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Capítulo 11


GABRIEL

Blanca... azul... o negra.

Blanca, azul o negra.

Pasó la mirada por la serie de camisas que tenía esparcidas por su vestidor por lo que tenía que ser la quinta vez en toda la noche. Iba a llegar tarde si continuaba dándole vueltas a una elección que en realidad era bastante sencilla. Llevaba pantalones negros y zapatos a juego, no importaba que camisa eligiera, ninguna le sentaría mal.

«Eso, elige cualquiera».

Asintiendo con la cabeza, alargó la mano hacia la negra, al azar, aunque se arrepintió en cuanto la tuvo entre sus dedos. Casi nunca se vestía de forma monocromática, no quería que pareciera que estaba de luto. Suspiró, y decidió elegir la blanca. Lo mejor era ir a lo seguro... aunque quizá era demasiado seguro. Pantalones negros y camisa blanca, ¿Para estar vestido igual que media habitación?

No. Llevaría la camisa azul marino.

Se colocó la prenda de ropa por encima del pecho desnudo, primero metiendo los brazos, y luego comenzó a abotonarla.

Era ridícula la forma en que estaba actuando. Nervioso, como un chiquillo de diecisiete años. El anillo en su dedo anular tintineaba constantemente contra cada cosa que lo rozaba, debido al temblor de sus dedos. Tenía la boca seca, y debía obligarse a tragar cada un par de segundos, para mantenerla hidratada. Ir a buscar agua sería más sencillo, pero no tenía tiempo para eso, no cuando aún tenía que completar su escrutinio diario en el espejo.

O eso pensaba, hasta que oyó el sonido del timbre.

«¿Ahora?».

Apretó la mandíbula con fuerza. Patearía a quien fuera que se atreviera a molestarlo en ese momento.

Caminó a zancadas hasta la puerta, abriéndola de un tirón. Sin embargo, toda su molestia se evaporó en un pestañeo, cuando dio con unos ojos oscuros, casi negros, y unos labios curvados en una sonrisita socarrona.

Channel despegó su cabeza del umbral de la puerta, avanzó hacia él con su usual y suave vaivén de caderas; y alzó las manos hasta colocarlas en los laterales de su cuello.

— ¿Me extrañaste? —murmuró, bajando su boca a la suya con lentitud.

Gabriel cerró los ojos, y por un segundo, se deshizo entre sus dedos. Se dejó besar y manejar como un muñeco. Channel cerró la puerta con sus pies, sin hacer ni un poco de ruido, y con la misma delicadeza, se aferró aún más al agarre sobre su cuello. No sabía cómo lo hacía, se movía con la gracia y sigilo dignos de un felino, repleta de confianza y sin dudar por un segundo en todo lo que causaba en él.

Suspiró sobre sus labios y retrocedió hasta que su espalda chocó contra una de las columnas. Channel rio por lo bajo, y masajeó su cabello mientras pasaba a besar su mandíbula. Si había algo por lo que debía estar molesto, no lo recordaba. Echó la cabeza hacia atrás y gruñó por lo bajo cuando los besos se trasladaron a su cuello.

— ¿Vas a llevarme a la cama, o para eso también te faltan los modales?

Cuando se separó de ella, cuando una brisa de aire fresco lo alcanzó y deshizo la neblina que se había formado a su alrededor, recordó que no tenía tiempo para nada de eso. No esa noche.

Su pecho se hundió cuando recordó el lugar al que tenía que ir, y se odió por sentirse tan contrariado. Porque por un lado, quería continuar lo que habían iniciado con Channel, y hacerlo fuera de su departamento, donde no tuviera que preocuparse por Josette; pero también... también quería terminar de abotonarse la camisa y pasar horas en una galería, admirando cuadros que no comprendería. Y quería volver a ver esa corta silueta, esas mejillas pecosas, esos brazos regordetes...

Mentira.

No quería nada de eso.

No.

Suspiró.

—No podrá ser esta noche.

Ella borró la sonrisa, y dio un paso hacia atrás para poder examinarlo mejor. Como siempre que comenzaba a unir los hilos en su cabeza, Channel la ladeó hacia la derecha.

— ¿Y eso por qué?

Él se encogió de hombros. Se le escapó una mueca.

— ¿Importa?

—Si vas a dejarme plantada...

—No voy a... —Sacudió la cabeza—. Mira, ven mañana, ¿Sí?

Había comenzado a caminar hacia... hacia cualquier otro lugar, cuando Channel le interrumpió el paso, colocando una mano sobre su pecho, sin borrar su sonrisa de superioridad.

Recordó que, cada tanto, solía borrársela a besos.

—Por casualidad... —comenzó. Los ojos le brillaban—. ¿Tiene algo que ver con la muñequita?

—No tiene que ver con nadie —casi gruñó.

— ¿Estás seguro? Porque vi las fotos, mmm... están en todas partes.

Las fotos. Dios, sí, las fotos.

—Ya sé. Las vi.

No había nada indecente, mucho menos comprometedor en ellas, y sin embargo, se había sentido como si lo fueran. Como si hubieran expuesto algo al mundo. Las había estudiado por unos cuantos minutos, analizado su expresión, lo poco consiente que había sido de la manera en que se había relajado en algún momento. Y luego había pasado más tiempo todavía observándola a ella, a pesar de no encontrar nada nuevo.

— ¿Gabriel Mercier teniendo citas? —Lo interrumpió la voz de la castaña—. Eso tiene que ser nuevo.

—Yo tengo citas.

—Le tienes tanto miedo al compromiso que aunque te lo pusieran en la punta de la nariz, lo negarías. En fin, ¿Tiene que ver con la muñequita, entonces?

Decidió que había tenido suficiente de aquella conversación, y avanzó hacia la cocina. No había nada allí que necesitara, o que quisiera, nada salvo escapar de todo lo que no quería oír, porque estaba saliendo de su boca. De todas formas, aprovechó para servirse un vaso de agua, y bebérselo como si fuera el último.

—No te importa. Y no la llames así.

Channel hizo un puchero a modo de burla.

—Awww... ¡La defiendes!

Terminó su vaso de agua, con la espalda baja apoyada contra la encimera, y luego, sus manos.

Channel suspiró al ver que permanecía en silencio.

—Bueno... obviamente no vas a decirme a donde irás, cosa que no importa porque sabes que lo veré mañana —insistió—. ¿Por lo menos puedes dejarme arreglarte? No pensarás ir así vestido.

Gabriel frunció el ceño, bajando la mirada a su camisa, esa que había pasado alrededor de quince minutos seleccionando. Alternó la vista entre ella y la mujer que tenía delante un par de veces.

— ¿Qué tiene de malo?

—Que es aburrido. Anda, camisa azul y pantalones oscuros, ¿No tenías nada más creativo? ¿Por qué no te pones la camisa bordó que te regalé para tu cumpleaños?

— ¿No es muy...?

—No es muy nada. Es preciosa, deja de insultar mi gusto. Si verás a la artista más adorada de Francia en el siglo veintiuno, tendrás que lucirte un poco más.

Casi cayó en su trampa.

Casi.

—No tiene nada que ver con ella.

Channel sonrió.

—Ajá.

— ¿Y qué si lo tuviera? —soltó, en un arranque de impulsividad. Había dado un paso hacia adelante y siquiera se había dado cuenta—. ¿Te molestaría?

Channel parpadeó.

— ¿Me estás preguntando si estoy celosa? Gabi, pareciera que no me conoces. Me molestaría quizá un poquito, porque eres bueno en lo tuyo, pero no, no estoy celosa. Para eso tendrías que gustarme.

Gabriel tragó y asintió.

—Claro.

Sus ojos, oscuros como la noche, se suavizaron entonces. Soltando una respiración, tendió su mano hacia él.

—Ven, vamos a mejorarte ese aspecto horrible.

Se quejó por lo bajo, mas comenzó a seguirla, de vuelta en dirección a su vestidor.

—Voy a echarte del departamento.

Ella le lanzó una mirada por encima del hombro.

—Atrévete.

No pasó mucho tiempo hasta que estuvo listo, según sus términos. La castaña le quitó la camisa, colocándole aquella de color que bordó que, en efecto, le había regalado para su cumpleaños. Le quedaba un poco más ajustada a lo que estaba acostumbrado, sin embargo, Channel no lo dejó replicar. Le acomodó el cabello, también, y le arremangó las mangas hasta los codos.

Podría haber sido su estilista personal sin ningún problema, salvo por lo mucho que ella odiaba el mundo de la moda, y lo dedicada que era a su trabajo como profesora, entre tantas otras razones.

Cuando hubo terminado, le pasó las puntas de los dedos por los hombros.

—Ya está, ¿Ves cómo luces mucho mejor?

—Según tú.

Encogió un hombro.

—Bueno, la opinión más importante es la que cuenta.

No supo qué estaba a punto de soltarle. Probablemente lo más parecido a un agradecimiento, cuando los crujidos de las escaleras comenzaron a oírse. Channel se separó, con el ceño fruncido.

— ¿Hay alguien más en el departamento?

Suspiró.

Sí. Lo había, muy a su pesar. Esperaba que continuara durmiendo, porque lo último que esperaba era tener que hacer las presentaciones. Más de las que haría aquella noche.

Gabriel le hizo un gesto con la cabeza, más resignado que otra cosa, para que lo siguiera hasta la sala. Llegaron justo a tiempo para contemplar a Josette bajar el último escalón, aun adormilada pero con aquella expresión traviesa y entusiasmada. Lista para hacerlo pasar un infierno.

— ¡Ay, mi niño! —exclamó, avanzando hacia él. No se le pasó el hecho de que lo golpeó en el brazo antes de girarse hacia la castaña—. No me dijiste que teníamos visita.

Su abuela cumpliría los ochenta y ocho años en octubre, y, sin embargo, continuaba conservando el espíritu juguetón con el que siempre la había recordado, y sacarlo de quicio continuaba siendo su actividad favorita.

Lo cierto era que Josette era el único miembro de su familia que se alegraba de ver.

Carraspeó.

—Es Channel, una... amiga —balbuceó—. Ya se iba.

A su abuela se le iluminaron los ojos.

— ¡Ah! La amiga del otro mocoso, Evan, ¿No?

Channel se giró hacia él con una ceja alzada.

—Hay que mantenerla informada, cada tanto —murmuró él, sonriendo.

—Es un placer conocerte, niña —murmuró la anciana, dando, como pudo, un par de pasos hacia adelante, y besándola en cada mejilla. Gabriel observó todo como un espectador detrás de una pantalla—. Me alegra saber que mi nieto tiene amigos y no se pasa todo el día encerrado en esta cueva.

—Gracias, abuela, yo también te quiero.

—Es un gusto conocerla —murmuró la castaña. No había rastro de la arrogancia que la acompañaba siempre. Luego, se giró hacia él—. Bueno... nos veremos luego.

Asintió con la cabeza.

—Te acompaño a la puerta.

Ambos dejaron a Josette detrás, y cuando estuvieron en el umbral de la puerta, Channel lo apuntó con el dedo.

—No metas la pata esta noche —bromeó.

— ¿Por qué no? Ya dije que no voy a hacer nada importante.

Una de sus comisuras serpenteó hacia arriba, mientras ella acunaba su mejilla con su mano derecha. Le dio una palmada con suavidad, antes de comenzar a alejarse.

—Gabi... Gabi... ¿Se te olvida que Evan me lo cuenta todo?

Entrecerró los ojos hasta que ella desapareció por las puertas del elevador.

Traidor.

En cuanto volvió a entrar, Josette lo esperaba con una sonrisita inocente, y los brazos cruzados.

—Me pregunto si voy a tener que conocer más amigas.

Balbuceó por lo bajo, más un gruñido que otra cosa, y volvió a meterse al cambiador.

Media hora más tarde, ambos ya estaban listos para irse. A Gabriel le sudaban las palmas y había pasado diez minutos frente al espejo, inspeccionando cada parte, incluso con el veredicto de Channel. Se colocó alguno de sus relojes, y se bañó en perfume antes de subirse al auto... junto con su abuela. No sabía que esperar de esa noche, solo rogaba porque no fuera un desastre.

Y la peor parte lo esperaba a un par de calles.

Evan lo había obligado a llevarlo con él. Y Gabriel había aceptado porque... probablemente lo necesitara para no morirse de los nervios. El moreno subió al asiento trasero de su coche con uno de sus jerséis que eran demasiado grandes para él, listo para darle todo el ánimo que necesitaba.

Tanto su mejor amigo como su abuela parecían entusiasmados, como si se estuvieran dirigiendo a una noche encantadora. Él... él sentía ganas de vomitar. Intentó que no se le notara mientras conducía por el tráfico que tanto odiaba. Su abuela soltó algunos comentarios sobre lo malos que eran los conductores en Paris, y Evan estuvo de acuerdo. Ambos comenzaron a hablar sobre un tema al que no logró prestar atención.

Se sentía estúpido. Estúpido porque hacía menos de una hora se había encontrado temblando en los brazos de Channel, y ahora... ahora se encontraba nervioso por la simple idea de volver a encontrarse con ese par de ojitos brillosos. Y no le agradaba eso, no le agradaba para nada.

Cuando estaba nervioso, se ponía a la defensiva. Y cuando se ponía a la defensiva, lograba que todo el mundo lo odiara.

Estacionó el coche a una calle de la galería. Ayudó a Josette a bajar, y trabó las puertas cuando Evan estuvo fuera también. Su mejor amigo le pasó el brazo izquierdo por encima de los hombros, y él estaba tan enfocado en otra cosa que lo dejó hacerlo.

Su abuela caminaba un par de metros por delante. Se había negado a toda la ayuda que aquel par se había ofrecido a brindarle.

—Si todo sale mal entre tú y la estrella de la noche... No hay problema si la invito a dormir en mi departamento, ¿No?

La mirada que le dirigió debió ser suficiente, porque el moreno alzó sus manos, con una sonrisita. Había logrado su cometido.

—Tranquilo, tigre. Aimeé Salomón llevará tres años siendo mi celebrity crush, pero no se me pasaría por la cabeza engañar a mi novia.

A Gabriel sí. Lucille tenía que ser una de las personas más insoportables que había llegado a conocer. Y eso que a él todo el mundo le parecía insoportable. No obstante, no lo soltaba nunca porque Evan parecía feliz con ella, y suponía que eso era todo lo que importaba.

—Ni eras su tipo —respondió por lo bajo.

Cabía aclarar que no tenía ni la más mínima idea de cuál era su tipo.

— ¿Ah, no? ¿Y cuál es? ¿Paliduchos que le gruñen a todo el mundo?

Casi le gruñe en respuesta.

—No es... —suspiró—. Solo hemos venido a ver la exposición.

—Ajá.

—E intentar sonsacar información.

—Ajá.

Le golpeó en el hombro para no tener que continuar escuchándolo. Cuando se giró a verlo, el moreno sonreía, con ambas manos escondidas dentro de los bolsillos de sus pantalones.

— ¿Puedes parar de hacer eso? —le espetó.

—Solo te doy la razón, cariñito.

Volvió a empujarlo.

—Y deja de llamarme así.

En cuanto volvió la vista al frente, se encontró con que la galería estaba más cerca de lo que había creído. No era demasiado grande, ni tampoco majestuoso. En realidad, era un edificio bastante viejo, con una puerta enorme de madera, y algunas personas aglomeradas en la entrada.

Empezaba a pensar que había sido una mala idea aceptar asistir.

—Mira cuanta gente —murmuró Josette—. Tu amiguita debe ser muy popular.

Se alegraba de saber que su abuela no tenía idea de cómo manejar la tecnología, ni le importaba mucho; porque entonces habría descubierto con gran rapidez que su "amiguita" era una pintora cuya popularidad llevaba años creciendo en el país, y que había sido una de sus invitadas a su programa.

Subieron los escalones —Josette también se negó a que la ayudaran en ese momento— y Gabriel tuvo que contener un jadeo al estar dentro.

El lugar era espacioso suficiente. Tenía las paredes pintadas de blanco y un antiguo suelo de madera, acompañado con ventanales en el techo. Y allí, en la simpleza de la habitación, decenas de cuadros destacaban, con todas sus exposiciones de colores.

No había pensado que su arte fuera capaz de robarle el aliento a alguien. No hasta aquella noche.

Evan balbuceó algo detrás de él, no llegó a oírlo del todo, y luego comenzó a inspeccionar uno de los cuadros que tenía a su derecha. Gabriel y Josette lo imitaron. Sus ojos dieron con una ventana antigua, de piedra, casi escondida por una enredadera, y flores rojas. No era una pintura pulcra ni delicada. Las pinceladas eran grandes a propósito, y algunos tonos se mezclaban con los demás. Era como estarlo observando detrás de un cristal.

Y por un instante, sintió que lo habían transportado al Renacimiento. Casi se sentía como Romeo, con los pies pegados al piso de Verona, contemplando a una Julieta que se asomaba por el balcón.

— ¿Cuánto crees que cobre por uno de estos? —indagó el su mejor amigo, cruzándose de brazos—. Tienen pinta de que me cuestan el sueldo de tres meses.

Su abuela se giró hacia él.

—A mí me parecen muy bonitos —añadió en voz baja—. Más te vale que me compres uno, mocoso.

Gabriel tragó saliva.

—El que quieras.

Pasó al siguiente cuadro. Una mujer divisada a través de decenas de pedazos de un espejo roto. Y ella llevaba una expresión desolada que le correspondía con precisión. Otro cuadro. Un ojo, su párpado inferior era estirado hacia abajo; y en el espacio vació que dejaba su iris, una rosa roja fluía como un tatuaje. Las lágrimas se arremolinaban y caían por el pequeño pedazo de piel que podía verse.

Otra pintura.

Y otra.

Y otra.

Cada una le parecía más interesante que la anterior, más reveladora que la anterior; y las rosas rojas prevalecían en la mayoría, ya fuera como un detalle o como las protagonistas.

Cuando terminaron de recorrer la primera habitación, tenía la garganta seca.

Evan chasqueó los dedos justo frente a sus ojos.

—Cuidado que si continúas babeando, mojarás todo el suelo. —Se burló. Gabriel bufó en respuesta, como acostumbraba. El moreno se rio un poco más—. ¿Por qué no vas a buscarla, saludarla, y felicitarla por la exhibición? Por Dios, si no me tuvieras a tu lado, todo el mundo pensaría que eres un cavernícola sin modales.

A pesar de que tenía razón, él lo miró con molestia.

—Me estoy arrepintiendo de haberte traído —murmuró, buscando el pasillo para la siguiente habitación. El corazón comenzó a acelerarse, expectante.

Evan tuvo tiempo a darle dos palmadas en el hombro antes de que se alejara.

—Anda, apúrate, que no pienso irme de aquí antes de que me la presentes, y tu abuela piensa lo mismo.

Les dio un último vistazo antes de comenzar a caminar. Josette asentía, frenética; y su mejor amigo lucía como si acabara de hacer una travesura.

Por Dios, temía lo que sería capaz de decirle si los dejaba solos.

Avanzó hasta la apertura que conectaba una habitación con la otra. La barrió con la mirada, en busca de aquella figura baja, aquel cabello negro y manos pequeñas que siempre se retorcían sobre su regazo.

No la encontró.

En su lugar, se topó con un tipo de arte distinto, aquel que lo cautivó un poco más. Sus esculturas. No había mentido al decir que era lo que mejor se le daban. Había tanto detalle, tanta precisión en ellas, que no podía que creer que alguien las hubiera hecho con sus manos.

No alguien cualquiera. Aimeé.

Esculturas de distintos tipos se arremolinaban por toda la habitación. Las manos se encontraban por todas partes, aunque nunca se tocaban, como si la tensión que había entre ellas, el deseo de hacerlo, fuera todo lo que importaba. Y en el centro, un ángel. Sus alas se alzaban por detrás, una cruz sobre su frente y un manto que caía sobre él.

Lo hubiera reconocido en cualquier parte.

Arcángel Rafael.

Apretó la mandíbula y continuó caminando.

Pasó hacia la tercera habitación. Volvían los cuadros, aunque un poco más distintos a los de la primera. Volvió a pasear la mirada por el lugar, buscándola a ella... y la encontró.

La encontró. Acompañada.

Conocía quien era Léon Roux incluso antes de la entrevista a Aimeé. Un músico en ascenso, cuyo primer disco, lanzado hacía dos años había obtenido bastante popularidad. Ser uno de los mejores amigos de la mujer cuya cara y nombre aparecían en los encabezados por lo menos una vez por semana, también ayudaba.

Sabía que eran muy unidos. Sabía que casi nunca se separaba de él o de su hermana, Monet, a quien había tenido el placer —o disgusto— de conocer en año nuevo. Y, sin embargo, aun siendo consciente de todo eso, de todas formas sintió un pinchazo en su pecho al verla sonreír, con él inclinándose para alcanzar su rostro, y murmurar algo sobre su oído.

Admiró su risa. La forma en que sus ojos se encendían, sus mejillas se pronunciaban y sus labios se separaban para mostrar esas paletas separadas.

Ojalá él pudiera provocar más de esas.

Los contempló como un espectador hasta que, por alguna razón, Aimeé comenzó a pasar la vista por el salón, en busca de algo... o alguien. Y dio con él. Ya fuera eso lo que buscaba o no, dio un respingo en su lugar, y su pecho se elevó por una bocanada de aire.

Le dijo algo a Léon. Pudo adivinar más o menos qué, por la forma en que él se volvió hacia Gabriel, con el ceño fruncido, y luego abrió la boca para replicar, o eso supuso. No tuvo tiempo de saberlo, Aimeé se alejó antes de permitirle soltar nada, y comenzó a caminar en su dirección.

Un latido.

Dos latidos.

Tres latidos.

Cada uno era más desenfrenado que el anterior. A cada segundo, su estómago se retorcía más y más. Tomó una profunda respiración, intentando calmarse, intentando llenar el vacío en sus pulmones.

Hasta que ella estuvo justo frente a él.

Y entonces todo se detuvo.

—Hola —saludó ella.

—Hola.

Se mordió el labio de forma casi imperceptible.

—Viniste.

«No me lo perdería por nada del mundo».

—Sí.

Llevaba otro vestido rojo. Casi sintió la desilusión en el pecho al no ver ninguna de las flores o lunares que siempre la acompañaban. No. Aquel era simple y aburrido, nada como ella. Se ceñía a su cuerpo hasta la cintura, en donde se dejaba caer sin causar demasiado revuelo. El escote apenas curvo se sostenía por dos tiras, y en cuanto se giró un poco, fue capaz de notar que dejaba la espalda al descubierto.

Se aclaró la garganta.

—Me siento pequeño alrededor de todo esto —señaló los cuadros en las paredes—. Es... son increíbles.

Aimeé sonrió.

—Lo son.

—Solo he visto las primeras dos habitaciones, todavía me queda esta.

Ella retorció sus dedos con impaciencia, y sus ojos se abrieron como si acabara de soltarle una mala noticia.

—Ah...

— ¡Ahí estás!

Ambos se giraron hacia la voz masculina que se encontraba a unos pocos metros. Quiso morir cuando reconoció la alta figura de Evan, que llevaba a su abuela de la mano.

Siquiera le dio tiempo a introducirlos, su mejor amigo se adelantó, colocándose delante de él.

La pelinegra dio un paso hacia atrás.

—Un gusto, me llamo Evan —se presentó—. Soy la pareja de Gabriel.

Aimeé parpadeó.

—Deja de decir eso —pidió Gabriel en un gruñido—. La gente se lo va a creer.

— ¡Si es verdad!

El castaño se giró hacia Aimeé con una sonrisa de pena.

—No es verdad.

—Amor, ¿Cómo te atreves a decir eso? —Luego miró a la pelinegra—. Si supieras lo que tuve que luchar para conquistarlo. Nadie jamás se me había resistido tanto. Que puedo decirte, no es fácil ganarse su amor.

—Cállate.

—Tú debes ser Aimeé, ¿No? —Insistió el moreno, extendiendo una mano—. Gabriel ha hablado tanto de ti que ya creo que te conozco.

El mencionado apartó la mirada, sin saber que de esa forma se estaba perdiendo la manera en que se le coloreaban las mejillas.

—Es mi mejor amigo, Evan. —Interrumpió Gabriel, antes de que la asustara—. Y ella... es mi abuela, Josette.

Aimeé pasó la mirada por los dos, justo a tiempo para el momento en que Josette avanzó hacia ella. Se sintió estúpido cuando comenzó a contener la respiración.

—Oh... es un gusto conocerte —murmuró cuando estuvo frente a la pelinegra. Aimeé era apenas media cabeza más alta que ella—. Tienes unos cuadros muy bonitos, espero que el mocoso de mi nieto se esté portando bien contigo, a veces puede ser un amargado insoportable.

Aimeé la observó, perpleja, con los labios entreabiertos, y se dejó besar en cada mejilla.

—Es... eh... muchas gracias.

—Eres muy bonita —insistió la anciana—, ¿Estás soltera?

La pelinegra le dirigió una mirada de duda antes de responder.

—Sí...

— ¿Cómo puede ser? Si tuviera tu edad y esas caderas, tendría como mínimo tres pretendientes.

—Ya está, abuela.

—No me digas que hacer, mocoso.

—Está bien... —interrumpió Evan, colocándole una mano sobre el hombro—. Josette, mi cielo, ¿Por qué no continuamos viendo los cuadros?

—Tampoco tienes que tratarme como estúpida, pero sí, vamos.

El moreno se volvió hacia Aimeé una última vez.

—Antes de irme quiero admitir que me encantan tus cuadros. Llevo tres años pensando lo mismo.

— ¿Sí?

—En especial los paisajes. Me parecen fascinantes.

Era mentira.

Dudaba que Evan le hubiera prestado demasiada atención a cualquiera de sus pinturas. Solo le parecía increíblemente atractiva y, de ser posible, no dudaba que hubiera intentado llevársela a la cama.

—Muchas gracias.

Su mejor amigo les mostró su más amplia sonrisa, y tomó a su abuela de la mano para alejarse con ella.

—Nos veremos luego —saludó—. Ha sido un placer conocerte.

Solo cuando estuvieron lejos, Gabriel sintió que podía volver a respirar con normalidad. Se detuvieron frente a otro cuadro a unos pocos metros de distancia, y comenzaron a murmurarse cosas. Supo que estaban hablando de él.

Se volvió hacia Aimeé, todavía más consiente del peso de sus manos en sus bolsillos.

—Son insoportables, ignóralos.

Por supuesto que ella no estaría de acuerdo.

—A mi parecieron muy... dulces. —Ladeó la cabeza—. Y siempre estoy dispuesta a ver a alguien llamándote mocoso.

Tuvo que girarse para esconder la sonrisita que amenazaba por mostrarse. Fingió interés por el cuadro que tenía frente a él, algún paisaje extraño, un pueblo rústico repleto de praderas.

—Le encanta humillarme, espero que lo disfrutes.

La pelinegra avanzó hasta estar a su lado. Mantenía su labio inferior atrapado entre sus dientes, y jugaba con sus dedos. Le dio una mirada de reojo fugaz antes de pasar al siguiente cuadro.

—Esto... sabes que no tienes que ver todas las pinturas, ¿No?

Frunció el ceño. En el fondo, le temblaba la voz.

— ¿Por qué no? Me interesan.

Otro cuadro más. Otro paisaje.

Aimeé lo siguió de cerca.

—Eh... sí, pero... ¿Has visto las esculturas?

—Sí.

— ¿No quieres...em... volver a verlas?

Alzando su ceja derecha y apenas frunciendo sus cejas, la miró por encima del hombro. ¿Era su imaginación o estaba más pálida que de costumbre?

— ¿Qué hay por aquí que estás escondiendo?

Supo que había dado en el clavo por la forma en que irguió su espalda y levantó el mentón. Como cada vez que sentía amenazada.

—Nada.

Gabriel continuó avanzando.

—Ajá.

Aimeé permaneció en silencio durante los próximos segundos, con nada más que el sonido de su pesada respiración y sus pasitos cortos indicando su presencia; llenándolo de una curiosidad que repercutía en su pecho.

Hasta que llegó al siguiente cuadro.

Y entonces... entonces... ¿Entonces qué?

Sintió que no podía respirar. Que el aire se escapaba de sus pulmones y se veía incapaz de ingresar más. Lo golpeó el color oscuro de la noche, y las estrellas resplandecientes. Las pinceladas toscas... apresuradas. La piel pálida contrastada por una enorme cantidad de lunares... y un rostro vacío.

Supo que era él. No importaba que en donde se suponía que debían ir sus facciones, se encontraran una serie de pinceladas al azar, posicionadas para esconder su cara. Supo que era él. Se recoció por la camisa oscura, casi negra; por los mechones rebeldes que caían por su frente y se perdían en las demás pinceladas; por la cantidad exacta de lunares que recorrían su brazo derecho...

Era él.

Era él en la noche en que habían ido a cenar. Las demás mesas se arremolinaban detrás de él, las luces resplandecían sobre su cabeza, el humo lo rodeaba...

Dio un paso hacia atrás.

El corazón le latía con rapidez en el pecho, amenazando con destrozarlo todo. Tuvo que recomponerse con rapidez. Se obligó a tragar grueso, y calmar su respiración. A deslizar su máscara de vuelta en su lugar.

Carraspeó, alzando una ceja y girando la cabeza para mirarla.

Aimeé se mantenía en silencio, con los labios sellados y las mejillas brutalmente coloradas.

Sonrió.

Dulce.

—Déjame llevarte a casa.

No fue eso lo que planeó soltar cuando abrió la boca. Quería soltar algún comentario burlón y desinteresado. Pretendía que no se diera cuenta de todo lo que causaba en él. De la explosión que aún tomaba lugar en su pecho, esparciéndose por sus venas.

Aimeé se giró hacia él, otra vez, con la sorpresa salpicada en su rostro.

—Planeaba... —Sacudió la cabeza, su dedo pulgar señaló algo detrás de ella. No supo qué—. Iba a llevarme Léon.

—Dile que cambiaste de opinión.

Fue el momento de cambiar de opinión. De comenzar a arrepentirse. De odiarse por no haber pensado aunque fuera por un segundo lo que estaba saliendo de su boca.

Aguardó bajo la indecisión de sus ojos.

—Está bien.

«Está bien». Asintió con la cabeza. ¿En qué se había metido?

La pelinegra paseó la mirada por el lugar, hasta encontrarse con algo más. Cuando se giró para saber qué era, se topó con la misma mujer rubia que había conocido la noche de la entrevista. Su agente. Y estaba observándolos a ambos como si fueran niños haciendo una travesura.

Aimeé se mordió el interior de las mejillas.

—Bueno... tengo que continuar —murmuró—. Ya sabes... con los demás invitados.

—Claro.

—Pero nos vemos luego.

—Claro.

Se despidió con una sonrisita antes de voltearse y dirigirse hacia alguna otra persona. Gabriel necesitó un par de minutos para poder procesar lo que acababa de ocurrir. El cuadro... y la promesa de que volverían a encontrarse en la noche. Volvió a mirarlo por última vez... a mirarse, y entonces comenzó a avanzar en dirección a la rubia que se encontraba a un par de metros.

La mujer cuadró sus hombros ni bien estuvo cerca de ella, y alzó la barbilla de la misma manera en que Aimeé lo había hecho hacía un par de minutos.

—Buenas noches —saludó al detenerse.

«Intenta no ser grosero. Por hoy».

—Buenas noches.

Se aclaró la garganta.

—Quisiera comprar uno de los cuadros.

La rubia parpadeó muy despacio, claramente habiéndose esperado cualquier cosa menos eso. Movió la cabeza de manera afirmativa.

— ¿Cuál de todos?

—El retrato de la esquina. El del rostro tapado.

El suyo. 





N/A:

BUENO

Primero que nada, mil perdones por tardar en subir el capítulo. Me cuesta mucho escribir con los horarios de la escuela y otras cositas. No sé como lo hacía en el 2019. Peeeero como recompensa, les traje un capítulo bastante larguito e intenso <3

Y A LA MISMÍSIMA. 

Channel <3 (A propósito, por si no me siguen en twitter donde no me callo nunca, les dejo un bocetito que hice de mi mujer. Recién estoy aprendiendo a dibujar bien pero creo que captura bastante su escencia, y me encanta)

No sé que tienen los personajes secundarios de este libro que me estoy enamorando de (casi) todos. 

¿Qué les pareció el capítulo? Si les gustó, no se olviden de votar y comentar. ¿Podemos hablar de la reacción de Gabi al cuadro? Me destroza emocionalmente si la comparo con la de Arthur. 

Nos vemos en el próximo capítulo, que si tengo suerte, lo termino rápido (adelanto: está muy bueno :)).

Besitos. 

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