que tú.

—No soy romántico.

Channel alzó una ceja.

—Me llevaste flores al trabajo. Luego de que nos acostáramos por primera vez.

Gabriel chasqueó la lengua.

—Eso... fue un accidente.

«Mentira».

Que lo mataran por haber querido ser un caballero. Ni siquiera había sido idea suya, había sido idea de Evan, quien creyó que sería un lindo gesto y que Channel lo apreciaría. No lo fue, y entonces Gabriel decidió no volver a seguir los consejos de su amigo.

Siquiera le gustaban las flores, le parecían estúpidas.

— ¿Cómo le envías a alguien flores por accidente? —se burló.

—No eran para ti.

«Mentira».

Y lo peor era que ella sabía leerlo muy bien. Dos años llevaban conociéndole y no dudaba que le había llevado menos de la mitad de este aprenderse todas sus manías y descifrar sus gestos faciales. No porque fueran tan íntimos al nivel en que él lo era con Evan, sino porque... tal como ella lo había puesto, era mucho más inteligente que él.

Era mucho más inteligente que cualquiera que conociera.

—Ah, ¿Y para quien eran? ¿Para la fila de mujeres que tienes esperando para meterse en tu cama? Hazte un favor, guarda tus flores para tu muñequita.

Y... volvían a Aimeé como tema central.

Como si no tuviera ya con sus pensamientos, lo último que le faltaba era que Channel se les uniera, para torturarlo.

—No voy a enviarle flores a nadie —aseguró, esperando poder dejar con eso la conversación zanjada.

—Voy a volver, Gabi, y vas a tragarte todas tus palabras —replicó ella, con una sonrisa. Estaba cerca de la salida, con su abrigo en la mano cuando se giró hacia él por última vez—. ¿Nos vemos la próxima semana?

— ¿Tan pronto?

—Tengo que aprovecharte ahora que eres todo mío. Cuando la muñequita ponga sus manitos sobre ti... no escaparás.

Rodó los ojos y, decidiendo que era hora de que se marchara, caminó hasta donde se encontraba y abrió la puerta para ella.

—No habrá nada entre Aimeé y yo. No sé cuántas veces debo repetirlo. Ni siquiera me gusta.

«Ni le gusto a ella».

Por un momento, la mirada de Channel se suavizó. Ladeó la cabeza como si estuviera conversando con un niño, y cuando abrió la boca, su voz sonó mucho más dulce que de costumbre.

—Gabi, ¿Te viste en esa entrevista?

No supo que responder.

No, no se había visto. Se negaba a hacerlo. No quería revivir la humillación que había vivido. Sin embargo, dudaba que la castaña se refiriera a eso. Permaneció enmudecido por un par de segundos, los cuales fueron suficientes para que ella declarara su victoria. Le dio un corto beso sobre los labios antes de cruzar el umbral.

—Ah, y yo que tú me quitaría ese anillo —aconsejó, caminando hasta llevar al elevador—. El dorado y el plateado no van bien juntos.

Gabriel negó con la cabeza, y la observó presionar el botón de la primera planta desde donde se encontraba. Cuando las puertas estuvieron a punto de aislarla, susurró:

—Nunca me quito el anillo.

Cerró la puerta del departamento.

Terminó de prepararse en el tiempo restante. Volvió a acomodar el cabello que Channel había desorganizado, y se escaneó en el espejo una vez más, en busca de cualquier imperfección, antes de tomar las llaves y marcharse. Condujo como lo hacía cada día: condenando el tráfico de Paris y deseando no haber tenido que salir de casa. Luego de varias maniobras, maldiciones contenidas y demasiados temblores en su ojo derecho, por fin logró llegar a su destino: La Opera Baudelaire.

Por fuera tenía una apariencia majestuosa, decorado con columnas en la fachada frontal, y bustos de bronce con lo que parecían ser personajes famosos. Con la cantidad de veces que había pasado cerca de aquel lugar, jamás se había detenido a admirarlo como aquel edificio lo requería.

Se colocó la máscara, atándola por la parte trasera de su cabeza, como esta lo demandaba; y no esperó más para bajarse del coche.

El interior del edificio parecía arrancado de una obra de arte. De pie sobre el vestíbulo, no podía hacer nada más que sentirse diminuto mientras observaba las columnas de mármol acompañar las paredes, y la enorme escalera que se partía en dos hélices. Sacudiendo la cabeza, siguió el mismo camino que las personas a su alrededor, avanzando hacia adelante. Un hombre al pie de la escalera le pidió su invitación, una que le entregó, y entonces fue libre para continuar marchando.

Subió los peldaños de dos en dos, deslizando su mano por el barandal, y avanzó hasta llegar al salón que se encontraba en el fondo del edificio. En él, una gran cantidad de personas de aglomeraba, moviéndose con familiaridad, cómodas la una con la otra. El aroma a perfume masculino artificial, casi metálico, le impregnó las fosas nasales, y con tal intensidad que por un momento se sintió asqueado.

Comenzó a arrepentirse de haber asistido.

— ¡Gabriel!

Girando la cabeza en dirección a dónde provenía aquel grito, observó la delgada figura de Madeleine caminar hacia él. Solo la reconoció por el tono agudo de su voz, y por el cabello rubio —casi dorado— que caía en ondas sobre sus hombros. Por lo demás, no habría poderlo hecho. Traía, al igual que él, una máscara sobre los ojos. La suya era de un color cremoso, casi blanco, que iba a juego con su vestido de tirantes y falda de princesa.

Él intentó sonreír de lado.

—Hola.

—No puedo creer que vinieras —comentó ella, apresurándose a dejar un beso en cada mejilla—. Pensé que tirarías la invitación ni bien la leyeras.

«Casi».

—Decidí venir.

Gabriel escondió ambas manos en los bolsillos de su pantalón, y decidió echar una mirada por detrás de la cabeza de Madeleine. Observó tanto como pudo, hasta caer en la cuenta de que no había ni una sola persona en aquel salón que conociera... o que le agradara.

Definitivamente debió haberse quedado en casa.

—Bueno, espero que la pases bien. —Su voz rellenó el silencio en el que se habían sumido—. Si necesitas cualquier cosa, puedes buscarme.

Asintió con la cabeza.

—Está bien.

Ambos permanecieron el uno frente al otro, sin soltar palabra, hasta que Madeleine acabó por sonreír con incomodidad, y alejarse.

Durante el resto de la primera hora que permaneció en aquel lugar, se dedicó a beber champagne —asqueroso— de las pequeñas copas que se encontraban sobre la mesa, y le envió mensajes a Evan, quien deseó estuviera con él. Se entretuvo hablando con Alain Noiret, un famoso actor, aunque no por mucho tiempo. Cuando estuvo seguro de que necesitaba salir a tomar aire y fumar un cigarrillo, se despidió de él y se giró con gran apuro.

En ese momento, sintió algo helado deslizarse por su pecho.

Bajó la mirada, en busca de la fuente de frialdad, solo para encontrarse una mancha en la parte derecha de su camisa. Un líquido recorría la piel de su pecho, y cuanto subió la vista en busca del responsable, se encontró con unos pómulos marcados y unos ojos oscuros que lo desconcertaron por un segundo.

El muchacho —que no debía ser mucho menor que él— soltó una maldición por lo bajo, y dejó su copa sobre la pequeña mesa a su izquierda, a la vez que sacudía su mano, esperando poder quitar el líquido de ella.

—Mierda. Disculpa.

Solo cuando le extendió una servilleta de papel, Gabriel salió de su ensoñación. Parpadeó la cantidad de veces que fueran necesarias, solo para soltarle un gruñido como respuesta, y alejarse en busca de los lavados, sin mirar hacia atrás.

Genial, lo que le hacía falta.

Caminó a pasos largos y apresurados, pasando sus dedos por encima de la zona empapada, y separándola de la piel. Aquel líquido pegajoso no era agua, de algo podía estar seguro. Por la forma en que olía, debía ser algún trago con alcohol. Avanzó los metros necesarios sin quitar la mirada de su camisa, y sin tampoco tener mucha idea de a dónde se estaba dirigiendo.

«Debería haberle preguntado a alguien dónde se encontraban los dichosos baños».

Cuando lo hicieron, cuando sus ojos se apartaron de la tela blanca y resplandeciente con el propósito de ubicarse, acabaron por posarse en la criatura más interesante de todo el edificio.

No, no había encontrado el sanitario. Había encontrado algo mejor.

Sus ojos recorrieron la baja figura casi al final del salón. Los brazos regordetes, los hombros marcados por las tiras rojas que sostenían su vestido. Admiró la manera en que el corsé traslúcido y de encaje se adhería a su silueta, estrechando su cintura y siguiendo la curvatura de su cadera. A partí de ahí, una falda cubierta de tul le robaba la visión de sus piernas. De hecho, le robaba la visión de todo lo que estuviera por debajo de la cadera. Al ser tan pequeñita, el vestido sobrepasaba sus pies, y caía sobre el suelo.

La reconoció al instante.

Reconocería aquel par de ojos rasgados incluso en la otra punta del mundo.

Aun con la máscara encima —roja también, y compuesta por distintos adornos blancos— no tardó más que un par de segundos en descubrir su identidad.

Quiso odiarla con tanta fuerza, que se despreció a si mismo al saber que no podía.

Embrujado por un hechizo invisible, de la misma manera en que lo había hecho aquella noche en su estudio, se acercó sin medir las consecuencias. La señorita Salomón se encontraba recostada sobre una de las columnas, con ambas manos detrás de su espalda. Se veía... muchísimo más solitaria de lo que hubiera esperado. De habérsela imaginado de antemano, lo habría hecho con ella rodeada de personas.

Supo el momento exacto en que sus ojos aterrizaron en él. Lo supo por la forma en que se le erizó el vello de la nuca, y los latidos de su corazón aumentaron a tal grado que era capaz de oírlos, incluso sobre la música. Se olvidó de la mancha sobre su camisa, de lo mucho que detestaba aquel ambiente y de cuanto quería volver a casa. Esfumó de su cabeza todos los pensamientos racionales, en especial aquellos que le advertían que no debía ser amable con ella, cuando era la mujer que había destruido su reputación. Se acercó a pasos lentos pero largos, y cuando estuvo frente a ella, se sintió morir por la forma en que alzó su cabeza para observarlo.

El olor a jazmín que desprendía de su cuerpo volvió a golpearlo, como un alivio y un descanso entre todo aquel mar de perfumes artificiales y saturados.

«Bueno... ¿Y ahora qué?».

Carraspeó.

—Hola.

La forma en que reaccionó... tampoco se la habría esperado.

Aimeé se encogió sobre sí misma. Fue capaz de ver la forma en que su pecho subía y bajaba, con nerviosismo, de la misma manera en que notó el temblor en su voz cuando abrió la boca.

—Hola... —murmuró—. ¿Lo conozco?

No podía creerlo.

Se le escapó una sonrisa ladina al ver que no era una broma, que los segundos trascurrían y ella no quitaba su cara de sorpresa. No se creyó irreconocible con aquella máscara cuando se la puso encima, y no sabía si debió sentirse ofendido o halagado de que ella no lo hubiera reconocido, cuando él lo había hecho casi al instante.

De cualquier manera, no pudo enfadarse por más que lo intentó.

—Sí —respondió, bajando la mirada—. Creí que era obvio.

—Yo creo que lo recordaría de haberlo conocido.

Empoderado por la oportunidad que el anonimato le daba, dio un paso hacia adelante. Sentía que detrás de esa máscara podría decir y hacer lo que quisiera, que de todas formas no importaría, porque no sería Gabriel Mercier.

Sería alguien más.

— ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

Ella tragó grueso.

No se veía igual de feroz que hacía unas cuantas semanas, y aunque el contexto fuera diferente, y él no fuera la misma persona, le agradó la idea de poder ponerla nerviosa.

—Porque...eh... jamás olvido una cara.

Bueno, se había olvidado de la suya.

Eso debió haber sido suficiente. Debió haberse alejado, porque era lo que correspondía, y porque no podía permitirse quedarse.

No lo hizo, sin embargo.

—Quizá pueda quedarme hasta que se le refresque la memoria.

La sonrisa que se le escapó, esa misma que estaba conteniendo, le aceleró el corazón de golpe. Sintió la boca seca cuando fue ella la que dio un paso hacia adelante, acercándose a él.

Se preguntó si habría hecho lo mismo de saber su identidad.

—O quizá pueda decirme su nombre —sugirió ella.

— ¿Qué habría de divertido en eso?

Se encogió de hombros, dándole la razón, como quien no quiere la cosa.

—Nada, supongo.

Durante un par de segundos, no tuvo ni idea de qué decir. En su lugar, se mantuvo ocupado admirándola, casi como si ella misma fuera la obra de arte, y no quien las pintaba.

«Detente».

Tomó una profunda respiración, conteniendo y relajando los puños para liberar la tensión.

— ¿Qué hace una persona como tú completamente sola en una fiesta de año nuevo?

Estaba actuando de una forma tan ridícula... de haberlo visto Evan, se le habría reído en la cara. Si en algún momento llegaba a la conclusión de que era él detrás de la máscara... no sabría cómo manejar la vergüenza que le inundaría en el momento.

— ¿Una persona como yo?

—Una adorada por todo el mundo.

Un sonrojo.

Un bendito sonrojo se extendió por sus pómulos, pasando por el puente de su nariz y extendiéndose hasta sus mejillas. Ella sonrió abochornada, sabiendo que podía notarlo.

Aimeé carraspeó.

—La verdad es... que estaba escapando de todo el mundo. Me abruman tantas personas. Necesitaba un poco de aire.

Le extrañó poder identificarse con aquello, especialmente porque salía de su boca. De la muñequita de Francia, como la llamaba Channel. De alguien que tenía como tan opuesta a él, que la idea de tener algo en común lo entusiasmó más de lo que debería. La había tomado por una persona sociable, extrovertida... no por una que se escondía cuando se hartaba del contacto humano.

«Bueno... por lo menos somos dos en el mismo barco».

—Entiendo —murmuró.

—Y... ¡Todo el mundo quiere hablar de lo mismo! —explotó, dejando caer sus brazos a cada uno de sus laterales, destilando frustración contenida—. De esa... maldita entrevista. Desearía no haberla hecho, lleva semanas volviéndome loca.

Gabriel tensó la mandíbula.

Ah, la entrevista. ¿Justo en aquel momento tenía que venir a recordárselo? Él también deseaba no haberla hecho. O haberla hecho mejor, haber dado más de sí. Porque Aimeé Salomón había sido su primera derrota. De no ser por ella, permanecería invicto.

Odiaba las derrotas. Odiaba no ser perfecto. Odiaba no estar a la altura.

Soltó todo el aire en una exhalación nasal, y desvió la mirada. Le tomó un par de segundos serenarse; y en cuanto volvió a observarla, ella aguardaba su respuesta con sus pupilas clavadas en él, mientras sus dedos jugaban entre sí.

Carraspeó.

— ¿Por qué no bailamos?

Esa tenía que ser la peor idea que se le había ocurrido en sus veintiséis años de vida.

Aimeé abrió los ojos con fuerza.

— ¿Bailar? Ah... —Soltó una risita nerviosa—. Es que... no sé bailar.

La observó de arriba abajo.

Y por fin un defecto que le encontraba.

El primero, y el que menos se habría esperado.

— ¿No? —No fue capaz de ocultar la sorpresa en su voz.

—Bueno, no lentos. Le pisaría los pies.

Dudaba que pudiera encontrar sus pies, con toda la tela del vestido entremedio. Y de hacerlo, no creía que pudiera dolerle un pie tan pequeñito como el suyo.

—Puedes tutearme. Y no es complicado bailar lentos. Solo hace falta balancearse de un lado para el otro.

Aimeé observó con desconcierto la mano que había tendido hacia ella. En los pocos segundos que tardó en responder, Gabriel ya se había maldecido a sí mismo de pies a cabeza. Ya había pensado, por lo menos diez veces, en lo estúpidas que eran sus decisiones, y en cuanto le urgía alejarse de ella lo antes posible.

Hasta que, sin estar segura del todo, tomó la mano que le ofrecía, aferrándose a su palma con familiaridad.

—Está bien, pero espero no ver que te quejes luego. Te lo advertí.

Ojalá le hubiera advertido antes. Ojalá hubiera tenido alguna manera de anteponerse a su dulzura letal, que lo enmudecía y sorprendía por partes iguales. Quería detenerse y recordarse que todo era un personaje, una fachada, que nadie podía ser tan bueno en la vida real; y, sin embargo, cada vez que lo hacía, menos sentido tenía.

Aimeé lo arrastró por todo el salón hasta llegar a donde la mayoría de las personas se encontraban bailando, en el centro. El sudor comenzó a recorrerle la frente de tan solo pensar en lo mucho que se había precipitado al pedirle que bailara junto a él. No porque no supiera hacerlo bien —tampoco había tanta ciencia detrás de ello— sino porque la simple idea de tenerla tan cerca lo desarmaba por completo, enviándolo a un espiral de nerviosismo en el que varias veces se había visto.

Intentó que no le temblaran las manos cuando estuvieron el uno frente al otro, y fue su turno de sujetarla por la cintura.

Aimeé se apartó de golpe, soltando una risita.

—Perdona, perdona —se disculpó, negando con la cabeza y retomando los pasos que se había alejado—. Es que tengo muchas cosquillas, ¿Puedes hacerlo un poco más despacio?

Cosquillas.

Por Dios.

Gabriel asintió con la cabeza, y aquella vez se tomó todo el tiempo del mundo para sujetarla. Primero fueron las puntas de sus dedos las que entraron en contacto con la tela de encaje que formaba su corsé; y luego, portador de una paciencia que no lo caracterizaba, los deslizó hasta que fue el hueco de su palma la que se aferró a la curvatura de su cintura.

Cuando movió su agarre para acomodarse, ella volvió a soltar otra risa, mas no se alejó en esa oportunidad. Con lentitud —como si él también lo necesitara— Aimeé subió sus manos hasta sostenerse por sus hombros.

—Bueno, y... ¿Cómo se hace esto?

Bajó la vista para observarla, casi hipnotizado por el brillo de sus ojos, y por la forma en que mordía su labio inferior. Alguna canción lenta resonaba de fondo, aunque Gabriel no habría podido describir la melodía, ni la letra... ni nada.

Volvió a aclararse la garganta.

Con delicadeza, tomó la mano que reposaba sobre su hombre izquierdo, y la entrelazó a la suya, solo porque de esa forma sería mucho más sencillo moverse. Se permitió tener un par de segundos, como un capricho, para apreciar sus manos. Eran pequeñas y regordetas, con dedos cortos. Se le hicieron de lo más cómicas, y adorables a la vez.

—No es difícil, ya verás. Te guiaré las primeras veces y seguro que podrás seguirme. —Ella asintió con la cabeza, atenta a sus movimientos. A cada segundo que trascurría, Gabriel se sentía más y más como si estuviera en medio de una trampa—. Moveré el pie derecho adelante, y para seguirlo... tienes que mover el otro hacia atrás.

Ella lo siguió. También lo hizo cuando se balancearon hacia la derecha, siempre con la mirada puesta en el piso y en los movimientos de su zapato. Fue cuando intentaron volver a su posición, que el tacón del calzado de la pelinegra se clavó en el centro de su pie, ejerciendo tanta presión que tuvo que dejar salir un gruñido, y por poco soltarla.

Aimeé se llevó ambas manos a la boca.

— ¡Ay, perdón! Sabía que iba a acabar pisándote...

—Está bien —murmuró—. No pasa nada.

Excepto que si pasaba, porque no fue la última. Dos, cinco, siete, diez... Dios santo, ¿Cuántas veces iba a atropellarlo? Soportó cada uno de los incidentes, aunque al cabo de un par de minutos, había comenzado a temblarle el ojo derecho de una manera incontrolable. Y cada vez que lo pisaba, cada vez que creía que estaba al borde del enfado, de soltarla y alejarse con nada más que un gruñido porque era de la única forma que parecía saber comunicarse... ella lo observaba con los mismos ojos brillosos, empapados de pena... y se olvidaba de todo.

Cuanto deseaba odiarla, y cuanto se frustraba cada vez que ella le ponía trabas como aquella.

Sin embargo, Gabriel no era una persona que se caracterizara por su paciencia o amabilidad, cosa que comenzó a notarse cuando cada respuesta que le salía, era más antipática que la anterior. Para la pisada número trece —las había contado— ya no pudo ocultar que estaba a un paso en falso de que se le escaparan palabras que podrían herir su sensibilidad.

Ella también pareció rendirse.

— ¡Perdón! —repitió, llevándose las manos al rostro, y tapándolo con ellas—. Juro que no lo hago a propósito.

«No lo parece».

Gabriel chasqueó la lengua.

—Ya. No mentías cuando dijiste que no sabías bailar.

Y entonces... se detuvo.

Aimeé se congeló en su lugar, con las palmas duras aún sobre su rostro, las mismas que bajó con lentitud tan solo para rebelar la perplejidad en sus facciones.

No había soltado ni una sola palabra, pero él ya sabía lo que se venía.

La pelinegra lo observó como si tuviera alguna anomalía frente a ella, en lugar de un hombre de carne y hueso; y lo escudriñó tanto, que se sintió desnudo. Sus labios se entreabrieron con levedad, dejando ver el comienzo de esas paletas separadas que tanto le habían llamado la atención en su primer encuentro, mas en aquella ocasión solo lograron ponerlo nervioso.

El tiempo se redujo a un latido.

— ¿Gabriel?

Que la tierra lo tragara, y no lo escupiera nunca.

«Por favor».

Fue automática la forma en que su garganta comenzó a cerrarse, a medida que el calor inundaba todo su cuerpo. Aimeé lo había descubierto, y ahora se sentía más desprotegido que nunca. Intentó repasar en su mente todo lo había salido de su boca, esperando no haberse dejando tanto en ridículo.

Carraspeó.

—Veo que sí me recuerdas.

Ella parpadeó, aun perpleja.

—Es que pareces muy distinto sin... sin el saco, la corbata —Vaciló, mordiéndose el labio inferior, antes de continuar—... el tono de arrogancia y superioridad...

Se le escapó una sonrisa ladina, que intentó disimular rascándose la nariz con el pulgar.

Le gustaba la fiereza que utilizaba solo cuando hablaba con él, aunque fuera de forma inconsciente. La manera en que lo retaba con la mirada y no temía soltar lo primero que se pasara por la cabeza.

—Ah, sí. Dejé todo eso en el vestuario antes de entrar.

—Debo estar borracha, porque me acaba de parecer que hiciste una broma.

Otra sonrisita.

Podría comenzar a coleccionarlas en aquel punto. Después de todo, no se le escapaban muy seguido.

—Que graciosa —ironizó.

Se rascó la nuca solo para ocupar sus manos de alguna manera. No supo qué decir por un par de segundos, y pareció que ella tampoco, porque solo permaneció en silencio, frente a él, ocasionalmente jugando con sus dedos.

Ojalá no lo hubiera reconocido. Ojalá hubiera podido continuar fingiendo que era alguien más... aunque fuera tan solo por un par de minutos.

Decidió que tenía que irse.

—Bueno...

—No sabía que ibas a venir.

Ambos hablaron a la vez, y aunque ya había resuelto lo contrario, se apresuró a responderle.

—No tenía pensado hacerlo, no me gustan las grandes celebraciones.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, yo tampoco, aunque me alegra haberlo hecho. Jamás había estado dentro de la Opera... es mágico, cualquiera aquí dentro se sentiría un aristócrata en el siglo dieciocho. Las columnas, los detalles, el techo... —Cuando alzó la mirada de golpe y se encontró la suya, pareció haberse encontrado con algo que no le gustó, porque negó con la cabeza, apretando los labios—. Perdona. No pediste tantos detalles.

—No, está...

Mas no llegó a terminar la frase, a dejarle saber que por alguna razón, encontraba su parloteo de lo más interesante. La forma en que se iluminaban los ojos como si nunca hubiera visto nada igual. Y no lo dudaba. Él mismo se había impresionado al poner un pie en el edificio.

Una figura mucho más alta, con una cascada de cabellos castaños cayendo por sus hombros llegó hasta ellos.

— ¡Y por fin te encuentro!

Gabriel no la había visto en su vida, pero parecía que la señorita Salomón sí, porque abrió los labios con sorpresa, y alcanzó a balbucear un par de palabras. De no ser por eso, no se habría contenido al girarse y pedirle que volviera por donde había venido, puesto que tampoco tenía el mejor aspecto del mundo. El maquillaje corrido en un camino de lágrimas por sus mejillas —que podía ver porque se había quitado la máscara— y el sudor perlándole la frente obviaban el hecho de que nada bueno podía estar ocurriendo.

— Mon, ¿Qué...Qué pasó?

La castaña negó con la cabeza.

—No hay tiempo para explicaciones. Vamos.

La misma artista obstinada que le había plantado la cara en su entrevista, siquiera tuvo una objeción en la punta de la lengua en aquella ocasión. Tomó la mano que su amiga le extendía —o por lo menos quien supuso era su amiga— y avanzó junto a ella en la dirección opuesta a la suya. Solo le dedicó una última mirada antes de alejarse por completo.

Tan rápido, que casi fue como si se hubiera esfumado en el aire.

Sin siquiera decir adiós.

«Y luego yo soy el descortés».

Le tomó un par de segundos procesar lo que acababa de ocurrir, si se trataba de la realidad o un producto de su imaginación. Permaneció de la misma manera, parado en medio de las demás parejas bailarinas, observando el huevo por el que había desaparecido, hasta que fue capaz de sacudir la cabeza y alejarse él también, volviendo a la búsqueda del sanitario.

En ese momento lo supo. Aunque le costara la vida, descubriría que escondían ese par de mejillas pecosas. Nadie podía ser tan perfecto, y la máscara de Aimeé Salomón no duraría para siempre






N/A:

Creo que ya es momento de empezar las notas de autora con memes. 

Holii, ¿Cómo están? Tardé un poco más en publicar este capítulo, porque es más largo y me llevó más tiempo. ¿Qué les pareció? 

HÁGANSE UN FAVOR, ESCUCHEN LA CANCIÓN DE MULTIMEDIA (MOVEMENT DE HOZIER, UN TEMAZO) MIENTRAS LEEN. También les dejo en multimedia un moodboard del capítulo que hice porque no puedo parar de pensar en esta historia <3 (Ya que estoy les vengo a presumir que el vestido no era rojo, LO EDITÉ YO). Jijiji quería que me quedara un capítulo más intenso pero entre Gabriel muerto de vergüenza y Aimeé no sabiendo bailar creo que esto me gusta más. 

Friendly reminder por las descripciones de este capítulo, y la que va a ver en los próximos de los personajes (especialmente de Aimeé), de que no se dejen llevar al 100% por las personas que me imagino como los ellos, y que muchas veces nada más representan la cara. Aimeé es bajita y regordeta, mientras que Fivel (la actriz que me imagino más o menos como Aimeé) es más alta y flaquita. Y lo mismo con los demás <3 

Si les gustó no se olviden de votar y comentar. Nos vemos en el próximo capítulo. 

Besitos <3

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