9. El secreto de María Luchnienko...
Incrustada en plena cordillera Andina, la ciudad de La Paz de la Cuarta Vertical mostraba todo su esplendor e intensa actividad aquel 23 de agosto del año 2000. Eran casi las dieciséis horas con veinticinco minutos. Las industrias estaban llenas de fabriles. Las oficinas funcionaban en horario continuo por lo que varios de sus trabajadores estaban saliendo de su labor. El turno vespertino en escuelas y universidades relataba la misma rutina de todos los días, sin alteraciones. Una marcha de protesta bajaba por la Avenida Montes, exigiendo la derogación de un decreto. El tráfico caótico salpicaba el aire con los bocinazos de sinfín de chóferes histéricos. Era un día aparentemente normal en la ciudad de Sede de Gobierno de la República de Bolivia.
En la esquina de la calle Ingavi y Yanacocha, a pocas cuadras de la Plaza Murillo, el claustro dominico se veía inmutable al paso del tiempo y la postmodernidad. La iglesia se hallaba cerrada, no habían feligreses en ese momento. Pero la quietud de las cosas poco a poco empezó a alterarse sin que nadie en la ciudad pudiera percibirlo. Camuflado dentro un campo limitado que reflejaba el espacio y el tiempo, el arcángel Gabriel se había materializado sobre el claustro. Vestía su nívea armadura de guerra y llevaba en su mano la Espada de Urantía, un arma que podía manejar las tres dimensiones de la Realidad Realmente Material: Tiempo, espacio y masa.
—Está aquí —dijo el arcángel en voz baja—. Es hora de actuar.
Elevando en alto la Espada de Urantía, Gabriel Arcángel congeló el tiempo. Todo cuanto en la ciudad sucedía se detuvo por completo. Los trabajadores se congelaron en sus puestos de trabajo. Los estudiantes en sus pupitres, parecían estatuas de cera. Los marchistas y chóferes en las calles se habían criogenizado, totalmente inmersos en la ilusión del tiempo detenido. El movimiento de cada partícula atómica se detuvo por completo. El viento no soplaba, las aves no volaban, el sonido no vibraba, la luz no circulaba. El planeta entero había ingresado a un campo limitado de tiempo que el arcángel creó. Sin embargo, el claustro dominico no se había detenido. Una barrera espectral lo protegía bajo el poder de un cerco rúnico que la Espada de Urantía no podía romper.
—Esos malditos perros hiperbóreos —masculló Gabriel Arcángel con el rostro desfigurado por la rabia—. Van a pagar su osadía. ¡Tropas!
A la orden de su alado capitán, los Hiwa Anakim ingresaron a la Cuarta Vertical, rodeando el claustro y esperando la orden para asediar el cerco rúnico.
—¡Elevad una oración, almas de la fraternidad! ¡Convertid a esos blasfemos en lejía lustral para limpiar el signo maldito del pecado en el Reino Malkut! ¡Hacedles entender lo que el terror significa!
Entretanto, en el claustro dominico, Ursus de la Vega y el padre Bernardo sostenían el cerco rúnico proyectando mentalmente el Signo del Origen sobre una figura de la Virgen Ama que se hallaba dentro de una recámara oculta en el presbiterio. La imagen emanaba, desde el alfabeto rúnico que llevaba tallado en el vestido, un reflejo del vacío infinito de la Puerta de Venus. De esa forma todo el claustro, cercado rúnicamente, creaba su propio tiempo independiente a la consciencia temporal de la Creación del Demiurgo, haciendo que todo el edificio sea inmune a la influencia de los Arcángeles y sus séquitos. Estaban totalmente enfocados en mantener el cerco hasta que una alteración del plasma los turbó momentáneamente. Ambos abrieron los ojos al unísono y se miraron con una expresión de sorpresa.
—Están aquí —dijo Ursus.
—No, Dios mío. ¡Todavía no hemos terminado!
—Debemos resistir y confiar en que los Dioses Leales nos ayuden.
—No, Ursus, los Dioses no lucharán nuestras guerras. Usted regrese al piso inferior, yo sostendré el cerco.
—No podrá hacerlo solo, padre.
—Es nuestra única oportunidad. ¡Rápido Ursus, vaya con la señora Luchnienko!
Ursus suspiró y miró al padre Bernardo con una expresión de profunda resignación en el rostro. Se incorporó y empezó a retirarse. Pero antes de salir del presbiterio volteó y dirigió unas palabras al cura.
—Su sacrificio no será en vano, padre Bernardo —agregó Ursus haciendo el Bala Mudra, un saludo secreto del Circulus Dominicanis—. Fuerza y Honor.
—Fuerza y Honor, Ursus. Que Kristos y la Virgen los protejan —replicó el padre haciendo la señal de la cruz en dirección de Ursus.
Con infinito sentimiento de culpa por dejar solo al padre Bernardo, Ursus se retiró corriendo y regresó a los niveles subterráneos del claustro. Aquellas recámaras, totalmente ocultas y misteriosas desde los tiempos de la colonia, constituían un laberinto en el subsuelo de la ciudad de La Paz que conectaba diversas iglesias y capillas con la Basílica de San Francisco y la Catedral de La Paz. Aquellos pasillos, apenas alumbrados por antorchas y lámparas de aceite, se bifurcaban en hábitats donde los monjes custodiaban los secretos más profundos de la Iglesia. Uno de esos hábitats había sido designado para proteger a los padres de los Centinelas durante el conflicto. Pero durante los días de la víspera la aparente seguridad del laberinto se vio turbada por el inexplicable estado de gravidez de María Luchnienko, madre de Diana, Edwin y Jhoanna.
Los dolores del parto iniciaron a la media noche del 21 de agosto y se prolongaron durante casi 24 horas. El médico del claustro no sabía exactamente qué ocurría, lo único que atinó a diagnosticar fue que la señora Luchnienko no tenía nada de origen humano en su vientre. Aunque los monjes dominicos no sabían con exactitud lo que le ocurría a la atormentada mujer parturienta, se dedicaron a atenderla con esmero durante aquel sobrenatural alumbramiento. Sin embargo, Ursus presentía lo que le ocurría y sus sospechas fueron corroboradas cuando sintió la llegada del enemigo en el exterior del claustro. Él pudo percibir la presencia de un Arcángel y su aparición parecía confirmar que algo realmente muy importante y terrible estaba por ocurrir en el claustro.
Ya a un par de pasillos del ambiente donde estaba la señora Luchnienko y sus compañeros pudo oír los gritos de María. La mujer estaba sufriendo lo indecible pero aguantaba estoicamente, a veces consciente, en otras ocasiones, delirando; pero soportaba. Lo primero que vio al llegar fue a Carmen y Eugenia Michelle, madres de Oscar y Rodrigo, respectivamente, tomando la mano de la adolorida parturienta. En la cabecera del catre donde la mujer daba a luz se hallaba un monje limpiándole el sudor y rezando por su recuperación. A los pies del catre, Jade Bakari, madre de Rocío, y Eva Horkheimer, madre de Gabriel, acompañaban a una monja mientras trataban de vislumbrar la cabeza de la criatura que iba a nacer —en el caso que fuera humano—.
—Respira, respira —le decía Eugenia a su amiga con voz serena.
—¡Aghhh! —un grito desgarrador de la garganta de María Luchnienko.
—Respira, uno, dos, tres —Eugenia repetía mientras le marcaba el ritmo.
Jade Bakari se apartó al ver a Ursus aproximarse. Ambos salieron al pasillo.
—No sé cuánto pueda resistir —dijo Jade en voz baja—. Ya son muchas horas.
—Señora Bakari, el tiempo se nos acaba. Tenemos serios problemas allá afuera y debemos que abandonar la ciudad.
—¿Problemas? —cuestionó Jade con infinito miedo en los ojos.
—Si no da a luz, tendremos que llevarla aún en trabajo de parto a otro lugar.
—¡Jesucristo! ¿Y a dónde nos iremos? ¿Qué clase de problemas tenemos?
—No se los puedo explicar ahora.
Repentinamente un leve temblor vibró en el túnel, desprendiendo polvo del techo y haciendo roncar a las vigas de madera.
—¿Qué fue eso? ¡Qué fue eso! —dijo Jade, haciendo gran esfuerzo por controlar el pánico.
—No hay tiempo.
Sin perder un segundo más, Ursus ingresó al cuarto.
—Prepárenla para trasladarla, tenemos que irnos.
—¡Aghhh!
—¡Está dando a luz, no podemos moverla! —protestó Eva Horkheimer.
—¡Aghhhhh!
—Estamos bajo ataque, hay un arcángel allá afuera y el padre Bernardo está haciendo lo posible por retenerlo. Debemos irnos.
—¡Aaaaghhhhh, ayúdenme!
—¡Morirá si la sacamos así! —rezongó Carmen Michelle.
—¡Moriremos todos si no nos vamos!
—¡Aaaghhh, ya no puedo!
—¡Veo algo! —interrumpió la monja.
—¡Oh Morana, ya viene! —dijo Eva Horkheimer, infinitamente nerviosa.
Otro temblor sacudió los túneles, la tierra rugió. Era como si alguna fuerza increíble estuviese presionando el suelo, tratando de salir al exterior con monstruosa violencia.
—Fue más fuerte que el anterior —farfulló Ursus, mirando al techo.
—Un poco más —se oyó la voz de Eugenia Michelle.
—¡Aaaghhh!
Un nuevo sismo, aún más fuerte que el precedente. Todos se agarraron a lo que pudieron para evitar perder el equilibrio.
—¡Vamos, Mary! —dijo Carmen—, ya casi lo logras.
—¡Magui! —gritó María Luchnienko.
—Aquí estoy, amiga, aquí estoy.
—Este es mi fin.
—No digas eso.
—¡Aggghhh! Ya casi... Ya casi no me queda tiempo.
El suelo tembló nuevamente y varios pasillos del otro lado del presbiterio colapsaron, enterrando a varios monjes.
—¡Un poco más! —exclamó Eva.
—¡El secreto, agghhh! —aulló María Luchnienko—. El secreto... el más grande de los Luchnik... El Arco de Artemisa...
—¡Olvídate de eso, Mary, puja, puja!
—El Arco está... ¡el Arco está en mí!
Nuevamente la tierra tembló, pero con tal fuerza que el resto de los túneles colapsaron. Los habitantes del claustro habían quedado con una sola vía de escape hacia la Basílica de San Francisco. Entonces una poderosa luz empezó a manar desde la entrepierna de María Luchnienko. Un objeto esférico empezó a surgir. Su abdomen también empezó a abrirse, una monstruosa hemorragia se desprendió de su vientre inflamado, a la vez que la luz se hizo más poderosa. La monja que atendía el parto se desmayó de la impresión. Jade y Eva retrocedieron y se apoyaron contra una pared, tratando de no desvanecerse. Eugenia y Carmen tomaron con fuerza las manos de María.
—¡Diana, hija! —gritó María Luchnienko y eso fue todo.
Otro sismo más dejó su estela tectónica en los túneles y el cuerpo de la mujer se iluminó por completo. La luz cegó a todos brevemente. Pudieron sentir como un líquido viscoso los bañaba pero sus ojos no podían recuperar la visión y el ensordecedor ruido del terremoto tampoco les dejaba oír con claridad.
En la superficie, dentro del presbiterio, el padre Bernardo tenía el rostro cubierto de sangre. Le había caído una viga en la cabeza por efecto de los sismos y estaba apenas consciente. El cerco rúnico había cedido ante el intenso ataque de Gabriel Arcángel quien había provocado los terremotos. Haciendo un gran esfuerzo trató de enfocar su vista borrosa y con un esfuerzo aún mayor, se incorporó. Usando un trozo de madera como muleta salió hasta el templo y se detuvo frente al altar. El techo se había caído y gran parte del edificio se había convertido en el recuerdo de una iglesia colonial. Estaba en ruinas.
Por un instante tuvo una sensación de paz como jamás en su vida había experimentado, la muerte venía por él y ese pensamiento lo tranquilizaba. Pero la calma es frágil como también la vida. Un destello leve iluminó por un segundo el templo, luego fueron dos destellos y después tres más. El padre Bernardo miraba la figura de Cristo en la cruz, totalmente ajeno a los prodigios sobrenaturales que ocurrían a sus espaldas. Desde luego, el dominico sabía que su verdugo había llegado y estaba buscándolo.
—¿Por qué tardaron tanto? —dijo Bernardo.
Se oyeron algunos pasos y luego una voz delicada, aunque toda su delicadeza se arruinaba con el tono agresivo de sus palabras.
—Todos vosotros sois unos asquerosos pecadores —sentenció Gabriel Arcángel que había ingresado junto a varios Hiwa Anakim que permanecían suspendidos en el aire—. Ahora vas a decirme dónde están tus cómplices y quizá tenga alguna misericordia de ti.
Bernardo sonrió y suspiró, casi resignado.
—La Virgen los tiene en su santo seno —replicó el cura.
El arcángel, cuyo hermoso rostro dibujó una expresión de infinito odio, elevó la palma hacia el cura y éste empezó a elevarse por los aires. La sonrisa inicial se borró del rostro de Bernardo, la presión de la fuerza grávida que Gabriel estaba ejerciendo sobre él le hacía experimentar un dolor horroroso.
—Romperé tus huesos uno a uno hasta que empieces a hablar.
Atormentado por la presión, Bernardo apretó los puños y empezó a rezar.
—Ave Virgen... ¡ahhh!
Los fémures de sus dos piernas se quebraron.
—Aquí estamos nosotros... ¡OH DIOS!
Radio y cúbito fragmentados en cinco partes.
—Los desterrados hijos de Kaín... ¡AHHHHH!
Costillas astilladas, clavículas partidas, esternón roto.
—Dispuestos... —la voz del cura se iba apagando.
Un tronar se oyó, eran todas las falanges de sus manos y pies totalmente rotas.
—A morir por ti...
—¡Basta! —bramó Gabriel Arcángel, cerrando el puño y ejerciendo presión en el torso del hombre cuyas costillas apuñalaban sus vísceras internas.
Un chorro de sangre salió expulsado de la boca de Bernardo, que ya no tenía voz para rezar.
—¡Confesarás, asqueroso blasfemo, o tu sufrimiento se hará eterno!
El cura volvió a sonreír y respondió con la voz resquebrajada por la agonía.
—Ambos moriremos, arcángel traidor.
No hubo más palabras, Bernardo falleció en el acto. Kristos remató la esencia del hombre para arrancarlo de las garras de Gabriel, matándolo instantáneamente y arrastrándolo a donde su alma y su Espíritu jamás serían alcanzados por ningún Dios. El Arcángel, rojo de la furia, lanzó un bramido que resonó en varios cielos.
—¡AHHHH! ¡Maldito mortal! —giró bruscamente sobre sí y miró a los Hiwa Anakim—. Ustedes, ¡vayan por esos desgraciados ahora mismo!
Los torpes ángeles caníbales descendieron al suelo en busca de algún enemigo, algo a lo que matar; pero eran demasiado grandes para entrar por los estrechos pasillos del edificio. Los túneles colapsados no les permitían el ingreso y Gabriel Arcángel, en toda su furia, estaba a punto de tomar la decisión de pulverizar al planeta entero. Pero entonces, cuando acumulaba su poder para destruirlo todo, una presencia se materializó.
—¡No, mi señor!
El arcángel volteó y vio a Moisés llegar en un remolino de fuego.
—El Reino aún tiene salvación —suplicó el profeta.
—Vuelve, Moisés —dijo Gabriel Arcángel—. Este mundo debe ser purgado.
—Le ruego piedad. No condene a tantas almas por causa de pocos herejes.
En ese instante, Héxabor y Bálaham también aparecieron ante la presencia de Gabriel quien sintió recuperar la calma con la llegada del druida, la bestia y el profeta de Israel.
—Oiga las palabras de Moisés, se lo pedimos —dijo Héxabor.
El arcángel miró a ambos hombres y luego elevó la vista al cielo.
—¿Entienden que estos herejes nos han engañado? El objeto más maldito está emergiendo justo bajo vuestros pies.
—Pero de nada servirá destruir el mundo para evitarlo —intervino Moisés—. Las almas de la Fraternidad aún necesitan de este Kairos para seguir creciendo.
Gabriel le dio la espalda a ambos y empezó a levitar suavemente.
—Razón hay en vuestras palabras. Pero no podemos dejar que ese objeto regrese a este mundo.
—No dejaremos alzarlo contra nosotros —replicó Moisés. Héxabor agregó:
—Aunque emerja la blasfemia en el Reino, el pecado con la lejía lustral lavaremos en nombre del altísimo Sebaoth, para Él y en Su santo nombre.
Gabriel Arcángel miró a sus súbditos y asintió levemente. La llegada de la herejía quizá podría servirle de algo después de todo.
—Así sea.
En ese instante, todos los presentes se desvanecieron al unísono en un solo resplandor de luz. El campo limitado espacio-temporal que Gabriel Arcángel creó se fue disolviendo y el tiempo retornó a su normal transcurrir. El templo, que se hallaba destruido, volvió erigirse sobre sus cimientos, quedando intacto. El cuerpo inerte del padre Bernardo se convirtió en cenizas y todo rastro de alteración en el orden natural desapareció. Los túneles subterráneos recuperaron su integridad, como si no hubieran sido sacudidos por sismo alguno. Pero en los hábitats interiores no todo había regresado a la normalidad.
El cuarto donde María Luchnienko estaba por dar a luz seguía ruinoso y colapsado. El techo, el piso y las paredes estaban regados de sangre y fluidos vitales por todas partes. Los que se hallaban presentes en la recámara también habían sido bañados del rojo líquido vital que inundaba con su olor a cobre cada rincón adyacente de la recámara. Ante la mirada atónita y horrorizada de los que allí se encontraban, levitaba un objeto aún enrojecido y empapado de hemoglobina, erguido en el lugar donde estuvo María Luchnienko. Aquel objeto ensangrentado había tomado el lugar de la mujer que, en un monstruoso parto sobrenatural, había explotado, dando paso a la existencia de aquella magnífica arma. La tan ansiada reliquia por el linaje Luchnienko al fin se había manifestado.
—No puede ser posible —murmuró uno de los monjes.
—El padre Bernardo tenía razón —farfulló Ursus—. El Ar... Arco de Artemisa...
Ante todos, magnífico e imponente, estaba suspendido en el aire el Arco de Artemisa. Finalmente la reliquia sagrada se había materializado en el mundo de los hombres. Aquella arma mítica que tanto anhelaban encontrar había encontrado su salida por medio de la sangre de María Luchnienko que, en estado de gravidez, lo trajo al mundo mediante su propio sacrificio. Había dado a luz al Arco de Artemisa.
—Pero entonces... —dijo Eugenia Michelle, con los ojos desmesuradamente abiertos—. Dónde está... dónde está la Mery...
—No, esa no es la pregunta —intervino Eva Horkheimer—. Si este es el mentado Arco, ¿entonces qué es lo que nuestros hijos fueron a buscar a Sorata?
—La última bestia —respondió Ursus—. No teníamos doce tótems, pero ahora sí. Lo que los Centinelas encontraron en Sorata no era el Arco, sino...
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