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Capítulo 19 (parte 2)


advertencia de contenido: +18 


Aimeé asintió con la cabeza.

Antes de que las puertas del ascensor volvieran a cerrarse, ambos salieron y avanzaron por el pasillo. La pelinegra todavía un poco mareada y atontada por sus besos. Todavía podía sentir su mano sobre su muslo, sus dedos presionando sobre su piel...

Iba a morirse de los nervios.

Casi tropieza con sus propios pies cuando Gabriel se detuvo frente al último umbral del pasillo. Otra vez, volvió a quitar las llaves de su bolsillo, y en un parpadeo, había abierto la puerta.

Él se despeinó el cabello con una mano mientras se giraba a ella.

—Bienvenida, supongo.

Su departamento era... apropiado. Le sentaba al castaño a la perfección. Era amplio, sofisticado y bastante oscuro. A pesar de las paredes eran negras y los pisos de madera, el lugar estaba tan iluminado que no se sentía oscuro. Avanzó sin siquiera pedir permiso, examinando todo a su alrededor. Había un segundo piso, en donde suponía se encontraba su habitación, podía ver la cama desde abajo.

—Me gusta tu lugar, es muy tú —comentó. Sonrió cuando se encontró a Fisgón en su jaula, cerca del sofá—. Hola, cosita. ¿Me extrañaste?

El animal no hizo más que observarla en su lugar. Aimeé se las arregló para escabullir un dedo entre la red de metal, y acariciar su cabecita con delicadeza.

—Todo lo que hace es comer y quejarse —murmuró él.

—Lo dejas salir, ¿No?

—Sí, creo que pasa más tiempo afuera que dentro de esa jaula. He tenido que lavar los almohadones tres veces esta semana.

La pelinegra hizo una mueca antes de girarse.

—Todavía no he podido encontrarle un lugar —admitió—, si te molesta mucho, puedo...

Él la cortó, alzando una mano y negando con la cabeza.

—No te preocupes, si hasta ya nos hemos hecho amigos.

Se acercó a pasos largos hasta donde ella se encontraba, y quitó al animal de su jaula. Parado sobre el escritorio, Fisgón comenzó a caminar de un lado al otro frenéticamente, haciendo algún sonido agudo. Gabriel sonrió cuando Aimeé dio un paso hacia atrás, llevándose ambas manos al pecho.

—Ah, hace eso cuando quiere que lo sostenga —aclaró, y tomó al conejillo de indias con una sola mano.

Había algo en la imagen de Gabriel Mercier apenas sonriendo mientras sostenía una bola de pelos que se le hizo tan cómica como adorable.

—No tenías que encariñarte con Fisgón —le reprochó.

—No me encariñé.

Por su puesto que se había encariñado.

Aimeé colocó ambas manos sobre sus caderas.

—No querías ni tocarlo el primer día, y ahora lo sostienes como a un cachorro.

Él hizo una mueca y lo alzó de tal manera en que sus rostros quedaban enfrentados. Hizo una mueca de asco antes de continuar.

—Es que si no lo hago se pone pesadísimo. Todo lo que sabe es hacer berrinches.

—Mira, se parece a ti.

El castaño alzó una ceja

—Yo diría que se parece a ti —respondió, bajando el animal y dejándolo libre sobre el piso—. Fuiste tú la que casi me manda a la mierda por no querer adoptar una rata.

Aimeé, muy madura, le sacó la lengua como respuesta. Resultaba que no necesitaba estar ebria para ponerse en ridículo a sí misma. Fue a responder que le alegraba haberlo hecho, cuando algo en el pasillo, detrás de Gabriel, llamó su atención.

Entreabrió los labios con sorpresa.

— ¿Son mis pinturas?

Siquiera esperó a que respondiera, avanzó a pasos acelerados hasta llegar al pasillo, y cuando estuvo cerca confirmó que, de hecho, eran sus cuadros. Cuadros, en plural, porque había más de uno. A la derecha se encontraba una pintura reciente. La suya. La que había pintado luego de su primera cena. Aquella que, aunque rodeada de toda la ambientación del momento, mostraba un rostro difuminado.

Sintió el calor en sus mejillas de tan solo recordarlo.

Un par de centímetros a la izquierda, perdido entre cuadros de otros artistas, se encontraba una pintura mucho más vieja. Un paisaje cercano a su pueblo. Un campo de lavandas.

Él se aclaró la garganta cuando llegó a su lado.

—Sí —se encogió de hombros—. Me gustan. —Señaló con un dedo el retrato—. Ese lo compré en tu última exhibición.

—Me lo imaginaba —balbuceó. Todavía le ardía el rostro—. ¿Y el paisaje? Ese cuadro es mucho más viejo.

—Creo que lo compré hace un par de años en una subasta. No sé por qué me llamó tanto la atención, tampoco es una maravilla.

Aimeé lo empujó por el hombro.

—Vaya, muchas gracias.

—Es verdad, me gusta más el último.

—Me imagino.

Gabriel arqueó una ceja.

— ¿Alguna razón en particular por la que debería gustarme más? —inquirió.

Por supuesto que él sabía. Ambos sabían que se trataba de él. Era tan obvio que hasta quería regañar a su yo del pasado. Sí, su rostro estaba cubierto, pero su cabello seguía con exactitud el mismo patrón de mechones. Las luces detrás de él eran idénticas a las que había en la terraza de aquel restaurante. Incluso la complexión de sus hombros era idéntica.

—Porque eres un narcisista que tiene un ego inmenso.

Gabriel se encogió de hombros. Un rastro de sonrisa amenazando con surcar su rostro.

—Me alegra haber confirmado que ese soy yo.

Aimeé comenzó a jugar con las flores en su cabello. ¿Y ya estaba? ¿Eso era todo? ¿No pensaba que fuera raro? ¿O tierno? ¿Adorable, al menos? A veces deseaba poder abrir su cabeza y descubrir qué pasaba por su cerebro.

«Dime algo. Lo que sea».

Carraspeó.

Había comenzado a sentir la tela del vestido pegada contra su piel. Los brillos que Monet le había echado encima le picaban y las flores en su cabello iban a sacarla de quicio.

— ¿Crees que pueda usar tu ducha? —indagó, bajando la mirada hacia sí misma—. Necesito un baño urgente.

Gabriel se irguió en su lugar, y asintió con la cabeza, tragando grueso.

—Seguro.

Le encantaba ponerlo nervioso.

—Es la puerta a la final del pasillo —señaló—. Puedes ir. Voy a buscar unas toallas y una camiseta... supongo que puedo encontrar algunos pantalones que te queden.

Colocándose de puntillas, lo besó con fuerza en la mejilla, sin ninguna razón en específico.

—Gracias —musitó—. Entonces iré a darme esa ducha.

Avanzó un par de pasos, y se detuvo justo con su mano sobre el picaporte. Se mordió el interior de su mejilla, conteniendo una sonrisa; y se giró para mirar a Gabriel por encima del hombro. Él no se había movido.

—Ah —añadió—. Y puedes unirte si quieres.

Abrió la puerta del baño y la cerró al apoyar su espalda contra ella, ya dentro de la habitación. Descansó su mano sobre su pecho, solo para confirmar lo que ya sabía. Su corazón estaba latiendo tan rápido, que podía escucharlo en sus oídos.

Entreabrió los ojos y paseó la mirada por el baño, curiosa. Al igual que el resto del departamento, tenía paredes oscuras y pisos de madera. Un enorme espejo redondo reflejaba su imagen frente al lavabo. Había contado tres espejos en lo que llevaba en su departamento, ¿Tan obsesionado estaba por cómo se veía?

—Narcisista —murmuró por lo bajo.

De todas maneras estudió su reflejo. Tenía el cabello hecho un desastre, algo de maquillaje corrido, y los ojos tan brillosos que cualquiera hubiera creído que estaba llorando.

Comenzó a deshacerse de su ropa con cuidado, mientras continuaba curioseando su alrededor.

Oh, tenía una de esas duchas con puertas traslúcidas y corredizas.

Enseguida se le incendiaron las mejillas.

Se lo quitó todo. La toga, el adorno sobre su cabeza, sus zapatos, los brazaletes que le había dado Monet, e intentó deshacerse de la mayoría de las flores en su cabello. Al final, se acercó de puntitas y dentro de la ducha, abrió el agua caliente. Enseguida sintió como el líquido se escurría por todo su cuerpo, empapándola.

No pasó demasiado tiempo hasta que el vapor empañó los vidrios, de manera en que el resto de la habitación solo se asemejaba a una mancha borrosa. Comenzó a intentar desenredar su cabello, que se había vuelto un desastre, cuando oyó dos golpes en la puerta.

Se aclaró la garganta. Sintió su pecho hundirse.

—Pasa.

La puerta se abrió, y Aimeé deseó poder verlo. Donde se suponía que estaba Gabriel, tan solo podía distinguir una mancha clara. Dejó lo prometido sobre la tapa del inodoro: toallas y ropa; y luego se giró para irse, pero frenó en su lugar.

—Dijiste que podía unirme —murmuró. Su voz sonaba ronca.

—Sí.

— ¿Sigue en pie la oferta?

Se mordió el labio con fuerza.

—Tienes que apresurarte, cierra en un minuto exacto.

Aimeé podía jurar que estaba sonriendo.

No podía hacer nada más que mantenerse quieta en su lugar, expectante. El corazón le latía tan rápido... y él se estaba tomando su tiempo para quitarse la ropa. Podía oír el roce de las telas.

Se observó a sí misma como pudo. Aimeé era más que consiente de que no tenía el físico de una modelo de pasarela. Era bajita, apenas pasaba el metro cincuenta. Tenía piernas y brazos robustos para su cuerpo, granos en la espalda, y su vientre sobresalía un poco, en especial después de beber o comer mucho.

Y, sin embargo, había aprendido hacía muchísimo tiempo a aceptar todas esas partes de sí misma. Incluso amar otras. A dejar de verlas como algo negativo, reconocerlas como pequeños detalles que, en conjunto, la hacían única en el mundo. Nunca iba a haber dos Aimeé Salomón con las paletas partidas y que midieran un poco más de metro y medio.

Dio una profunda respiración para llenarse de confianza. Jamás había tenido aquel problema antes. Desde la secundaria, nunca le había importado lo que otras personas pensaban de su físico.

«Anda, tu puedes. Varios hombres te han visto desnuda, uno más no hace daño».

Finalmente, Gabriel se adentró a la ducha, con calma. Ella intentó con todas sus fuerzas no mirar por debajo de su rostro.

No pudo.

Casi se ahoga con su propia saliva.

—Nadie me dijo que estabas tan bueno.

No creyó que Gabriel fuera la clase de persona que pisaría un gimnasio, para nada. Sin embargo, la evidencia frente a ella demostraba todo lo contrario. Sus hombros eran anchos, sabía eso, mas la manera en que sus brazos apenas marcaban sus músculos y su abdomen se dividía en secciones la tomó por sorpresa. No era como si le gustara aquel tipo de cuerpo en particular más que otros, solo que no se lo había esperado.

Sin embargo, su lugar favorito lo encontró cuando él se encogió de hombros, un poco incómodo, y Aimeé advirtió la manera en que destacaban sus clavículas, dejando que un par de gotas de agua se acumularan detrás.

Él carraspeó.

—Hola de nuevo —susurró frente a ella.

Las gotas resbalando por su piel lo hacían ver todavía mejor.

—Pensé que no vendrías.

—Tenía que aprovechar mi oportunidad antes de que cerraras tu oferta.

No pudo explicar el vuelco en su estómago cuando él tomó el bote de shampoo, y dejó caer un poco en su mano, para luego colocarlo sobre el cabello de Aimeé. Contuvo la respiración cuando la movió para estar más cerca del agua, y comenzó a masajear su cuero cabelludo.

—Mmm, no está mal esto —comentó, cerrando los ojos—. Podría volverte mi sirviente de ahora en adelante.

Entreabrió apenas los ojos, solo para espiar la manera en que los músculos de sus brazos se flexionaban mientras sus dedos frotaban su cabello.

—Podrías.

Cuando hubo terminado, Gabriel volvió a colocarla dentro del agua para enjuagar su cabello. Las gotas se deslizaron sobre su piel, primero sobre su frente y luego recorrieron el agua de sus ojos y mejillas, llevándose parte del maquillaje con ellas, en especial cuando Aimeé se frotó el rostro.

—Debo estar hecha un desastre —comentó.

Él sonrió de lado y continuó lavando su cabello.

Definitivamente podría acostumbrarse a eso.

—Sí.

—Gracias.

—Es que estás llena de maquillaje corrido...

El castaño pasó sus pulgares por su rostro, intentando quitar los rastros de maquillaje. Primero por debajo de sus ojos, con fuerza. Terminó frustrándose porque no podía quitar la máscara de pestañas corrida, y acabó frotando con todos sus dedos. Parecía tan molesto que alzó las comisuras.

Luego, fue hacia su mejilla derecha. Directo hacia su cicatriz. El corrector era mucho más sencillo de quitar. Gabriel pasó su pulgar un par de veces por la zona, y se detuvo para admirarla.

No sabía qué hacer, le estaba por explotar el pecho.

Él acunó su mejilla, Aimeé se inclinó hacia su palma, y hasta dejó un beso sobre ella.

—Lo siento —murmuró.

— ¿Ahora qué hiciste?

—Todo. —Gabriel dejó salir un suspiro—. Perdón por cómo me porté en el balcón. Soy un imbécil.

Sabía que estaba siendo sincero, y quizá un poco serio, mas Aimeé no pudo evitar sonreír. Rodeó la cintura masculina con sus brazos, y descansó su mentón sobre su pecho. Él aprovechó el momento para tomar acondicionador, y comenzar a pasarlo por su cabello.

—Me gusta cuando concordamos en cosas.

Él frunció el ceño. Tenía que bajar tanto la mirada para hablar con ella... era adorable. Por lo general, no le encantaba la diferencia de altura que tenía con otras personas, aunque con él no le importaba.

—Estoy hablando en serio.

—Ya sé. Y... mira, es verdad que en el momento, estaba muy enfadada. No me gusta cuando desacreditan mi trabajo, o lo menosprecian. Sé que tuve suerte pero también sé que he luchado mucho por lo que tengo.

El castaño asintió, serio.

—Lo sé.

—Así que sí. En el momento, quería arrancarte la cabeza. Sin embargo, no soy una persona rencorosa. No puedo estar enojada más que un par de horas, ni aunque lo intentara. Siempre que prometas que no volverás a hacer lo mismo, estás perdonado.

Gabriel hizo una mueca.

—Prometo intentar no volver a hacerlo.

Eso no era suficiente. No quería volver a sentirse como hace un par de horas.

—No.

Él suspiró.

—Prometo... prometo que cuando vuelva a ponerme a la defensiva, y todos mis pensamientos pesimistas me hagan pensar lo peor, lo hablaré contigo.

—Gracias, es todo lo que quería escuchar —respondió, dejando un beso sobre uno de sus pectorales. Gabriel se estremeció—. Ahora enjabóname.

Como para dejarlo más claro todavía, le extendió el jabón que se encontraba con los demás productos.

— ¿Ni un por favor?

—Eres mi sirviente, ¿Te olvidas?

—Cierto.

No supo lo mucho que quería sus manos sobre su cuerpo hasta que las tuvo. Gabriel comenzó a pasar sus palmas, repletas de burbujas, primero por sus hombros, y luego las deslizó por sus brazos. Cuando las estancó en su cintura, le dio vergüenza lo rápido que comenzó a reírse por las cosquillas y dio un salto hacia atrás. Era sensible en casi todo su cuerpo. Sin embargo, Gabriel no se quejó, ni se dio por vencido. Un poco más despacio y un poco más cerca, volvió a pasar las manos por su cintura, subiendo hasta su caja torácica. Aimeé continuó soltando risitas, sosteniéndose de los antebrazos masculinos para soportar el hormigueo.

—Llorona —murmuró él—. ¿Eres así con todo el mundo?

—Sí, desde pequeña —admitió—. Es horrible.

—Yo creo que es adorable.

Todo lo adorable murió en ese momento, cuando, sin quitar su mirada de la suya, Gabriel comenzó a bajar sus manos. Hacia sus caderas, sus muslos... continuó bajando hasta que, hincado, llegó a sus pantorrillas.

Aimeé no podía respirar.

— ¿Te gusta esto? —inquirió. Su voz era suave, como la seda—. ¿Tenerme de rodillas?

Ella tuvo que sostenerse del estante del jabón.

Él sonrió con burla.

«Maldito».

Cuando hubo terminado con sus piernas, el castaño se irguió. Aimeé creyó que eso era todo.

Cuan equivocada estaba.

Gabriel la tomó por sus hombros y la giró, dejándola de espaldas a él. No sabía cuáles eran sus intenciones pero ella ya había comenzado a hiperventilar. Lo observó volver a tomar el jabón, y sintió las manos de vuelta en sus hombros, solo que en aquella ocasión pasearon por su espalda.

Estaba demasiado ocupada como para sentir cosquillas.

— ¿Qué estás haciendo? —balbuceó.

Él acercó su boca a su oído derecho.

—Servir.

El camino de sus dedos continuó por su espalda, hasta llegar a sus caderas, solo que en aquella ocasión no bajó por sus piernas. Cuando volvió a colocar sus manos en su cintura, Aimeé se encontró soltando un gemido en lugar de una risita. Había comenzado a besar su cuello.

—Si eres tan bueno, voy a tener que llevarte a todas partes.

Sus dedos bailaron por su caja torácica, y luego subieron hasta sus senos. Ambos contuvieron la respiración, hasta que él los acunó. La pelinegra dejó caer su cabeza sobre el torso de Gabriel.

— ¿Tan bueno? —bromeó él—. Me siento halagado.

Su toque continuó subiendo y bajando. Una caricia interminable que incendiaba su piel y la llevaba cada vez un paso más cerca de la locura. Caderas, pechos, muslos, cintura. No dejó ni una parte por la que no pasara sus dedos.

Aimeé deseaba tocar también, pero a la vez quería quedarse en su lugar y tomar todo lo que podía ofrecerle.

Gabriel continuó besando su cuello. Despacio. Era una tortura. Se mantenía siempre en el mismo lugar, y sospechaba que quería dejar una marca. Esperaba que dejara una marca.

Sus dedos resbalaron hasta sus muslos, otra vez, y los apretaron hasta pegarla a él. Podía sentir su erección, pegada contra su espalda. La mano de Gabriel se acercó peligrosamente hasta su entrepierna, rozando el leve vello púbico de la zona, haciéndole cosquillas con los nudillos.

— ¿Puedo? —ronroneó sobre su oído.

Aimeé asintió con la cabeza.

—Quiero escucharte decirlo —insistió.

—Sí —balbuceó ella.

—Sí, ¿Qué?

Se mordió el labio con fuerza. Si no lo deseara tanto, lo hubiera mandado a la mierda.

—Tócame —suplicó—. Por favor.

Y como siempre, Gabriel obedeció. Uno de sus dedos se paseó por su intimidad, y antes de que pudiera prepararse, estaba presionando y rodando sobre su centro. Su mano libre subió hasta acariciarle el labio inferior.

—Mírate —murmuró sobre su oído. Su voz le hacía cosquillas—. Tan preciosa...

Gabriel susurró tantas cosas contra su cuello. Para Aimeé se oían como balbuceos sin sentido. No podía prestarle atención del todo a sus palabras. No cuando sus dedos la distraían de esa manera. Empujó la nuca contra el torso del castaño, arqueando la espalda.

La presión sobre su centro aumentó hasta volverse insoportable. Las piernas le temblaban y sentía la piel hirviendo. Las gotas de agua quemaban. Le costó recobrar la conciencia, recordar que había algo que ella se estaba muriendo por hacer.

Con cuidado, deslizó una de sus manos por detrás de su espalda, hasta tantear el abdomen del castaño. Gabriel siseó.

— ¿Puedo tocarte? —balbuceó en un jadeo.

—Puedes hacer lo que quieras.

Quería hacer muchas cosas.

Aimeé continuó resbalando su mano hacia abajo, hasta rodear su erección. Él jadeó cuando lo acarició de arriba abajo, y dio un paso hacia la derecha para facilitarle la tarea. Los sonidos que Gabriel soltaba sobre su oído le ponían la piel de gallina.

Y la ponían a ella, eso también.

—A puesto a que ahora agradeces haber dejado a tus amigos borrachos.

Era una persona terrible.

—No —mintió—. Ahora mismo me estoy aburriendo mucho.

—Tendré que esforzarme un poco más.

Y se esforzó un poco más.

Aimeé protestó cuando su dedo sobre su centro se detuvo, aunque tan solo fuera para bajar un poco más, pasearse por su abertura.

—Estás empapada.

Sonrió.

Duh, estamos en la ducha.

Gabriel soltó una risotada contra su cuello. Aimeé detuvo todo movimiento, y se encargó de apreciar la manera en que se pecho se sacudía, con su cabeza sobre él. Valía la pena esforzarse para arrancarle carcajadas, cuando sonaban así de preciosas.

Dejó otro beso casto sobre su cuello. Dulce. Y sus dedos retomaron su tarea anterior, con delicadeza. Su mano restante subió hasta posarse contra su cuello, sin hacer presión, y su pulgar volvió a acariciar su labio inferior.

— ¿Puedo follarte? —inquirió.

Su respiración flaqueó. Su corazón también.

—Puedes hacer lo que quieras.

Él se separó de manera momentánea, y aunque supo que volvería, Aimeé hizo un puchero de desilusión. Gabriel le dio la espalda, y abrió la puerta de la ducha para tomar algo del gabinete junto a la pared. No entendió lo que estaba buscando, hasta que divisó el reflejo de luz de un envoltorio color metálico.

— ¿Los guardas en el baño?

Él se encogió de hombros.

— ¿Por qué no?

Observarlo rasgar el paquete con sus dientes la desestabilizó un poco. Necesitó un par de segundos para tomar aire y responder. Él lo notó. No dijo nada.

— ¿En qué situación los utilizarías?

— ¿Ahora?

Se mordió el labio cuando el castaño deslizó el condón por su erección. Si hubiera sido una persona pudorosa, hubiera apartado la mirada. Lástima que de pudorosa no tenía un pelo. No en ese momento, por lo menos.

Gabriel volvió a colocarse detrás de ella. Luego, se estiró para cerrar la llave del agua.

— ¿Por qué?

—El agua es mala para la lubricación —respondió. Lo sintió encogerse de hombros—, y puede causarte irritaciones.

—Que caballeroso de tu... ¡Ah!

Se mordió el labio con fuerza cuando, sin previo aviso, sus dedos volvieron a acariciar su intimidad. Su miembro rozó su abertura con descaro, sin adentrarse.

—Solo por si te interesa saberlo, mi edificio no tiene paredes de papel. No van a escucharte los vecinos.

Hizo un puchero.

—Y yo que quería causar un espectáculo.

Gabriel la penetró despacio. Sus dedos fueron una caricia sobre su piel mientras ella se ajustaba a su tamaño. Aimeé lo encajó hasta el fondo, pegándose a su pecho. Cuando el comenzó a moverse, sintió que las piernas le temblaban. La fricción era una tortura a la que se sometería voluntariamente. Se encontraba de pie, tan erguida que lo único que la sostenía eran sus manos sobre su cuerpo. Una debajo de su vientre, jugando con su intimidad, y la otra contra sus clavículas.

—Apoya las manos en el vidrio.

Eso hizo.

Entró en una nube cuando sus embestidas se volvieron más intensas. Más rápidas. Más profundas. Tenía los ojos nublados de placer y su respiración se había vuelto una serie de jadeos desenfrenados. Las uñas del castaño se clavaban en su piel, y las arrastraba por ella, haciéndole cosquillas. Sus labios sobre su cuello no tenían piedad. Aimeé lloriqueó cuando sintió la profundidad de sus estocadas.

—Eso —jadeó él—. Gime para mí.

Y ella gritó más fuerte solo para complacerlo.

En cuestión de minutos, ambos se encontraban empapados de sudor. Sus respiraciones eran frenéticas y habían perdido todo el ritmo. Tan solo se movían, desesperados por obtener más del otro. A Aimeé siquiera le importaba llegar al orgasmo, tan solo quería mantenerse de aquella manera por una eternidad.

Había estado con un montón de hombres, pero ninguno se había tomado el trabajo de hacerla desearlo, de hacerla disfrutar. Ninguno se había aprendido su cuerpo ni lo había besado como si quisiera bebérselo entero.

El orgasmo la arrolló como una ola sin piedad. El calor entre sus piernas creció hasta abarcar todo su cuerpo y explotar, drenándola de energía. Gabriel continuó embistiendo hasta colapsar. Contuvo un gruñido, presionándose contra el hombro femenino, y allí se mantuvieron ambos por un par de segundos. Sin moverse, sin decir nada. Tan solo calmando sus respiraciones.

No supo si pasaron segundos, minutos u horas. Mas Gabriel dejó un beso sobre su mejilla —leve, delicado y, otra vez, dulce—, antes de salir de su interior. Aimeé se giró con los ojos brillosos y las mejillas calientes.

— ¿Y ahora qué? —curioseó en un hilo de voz.

—Ahora nos limpiamos. 




N/A:

ay yo no escribí esto

Ya sé que tardé mil años en subir el capítulo pero tuve mi última semana de clases antes de las vacaciones de invierno super estresante y no tuve nada de tiempo para escribir. Rezo para que en vacaciones de invierno pueda. 

Si les gustó el capítulo no se olviden de votar y comentar. El capítulo 19 tiene 3 partes y voy a intentar tener la tercera para la próxima semana. 

Ah, y tengan un buen día del amigo (no sé en los demás países, en argentina por lo menos es hoy :D).

Besitoss <3<3

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