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Capítulo 21


AIMEÉ

Las manos le dolían.

Cómo no. Llevaba alrededor de dos horas moldeando arcilla, hundiendo sus dedos en ella, alimentada por la energía que le brindaba el enojo.

«Ella no es nada».

—Lo he intentado todo, Mee, lo digo enserio —se quejó Monet—. Nada parece funcionar.

No se encontraba sola en su estudio. Sus mejores amigas, Monet e Isabeau se encontraban haciéndole compañía. Cada una tenía sus propios problemas y Aimeé encontraba terapéutico descargarse con un pedazo de arcilla. Esculpir siempre la ayudaba a sentirse mejor.

Excepto aquel día.

Aquel día nada funcionaba.

La voz de Gabriel se repetía una y otra vez en su cabeza, y cuanto más la escucha, más se enfadaba.

—Estás en un bloqueo —respondió la pelinegra, fingiendo un poco de calma—. Es muy normal.

—Ya sé, el problema es que no se va, no importa lo que haga.

Monet llevaba con exactitud dos semanas y tres días sin ser capaz de diseñar. Había comenzado tomándoselo a la ligera pero durante los últimos días, parecía desesperada. Su última colección se encontraba en pausa y si no podía diseñar, no podía terminarla.

Estaba estancada.

Por supuesto que Aimeé sabía la causa de su bloqueo. Dos semanas y tres días exactos habían pasado desde su ruptura con Maciel. La pelinegra sospechaba que su amiga no se había permitido procesarla de la forma correcta.

—Quizá si te relajas... se irá eventualmente —Sugirió Isa.

—Lo que necesito es sexo. No he tenido en un mes.

Aimeé no había mencionado todavía que lo había tenido hacía tres días. Con Gabriel. El recuerdo de su nombre volvió a desatar un remolino de emociones en su interior: ira, desilusión, ira otra vez... Y se desquitó volviendo a torturar la arcilla entre sus manos. En aquel paso no lograría esculpir algo decente nunca.

—Eso no es tanto tiempo —Comentó Isabeau.

Aimeé no les estaba prestando mucha atención.

—Para mí lo es. Estoy frustrada, ese es mi problema.

—Yo creo que tu problema es que estás herida, y en negación —soltó.

«O tal vez esa soy yo».

—No estoy herida. No me importa Maciel, ni que me haya engañado. Estoy bien. Nada más necesito acostarme con alguien y rápido.

—Yo necesito que alguien le preste atención a mi trabajo —se quejó Isabeau—. Alguien. Quien sea.

Aimeé necesitaba golpear a alguien, antes de que desintegrara la pobre arcilla. No, no a alguien. A Gabriel.

Cada vez que sus pensamientos volvían a aquel departamento no podía hacer otra cosa más que llenarse de rabia. «Ella no es nada». Pues bien. Él no era nada tampoco. No lo necesitaba.

Aimeé no era estúpida. Sabía que había actuado de esa manera por la presencia de su hermano. No sabía mucho de él —de hecho, hasta hace dos días, no sabía de su existencia, Gabriel nunca lo había mencionado—, sin embargo, si se parecía en algo a su padre, no debía ser fácil para Gabriel lidiar con él. Ella quería entenderlo, de verdad. Estaba nervioso, y no los quería a ambos en una misma habitación. Aimeé podía entender eso.

Mas la manera en que lo había dicho...

«Ella no es nada», había soltado, y se lo había creído.

Su voz fría, tan carente de emoción que sonaba a verdad. Después de todo, ¿Qué era ella para él? Las citas y las charlas sobre filosofía habían estado bien, pero no eran nada. Nada. Y eso le molestaba. En especial cuando había decidido la noche anterior al incidente con su hermano que Monet tenía razón, y que estaba cayendo por él.

Además ¡Tenía todo el derecho a estar molesta! Le había pedido que no volviera a hacerla sentir como aquella noche en el balcón, y él había hecho exactamente lo opuesto un par de horas más tarde.

—Eh, tierra llamando a Aimeé. —La mano de Monet en movimiento delante de su cara la despertó de un trance—. Vas a pulverizar esa arcilla, si es que eso es posible.

Parpadeó, bajando la mirada hacia sus manos. Monet tenía razón. El diseño de un rostro que tenía en mente y había estado trabajando durante la última hora, se había convertido en un montón de masa aplastada.

Suspiró.

—Mierda.

—Vamos, Mee —insistió Isabeau—. ¿Vas a decirnos qué pasó con Gabriel? Llevas rara toda la mañana.

—Nada, se portó como un idiota.

Aunque como Aimeé no soportaba mantener la boca cerrada por dos segundos, acabó por contarles todo lo que había ocurrido. Quizá con más detalles de los necesarios. Isabeau reclamó los detalles sucios y Monet le hizo repetir dos veces la parte en que la echaba de su departamento.

—Pues que imbécil —fue su respuesta.

—Ya sé.

—Que me echen a mí de un departamento es una cosa, ¿Pero a ti? Cualquiera se moriría por estar en su lugar. Que muestre un poco de respeto.

Eso le arrancó una risita.

—Ese no es mi problema.

Su mejor amiga la observó con una expresión que era una mezcla de pena y ternura.

—Claro que no, linda. Tu problema es que estás herida. Porque, como dije, te gusta. Sientes... algo por él. De otra forma no te hubiera dolido tanto que implicara que no son nada.

Odiaba cuando Monet tenía la razón. Era como una psíquica. La castaña siempre le advertía de las cosas, y Aimeé siempre ignoraba sus consejos.

—Sé que lo hizo porque su hermano estaba ahí —aclaró—. Es que se sintió como la verdad, ¿Sabes? Después de todo no somos nada. ¿Y qué le costaba pedirme que me largara de una forma más amable? «Aimeé, por favor, ¿Puedes irte? Tengo cosas que hablar con mi hermano».

Sabía que estaba pidiendo lo imposible. Gabriel Mercier y los buenos modales no se llevaban bien.

—Entonces olvídate de él.

—Mon...

Ella sacudió la cabeza.

—No te estoy pidiendo que dejes de verlo, ya sé que es inútil. Aunque ojalá me escucharas en eso. Lo que quiero decir es: él lo arruinó, deja que venga a ti, e ignóralo hasta entonces. Si no quiere arreglar las cosas, entonces no vale la pena.

Asintió con la cabeza, dándole la razón. Podía hacer eso. Ya había bloqueado su número hacía un par de horas, solo porque en el enojo del momento se le ocurrió que no quería, bajo ninguna situación, hablar con él en aquel momento. Y había hecho bien. Si Gabriel se hubiera aparecido en su casa un par de horas luego de haberla echado, Aimeé le hubiera soltado tantas cosas que no podría verlo a la cara luego.

Ni bien terminaron de hablar de Gabriel, sus amigas reanudaron, cada una a sus propios problemas: Monet a su bloqueo de dos semanas, e Isabeau a la incapacidad que tenía de que alguien se fijara en su trabajo. Por lo general, Aimeé las escuchaba y las aconsejaba, mas aquella tarde no se sentía con la energía necesaria como para hacerlo. Se mantuvo con su atención fija en la bola de arcilla que debía moldear —de nuevo, porque había destruido todo su proceso— en un rostro.

Cuando sus amigas abandonaron su departamento, un par de horas más tarde, la pelinegra se dio por vencida. Esculpir no estaba funcionando como terapia. Si algo, tan solo la hacía pensar más, y cuanto más pensaba, más se enfadaba.

Así que intentó leer.

Tomó uno de los libros que Monet le había regalado.

Se arrepintió de inmediato.

Era una versión moderna de la historia de Hades y Perséfone. Alejada del mundo antiguo y repleta de romance. Salvo que Aimeé no podía concentrarse en nada de eso porque cada vez que leía el nombre de Perséfone, no podía evitar verse a sí misma, vestida igual que en la noche de la gala benéfica. Y no era su culpa que Gabriel compartiera tantas características con aquel Hades ficticio. No era su culpa que ambos tuvieran cabello oscuro, barba y fueran tan mandones y malhumorados. No era su culpa que a ambos se les viera tan bien los trajes oscuros e hicieran sentir pequeña una habitación con tan solo su presencia.

No era su culpa que cada vez que describían a Hades, Aimeé no podía evitar imaginárselo como Gabriel.

Aun así, no dejó que eso la detuviera. Necesitaba distraerse, pensar en algo más. Así que cada vez que la imagen del castaño venía a su mente, sacudía la cabeza con fuerza, como si de esa forma pudiera deshacerse de sus pensamientos.

Podía continuar leyendo. No tenía por qué pensar en él.

«¿Me quieres, Hades? ¿Aunque sea un poco?».

«No».

Aimeé acabó por arrojar el libro al suelo.

...

GABRIEL

Comenzaban a dolerle los ojos. Y las manos. Lo más probable era que se le hubieran dormido los dedos. Aun así, se rehusaba a moverse de su posición. Mantenía la vista fija en la pantalla de su celular, donde los últimos mensajes que le había enviado a Aimeé brillaban más que nunca, porque no había obtenido ninguna respuesta.

Gabriel: ¿Podemos hablar?

Gabriel: Por favor.

Gabriel: Ya sé que arruiné las cosas y no espero que quieras escucharme ahora, ¿Pero puedo dar una explicación?

Gabriel: Cuando estés lista.

Gabriel: ¿Me bloqueaste?

Sin duda lo había bloqueado. Eso, o era increíblemente buena ignorándolo. Cuatro días habían pasado desde que los había enviado, y continuaba sin recibir respuesta alguna.

Soltó un suspiro de pura frustración, y arrojó el celular contra el sofá, antes de apoyar su espalda en el respaldo. Odiaba la sensación de culpa que se había instalado en su pecho. Ni siquiera las veces en que se había peleado con Evan se había sentido tan mal. Quizá porque Evan jamás lo había mirado de la misma manera en que lo había hecho Aimeé: Con sus ojos repletos de decepción.

No enojo, ni tristeza, ni rabia. No. Decepción.

— ¿Qué pasa campeón, por qué estás tan triste? —La voz de Virginia lo hizo alzar la cabeza. La adolescente lo observaba desde el marco de la puerta, con una sonrisita en su rostro—. Ya sé, tus camisas negras están sucias y tuviste que ponerte algo de color.

Bajo la mirada hacia su camisa roja. Siquiera había notado que se la había puesto.

No estaba de humor para soportar a Virginia.

—Un café —gruñó.

Sin embargo, ella no se movió. Permaneció en la puerta, con ambos brazos cruzados y una ceja alzada en su dirección. Ninguno dijo nada por algunos segundos, que se le hicieron los más incómodos de su vida.

— ¿Qué?

—Esa no es manera de pedir las cosas —lo regañó—. ¿Un café, qué?

Suspiró.

—Virginia, me traerías el café de siempre, ¿Por favor?

Ella asintió con la cabeza, complacida.

—Si vuelves a olvidar tus modales, vas a tener que rogar para que lo traiga.

—Un día de estos voy a hacer que te despidan —murmuró, no tan bajo como había deseado, porque ella soltó una risita antes de desaparecer por el umbral.

— ¡Ja! Como si pudieras vivir sin mí.

Cuando volvió a estar solo en su camerino, dejó caer su espalda contra los asientos del sofá, recostándose por un segundo. La invitada de la noche era Simone de Beaumont. Una famosa cantante que se había vuelto bastante conocida tras ganar un concurso en televisión nacional, y ser la elegida para ganar un disco.

Salvo que su contrincante, quien había perdido en la final, aseguraba que la única razón por la cual había siquiera entrado en el concurso, era porque conocía a uno de los jurados.

Gabriel había trabajado toda la semana en aquel programa. Y, sin embargo, minutos antes, no podía siquiera obligarse a que le importara.

—Me estás dando vergüenza ajena.

Se irguió con lentitud ante la voz de su asistente, y le dirigió una mirada fría mientras tomaba el café de sus manos. De verdad no estaba de humor para lidiar con ella.

—Afuera, Virginia.

Ignorándolo, la adolescente tomó asiento en el sofá frente al suyo, y cruzó las piernas con interés.

—Voy a suponer que el sol reencarnado en persona está enfadado contigo.

— ¿El qué? —indagó. Ella rodó los ojos.

—Aimeé Salomón.

Apretó la mandíbula con fuerza ante la mención de su nombre. Dio un sorbo a su bebida para disimularlo, aunque sabía que ella ya lo había notado.

—No es asunto tuyo.

—Dime que hiciste —insistió—. Soy muy buena dando consejos.

El castaño arqueó una ceja en su dirección.

— ¿Qué te hace pensar que fue mi culpa?

—Que te conozco.

Si no tuviera razón, quizá se hubiera ofendido un poco.

Gabriel contempló sus posibilidades en silencio. Buscar los consejos de una adolescente de diecisiete años era lo más bajo que podía caer. Aunque debía admitir que sí estaba un poco desesperado. Aimeé no parecía dispuesta a responder sus mensajes, y estaba más que seguro de que había bloqueado su número. Además, quería una opinión femenina. Nunca se había visto en la necesidad de arreglar una metida de pata como aquella. Por lo general le daba poca importancia a los sentimientos de los demás.

Normalmente hubiera acudido a Channel. Sin embargo, la castaña no tenía ni una sola vena romántica en su cuerpo. Pedirle un consejo a ella sería lo mismo que prepararse para despedirse de Aimeé para siempre.

Se tensó de tan solo pensarlo.

Dios, como odiaba la simple idea de que ella no quisiera volver a hablarle. De que se hubiera cansado de sus tonterías y hubiera decidido que era mejor alejarse de los problemas. Porque Gabriel no había terminado con ella. Todavía no.

—Me porté como un imbécil...

—Que novedad —lo interrumpió.

Gabriel chasqueó la lengua.

— ¿Vas a dejarme hablar?

Virginia asintió con la cabeza, conteniendo una sonrisita.

—Perdona, es que es muy divertido verte de esta forma. Pareces un perrito al que le quitaron su juguete favorito.

Suspiró.

—La eché de mi departamento —admitió, pasándose las manos por su rostro.

A ella le tomó un par de segundos reaccionar.

— ¡¿Por qué?! —exclamó, llevándose una mano al pecho— ¿Sabes la cantidad de personas que desearían tener a Aimeé Salomón en su departamento? ¡Y tú la echas!

El tono indignado de Virginia le arrancó una sonrisita. Aunque era cierto que jamás se había puesto a pensar en la cantidad de personas que desearían estar en su lugar. Que morirían por tocar los labios de Aimeé. Por tocarla a ella. Después de todo, era una figura bastante conocida, y todo el mundo la adoraba. Se sintió como un desagradecido.

—Apareció... mi hermano. No importa por qué, pero no me gusta que estén en la misma habitación —explicó—. No me agrada él. Entré en pánico.

Una explicación demasiado simple, y que no alcanzaba a abarcar absolutamente nada, pero tampoco se sentía cómodo contándole a Virginia todos los problemas de su vida.

— ¿Qué le dijiste con exactitud?

Gabriel suspiró. Cada vez que recordaba lo que había dicho, era como golpearse a sí mismo en el estómago.

—Cuando Raphaël preguntó si era mi novia, le dije que no era nada, y que ya se iba.

Ella negó con la cabeza.

— ¿Cómo es que de nosotros dos en la habitación, tu eres el más estúpido? Ni siquiera te mereces mi chiste semanal.

Era una pena. Uno de esos le hubiera venido bien.

—Y ahora bloqueó mi número.

—Oh.

Se tomó el silencio que le siguió a su declaración como una mala señal.

—No sé qué hacer —admitió.

Dios, era patético.

— ¿Has tenido novias antes, no? —inquirió ella.

—Una, sí. —Frunció la nariz cuando comprendió la implicación de su pregunta—. Aunque Aimeé no es mi-

— ¿Cómo se llamaba? —lo interrumpió. Gabriel juntó las cejas antes de responder.

— ¿Es importante?

—No, solo quiero saber.

Suspiró. Estaba demasiado cansado como para discutir con ella.

—Nicolette.

— ¿Y qué hacías cuando se enfadaba contigo?

Hizo una mueca. No podía recordar ni una sola vez en que se hubiera encontrado en aquella situación. Estando con Nicolette nunca había sentido ni la mitad de la culpa que sentía por haberle hecho daño a Aimeé. Quizá porque a ella jamás le había importado.

—No pasaba muy seguido. No nos importábamos mucho el uno al otro.

Ella negó con la cabeza, como diciendo «Que asco de novio que eres».

—Seré sincera contigo, Gabriel. Todo mi conocimiento sobre relaciones proviene de los libros que leo.

—Que bien —bufó.

— ¡No me subestimes! —Lo regañó. Luego, Virginia tomó una profunda respiración, y juntó sus manos sobre su regazo, como si estuviera en una junta directiva, discutiendo el asunto más importante del mundo—. Yo creo que lo mejor que puedes hacer es ofrecerle una disculpa sincera. Aimeé Salomón no parece la clase de persona que se impresiona con los grandes gestos. Aunque quizá si te ve sufrir un poco, te perdone más rápido.

Tenía que admitir que tenía razón. A Aimeé no le interesaban los grandes gestos, o por lo menos nunca se había mostrado cautivada por ellos. Sabía que lo que la pelinegra esperaba de su parte era una sincera disculpa y la determinación de que no dejaría que nada parecido volviera a ocurrir.

«Vas a tener que trabajar en esas habilidades tuyas de comunicación», le había dicho.

Como no tenía ni idea.

—Ah —agregó la adolescente, parándose de un salto y dirigiéndole su mejor sonrisa—, y Luco me avisó que comenzábamos a grabar en quince minutos hace... diez minutos.

Gabriel se incorporó de golpe.

— ¿Y no podías empezar por eso? —la regañó.

—Si te lo hubiera dicho no hubiéramos tenido esta conversación emotiva.

El castaño bufó, comenzando a caminar hacia la puerta del camerino.

—Eres la peor asistente del mundo.

Las horas que duraron la grabación de la entrevista se sintieron como un parpadeo. Hizo las preguntas en automático, y siquiera se inmutó cuando todo salió de la forma en que él quería. Cuando Simone se levantó de su asiento molesta, Gabriel siquiera pudo juntar la energía suficiente para que le importara.

Estaba teniendo una semana horrible. Era un hecho.

Y siempre podía ser peor. Soltó un suspiro cuando notó que Luco se acercaba a él con la intención de soltarle algo. Por lo general no le molestaban los halagos e intervenciones de su productor. Ese era su trabajo, después de todo. Sin embargo, aquella noche solo quería volver a su departamento y... fumar, muy probablemente.

A lo mejor podía utilizar a la bola de pelos que había adoptado como una pelota anti-estrés.

—Te vez fatal hoy —comentó su productor—. Te dije que debías dormir más.

—Estaré mejor mañana.

Luco le dio una palmadita en el hombro cuando el castaño se puso de pie. Él movió su hombro de la manera más sutil que pudo para deshacerse de su contacto.

—Esta entrevista estuvo espectacular, Gabriel. Todavía no hemos obtenido respuesta del invitado de la próxima semana, aunque lo más probable es que acepte.

Asintió con la cabeza, comenzando a caminar de vuelta a su camerino.

—Perfecto.

—Una... cosita —lo interrumpió su productor, anclando sus pies de vuelta al suelo—. Antes de que te vayas.

— ¿Sí?

— ¿Recuerdas lo que me pediste el mes pasado? —inquirió—. ¿El segmento que querías hacer?

—Eh...

Lo recordaba a la perfección.

—Ya sabes —continuó él—, lo de Salomón.

Ah, mierda.

—Ah, sí. Eso.

— ¿Sigue en tus planes?

Irguió la espalda ante su pregunta. De repente sintiendo la vergüenza llenar su expresión. Lo había olvidado por completo. Lo que le había comentado a Luco luego de pedirle el número de teléfono de Aimeé.

—No.

Él asintió con la cabeza, y aunque Gabriel podía notar que estaba decepcionado, agradeció que no agregara nada más. Luco jamás lo presionaba a hacer nada que no quisiera, y nunca lo agradeció tanto como en aquel momento.

—Está bien —aceptó—. Quizá sea lo mejor. Ten un buen fin de semana, Gabriel.

Le tomó un par de segundos reaccionar.

—Igualmente.

Cuando salió del estudio, estaba seguro de que necesitaba un cigarrillo urgente.



N/A: 

Holi jeje

¿Cómo están? ¿Qué hicieron estas últimas semanas?

Yo empecé a reescribir/editar la nueva versión de DP (recién tengo el prefacio nada más), quiero tener algunos capítulos escritos para cuando los empiece a publicar. 

Mi parte favorita de este capítulo es Virginia, ya la extrañaba horrores. 

Paso rápido porque me tengo que ir, pero si les gustó el capítulo, no se olviden de votar y comentar. Pueden seguirme en mis redes sociales si quieren enterarse más cosas de mis historias. 

Hasta el próximo capítulo. 

Besitos <33

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