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ᑎOᙖᒪᙓS | 2. El sacrificio de Daneska

Cerca de un pequeño puente entre la frontera de Polonia y Rusia, el ejército de la Zarina Ekaterina se había atrincherado con la finalidad de preparar una invasión a Polonia. El oficial al mando de la operación era el famoso y temido Mariscal Mijaíl Kutúzov. Sus triunfos durante la guerra contra el ejército otomano y las tropas polacas y austro-húngaras le habían ganado el favor de la Zarina quien le había encomendado la expansión del Imperio Ruso. Mucho más allá de Polonia, la verdadera intención de la Zarina Ekaterina era la conquista diplomática del Sacro Imperio Germánico e incluso más allá del Rin, la conquista militar de Francia. La Zarina quería ahogar la Revolución de Europa y consolidar el Antiguo Orden. Sus ojos y sus armas se depositaban más allá de Germania, ella quería Occitania.

El Mariscal se hallaba en su tienda de campaña revisando algunos mapas para organizar la marcha sobre territorio polaco cuando un mensajero ingresó corriendo a la tienda.

—¡Mariscal, Mariscal!

—¡Silencio, qué es este escándalo!

El soldado de inmediato se cuadró.

—¡Mariscal, hemos encontrado tropas enemigas en el bosque!

—Eso no es posible. ¿Polacos?

—No, mi señor. Demonios.

Kutúzov puso una expresión de confusión absoluta. Salió apresuradamente de la tienda y, a caballo, se dirigió al bosque que bordeaba la retaguardia de su posición. Lo acompañaban cinco efectivos de caballería.

Cuando llegó, descubrió lleno de horror que los hombres de la reserva habían sido brutalmente masacrados, más de doscientos de ellos. Ni siquiera los cañoneros habían sobrevivido. Varios de los caballeros que acompañaban a Kutúzov se persignaron.

—Qué clase de bestia haría esto —masculló el Mariscal apretando los puños—. ¡Quiero una explicación, y la quiero ahora!

—Mi señor —se aproximó un soldado herido—. Estos bosques... están... están malditos. Hay diablos que parecen humanos morando en sus profundidades —los ojos del hombre mostraban el infierno que debió vivir.

Kutúzov sabía que el grueso de su tropa estaba compuesto por hombres reclutados del campesinado, no le extrañaba que fueran profundamente supersticiosos. Pero el Mariscal era un hombre frío y racional, para él no existían demonios sino enemigos.

—Tranquilícese y explique qué ocurrió aquí.

El soldado respiró hondamente y empezó su relato:

—Tal y como ordenó, al amanecer los tres pelotones de vanguardia de la Tercera División tomamos ubicaciones para bordear los flancos de cobertura. Colocamos los cañones en las dos colinas que rodean el acceso al puente y reunimos la infantería en las ubicaciones que usted dispuso. El Sargento Nikolaievsky nos situó en nuestras posiciones y nos ordenó esperar. Había una niebla tan espesa que no se podía ver más allá de dos o tres metros. Nevaba y la nieve tampoco nos permitía ver. Entonces oímos una voz siniestra que venía del bosque, de todas direcciones. Era una voz diabólica.

Poco a poco el soldado fue trastornándose, perdiéndose en sus recuerdos, deformando su cara con una expresión de locura.

—Continúe, soldado —dijo Kutúzov, tratando de hacer que su hombre recuperara la templanza, cosa que a duras penas logró y continuó.

—Aquella voz nos decía: ¡Matadlos, matadlos! Entonces los cañoneros apuntaron los cañones hacia el norte, los cargaron sin que nadie hubiese dado orden para ello y dispararon hacia la niebla. El Sargento Nikolaievsky apareció para dar la orden de cese al fuego, pero no obedecían. Dispararon tres veces más y solo entonces volvieron en sí. Entonces los vimos, eran sombras acechantes y tenebrosas más allá de la nieve. El Sargento ordenó al primer pelotón ir a explorar. Los hombres se perdieron en la niebla y luego oímos disparos y gritos. No podíamos ver nada, la niebla lo cubría todo. El Sargento nos dio la orden, al segundo pelotón, de ir hacia la niebla. Ninguno de nosotros queríamos ir, y no por cobardía, pero lo que había en esa niebla no parecía humano. A pesar del miedo avanzamos, avanzamos hasta que nos encontramos con los hombres del primer pelotón... —hizo una pausa, tragó saliva y agregó—: Estaban todos muertos.

—¿Nadie vio quien los mató? —interrogó uno de los jinetes que acompañaba a Kutúzov. El soldado negó con la cabeza y agregó:

—La niebla, mi señor, era impenetrable. En ese momento empezaron a dispararnos de todas partes. Parecía que había muchos hombres y que nos habían emboscado. Nos pusimos en posición de cobertura y abrimos fuego hacia los árboles, pero entonces un encapuchado apareció de la niebla con un sable y empezó a asesinar a todos. Sus movimientos... Jesús me perdone... El sujeto era demasiado rápido. No podía ser humano —el hombre calló unos segundos para suspirar y prosiguió—: Cuando la primera oleada cesó, apareció otro encapuchado con sable en mano. Dios es testigo, mi señor, los combatimos, les disparamos, tratamos de acabar con el enemigo. Pero ellos no se movían como humanos. En ese momento apareció el Sargento con la caballería y el tercer pelotón. Dispararon hacia los encapuchados y solo entonces estuvieron quietos el tiempo suficiente para poder distinguirlos. Tenían capas blancas cubiertas de sangre. Sus miradas eran frías y aterradoras. Eran demonios con forma de hombres.

Los hombres de Kutúzov se miraron unos a otros, le empezaban a dar el crédito de la duda al soldado.

—El Sargento les advirtió que estaban rodeados, que soltaran sus armas y se rindieran. Entonces hablaron palabras que nadie entendió. No podría asegurarlo, mi señor, pues oí aquella lengua muy pocas veces en mi vida; pero parecía que hablaban en francés. Luego uno de los encapuchados nos habló en rusky y nos dijo que no se rendirían.

—¿Y les dispararon? —preguntó Kutúzov.

—El Sargento así lo ordenó, mi señor. Les disparamos pero eran más rápidos que las balas. Yo tropecé con un cadáver y todo lo que pude ver fue a aquellos demonios saltando entre los hombres y sus caballos. Los mataron a todos con sus sables —el hombre empezó a llorar amargamente—. Yo fingí estar muerto y de esa forma salvé la vida. Cuando abrí los ojos, vi que ambos estaban retirándose. Pero eso no es todo. Vi que dos sombras iban encima de ellos, sombras de lobos. Solo los demonios pueden tener una sombra así a sus espaldas. Pasaron unos momentos y se perdieron entre la niebla.

Kutúzov no le podía dar crédito al relato del soldado, pero era el único testigo vivo de la masacre. Finalmente el Mariscal decidió acabar con todo el mito y empezó a repartir órdenes.

—¡Que la octava división venga a esta posición! ¡Caballería, conmigo por los flancos! ¡Artillería, sitúen los cañones en las colinas adyacentes! Ninguna niebla nos va detener.

Entretanto, en un claro del bosque, Alou y Roderick descansaban luego de su intenso combate con los rusos. Ambos tenían heridas de gravedad, pero las ocultaban para no alarmar a Daneska quien lucía atormentada por la situación.

—No queda más pólvora —dijo Alois y el dolor de sus heridas lo dejó mudo.

—Del otro lado del puente —dijo Roderick— nos estará esperando el emisario de Versailles. Quizás podamos llegar si bajamos por el río.

—El hielo no soportará nuestro peso —respondió Alois.

—No —intervino Daneska—. No pasará nada, estaremos bien.

El rostro de la muchacha se había llenado de una paz imperturbable. Los franceses la observaron y sonrieron. Luego se dirigieron una mirada y ambos supieron lo que tenían que hacer. Después de todo estaban totalmente rodeados y con un ejército esperándolos en frente. No podían retroceder, tampoco avanzar. Pero tampoco podían dejar que Daneska fuese capturada y puesta a merced de la Zarina. En ese momento existía solo una manera de salvarla. Sin embargo...

—Me divertí mucho con vosotros —dijo repentinamente Daneska con una sonrisa resplandeciente en el rostro—. Reímos, jugamos... vivimos. Eso era lo que mi madre quería para mí, quería que viva y recuerde la importancia de mi vida.

—Da... Daneska —farfullaron los franceses desordenadamente.

—No podremos cruzar, lo sé, pero estaremos bien.

Ambos franceses asintieron.

—Vámonos juntos —dijo Roderick. Luego miró a Alois y ambos hicieron un gesto de aprobación con la mirada.

Súbitamente dos explosiones los ensordecieron por unos minutos. La caballería rusa venía ya en camino y la infantería no podía estar muy lejos. Roderick y Alois pelearían hasta morir, pero Daneska debía salvarse. Ellos lo tenían todo planeado. No hablaron sus planes, no los exteriorizaron, pero sus mentes trabajaban al unísono. Ambos sabían lo que pensaba el otro y estaban listos para su última batalla. Entonces, sin aviso ni siquiera coherencia, Daneska asaltó los labios de Alois fundiéndose en un beso intenso pero fugaz. Luego besó a Roderick con la misma intensidad.

—Los amo a los dos —confesó Daneska mientras una lágrima se escurría por su mejilla, arruinando la sonrisa de su rostro—. Les prometo que nos volveremos a ver pero ahora, lo único que deseo es que vivan. Vivan las vidas que yo no podré. Vivan hasta que volvamos a reunirnos. Paka, dorogaya Laycón.

Y esa fue la última vez que Alois y Roderick vieron a Daneska. La chica se fundió en un resplandor violeta que cegó a ambos franceses. Luego sintieron que un viento huracanado los arrancaba del suelo y los levantaba por los aires. Hacía frío, muchísimo frío. Sus pensamientos se fundieron, disolviéndose en la nieve y la eternidad mientras la voz de Daneska iba menguando en sus mentes. Pero no en sus corazones ni en su sangre pues por fin la habían recordado. Mientras el viento helado los azotaba contra los árboles y la nada, ambos pronunciaron el nombre de aquella muchacha en sus mentes. "Darina", "Danae", "Dianara", "Daneska"... simplemente Diana.

Mijaíl Kutúzov yacía tendido en el suelo. Abrió los ojos y sintió que su cuerpo entero era atormentado por miles de agujas. Estaba helado hasta el tuétano de los huesos. Haciendo un sobrehumano esfuerzo se levantó y vio que la niebla que lo cubría todo había desaparecido. La mente del Mariscal estaba obnubilada por el golpe, pero poco a poco se iba rehaciendo. Recordó que estaba junto a sus hombres embistiendo la posición del enemigo cuando una luz violeta lo cegó y luego el estruendoso ruido de una explosión lo ensordeció. Su cuerpo fue arrojado por los aires y cayó en medio del bosque. Eso era todo lo que podía recordar pues la luz violeta casi le había cocinado los ojos y los recuerdos. Y hacía frío, demasiado frío.

Ayudándose de un tronco viejo como muleta, Kutúzov salió del bosque y regresó al camino de herradura. Éste ya no existía, todo había sido barrido y en su lugar había un gran cráter con vapores gélidos llenando el ambiente. Unos malvados resplandores violáceos y cárdenos se desprendían de la tierra y el hielo gelatinoso lo cubría todo. Los alrededores del cráter estaban atestados de magníficas esculturas de hielo. Eran sus hombres quienes se habían vuelto esculturas congeladas a una velocidad imposible. Solo entonces el Mariscal empezó a creer que eran realmente demonios quienes habitaban entre la niebla. Un prodigio de helada muerte y destrucción como aquel no podía ser por mano del hombre, sino de Dios... o del diablo.

Kutúzov siguió avanzando, abrigando la esperanza del pronto rescate de sus hombres y de una explicación apropiada. Su razón apenas podía digerir la forma en que el orden natural de las cosas había sido alterado. Entonces, en medio del cráter de hielo, vio la más increíble y hermosa escultura que jamás hubiese observado. Era la perfecta imagen de una bellísima niña esculpida en el hielo. Tenía alas, las que la hacían parecer un verdadero ángel; pero encima suyo estaba la imagen de un fiero y enorme oso, abrazándola. Aquella escultura de hielo confundía infinitamente al Mariscal pues la presencia de un ángel allí, a su entender, solo podía significar un mensaje divino, la presencia de Dios entre ellos. Sin embargo, ¿por qué Dios mataría a sus hombres de una forma tan cruel? ¿Qué propósito tenía convertir a su ejército en magníficas esculturas de hielo? ¿Acaso habían hecho algo que molestase a Dios? No, aquello no podía ser posible.

Entretanto, en un claro del bosque del lado polaco de la frontera entre Rusia y Polonia, una carreta humilde estaba parqueada cerca de un árbol. A no mucha distancia, entre la nieve y la oscuridad nocturna, brillaba una fogata y una pequeña tienda de campaña armada con troncos y pieles de animal. Calentando agua al fulgor de la lumbre, un hombre con una capa y capucha negra, y con un crucifijo colgando del cuello, observaba las llamas mientras su mente elucubraba una historia, la de Roderick y Alois a quienes rescató del lado ruso de la frontera.

Cuando el agua estuvo tibia, el encapuchado se incorporó e ingresó a la tienda. En ella yacían los dos franceses, aún inconscientes luego de las violentas sacudidas que sufrieron tras los vientos huracanados. El encapuchado mojó un paño con el agua tibia y lo colocó en la frente de Alois. Iba a repetir la acción con Roderick, pero en ese instante un cuchillo se depositó a milímetros del cuello del misterioso hombre con el crucifijo en el cuello.

—¿Quién es? —dijo Roderick quien se había despertado y estaba a punto de degollar al encapuchado.

—Si bajas el arma, te lo diré —el hombre respondió.

—Primero me dirá quién es, o le abriré la garganta.

El encapuchado esbozó una sonrisa chueca y luego se quitó la capucha. Tenía un rostro frío e inexpresivo, rematado con un solo ojo gris y un parche negro en el otro ojo.

—Me llamo Jean Paul Reveillere —al oír el apellido, Roderick bajó el cuchillo.

—¿Es usted el enviado de Versailles? —preguntó, confundido aún por la situación.

—Mentiría si dijera lo contrario. Soy un mosquetero.

Roderick clavó de inmediato su mirada en el crucifijo que el hombre llevaba. En él estaba gravada la señal del Papa.

—Oh, la cruz —dijo Jean Paul con gran apacibilidad—. También estoy al servicio de su Santidad en el Vaticano. Guardia Pretoriana.

—Un soldado Praetorian —murmuró Roderick que poco a poco iba a aclarando su mente, sacudió su cabeza y entonces vio a Alois aún dormido a su lado.

—Alois es mi sobrino —dijo el Praetorian mientras exprimía el paño mojado que colocó en su frente—. Al igual que a ti, a él también lo enviaron por órdenes de una voluntad superior. Pero debes saber, Roderick, que los planes de los Dioses Leales solo pueden desarrollarse dentro de la voluntad absoluta de la sangre y no así en la Creación de Jehovah-Satanás.

Roderick se había internado nuevamente en la sombra de la confusión. Las palabras de Jean Paul lo perturbaban inmensamente.

—Él... ¿está bien Alois? —dijo Roderick.

Jean Paul le dio una leve ojeada.

—Cuando os encontré estabais casi muertos —respondió el Praetorian con gran seriedad—. Había rastros de fuego faérico por doquier y muchos rusos muertos que se congelaron en segundos hasta convertirse en estatuas de hielo. El ejército ruso estaba totalmente diezmado y congelado, gracias a eso pude cruzar la frontera con facilidad y daros búsqueda. Os hallé en el margen del río con heridas graves. Os cargué al carruaje, alejándoles de Rusia lo más que pude. Alois tenía las heridas más profundas. Tuve que amputarle un brazo para evitar que se le gangrenara, pero su vida ya no corre riesgo. Tú tenías una fiebre y varios huesos rotos, pero logré curarte —hizo una pausa y miró severamente a Roderick—, habéis dormido durante casi dos semanas.

Una expresión de horror congeló el rostro de Roderick. Sus recuerdos iban reconstruyéndose hasta el instante en que aquella luz violeta consumió a Daneska. El atormentado muchacho se tapó el rostro con las manos, esforzándose por contener sus lágrimas.

—Se suponía que con vosotros venía una princesa rusa de la Dinastía Luchnik —interrumpió Jean Paul los pensamientos de Roderick—. ¿Qué le ocurrió?

Roderick no tenía las palabras ni la voz para responder aquella pregunta. Incluso haciendo un esfuerzo mayor apenas pudo pronunciar algunas palabras:

—La luz se la llevó, y el frío...

En ese instante el Praetorian lo entendió todo. Su largo entrenamiento gnóstico con los Cruzados Cátaros le permitía atar cabos y llegar él mismo a la conclusión de los hechos.

—Eso explica el fuego faérico —farfulló Jean Paul.

Agotado por el dolor y la tristeza, Roderick volvió a recostarse.

—Alois y yo hicimos todo para salvarla —dijo con infinito pesar—, pero el ejército ruso estaba en la frontera. No sabemos la razón.

—La Zarina trató de invadir Polonia —replicó el Praetorian—, es por eso que os encontrasteis con las tropas imperiales. El destino os jugó un mal comodín. Si hubierais llegado uno o dos días antes quizás habríais logrado cruzar la frontera sin novedad, pero estabais en el lugar y momento equivocados.

Roderick suspiró y esbozó una sonrisa lastimera.

—Ahora lo comprendo —concluyó.

Jean Paul entendía perfectamente el atroz dolor que Roderick estaba sintiendo en ese momento. Alois también quedaría devastado tras ver su condición. En un acto de empatía, Jean Paul empezó a relatar un poco de su historia.

—Hace años yo estaba enamorado de una princesa Luchnik.

Las palabras del Praetorian habían llamado la atención de Roderick quien lo miró de reojo. Jean Paul continuó:

—Ocurrió antes que la Zarina pierda la razón. Yo era joven, un mosquetero recientemente ascendido a las misiones del Régimen del Exterior de su Majestad —una expresión de nostalgia se había apoderado del duro rostro del Praetorian—. Ella se llamaba Katya Antonova, hija del Conde Antonov de Kistersky y de Lerusya Luchnienko. En ese tiempo yo frecuentaba Rusia por las gestiones diplomáticas del rey Louis ante la Zarina Ekaterina, era la escolta real y viajaba con el visir de Francia. De esa forma la conocí y nos enamoramos inmediatamente. Le faltaba solo un año para cumplir la mayoría de edad, así que le juré volver a Rusia para hacerla mi esposa. Un año después, cuando volví, me enteré que ella había ido al frente durante la guerra entre los rusos y los otomanos. Murió en combate. Algunos soldados me hablaron de ello. Lo que describieron fue exactamente igual a lo que vi ahora. Un resplandor violeta rodeó a Katya y luego hubo una explosión que dejó a los turcos como estatuas de hielo. Katya se había convertido en una escultura congelada y yo, me convertí en Praetorian del Papa.

La historia del Praetorian tenía un sentido atroz en el corazón de Roderick. Finalmente, no pudo contener más su llanto.

—Debes saber, Roderick —continuó Jean Paul—, que las princesas Luchnik son guerreras que mueren protegiendo lo que aman. Ellas no son de este mundo, tienen poderes que nadie puede comprender. Dime, la princesa Luchnik que tú y Alois fuisteis a rescatar, ¿os dijo algo antes de marcharse?

Roderick asintió en silencio y respondió:

—Dijo que deseaba que viviésemos, que Alois y yo sigamos con vida. Que nos volveríamos a ver.

—Entonces debéis creerle y cuando Alois despierte tenéis que levantaros y seguir viviendo tal y como ella os pidió. La vida es un engaño, una mentira, un sueño del más grande traidor de todos los cielos, Jehovah-Satanás. Pero tened fe en vosotros mismos pues en los hombres se halla el privilegio que los dioses anhelan: Nuestra capacidad de morir y renacer. La vida es una pesadilla, pero debéis vivirla para descubrir cómo salir de ella. No por ser dolorosa o engañosa os podéis rendir, la vida es una prisión y la única forma de salir es usando la misma prisión como herramienta para salir de ella. La princesa Luchnik sabía eso, estoy seguro que os amaba profundamente y por eso dio su último resplandor para salvaros.

Las palabras de Jean Paul consolaban de alguna manera la aflicción de Roderick. El Praetorian continuó:

—Estáis vivos y Francia os necesita más que nunca. Hay tribulación en nuestro país y se debe establecer el orden. Quizá perdamos nuestra Plaza Liberada, pero dejaremos una puerta abierta que la Sinarquía jamás podrá cerrar. De esa forma, así conquisten toda Francia y se llene de judíos y sinarcas, siempre habrá un lugar para los hombres del Pacto de Sangre. Los lobos deben volver a su tierra y retomarla por la fuerza tal y como ha sido a lo largo de los milenios.

Sí, esa era ahora su misión. Solo entonces Roderick supo que había algo transcendental más allá de la aristocracia, del clero, de la Revolución o de la misma vida. Incluso más allá de la muerte le esperaba el amor de la princesa de sus ojos, de su Pareja del Origen. Roderick sabía que él y Alois tendrían que competir por ella un día, pero quizás aquello tampoco habría de ser necesario.

Después de todo, ambos eran lobos.

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