ᑎOᙖᒪᙓS | 1. Un mosquetero, una princesa y un revolucionario
Invierno del año de 1789 de Nuestro Señor; San Petersburgo, Rusia.
La Revolución Francesa había empezado en París y los revolucionarios estaban alzados en armas contra la nobleza, la burguesía y la Corona. En medio del caos, una misión especial había partido de Francia con rumbo a Rusia; dos emisarios formaban parte de ella. Roderick Michelle, joven agitador conocido por su habilidad con el sable. Era hijo del Capitán de la Guardia Revolucionaria Nacional y gozaba del favor del marqués de La Fayette, uno de los impulsores de la Revolución. Su compañero de viaje era Alois Reveillere, un Mosquetero Real recientemente ascendido que había ganado su puesto debido a la tradición familiar de su casta como antiguos Regentes de París y Saint Germain. Sin embargo, el ser compañeros de misión no significaba que tuvieran amistad alguna.
Por siglos los Michelle y los Reveillere habían estado enfrentados por cuestiones políticas y esas diferencias se acentuaron al empezar la Revolución Francesa. Mientras los Reveillere eran firmes protectores del Rey, los Michelle eran enemigos de la Corona y apoyaban a la Revolución. Por lo mismo, Alois y Roderick eran tan opuestos como el día y la noche. La campaña de rescate a la que se habían embarcado no era conocida por el Rey ni por los revolucionarios. Los Michelle y los Reveillere estaban atendiendo un llamado de auxilio de los Luchnik de San Petersburgo.
La Zarina Ekaterina (Catalina II) estaba dando fiera caza a los Luchnik luego de enterarse que su amante, Aleksandr Dmítriev-Mamónov, se había enamorado perdidamente de una de las damas de la familia. Cuando la emperatriz Ekaterina lo supo acusó a todos los Señores Luchnik de sediciosos y empezó una campaña para exterminarlos. El blanco principal de sus ataques era Elena Luchnienko viuda del Conde de Yaroslav, por quien Aleksandr Dmítriev había perdido el corazón y la cabeza. Perseguida por las tropas imperiales, Elena Luchnienko envió una carta a sus aliados franceses pidiendo ayuda para salvar a su hija, Daneska Luchnienko, pues la propia Elena se consideraba condenada y deseaba que su hija viviera a toda costa. Los Michelle y los Reveillere, haciendo honor al antiguo pacto entre los Luchnik de Moskovia y los Señores de Francia, emprendieron el rescate con dos de sus mejores soldados.
Luego de varios días de viaje, Roderick y Alois estaban finalmente en San Petersburgo. La nieve había cubierto con su blanco manto todas las calles y los techos de las casas. Un ambiente de miseria y hambruna se respiraba por toda la ciudad, con cadáveres congelados de gente que había muerto por el frío y el hambre. Habían pordioseros implorando limosna a cada transeúnte que veían, casi en cada esquina. Ver aquella pobreza pronto inflamó la sangre de Roderick, quien no dudó en discutir con Alois.
—¿Y es esta la forma de vida que tú y tu gente protegen con tanto tesón? —Roderick rezongó, con el rostro enrojecido por la indignación.
—Debes entender, Roderick, que el Rey Louis previene a nuestro pueblo del extranjero y del sayón —arguyó Alois—. Con estos rusos no puedes compararnos.
—¡Nuestro pueblo también muere de hambre y vosotros nos pedís resignación! Alois, tu Rey sigue celebrando fiestas en Versailles para esas escorias de la nobleza y el clero, y la gente ya no sabe a dónde dirigirá sus oraciones.
—Es también tu Rey, Roderick.
—Jamás ese cerdo será mi Rey.
—¡Muestra más respeto! —espetó Alois.
A la velocidad del rayo Roderick desenvainó su sable y, a tiempo que lo ponía en el cuello de Alois, este desenfundó su trabuco con su cañón apuntando directamente al corazón de Roderick.
—Retira tus palabras —amenazó Alois.
—¿O dispararás?
—Y de seguro morirás.
—Sepas que si muero te irás conmigo pues mi hoja cortará tu cuello antes o después que jales del gatillo.
Ambos quedaron amenazándose ante una pequeña multitud de limosneros que, presas de la sorpresa, se acercaban a los duelistas con enorme curiosidad. Alois no bajaba su arma mientras Roderick tampoco apartaba su sable del cuello de Alois. Unos segundos después, como si una tregua tácita se hubiera alzado entre los dos, bajaron sus armas al unísono, cronométrica y lentamente. Se asesinaron con las miradas y retomaron su marcha. Caminaban a dos o tres metros de distancia uno del otro, pero iban en la misma dirección para cumplir el mismo mandato. Su destino final: el Palacio de Invierno de San Petersburgo.
La suntuosidad del Palacio de San Petersburgo hacía eclipsar cualquier otro edificio de la ciudad. Sus esculturas, sus columnas doradas, sus magníficos adornos jónicos, toda la estructura era una obra de arte en sí misma que nada tenía que envidiarle al Palacio de Versailles. Si bien para Alois era un escenario familiar, pues como mosquetero había vivido mucho tiempo en Versailles junto a la guardia real, para Roderick era un espectáculo tanto exótico como blasfemo. Para el joven revolucionario era prácticamente un insulto que la nobleza viviese así mientras el pueblo moría de hambre en las garras del invierno.
Según la carta de Elena Luchnienko, ella y su hija estaban escondiéndose en una recámara secreta del palacio cuya ubicación solo los Luchnik conocían. Desde luego, Elena también había revelado la entrada secreta a los franceses. Alois y Roderick circunvalaron el edificio camuflándose tras los árboles para no ser vistos por los guardias imperiales mientras analizaban la forma de ingresar al perímetro del palacio. Decidieron esperar el manto nocturno para hacer su incursión.
El sol no tardó en ocultarse, el invierno hacía que los días fueran sumamente cortos y la oscuridad se apoderó de todo con tenebrosa rapidez. Copos de nieve, refulgentes ante la luz de las antorchas, caían apaciblemente y los guardias se retiraban a los refugios del palacio para montar guardia al calor del fuego.
Calados por el frío pero con una determinación afilada como espada sangrienta, los dos franceses salieron de los troncos muertos que usaron de escondite y se internaron en el patio principal por la parte posterior del palacio. Dos soldados, ebrios y con botellas de vodka a su alrededor, montaban una deficiente guardia. Ninguno vio a los intrusos entrar al edificio.
En una de las columnas laterales del ala derecha encontraron una pequeña argolla que accionaba una larga cadena. Alois y Roderick jalaron de ella y, tal como la carta describía, hallaron una puerta de madera cubierta tras los arbustos y escondida detrás del pilar. Tras la puerta se extendía un largo corredor de piedra impregnado por la humedad e iluminado tenuemente por una hilera de velas. Los franceses ingresaron a las penumbras con cautela, aún sospechando la presencia de soldados rusos; pero el pasillo estaba expedito. Al final de éste encontraron una puerta de madera con las bisagras de hierro muy adornadas. Alois pegó su oído al portón para tratar de oír algo, miró a Roderick e hizo un gesto serio de aprobación. Entonces empujó suavemente la puerta y, como brisa de verano, un aire cálido acarició sus rostros.
La recámara que tenían ante ellos era una habitación con una chimenea, una mesa con dos sillas, una alacena vacía, un polvorín viejo, una cama y... dos mujeres.
Las dos habitantes de aquel refugio estaban dormidas, abrazadas sobre la cama. Lucían pálidas y débiles, seguramente la comida se les había acabado hace tiempo y estaban en ayunas. Roderick se les aproximó, se agachó y las observó unos segundos. Alois, detrás de él, lanzó un par de miradas hacia ellas y luego apartó la vista. Ambos estaban impresionados pues aún en aquella penosa situación, las dos exhibían una rara y exótica belleza. Los franceses no tardaron en comprender porque se decía que las princesas de la dinastía Luchnik eran la perdición de los hombres. Su legendaria hermosura no era solo un mito, era real.
Ambos se apresuraron para atenderlas. Entibiaron agua y sacaron algo de comida de las provisiones de su viaje. Con cuidado, Alois trató de despertar a Elena que parecía sumida en un sueño imposible de quebrantar. Le habló suavemente, primero en francés pero luego pensó que quizá aquella mujer no sabría la lengua franca así que se dirigió a ella en ruso. Lentamente Elena abrió los ojos y, como si aquellos rostros desconocidos le fuesen familiares, sonrió.
—¿Habéis venido de Francia? —preguntó Elena. Alois asintió.
—Descanse, madame. Ahora está a salvo.
Las dos fugitivas comieron con ansiedad la comida que los franceses les ofrecían. Estaban hambrientas. Mientras ellas comían, Roderick y Alois se perdían en insondables meditaciones. Si bien Elena era portadora de un particular magnetismo, su hija, Daneska, llevaba una indefinible aura de misterio aún más enigmática que la de su madre. Era muy joven, no tenía ni quince años cumplidos y ya era tan o más hermosa que Elena. Su piel estaba impregnada de un sutíl perfume con aroma a frutas. Sus ojos cárdenos, adornados con delicados rayos de color miel, eran tan profundos como el cielo nocturno. El rostro de la niña les era asombrosamente familiar a los dos confundidos muchachos quienes no podían definir conscientemente qué clase de embrujo los había embargado. Ninguno de los dos había visto jamás a un ser semejante. Alois conoció toda clase de damas de la nobleza de distintos países, pero ella superaba con creces los encantos de cualquiera de ellas. Por su parte, Roderick se había acostado con sinfín de hermosas mujeres occitanas, normandas, danesas, finesas, holandesas y revolucionarias florentinas, pero un hechizo como el de aquella joven rusa le era totalmente nuevo. Los dos franceses se esforzaban para no verla ni hacer evidente su confusión, pero les costaba inmensamente apartar la mirada de las dos rusas, en especial de Daneska.
—Os agradezco vuestra inmensa bondad —dijo repentinamente Elena—. Sois en verdad caballeros valientes para haberos lanzado en tan peligrosa campaña que significa nuestra salvación.
—Vinimos por mandato de nuestras familias —replicó Alois— para honrar el viejo pacto entre vosotros y nuestros ancestros.
—Y no sabéis cuán grande es mi gratitud pues no sabía que arriesgaría vidas tan jóvenes como las vuestras. Es que sois casi unos niños.
—Somos jóvenes —intervino Roderick—, pero ya tenemos edad suficiente para alzar la espada y matar. Hemos llegado a la mayoría de edad, ganamos batallas y peleamos en campos de muerte que no os podríais imaginar. Si de mí debo hablar, os puedo garantizar que no existe mejor espadachín en toda Francia pues quien enfrenta el acero de mi sable de seguro halla la muerte.
—Yo soy mosquetero, madame —dijo Alou, impulsado instintivamente para no dejarse humillar ante las sobradoras palabras de Roderick—. Miembro de la guardia de su Majestad y me consideran el más hábil de todo el cuerpo de mosqueteros —y agregó, mirando a Roderick—. Sea por la pólvora o el acero, no existe hombre vivo capaz de vencerme en los campos de muerte. El propio Capitán D'Artagnan confió a mis ancestros la seguridad del Rey.
—¿Estáis peleados vosotros dos? —preguntó Elena.
Ambos franceses se clavaron una ojeada desbordada de rencor y luego agacharon la cabeza cual dos niños que son regañados por una travesura.
—Existen traidores a Francia dentro de nuestra propia gente, madame —respondió Alois sin verla directamente.
—Y también hay traidores al pueblo —agregó rápidamente Roderick.
Elena exhaló profundamente y, con gesto plácido, tomó las manos de ambos.
—Sé que en vuestra tierra hay revolución, que estáis divididos pues algunos consideráis que la nobleza ha abandonado a su gente. Por el otro lado, otros se han sentido traicionados por su pueblo; pero en este conflicto ambos debéis saber que la Revolución y el Rey se mueven a la sombra de un mismo buitre.
Roderick y Alois se miraron y de inmediato recordaron las palabras que los padres de ambos habían repetido sin cesar durante años. Recodaron las viejas lecciones y las leyendas familiares que se les habían heredado tras eones de historia de ambas familias. Y es que ninguno de los dos podía negar que los Michelle y los Reveillere tenían demasiado en común. Entonces, como si de alguna forma tuvieran las mentes sincronizadas, ambos dijeron al unísono:
—La Sinarquía.
Elena sonrió plácidamente, como si hubiese experimentado alguna clase de satisfacción al oírlos.
—Así es, mis jóvenes camaradas. Y no solo a vuestra gente cayó el yugo de la maldad, pues es por la Sinarquía que el corazón de la Zarina se llenó de veneno. No fue un crimen de amor o la confesa pasión que Aleksandr Dmítriev me juró en los pasillos del palacio, sino el odio incontenible que germinó en la Zarina después de recibir el Satán imperial de garras de la Sinarquía. Y tras ella vino el Tetragrámaton y el Bafometh para incitar la crueldad de la nobleza y el odio del pueblo del mismo modo que ocurre en Francia. Hay arcángeles, demonios y los hijos de Israel diseminando discordia en los reinos, empezando guerras inútiles y trayendo guadaña entre nuestros pueblos. Pero los hijos de Abraham no se hacen ver fácilmente y por eso conspiran entre los revolucionarios y en los pasillos de los palacios sin que nadie pueda acallar sus voces venenosas, llenas del odio de ángeles y demonios hacia las aristocracias libres de Europa; hacia el Pacto de Sangre de nuestros linajes con la Hiperbórea de nuestros ancestros.
Alou y Roderick sabían que había verdad en las palabras de Elena, pero les costaba apartar sus diferencias pues ya habían pasado demasiados siglos de rencor entre sus familias. La Revolución y la aristocracia estaban destinadas a seguir luchando sin tregua.
—Mon madame —dijo Roderick—. Tenemos que abandonar pronto este lugar.
Elena los miró y luego dirigió una mirada hacia su hija quien se tapó su rostro y empezó a llorar muy quedamente.
—La Zarina me dará caza sin importar donde esté —contestó Elena—. Por eso y por mucho más yo ya no tengo salvación, pero mi hija es joven y puede alcanzar la redención. Yo no puedo acompañaros en vuestro viaje, pero os ruego, valientes caballeros, que salvéis a mi hija...
—¡No mamá! —dijo de repente Daneska con el rostro enrojecido y empapado por las lágrimas. Era la primera vez que hablaba en presencia de los franceses desde que llegaron—. No puedes abandonarme ahora. Por favor, acompáñanos, sálvate tú también.
Elena esbozó un gesto de agonía en el rostro, y acarició la cabeza de su hija.
—Mi niña, mi amor. Los viejos tenemos que descansar. Ve con ellos, cumple tu parte en la Misión Familiar y sé valiente por sobre todas las cosas. Yo siempre voy a estar a tu lado.
—Pero mamá...
—Sin peros, Daneska. Hay gente que te necesita y debes ser fuerte por ellos —sentenció Elena, miró a los franceses y agregó—: debes ser fuerte por todos nosotros.
No había mucho más qué decir, la suerte estaba echada.
Los preparativos fueron cortos, Daneska no tenía demasiadas pertenencias aparte de algo de ropa y un par de libros. Elena le dio al mosquetero y su compañero toda la pólvora seca que le quedaba más un par de mosquetes que había logrado extraer de la armería del Zar. Minutos después había llegado la hora de las despedidas. Elena se hallaba frente a su hija en la gran puerta de madera que separaba la habitación del corredor principal. Roderick y Alois estaban fuera, esperando a que madre e hija se den el último adiós. El amanecer ya iluminaba con níveo brillo las nubes infinitas en la Silva de invierno. Todo era blanco en el cielo, en la tierra y en los corazones.
—Ahora solo preocupémonos por regresar a Francia —dijo Roderick.
Alois permaneció en silencio unos segundos y luego replicó, dudoso:
—Esa muchacha, Daneska...
—Solo piensa en Francia, Alois —lo interrumpió Roderick.
—Es que ella...
—¡En Francia!
Ninguno de los dos dijo nada más hasta que Daneska salió de la entrada secreta. Llevaba una expresión atroz. Los franceses volvieron a tapar la puerta de madera y escondieron la argolla que la accionaba tras los matorrales. Se fueron, sin mirar atrás, para siempre.
El silencio se hizo entre los tres viajeros hasta casi el atardecer. Cubiertos bajo capas blancas, pasaron sigilosamente por las calles más desiertas de San Petersburgo con la finalidad de evadir las tropas imperiales que vigilaban la ciudad. La miseria y la muerte se pegaban en cada callejón como una miel viscosa y agria. Daneska, haciendo su máximo esfuerzo de voluntad, retrajo toda su tristeza y se concentró en guiar a sus protectores fuera de la ciudad.
Una vez en las afueras, se refugiaron en el establo de un poblado cercano para guarecerse de la tormenta nocturna que se avecinaba. Habían logrado salir de San Petersburgo. Roderick encendió una pequeña lámpara de aceite y repartió la última ración de alimento que les quedaba. A la mañana siguiente debían reabastecerse.
—Eso es todo —dijo Roderick dando la última pieza de pan a Daneska—. Tengo algo de oro que podremos cambiar por comida —agregó.
—Mañana saldremos temprano —dijo Alois. Se acurrucó a la pared del establo.
Súbitamente Daneska empezó a llorar. Alois y Roderick se miraron, como preguntándose quién de ellos iba a ser el que la consolara. Ninguno de los dos quería tener mucho contacto con la chica, ambos sabían inconscientemente que corrían un terrible riesgo si ella les ganaba la moral o el corazón. Si se encariñaban estarían perdidos. Pero la memoria de sangre es más poderosa que cualquier resquemor. Empujados por alguna fuerza misteriosa, los dos muchachos se sentaron a su lado y la abrazaron. Finalmente los tres se quedaron dormidos, juntos para darse calor en la noche del invierno ruso que los asolaba.
De poblado en poblado, los viajeros recorrían un viejo camino de herradura que los llevaría a Polonia por un sendero que la guardia imperial rusa ya no vigilaba. Las palabras tímidas entre la niña y los franceses fueron cambiadas por preguntas personales, luego por conversaciones y finalmente por expresiones sutiles que solo las miradas pueden entender. Alois y Roderick ya no sentían desconfianza hacia Daneska y ella tampoco desconfiaba de ellos. Su fuga de Rusia se estaba convirtiendo en una divertida e impredecible aventura. Jugaban con la nieve, comían y dormían juntos. Reían bastante. Daneska tenía un temperamento travieso y juguetón, una personalidad tan cálida y apacible que pronto los franceses se olvidaron de su odio mutuo o del invierno. Ya no se odiaban sino que habían aprendido a trabajar y convivir juntos; y un día, de forma accidental, se tropezaron con la amistad.
La frontera polaca estaba cerca; sin embargo, no por estar fuera de Rusia el camino iba a ser más sencillo. Si bien Daneska era presa para las tropas imperiales rusas, fuera de Rusia, en el Sacro Imperio Germánico, Alois y Roderick, no, cualquier francés, se convertía en presa para las topas germanas y austriacas. En esos días no había muchos lugares en el mundo en los que franceses o rusos pudiesen gozar de seguridad. Y mucho menos los descendientes de los Michelle, de los Reveillere o de los Luchnik.
Alois ya había anticipado que más allá de la frontera rusa, en Polonia, los hombres del Emperador de Prusia los cazarían hasta matarlos. En el caso de Roderick, por ser revolucionario; en el caso de Alois, por ser hijo de los antiguos Regentes de Saint Germain, viejos enemigos de la casa real de Federico. Por ello, antes de partir de San Petersburgo, Alois mandó un mensaje en el lomo de un lobo amaestrado quien siguió a los dos franceses durante su viaje. El destinatario era un mosquetero real de Versailles quien compartía lazos sanguíneos con Alois. En el mensaje solicitaba un punto de recogida. Por lo tanto, su objetivo principal era llegar a la frontera ruso-polaca pues desde allí viajarían con una escolta que los dejaría sanos y salvos en París.
—Me siento sorprendido, Alois —dijo Roderick mientras caminaban—. Lo tenías todo calculado y bajo control sin que yo lo supiera. La idea de enviar un mensaje a Versailles jamás se me hubiese ocurrido.
—Servir al Rey tiene sus ventajas —replicó Alois—. Por ahora solo debemos llegar a Polonia. Desde ahí todo será más tranquilo.
—¿Y si los germanos nos descubren?
—No lo harán, los mosqueteros somos rápidos y sigilosos; más aún el camarada que vendrá de Versailles. Él conoce rutas de Europa que nadie sospecha, sabrá llevarnos por el Sacro Imperio Germánico hasta arribar con bien a París.
—¡Miren, está nevando de nuevo! —los interrumpió Daneska.
Los tres viajeros se perdieron en una leve contemplación y, antes que Alois y Roderick se dieran cuenta, Daneska los había tomado de las manos. Ella caminaba en el centro, con la mirada hacia los copos de nieve que caían, mientras los dos franceses perdían sus mentes en el cielo blanco y nublado.
—Mi madre siempre decía —dijo Daneska— que en Hiperbórea cae mucha nieve, pero que nadie siente frío. Hay muchas chispas de luz, pequeñas, pequeñitas, flotando en el aire como pétalos de diente de león. Y el sol, detrás del horizonte, tiñe el cielo de color violeta cada atardecer y al despertar en la mañana. No hace frío como aquí, es un lugar cálido, pero siempre está nevando. Y allí, donde la luz flota y la nieve cae, viven nuestras verdaderas familias.
Las palabras de la muchacha tenían un misterioso y profundo sentido para Alois y Roderick quienes podían intuir el mundo del que ella les hablaba. Una nostalgia se estaba apoderando de sus corazones; ambos desearon regresar a esos días dorados. Entonces Daneska apretó con fuerza las manos de ambos y dijo las palabras que reactivaron el mecanismo quántico de la existencia de los tres:
—Apenas llevo unos días de conoceros, pero parece que hubiera sido una vida entera. Os quiero a ambos y solo deseo estar a vuestro lado.
Un nudo se hizo en la garganta de los dos franceses, bajaron la vista y sus ojos se encontraron con los de Daneska. Ella los miraba y sonreía.
Miró a Roderick y le dijo:
—Quédate a mi lado por siempre.
Miró a Alois y le dijo:
—Para siempre, muy cerca de mí.
Daneska lo sabía muy bien en el fondo de su corazón, pues esos dos muchachos eran a los que había estado esperando toda su vida. Los soñó, los anheló, creció con el profundo deseo de conocerlos un día. Finalmente sus sueños se habían hecho realidad. De alguna forma ella sabía que estaba profundamente enamorada de los dos, pero no sabía explicar ese sentimiento, ni siquiera a ella misma. En algún modo ella intuía el tiempo que había compartido con esos dos franceses desconocidos, que aún llegados de tierras lejanas, les resultaban mucho más familiares y cercanos que cualquier otra persona que hubiese conocido. Para Daneska, Alois y Roderick eran algo más que una familia, más que dos hombres a los que podía ver como hermanos o amantes. Ellos eran el propósito de su ser. Para ellos, Daneska era el tesoro más preciado, el que les estaba aguardando tras la nieve, en aquel frío invierno ruso. Era la razón por la cual podían hacer las paces y pelear juntos, ya no por un Rey o una revolución, sino por una causa eterna.
Dos explosiones ensordecieron a los viajeros que cayeron arrodillados al piso. Roderick rastrilló con su vista en horizonte nebuloso que los rodeaba, imbricado de árboles huesudos y nieve, y pudo oír dos cañonazos más. Las deflagraciones que les siguieron no tardaron en retumbar cerca de ellos.
—¡Alois, hay cañones hacia el sur!
—¡A los árboles, corred! —respondió el mosquetero.
Los tres se agacharon detrás de un tronco viejo. Daneska temblaba de miedo, abrazada a sus dos protectores mientras estos asomaban la cabeza para ver a sus alrededores. Pronto empezaron a oír pasos y voces hablando en ruso.
—Son tropas imperiales rusas —murmuró Roderick.
—Cómo pudieron encontrarnos —dijo Daneska—, se suponía que este camino estaba abandonado.
—Debieron rastrearnos desde San Petersburgo —respondió Alois.
—La frontera de Polonia está muy cerca —continuó Daneska—. ¿Acaso nos estaban esperando?
—No —respondió Roderick—. Ellos no enviarían a un ejército con artillería para acorralar a tres viajeros. Estaban aquí por otra razón y tuvimos la mala suerte de toparnos en su camino.
—Merde, están por todas partes —dijo Alois mientras cargaba pólvora en su mosquete.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Daneska.
Alois y Roderick miraron a la chica cuyos ojos estaban aguados, luego se miraron y le sonrieron a su protegida.
—Vamos a estar bien —Roderick afirmó con tranquilidad.
Dos explosiones cayeron a pocos metros de ambos. Los soldados rusos estaban aproximándose. Alois y Roderick tenían sus mosquetes listos, apuntando hacia la niebla que ocultaba la marcha del enemigo. No tenían tiempo de pensar, en ese momento solo se podía pelear.
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