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Capítulo 19 (Parte 3)

...

Quince minutos más tarde, ambos salieron de la ducha como nuevos. Aimeé se secó con una de las toallas, y se colocó encima la ropa que Gabriel había dejado para ella. La camiseta le quedaba enorme, llegaba justo debajo de sus caderas. Los pantalones no estaban tan mal. Aimeé tenía muslos bastante grandes para su tamaño, así que por lo menos no se caerían.

El castaño los guio a ambos al segundo piso, derecho hacia su habitación. Aimeé se lanzó directo hacia a su cama de dos plazas. Gabriel se adentró en su vestidor, y en cuanto estuvo fuera, llevaba ropa para dormir. Nunca lo había visto con prendas tan holgadas y cómodas. Una simple camiseta de algodón y pantalones sueltos a cuadros.

Le gustaba aquella imagen. Gritaba intimidad.

Él se acercó a la cama, despacio, y se dejó caer con delicadeza sobre Aimeé, sosteniendo parte de su peso con sus codos clavados sobre el colchón.

—Tu cama es muy cómoda —murmuró.

Se acomodó todavía más entra las sábanas, sintiendo la calidez extenderse por su cuerpo. No pensaba moverse nunca más.

Gabriel sonrió, acariciando su frente con las yemas de sus dedos.

—Estás invitada siempre que quieras.

—Cuidado con lo que dices —amenazó—, no querrías tenerme ocupando tu espacio toda la semana.

Él le dio una simple mirada por encima de sus pestañas.

—Sí, querría.

Suspiró.

Monet tenía razón. Caía demasiado rápido.

Nunca había sido solo una cita. Había estado condenada desde el momento en que sus miradas se toparon, aquella noche antes de la entrevista.

Gabriel pasó la yema de su dedo índice por sus párpados, con dulzura. Su roce continuó hasta sus mejillas, sus pómulos, su nariz, y resbaló por sus labios. Su toque se sentía como la caricia de una pluma sobre su piel. Parecía tan concentrado que no se atrevió a interrumpirlo.

Vas a destruirme —murmuró.

Aimeé parpadeó.

— ¿Qué... qué fue eso? —cuestionó—. ¿Qué acabas de decir?

—Es español —explicó él, encogiéndose de un hombro—. Mi madre solía hablarlo en casa, así que se... algo de todo eso. Algunas palabras.

Se mordió el interior de su mejilla. Tenía un acento muy bonito. Descubrió en ese preciso instante que le encantaba escucharlo hablar en español.

— ¿Y qué dijiste?

Él susurró cerca de sus labios.

—Es un secreto.

—Y tu madre, ¿Hablaba mucho en español? —inquirió.

—Casi todo el tiempo, era... es española.

—Oh. ¿Y qué más sabes decir?

—Muchas cosas.

— ¿Y tu padre de dónde...?

—Hora de dormir.

Hizo un mohín cuando Gabriel se metió en la cama también, justo detrás de ella. Aimeé quería seguir haciendo preguntas. Más aún, quería obtener respuestas. Quería conocer todo lo que pasara dentro de la cabeza del castaño.

Sin embargo, no se quejó cuando él rodeó su cintura, y se acomodó de manera en que ambos estaban acurrucados junto al otro. Sin apenas un centímetro de separación entre ambos cuerpos. El castaño dejó un beso sobre su nuca, y luego uno detrás de su oreja, justo sobre su tatuaje.

—Quería seguir haciendo preguntas —se quejó ella.

—Demasiadas por hoy.

—Solo fueron dos.

Lo sintió negar con la cabeza.

—A dormir.

—Pero...

Sus brazos la rodearon con más fuerza.

—Duerme.

—Insoportable —masculló, mientras se acomodaba en la cama.

Aunque no pudo permanecer demasiado tiempo molesta, no con él. No cuando el calor que desprendía su torso la hacía sentir cálida y bienvenida, y definitivamente no cuando los dulces y castos besos que él iba a dejando por su piel acariciaban su corazón. Se sentía tan cómoda y relajada, que no le costó ni un poco cerrar los ojos.

Fue cuestión de segundos hasta quedarse dormida.

...

Apretó los párpados con tanta fuerza, que comenzaron a dolerle. No sabía que estaba pasando. Estaba oscuro, y unas sacudidas detrás de ella continuaban molestándola. Aimeé solo quería continuar durmiendo.

Escuchó un bajo balbuceo masculino y detrás de ella las sábanas solo se movieron un poco más. Una voz masculina... ¿Qué...? Oh. Gabriel.

Se irguió de golpe, recobrando la conciencia, preocupada por lo que estaría ocurriendo, cuando se encontró al castaño recostado de espaldas sobre el colchón. Tenía el ceño fruncido y murmuraba cosas sin sentido. Estaba soñando. Seguro tenía una pesadilla.

Se le escapó una risita.

Dio una mirada el reloj de su celular antes de acercarse a despertarlo. Apenas eran las cinco de la mañana. Con cuidado, lo tomó por los hombros y lo sacudió un poco.

—Gabriel... —murmuró.

Él arrugó la nariz.

—No...

—Gabriel —lo movió un poco más—, despierta.

Y entonces abrió los ojos.

Aimeé permaneció en su lugar, con los párpados apenas abiertos, repletos de lagañas, esperando una reacción de su parte.

No hubo ninguna.

Fue como si su cuerpo entero se hubiera paralizado. El de Gabriel. Y el de Aimeé también. No se le ocurrió ninguna otra reacción que no fuera observarlo, con su corazón latiendo cada vez más fuerte, esperando alguna reacción. La que fuera.

— ¿Gabriel?

Nada.

Sus ojos grises se cerraron por un momento, y ella entró en pánico.

Con la respiración acelerada, se arrodilló en la cama y se acercó a él para volver a sacudirlo. Por Dios, ¿Qué...? ¿Qué estaba pasando? El castaño no se movía, no hacía nada. De no ser porque continuaba respirando, hubiera pensado que estaba muerto.

El nudo en su garganta fue tan fuerte, que creyó que iba a romperse.

— ¿Gabriel? —Intentó de nuevo, con la voz temblorosa—. Oye, ¿Qué pasa?

Nada.

Nada. Nada. Nada.

Todo lo que oía era su respiración desenfrenada. Los latidos de su corazón, tan fuertes. Se mordió el labio con fuerza mientras sacudía las manos con rapidez. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué...?

¿Tendría que llamar una ambulancia?

No entendía nada. El castaño no se movía, y Aimeé no podía pensar.

Se giró con rapidez para tomar el teléfono, o lo que fuera, cuando los dedos de Gabriel rodearon su muñeca con fuerza. Aimeé tomó aire, con fuerza, y se volvió hacia él.

Él continuaba sin moverse. Su pecho subía y bajaba en respiraciones profundas.

—Espera —murmuró, volviendo a cerrar los ojos.

Que mierda estaba pasando.

Se limpió las lágrimas de las mejillas con fuerza, y por más que le costara, decidió hacerle caso. Se sentó en la cama, a su lado, y no soltó su mano. Su pulso latía en sus oídos. No entendía nada de lo que estaba pasando. No sabía qué hacer. No sabía si sus acciones podían empeorar las cosas.

Él comenzó a acariciar la piel de su muñeca, y no pasó demasiado tiempo hasta que moviera la cabeza. Luego, se había sentado.

Y en un parpadeo, sin ninguna explicación, había salido de la cama y abandonado la habitación. Aimeé se mantuvo en su lugar, intentando salir de su estupor inicial. Lo vio bajar las escaleras con fuertes pisadas y tomar con brusquedad algo que se encontraba sobre la mesa del primer piso.

Ella continuaba respirando de manera agitada cuando tomó uno de sus suéteres como abrigo, y lo siguió. Descendió por los escalones, abrazándolo a sí misma. Lo buscó con la mirada, sin éxito, y creyó que se había largado, cuando encontró su silueta en el balcón, recostando ambos codos contra la barandilla.

Cuando llegó a la puerta, el humo se paseó por sus fosas nasales, y la obligó a toser. Estaba fumando.

Con cuidado y sin emitir ningún sonido, recostó los antebrazos en la barandilla ella también, a su lado. Permaneció en silencio un par de segundos, tan solo estudiándolo. Gabriel apretaba la mandíbula con fuerza. Todo su cuerpo se encontraba tenso mientras mantenía la mirada fija en algún punto de la ciudad.

— ¿Qué carajos pasó? —Fue lo primero en salir de sus labios.

Él suspiró antes de bajar la mirada.

—No es nada grave, pasa seguido.

—Estabas paralizado.

Se había muerto de miedo.

Gabriel sacudió la cabeza, haciendo una mueca, y le dio otra calada a su cigarrillo antes de responder.

—Se llama parálisis del sueño. No es nada grave, de verdad —aseguró—. Ocurre cuando... una persona se despierta de manera abrupta. Está consciente, aunque no puede mover su cuerpo. No hay riesgo porque los músculos respiratorios continúan funcionando.

¿De manera abrupta? Ella lo había despertado. Por la pesadilla.

— ¿Fue mil culpa? —inquirió. Se pasó la mano por el pecho, angustiada.

Él negó.

—Me pasa todo el tiempo.

—A mí no me ha pasado nunca.

Volvió a hacer otra mueca.

—Se asocia con problemas de sueño. Mal descanso, horarios irregulares, altos niveles de estrés, ansiedad, privación del sueño...

Dios santo. Había mencionado que tenía un pésimo manejo del sueño antes. Las ojeras, no soñar, apenas ser capaz de dormir bien... no pensó que hubiera llegado hasta aquel estado. Aunque al castaño no parecía preocuparle.

A ella sí.

— ¿Desde hace cuánto?

—Bastante. Dos años, creo.

Se llevó ambas manos hacia su boca.

— ¡Gabriel, eso es horrible!

Él se encogió de hombros.

—Te acostumbras.

Negó con la cabeza.

—Tendrías que haberme dicho —recriminó—. No sabía... Dios mío, casi me da un infarto.

Solo entonces, en el balcón, estando segura de que él se encontraba bien, sus latidos se habían calmado.

—No me ocurre todo el tiempo —excusó—. No sabía que iba a pasar.

— ¡Igual!

Gabriel la ignoró. Dio otra calada antes de girarse a ella, y bajar su vista a su rostro. Hizo una mueca cuando encontró algo que no le gustó. Nariz arrugada y labios fruncidos. Se acercó todavía más, dando un paso, y limpió sus lágrimas con el dorso de su camiseta.

—No era para tanto —murmuró.

— ¡Entré en pánico! —insistió—. ¡No sabía que hacer!

—Perdón.

El recuerdo de él tendido en la cama, incapaz de mover ni un músculo, la hizo estremecerse.

— ¡Estaba por llamar a una ambulancia, Gabriel!

El castaño tensó la mandíbula, y pasó su mano restante por el cabello femenino, como una manera de calmarla. Él, calmarla a ella. Tendría que haber sido al revés, aunque a él no se lo veía muy alterado.

—Perdón —repitió, suave—. No quería preocuparte de antemano.

Ella bufó, y enterró su cara en el pecho de Gabriel.

—Y casi me matas del susto. Vas a tener que trabajar en esas habilidades tuyas de comunicación.

—Dime algo que no sepa.

Pasó ambas manos alrededor de su cintura, acariciando con sus yemas todo lo que tocaba, hasta unirlas sobre su espalda baja. Lo abrazó con fuerza, y dejó un beso justo sobre su pectoral derecho, por encima de la tela de algodón.

— ¿Por qué es tan complicado para ti decir lo que sientes? —cuestionó—. ¿Lo que necesitas?

Él bufó por lo bajo, y volvió a girarse para colocar los codos sobre el balcón. Su respuesta fue tan baja, que apenas pudo escucharla. Casi como si no quisiera que lo hiciera.

—Por mucho tiempo, nadie escuchaba.

Se mordió el interior de su mejilla.

Se estaba muriendo de frio, así que se escabulló hasta quedar delante de Gabriel. Atrapada entre su cuerpo y la barandilla del balcón. Sus brazos la rodearon, llenándola de calor.

—Cuéntame de tu madre —insistió.

— ¿Qué quieres que te diga?

—No sé. Lo que sea. Lo que recuerdes de ella.

Gabriel se inclinó hasta que pudo recostar su mentón sobre el hombro de Aimeé. Cuando hablaba le hacía cosquillas, mas no se quejó. Para distraerse, comenzó a jugar con sus dedos.

—Pues era rubia. O es, hasta donde sé, supongo que sigue viva. Cuando vivía con nosotros, era pálida y delgada. Trabajaba de camarera casi todo el día, así que no pasaba mucho tiempo en casa, en especial después de que cumplí los diez años. La mayoría de mis recuerdos de ella, son de la infancia.

— ¿Cómo se llama?

—Ángeles García. Estas son sus iniciales —le mostró su anillo plateado. El que era grueso y nunca se quitaba. En él, se encontraba inscripto «A.G»—. La recuerdo triste, sobre todo. Siempre estaba triste.

—Lo siento —murmuró—. No te gusta hablar de tu padre.

Él suspiró.

—Era un cerdo —replicó. Aimeé podía oír la molestia en su voz cuando hablaba de él—. Un hijo de puta que se creía mejor que el resto porque le gustaban los deportes y se había tirado a medio pueblo. No lo he visto desde los dieciocho, aunque dudo que haya cambiado para mejor.

Giró la cabeza para poder verlo mejor, por encima del hombro.

— ¿Te fuiste ni bien tuviste la oportunidad?

Él sonrió. No había un una pizca de felicidad en esa sonrisa.

—Me echó a la calle.

Se le hundió el pecho de tan solo imaginarlo. Pensó en un Gabriel de dieciocho años, solo. ¿Qué había hecho después? ¿Dónde había pasado la noche? ¿Y todas las demás que le siguieron a esa? Sintió la necesidad de abrazarlo.

— ¿Por qué? —inquirió en un hilo de voz.

Apretó la mandíbula con más fuerza todavía.

—Se estaba muriendo por hacerlo, solo quería una excusa. Estaba el hijo perfecto y luego estaba yo. Me odiaba.

— ¿Por qué? ¿Qué pudo haber hecho un niño para recibir eso?

Gabriel se encogió de hombros. Cada movimiento que realizaba llevaba un cierto rastro de molestia, de odio y resentimiento con él.

—Existir. Detestaba que no fuera como él. Que no me gustaran los deportes, que no fuera ruidoso y que para los quince años, nunca hubiera llevado una chica a casa. Le encantaba ridiculizarme. Si era muy callado, si me gustaba leer, si era demasiado emocional... decía que yo era, uhm, "demasiado femenino" y él detestaba todo lo femenino.

«El maquillaje es cosa de mujeres». Hizo una mueca. Era extraño y doloroso comprenderlo todo.

—Me alegra que te hayas alejado de ese lugar. No debió ser fácil.

Se quedó en silencio por un par de segundos, y le dio otra calada a su cigarrillo antes de responder.

—No lo fue —aseguró. Aimeé volvió a recostar su cabeza sobre el torso masculino—. ¿Y tus padres?

Sonrió.

—Mis padres eran unos raritos. Mi madre era segunda generación de inmigrantes. Ella y su familia eran de Corea del Sur. Se llamaba Oh Yeona. Nos parecíamos mucho físicamente. Era baja y tenía el cabello negro. El rostro redondo y la nariz pequeñita. La única diferencia es que ella siempre fue mucho más pálida que yo, y mucho más delgada. Era la mejor de su clase, siempre fue muy inteligente. A su familia no le gustó para nada que se enamorara del huérfano del pueblo que trabajaba como mecánico.

— ¿Es una historia de amor prohibido? —susurró él contra su oído. La pelinegra soltó una risita—. Me gustan esas.

—Más o menos. Su familia era dueña de una empresa de alimento para cabras, o algo así. Clase media-alta, no les gustaba mi padre, pero lo aceptaron porque creyeron que era algo pasajero.

— ¿Cómo era tu padre?

Estiró más las comisuras. Hasta que le dolieron las mejillas.

—Lo mejor del mundo. Cuando se conocieron trabajaba y estudiaba a la vez. Se llamaba Eugène. Papá tampoco era muy alto. De él heredé la piel un poco más bronceada y tantas pecas. Y las paletas separadas.

—Me encanta la genética. Crearon la cosa más adorable del mundo.

Aimeé rodó los ojos.

—Mi madre se distanció de su familia cuando le dijeron que eran ellos o mi padre —continuó—. Claramente, lo eligió a mi padre, sino no estaría aquí.

—Muchas gracias, señora Oh.

—Me tuvieron a mi cuando ella tenía veintisiete y él treinta. Con sus ahorros, mamá compró una panadería, y mi padre logró convertirse en profesor de literatura en la secundaria.

—Ah, así que ya entiendo de donde sacaste tu amor por los libros.

Asintió con la cabeza. Su padre había sido el responsable por mostrarle su libro favorito, aquel al que guardaba todo el aprecio del mundo, solo porque Eugène se lo había leído todas las noches: El Principito.

—Él me inculcó mi pasión por los libros. Jamás logró que me interesaran los "importantes", los que se supone que tienen valor. Me desvivía por las historias simples, de amor y todos esos sentimentalismos.

—Espero que no se haya enterado de tu preferencia por la erótica —murmuró él, rodeando su cintura.

—Espero lo mismo.

Ambos se mantuvieron en silencio por un par de segundos. Gabriel terminando su cigarrillo, y Aimeé acurrucándose entre sus brazos, para no sentir frío. El calor que desprendía del cuerpo del castaño era mejor que cualquier abrigo. Él suspiró antes de volver a hablar.

—Me hubiera gustado crecer en tu pueblo en medio de la nada —murmuró—. Aunque no tuviera celular y no hubieran hamburgueserías.

—Tuve una buena infancia —admitió—. Si pudiera reclamar, tan solo sería una cosa.

— ¿Qué?

—Cuando mi madre se distanció de su familia... creo que también dejó de lado gran parte de su cultura. Sé que es tonto, pero siempre me sentí un poco como una intrusa. No sé nada Coreano. Ni el idioma, o la comida, o la vestimenta... me hubiera gustado sentirme un poco más conectada con todo eso.

—Podrías visitar Corea del Sur.

Asintió.

—Podría, aunque tan solo sería una turista más.

No supo cuantos minutos trascurrieron en silencio hasta que Gabriel hubo terminado su cigarrillo. Un segundo cerró los ojos, y al siguiente, él se encontraba con la mirada fija en ella, medio sonriendo.

Había estado a punto de quedarse dormida en sus brazos.

Movió la cabeza, desperezándose.

— ¿Qué haces luego de un episodio de esos? —cuestionó, girándose por completo hacia él.

—Por lo general no vuelvo a dormir —admitió, desordenándose el cabello—. Vuelve a la cama, Aimeé, todavía te quedan un par de horas, podrías...

— ¿Por qué? —lo interrumpió.

Había algo que no le estaba diciendo.

—No lo sé. Cuesta un poco. —Suspiró cuando Aimeé alzó una ceja, obligándolo a seguir hablando—. A veces... pueden estar acompañadas de alucinaciones de todo tipo. No son nada grave —repitió, por tercera vez en la noche—. Pero dificultan volver a dormir.

—Vamos.

No lo dejó responder, lo tomó por la muñeca y los condujo a ambos adentro. Por supuesto que Gabriel podría haberla detenido, tenía el doble de fuerza que ella. Sin embargo, no lo hizo.

— ¿Qué?

—Te haré masajes y un té —aseguró—. Y pondremos una película en el fondo.

Quizá ni funcionara. Aimeé no sabía nada de parálisis del sueño, o de problemas para dormir, la verdad. Ella era clase de persona que se dormía con tan solo tocar la almohada. Sin embargo, no se moriría por intentarlo.

—No voy a dormirme.

—Inténtalo, por lo menos.

Media hora más tarde, se encontraba entre los brazos del castaño, de vuelta en la cama. La película Cuentos que no son cuentos se encontraba en la televisión, aunque ninguno de los dos se encontraba prestándole demasiada atención. La pelinegra se encontraba recostada sobre el cuerpo de Gabriel, su mejilla presionada contra su hombro, y sus párpados a punto de cerrarse.

Si su sugerencia funcionó o no, Aimeé nunca lo supo.

Se durmió antes de presenciarlo.  





N/A: 

holi

Hoy aparezco super temprano como compensación por siempre tardar tanto en actualizar <3 estoy ignorando todas mis tareas así que esta parte del capítulo la escribí en un día je. Gabriel y Aimeé me van a matar. No sé que voy a hacer con mi vida cuando termine de escribir esta historia. 

Paso rápido porque me estoy viendo la trilogía de Fear Street y le puse pausa a la película para publicar el capítulo :D (veanlas, si les gusta el terror, están muy buenas).

Si les gustó no se olviden de votar y comentar. Nos vemos en el próximo capítulo. 

Ah, y van a conocer a un personaje nuevo :)

Besitoss <3


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