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ᗩTᒪᗩᑎTᙓS | 2. Dianara, la Diosa Ultravioleta


Laycón casi se arrastraba, avanzando penosamente mientras Danae contenía la furia de Tsadkiel. El berserkire sabía que el tiempo era limitado y que debía apresurarse para culminar su misión. Debía proyectar el Símbolo del Origen en la Fenestra Infernalis y dejar así el camino expedito para la llegada de Lucifer al mundo del Demiurgo. Pero la terrible herida que su propio hermano le infringió le dificultaba mucho seguir adelante.

Pasaron solo unos minutos y los metros se hicieron subjetivamente más cortos. Laycón estaba muy cerca de su meta, un claro en medio de la selva rodeado de huesudos troncos cuyo verdor había sido removido luego del nuclear combate entre él y Golab. La cenizas el suelo habían manchado la existencia de Laycón que pronto se vio bañado de la negrura del piso. Entonces, cuando estaba casi sobre su objetivo, la presencia de Golab le bloqueó el paso. El demonio también estaba mortalmente herido.

No te lo permitiré —dijo el demonio con su voz fangosa casi apagándose.

¡A un lado, demonio! —ordenó Laycón, pero Golab, en lugar de retirarse, empezó a elevar su espectro.

No dejaré que sigas profanando estas tierras.

¡Largo! —aulló Laycón y una erupción de plasma emanó de todo su cuerpo, cubriendo con su luz la tierra y el suelo y helando todo cuanto había a su paso.

Hubo segundos de quietud y cuando la luz menguó Laycón vio que Golab había sido protegido por una barrera de plasma. Una fatiga insuperable se apoderó del berserkire y entonces otro demonio apareció. Era el Señor del Abismo, Asmodius, que había adoptado la forma de una escolopendra descomunal y ponzoñosa.

¿Problemas, Golab? —una voz ronca y gangliosa se desprendió de la piel del monstruoso ciempiés.

No necesito tu ayuda, Asmodius —Golab respondió.

Parece que te dejas llevar por tu orgullo, poderoso Señor del Foso —replicó Asmodius—, pues al llegar vi como la muerte te acariciaba en manos de este hiperbóreo.

¡Yo acabaré con él, no intervengas! —bramó Golab y luego se atragantó con su propia sangre congelada.

Estás muriendo, Golab. Pero yo te salvaré. Ja, ja, ja —Asmodius concluyó con una risa diabólica que penetró en Golab y lo sumergió en un profundo sueño.

Mientras los Dioses Traidores hablaban, Laycón se incorporó y empezó a concentrar todo su poder en el centro de sí mismo. Necesitaba un milagro y ya casi no había tiempo.

¡Qué crees que haces! —increpó Asmodius a Laycón.

¡No tengo tiempo para perder con vosotros, largaos de mi vista! —lanzó Laycón un grito furioso y segundos después estaba rodeado de fuego faérico.

El berserkire inmoló su Espíritu de espectro al límite de su cuerpo y alma; en instantes su éter sufrió una mutación. Aumentó de tamaño, le salió pelo de todas partes del cuerpo y desarrolló patas, brazos, cabeza y un torso totalmente definidos. De su rostro sobresalió un hocico armado con terribles colmillos y de sus dedos salieron garras. Cuando la mutación concluyó, Laycón se había convertido en un licántropo enorme y monstruoso.

El ciempiés, trastornado por la mutación de Laycón, envolvió al cánido con sus patas y ambos rodaron en mortal abrazo. Las vejigas de veneno del bicho, rematadas con enormes agujas, se cerraron sobre la garganta de Laycón a tiempo que este atravesaba con sus garras el cuerpo del miriópodo. El veneno no tardó en surtir efecto y el lobo empezó a debilitarse velozmente.

Momentos antes, a cierta distancia de Laycón y Asmodius, la diosa Danae aún tenía bajo su mira la corporeidad de Tsadkiel, apuntando su mortífera flecha directamente al corazón del arcángel. Ninguno de los dos hacía el más mínimo movimiento. Si Tsadkiel se movía aunque sea un milímetro, Danae lo atravesaría con su flecha; si Danae se movía o disparaba antes de tiempo, perdería de su mira a Tsadkiel y este contraatacaría.

¡Vamos, Danae, dispara! —retó Tsadkiel a la Diosa Ultravioleta, tentada a terminar de una vez con todo.

Ya casi tenía su blanco asegurado, Danae había calculado la trayectoria de su flecha. Sabía que ni bien disparase Tsadkiel se movería a tal velocidad que podría esquivarla. Pero entonces la diosa guerrera se desplazaría a la espalda de su blanco, lo cogería del cuello, tomaría la flecha aún en el aire y se la clavaría en el pecho con sus propias manos. Ese era su plan. Todo dependía de ese movimiento final. Pero entonces una luz cegadora seguida de una helada ventisca distrajo a ambos combatientes. Se trataba de la erupción de plasma que Laycón había lanzado contra Golab unos segundos atrás. Tsadkiel aprovechó el momento y se catapultó cobardemente a los cielos. Quedando fuera del alcance de Danae.

Por unos momentos que parecieron eternos, la mente de Danae se perdió en una inmensurable oscuridad. Tuvo una sensación horrible en su pecho, clavándose en su gélido corazón y levantando en él una flama demoníaca, como si el tiempo estuviera siendo monstruosamente deformado por una fuerza sin nombre. Pudo presentir la presencia de Halyón siendo arrancada del seno del cosmos, incrustándose en el ardiente corazón de una entidad de fuego. Le ardía el Espíritu, hacía demasiado calor y la oscuridad iba siendo iluminada por un ígneo resplandor en el interior de su mente. Eran como llamas de la corona solar, como el fuego del Foso en el que arden los pecadores por cometer herejía. Los círculos del infierno se revolvían y el magma bullía en su interior con furia. Un Espíritu divino estaba cayendo a la caldera del volcán, Halyón se estaba perdiendo entre las llamas y el fuego.

Ahora, el Señor del Foso quedará sellado a un Espíritu hiperbóreo nuevo —oyó Danae una voz resonar en el plasma de electrodos, era la voz de Asmodius resonando en las deformaciones del tiempo.

La Diosa Ultravioleta se dirigía en dirección a su amado Laycón, pero no tuvo tiempo de comprender el significado de sus visiones cuando un rayo de luz, ardiente como el fuego, la golpeó. Su éter cayó pesadamente al suelo, como un meteoro que cae a la tierra. Su vista era nebulosa, sus manos apenas tenían fuerzas para sostener el divino Arco de la Providencia. Una bestia canina colgaba no muy lejos de ella, manando copiosa sangre de su cuello. Sosteniendo al can licano de un brazo con sus vejigas de veneno, un ciempiés abría la boca, listo para devorar al lobo.

"No" —pensó Danae, internándose en lo más profundo de su ser—. "Esto no va acabar así" —se puso de pie—. "No permitiré que termine de esta manera".

Haciendo un último esfuerzo, Danae tensó su arco con una flecha de luz y disparó contra la escolopendra; pero falló el disparo. Sin embargo, la distracción fue suficiente para que el miriópodo soltase al lobo. Laycón, libre de las tenazas de Asmodius por el disparo de Danae, fundió su consciencia con su Espíritu, al modo Hiperbóreo, y viéndose sobre el lugar y momento precisos que tanto estaba esperando, proyectó el Símbolo del Origen sobre la Fenestra Infernalis. Cuando Asmodius lo notó, incluso cuando Tsadkiel regresó del cielo, ya era tarde. El Señor de la Guerra había llegado, entrando por la ruptura que Laycón había generado al proyectar el Símbolo del Origen en la creación de Jehovah.

Un resplandor verde, centellando intensamente en el cielo, iluminó todo de forma repentina. Asmodius y Tsadkiel aullaron del dolor que aquella luz increada provocaba en sus ojos. Todos los seres de diversos mundos, en incontables universos de ilusión, pudieron percibir la inaudita llegada de Lucifer al infierno creado por Jehovah-Satanás. El Señor de la Guerra había llegado desde más allá del todo, del exterior del gran agujero blanco para tomar partido en la guerra esencial contra las Potencias de la Materia. Como un cometa verde, Lucifer pasó por encima de la isla donde Laycón y Danae se encontraban y voló más allá de los mares, hasta la ubicación de una esfinge en la que los Atlantes habían incrustado la Vruna de Oricalco. Entonces, como un trueno resonando de las oquedades más imposibles del universo, la voz de Lucifer retumbó en miles de universos, dando la sentencia que los hombres del Pacto de Sangre recordarían para siempre:

Por la gracia del Incognoscible, os dejo la gema de luz increada para que tengáis constancia de que nuestra raza jamás será abandonada.

Lucifer, el Gran Jefe de la raza hiperbórea en persona, el ser más puro de todos los universos más allá de los mundos creados, el único que puede hablar cara a cara con el Incognoscible, dejó caer la joya más hermosa que todas las potestades hacedoras, creadoras y maestras puedan concebir: el Graal. Como una esmeralda, la gema de la Corona de Lucifer cayó sobre la esfinge, incrustándose en su frente. Luego, Lucifer agregó:

¡Despertaréis, lucharéis, recordaréis, resucitaréis, amaréis y honraréis el Pacto de Sangre, por el que nuevamente Dioses seréis! ¡JA, JA, JA, JA! ¡Teme, Jehovah, y grita de horror!

Y un alarido selló con su terror la llegada de Lucifer y el Graal, pues el sueño de Jehovah-Satanás se había convertido en una horrible pesadilla de la que ya no podría despertar. La Gema Hiperbórea, extraída de la corona del Gallardo Señor y asentada sobre el mundo del Demiurgo, impediría a los Arcángeles y Demonios negar el Origen divino del Espíritu; su inempañable brillo despediría en todo momento los reflejos de la Aldea del Origen.

Será difícil que alguien pueda imaginar el maravilloso espectáculo del Graal descendiendo a los Siete Infiernos. Tal vez será posible si se piensa en un rayo verde de brillo cegador e influencia gnóstica sobre el vidente, ante quien los demonios y ángeles giran sus fieros rostros, helados de espanto. Un rayo verde que, cual hoja cegadora de invencible espada, va rasgando los miles de mundos y universos de engaño, buscando el ardiente corazón del enemigo; una verde serpiente voladora que porta entre sus dientes el fruto de la verdad, hasta entonces negada y ocultada.

Cuando todo hubo pasado y la luz menguó, Asmodius y Tsadkiel habían quedado inflamados por un odio como jamás en su eternidad habrían imaginado. Laycón, agonizante por el veneno del ciempiés y destrozado por la herida de su propio hermano, yacía tendido en el piso existiendo por un mero acto de voluntad suprema; venciendo a la ilusión de la vida y la muerte gracias a su condición divina. Danae, trastornada por el rayo de luz que le cayó del cielo, despedido del cetro de poder del mismísimo Jehovah-Satanás, tampoco podía conservarse consciente.

¡Asquerosos herejes! —gritó Tsadkiel, a punto de ejecutar a Danae cuando, repentinamente, Golab la protegió usando su espada de fuego como escudo contra la ira de Tsadkiel.

¡Qué haces, Golab! —reprendió el arcángel al Señor del Foso.

Ella es mi presa, no me la arrebataréis —replicó Golab.

Tsadkiel lo miró, entornando los ojos, y luego esbozó una sonrisa siniestra.

Asesínala tú, entonces.

¡No! —respondió Golab, desafiante—. Ella adornará las salas del Círculo del Foso. Será mi tesoro más preciado y alegrará mi vista ahora que el maldito Lucifer profanó nuestro jardín con su herética gema.

¡Mátala! —increpó Asmodius.

¡No! —dijo Golab.

¡Mátala! —increpó Tsadkiel.

¡No! —Golab espetó.

¡Entonces muere tú también! —sentenció Asmodius cuya ambición de deshacerse de Golab para apoderarse del Círculo del Foso finalmente estaba por hacerse realidad.

Pero entonces otro arcángel llegó.

¡Deteneos!

Envestido en una armadura dorada, el brillo de San Miguel Arcángel lo inundó todo. Tsadkiel se arrodilló como una muestra de respeto al General de las Legiones Celestiales. Asmodius, quien no le rendía pleitesía alguna a los arcángeles, protestó:

¡Por qué me detienes, Miguel!

No permitiré —respondió San Miguel— que un demonio mate a otro demonio. No ahora que Lucifer llegó y dejó la Piedra del Pecado en nuestro paraíso. Más que nunca necesitamos de todas nuestras fuerzas y no voy a dejar que éstas disminuyan para satisfacer la ambición de un Demonio del Bafometh. ¡¿Quedó claro, Asmodius!?

El miriópodo, envenenado por su propia furia, no tuvo más que resignarse. Tras las Guerras de Védicas en las que el Bafometh perdió ante el Tetragrámaton, los demonios han tenido que vivir subyugados bajo las alas de los arcángeles. Ni siquiera el Señor del Abismo podía revelarse contra la voluntad del Gran General de las Legiones del Cielo, San Miguel Arcángel.

Golab, sorprendido por la llegada de San Miguel para salvarle la vida, se aproximó al arcángel y tomó una de sus alas.

Me he ganado a estas presas, Miguel.

El arcángel dorado miró al demonio caído, con el rostro embargado de furia, y sacudió sus alas para que lo soltase.

Has sido engañado, traicionado y vencido, Golab —respondió Miguel—. Tus alas negras están infectadas por pasiones impías de las que el Tetragrámaton no va responder, ni siquiera yo, aunque seas a quien más he amado.

Pero Miguel...

¡Vuelve al Foso, Golab, y duerme hasta la próxima era! —bramó San Miguel y luego un agujero negro absorbió a Golab, jalándolo hasta los infiernos del foso donde su alma quedaría sellada junto al Espíritu de Halyón.

¿Qué haremos con ellos? —cuestionó Tsadkiel.

Miguel miró a Laycón y Danae con los ojos inyectados de cólera.

Por culpa de estos malditos, Lucifer vino a la creación del Maestro Jehovah y la manchó con su luz verde. Les daremos un castigo más allá de la muerte.

Tsadkiel, comprendiendo aquellas palabras, puso su mano en la tierra y una enredadera de espinas de cardos y rosas salieron del piso y aprisionaron al lobo.

Yo, Tsadkiel, el Señor del Reino de Chesed y juez de las almas en la Tierra y el submundo, sentencio a este Espíritu a Encarnar. Vivirás como hombre y morirás como hombre, Laycón. Quedarás atado al destino y los designios del mundo y existirás para descubrir la Creación como cualquier mortal. Pero...

Y los ojos de Tsadkiel se llenaron de vehemencia.

Serás un ser incompleto.

De repente Danae, percibiendo el horrible poder que se elevaba ante ella, despertó del letargo en el que Jehovah la había sumido.

¡No, detente maldito arcángel!

Y cual sierras despiadadas cercenando las alas de libertad, las ramas de rosas y cardos con sus filudas espinas empezaron a serruchar el cuerpo del lobo transversalmente. El lobo encarnó, maldecido desde los hados en el nombre del Tetragrámaton, su éter se convirtió en carne y las espinas empezaron a cortarla. El lobo se convirtió en hombre y cuando este reaccionó se vio envuelto en espinas que le arrancaban la carne.

¡AHHHH! —retumbó un alarido de la garganta de Laycón ante los ojos de Danae que empezaban a derramar lágrimas de sangre.

La piel cedió rápidamente, luego las espinas empezaron a desgarrar la carne y el músculo, salpicando con su sangre el piso y el rostro de Tsadkiel. Cuando no hubo más carne que cortar las ramas llegaron al hueso, partiendo el cráneo, las mandíbulas, el esternón y la región pélvica. Cuando los huesos cedieron las espinas llegaron a los órganos. Los intestinos salieron expulsados de la entrepierna, los jugos gástricos se desparramaron, la médula espinal manó su linfa y finalmente los pulmones fueron separados. Laycón estaba partido en dos mitades perfectamente separadas, cada cual con sus órganos e incluso con una mitad de corazón y cerebro cada una.

¡Ahora, Laycón, encarna en dos cuerpos! —sentenció Tsadkiel.

Entonces ambas mitades regeneraron las partes de sus cuerpos que habían sido cercenadas, formando dos cuerpos idénticos como gemelos. Una mitad del Espíritu de Laycón viviría en uno de aquellos cuerpos y la otra mitad, en el otro cuerpo. Miguel Arcángel invocó a dos almas desde el reino del Fuego Gebura y las engrilletó a cada mitad del Espíritu de Laycón.

Sepultura de almas —dijo Miguel y las almas cayeron sobre los cuerpos.

Luego, el fuego fatuo de la muerte envolvió los cuerpos y ambos se vaporizaron, reencarnando en su primer ciclo de encarnaciones en dos extremos separados de la Tierra; quedando perpetuamente sellados a la vida y condenados a los ciclos de vida y muerte en el mundo de los hombres. Laycón perdía, así, su inmortalidad y su condición divina por medio del encadenamiento espiritual más cruel visto en los Siete Infiernos. Ese el castigo supremo por la herejía de abrir las puertas del cosmos para Lucifer.

Danae, que no había podido hacer nada para evitar la condena de su amado Laycón, cerró el puño con fuerza y restregó las lágrimas de sangre de su rostro.

Lo que han hecho, lo pagarán mil veces —amenazó Danae.

¿Y qué harás, Danae? —retó Tsadkiel—. Estás en nuestra casa, maldita por el poder del Maestro Jehovah, débil e indefensa ante nosotros y totalmente incapaz de regresar a Hiperbórea. ¿No notaste cuando el alma del mundo te cayó encima? El proceso ya empezó, estás encarnando y a no ser que te suicides ahora mismo, quedarás atrapada en nuestro mundo para siempre. Encarnarás sin remedio alguno. ¿Qué harás Danae? ¿Perseguirás a tu amado Laycón al paraíso de la vida y la muerte? ¿Comerás del fruto prohibido? ¿O morirás ahora y regresarás a Hiperbórea?

Danae miró el Graal de su arco, absorta en la contemplación de los recuerdos de su amor en el Origen de las cosas. Más allá, incluso, donde ella y Laycón son la eternidad misma. Su amor por Laycón era tal que cualquier trazo de miedo era suprimido en instantes por la determinación de una diosa que ama, vive, lucha y muere. Porque ella lo perdió y no pudo hacer nada para salvarlo en aquel instante, porque ella lo amó más lejos del infinito, porque ella era la guerra misma y el amor más puro de todos. Por eso y mucho más la Diosa Ultravioleta sabía que debía enfrentar los hados que ella misma creó.

Vosotros habéis creado este mundo a partir de vibraciones —respondió Danae a Tsadkiel, sin dejar de ver la gema de su arco—. Habéis copiado los sonidos de Hiperbórea en este mundo, habéis copiado la música. Laycón hallará la música del silencio aún siendo un hombre mortal, y yo estaré con él para encontrarla. Y por la gracia del Graal de la Corona de Lucifer sé que volveremos para haceros pagar por todo este sufrimiento.

¿Entonces has decidido quedarte, Danae? —preguntó Tsadkiel con tono de satisfacción, como si un plan hubiese tenido éxito.

Yo ya no soy Danae, pues moriré como diosa y seré mortal. Pero mi Espíritu inmortal siempre estará mirando al Origen como ha sido desde un principio. Aceptaré entonces el sueño de la vida en vuestro mundo de engaño para salvar a Laycón. Caeré como Danae, pero me levantaré como Dianara. Pues Dianara me llamaréis y recordaréis ese nombre pues bajo él sucumbiréis.

En un acto de valor final, Danae que se había convertido en Dianara inmoló su espectro y una luz violeta regó el cielo y el espacio, empañando con su brillo al sol y cegando a los Siddhas Traidores. Cuando la luz se apagó Dianara ya no estaba allí, había desaparecido y estaba encarnando en el mundo de los hombres. Los arcángeles se miraron, sorprendidos por la determinación de la Diosa Ultravioleta.

Ella será un fastidio de hoy en adelante —farfulló Miguel, pero Tsadkiel sonrió con confianza y respondió:

Ahora es mortal, hermano Miguel. Y es mujer, totalmente mujer. Su vulva y su vagina harán lo que nosotros no podemos pues estamos muy ocupados para ocuparnos de una simple mortal. Su belleza será la maldición de las rosas, y las rosas la dejarán perpetuamente maldita. Ese es el precio a pagar por un espectro que brilla en violeta resplandor, justo como el de ella. Su abrumador poder sexual la hará víctima de las pasiones de los hombres y sea por pasión o por coito, ella sucumbirá como prostituta tarde o temprano.

No te confíes demasiado —intervino Asmodius—. No olvides quien es ella. Si vence a las rosas, ¿quién será capaz de detenerla?

Las rosas son invencibles —respondió Tsadkiel—. Ningún mortal puede rechazarlas pues en ellas vive el fuego de un amor ardiente. La Diosa Ultravioleta en nuestro mundo, encarnada como la mujer más bella vista en el tiempo del hombre, hará que la postura de sentido a la Creación sea más intensa que antes. Dianara, como mortal, es verdaderamente un tesoro. Entiendo a Golab, su pasión por ella, pues es infinitamente hermosa. Y entiendo al traidor Halyón y al maldito Laycón; pues Dianara es bella como solo una mujer hiperbórea podría ser. Y su belleza, en nuestro mundo, será un tesoro que llenará con su perfume de amor y pasión a las civilizaciones humanas. Ella dejará las armas y se entregará al sexo, es su destino.

Así los dos arcángeles culminaron su tarea y se retiraron del mundo de los hombres. Pero los Dioses Leales no abandonan a los suyos. Cuando Enki supo de la caída del Señor de los Lobos y de la Diosa Ultravioleta, Laycón y Danae, llamó a una compañía de diez guerreros que, de forma voluntaria, se ofrecieron para ir a apoyar a sus camaradas. Luego el propio Enki invocó a Lucifer y pidió su favor para Laycón y Danae, relatándole a éste la desgracia en que ambos habían caído. Conmovido por su entrega y sacrificio, Lucifer volvió a bautizar a los Espíritus aguerridos de aquellos que habían sido maldecidos, y como un acto de honor hacia ellos les otorgó parte de su brillo para que sean encontrados. En cuanto a Laycón, a una de sus mitades la llamó Lycanon el hombre hecho lobo; y a la otra, Vairon el lobo hecho hombre. Y por su propia voluntad, Danae fue renombrada como Dianara. Y Lucifer así ordenó:

Dianara redescubrirá el secreto de la muerte, y por ella, Vairon y Lycanon también. Dianara los guiará de regreso a Hiperbórea, y Vairon y Lycanon protegerán a ésta con sus vidas. Las rosas serán enfrentadas por una fuerza de voluntad divina, como solo un Espíritu hiperbóreo puede proyectar; pues Danae es ese Espíritu que abandonará los pétalos para empuñar su arco y ser un avatar de la propia Artemisa. Sea pues, Dianara en Artemisa y Artemisa en Dianara. Y Dianara amará a los lobos por igual hasta que Vairon y Lycanon se encuentren y se enfrenten, y el que muera dará su otra mitad al vencedor para que Laycón renazca. Pues solo la comprensión de la muerte con el Signo del Origen puede liberaros de la ilusión de la vida. ¡Y por honor, cuando Lycanon y Vairon se encuentren por primera vez luego de su separación, ambos harán un pacto que harán cumplir con los milenios para su Eterno Retorno al Origen!

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