8. Caídos en la umbra...
Una polvorienta tormenta se asomaba por el horizonte, cubriendo con su nubosidad terrosa a un tímido sol que se escondía en la lejanía. La noche caía en la ciudad umbral de La Paz abandonada. Los pocos habitantes humanos de aquella dimensión ruinosa empezaban a descender a las trincheras que habían excavado como protección contra las tormentas de polvo. Durante una depresión atmosférica como la que se avecinaba, el único refugio seguro se hallaba bajo el suelo; allí donde los vientos de más de 100 kilómetros por hora no podían llegar. Ni siquiera los edificios eran seguros pues algunos colapsaban por los fuertes vientos y terminaban desmoronándose como un castillo de arena llevado por las olas.
Aldrick y Arika se encontraban dentro de uno de los refugios subterráneos junto a los líderes de los grupos de nómadas, poniéndoles en sobreaviso de los eventos que ocurrirían en cualquier instante. Los hombres presentes, cabecillas de una tribal y cerrada organización, eran los más fuertes y experimentados exploradores de las aldeas. Tenían la barba y el pelo muy crecidos y abarrotados de polvo. Sus rostros morenos habían sido quemados por el viento helado en las noches desérticas mientras que el sol, coadyuvando con el trabajo del frío, terminó de resecar durante el día aquellas pieles que exhibían la crudeza del medio ambiente que les rodeaba. Su ropa harapienta y sucia jamás había sido lavada. En la ciudad de La Paz umbral, cualquier posible fuente de agua era utilizada para la ingestión humana. Eso implicaba que ninguno de ellos había tomado jamás un baño o lavado sus ropas, por lo que el olor en aquel refugio era difícil de soportar para quienes no estuviesen acostumbrados a la vida desolada de la umbra.
Comunicar la situación y hacer que los líderes la comprendan fue realmente difícil para los maestros hiperbóreos. Aquellos rudos hombres de la umbra carecían del vocabulario, la cognición y la imaginación para figurar las apocalípticas circunstancias que se avecinaban. Sin embargo, y luego de varios intentos, lograron asimilar el peligro. La dura vida de la umbra los había vuelto inmunes al pánico, pero la idea de morir, la sola concepción de no verse forzados a seguir sobreviviendo por el solo hecho de estar vivos, aproximaba sus mentes a algo parecido al temor.
—Esa es nuestra situación —dijo Aldrick, concluyendo el resumen de los eventos—. En cualquier momento podríamos tener a tres bestias en este lugar, luchando entre sí. Por eso deben irse.
—Nuestra gente jamás ha salido de estas tierras —protestó Kalo, el más viejo de los líderes—, desde que nuestros ancestros dominaron este desierto hemos vivido aquí generación tras generación.
—Esta tierra podría desaparecer —intervino Arika—. Sabéis que las guerras de los dioses son inevitables.
—¡Y por qué los dioses deben pelear en nuestro hogar! —dijo Mako, un intrépido y joven líder de aldea que se hizo del puesto matando a su predecesor—. Ustedes dos son poderosos chamanes que hablan con ellos. Digan a los dioses que luchen en otro lugar.
—No podemos evitarlo —agregó Aldrick con un tono lastimero—. Nuestra suerte ya ha sido echada.
—Desde que le recogimos —interrumpió Raiko, el chaman principal de las seis tribus, dirigiéndose a Aldrick—, no hemos tenido mayores noticias de su mundo, mago Aldrick. Y ahora que las tenemos nos dice que poderosos dioses vendrán a pelear aquí. Nos dice que debemos abandonar nuestras tierras. Nos dice que existen fuerzas que no conocemos y que están en conflicto por la destrucción o supervivencia de todos los hombres. Su llegada y la de su gente parece traer desgracias a los pueblos que visitan.
—Ya estamos en desgracia —dijo Arika—. El solo hecho de nacer y vivir implica una desgracia horrorosa.
—¡Cómo puede ser la vida horrorosa si es todo lo que tenemos! —intervino Mako en un exabrupto de indignación.
—Vosotros lo sabéis mejor que nosotros —replicó Arika al alterado líder—. Estáis viviendo hambre, dolor, tragedia y sufrimiento cada día de vuestras vidas. ¿Nunca habéis imaginado que existe un lugar con toda el agua y el alimento que pudierais desear? Un lugar donde no existe el polvo ni los vientos, ni el frío mortal de la noche o el calor abrasador del día.
—Ung' K'tagar —agregó Raiko—. Nuestros pueblos han transmitido la leyenda de un lugar más allá del cielo del cual fuimos expulsados por nuestros pecados. Pero son cuentos para niños.
—No son solo cuentos —dijo Aldrick—. Se los he dicho cientos de veces. Las leyendas de sus ancestros son lo más cercano que tienen a la libertad y la realidad. Los seres que vendrán a pelear aquí son parte de esa leyenda.
Hubo un breve silencio. El rugido del viento afuera hacía vibrar las mamparas del techo como si un bombardeo estuviera asolando la superficie.
—Debemos irnos —dijo al fin Kalo. Los demás líderes presentes lo miraron, atónitos. Mako tragó saliva y trató de articular alguna protesta.
—Pero... nuestro hogar —su voz trémola calló.
—Podemos irnos o enfrentar nuestro destino —dijo Raiko, los líderes lo observaron—. En la sabiduría de nuestros ancestros aún existe magia.
—Debemos irnos, pero no lo haremos —dijo Kalo.
—No podrán hacer nada —intervino Aldrick—. Arika y yo trataremos de llevarnos la guerra de los dioses a otro lugar, pero si ustedes se quedan...
—¡Este es nuestro hogar! —interrumpió Raiko—. Si no podemos vivir aquí, al menos podemos morir aquí.
—¿Es su última palabra?
Los líderes asintieron silenciosamente. Aldrick suspiró, miró a Arika e hizo un gesto aprobatorio con la cabeza.
—Que todos estén en sus refugios para tormenta —Aldrick agregó—, todas las familias, juntas. Haremos lo posible para salvar su mundo.
El chamán sonrió levemente.
—Y nuestros ancestros van a ayudar.
Terminada la reunión con los líderes, Aldrick y Arika, generando un escudo de plasma, salieron del subsuelo levitando sobre el piso. Se elevaron hasta lo alto de un edificio herrumbrado y contemplaron la ciudad de La Paz de la umbra, totalmente cubierta por el polvo, la oscuridad y el viento.
—Esas personas van a morir —Arika murmuró, comunicándose telequinéticamente con Aldrick—. No existe lugar en el universo al que puedan huir.
—Ni nosotros tampoco, señora Arika —respondió Aldrick, mentalmente—. Los lobos en conflicto están deambulando por el agujero blanco del tiempo ahora mismo, destruyendo universos enteros durante su lucha. Cuántas estrellas, incluso galaxias, habrán sido arrasadas hasta ahora por ese poder. ¡Cuántas formas de vida se habrán extinguido en infinidad de cosmos a lo largo del agujero blanco! Planetas, sistemas solares enteros, despedazados. Usted, esa gente, yo, todos nosotros a excepción de los dioses leales, los traidores y los Viryas despiertos, somos insignificantes ante tal enormidad cósmica.
—Somos insignificantes porque ni siquiera sabemos si existimos, dependemos del soñante y no solo eso —contestó Arika—. Esos lobos, a pesar de su infinito poder que puede destruir millones de galaxias en un solo parpadeo, estaban viviendo en un universo, en una galaxia, en un sistema planetario con una minúscula estrella en su centro. Eso solo puede significar un final anunciado. Dos niños: Alan y Rodrigo. Es como una revelación silenciosa.
—La muerte es extravagante en nuestros días, señora Arika. Las circunstancias empiezan a alinearse. La invocación del último lobo: Laycón. La aparición del hermano traidor: Halyón. Y la maldición de las rosas sobre la Diosa Ultravioleta. Parece una perfecta máquina de relojería en cuenta regresiva. Ahora Golab lucha a muerte en una triple amenaza que se aproxima. Puedo sentirlo, Arika. Ellos no están lejos. El pánico de la muerte, el dolor y la tragedia llega a mis circuitos espectrales desde incontables universos como un solo grito al cielo. Han muerto tantos billones de individuos en este conflicto que las matemáticas ya no pueden contarlos. Son demasiadas muertes. Los lobos ya han destruido demasiado. Esto debe terminar.
—Al menos —intervino Arika—, salvaremos a los habitantes de esta umbra. Empujaremos la guerra a otros universos, lejos de estas personas. Salvaremos nuestro honor.
—¿Y con qué objeto, señora Arika? ¿Para que sigan sufriendo en esta miseria de mundo? ¿No sería más honorable para ellos y nosotros morir ya mismo?
—Si la lucha nos sobrepasa, sí moriremos todos de inmediato. Pero lo haremos al modo hiperbóreo: luchando.
—Espero que no sea una lucha por existir.
—¡Y porqué no! Esta es una acción de guerra. Usted lo sabe, Aldrick. Ha luchado contra los demonios de la Ciudad de Dis. Hoy, necesitamos confirmar que sí existimos. Usted, ellos, yo, todos nosotros necesitamos existir ahora más que nunca.
—No sé si la existencia valga la pena el sacrificio.
—Vairon es mi discípulo, al menos él vale la pena todos mis sacrificios. Quiero salvarle.
Aldrick gesticuló una leve sonrisa, asintiendo y observando con admiración a la gitana. Respetaba mucho su determinación.
—Llegó el momento, ahí vienen —anunció Arika.
El viento cesó, el polvo quedó suspendido en el aire, el rugir de la tempestad calló. La polvorienta nube empezó a descender, por efecto de la gravedad aumentada. El silencio era tan penetrante que hasta el susurro más mínimo podría oírse a decenas de metros de distancia. El aire se hacía pesado, como si la atmósfera entera se estuviera despresurizando. Cuando el polvo terminó de despejarse, Aldrick y Arika miraron al cielo, llenos de horror. Varias estrellas del firmamento nocturno brillaban con una intensidad tal que solo podía atribuírseles a una supernova. El universo cercano, visto desde la noche umbral, estaba siendo destrozado en un combate sideral, una masacre cósmica de estrellas que morían como si fueran hormigas.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Arika, mentalmente.
—¿Ellos hicieron esto? —Aldrick se preguntó, tragando saliva.
Arika asintió levemente.
—No lo lograremos, señora Arika. Es demasiado poder. Solo Wothán o el Demiurgo podrían frenar esto. Habría que ser un dios para estar al nivel.
De repente, la luna, que estaba menguante en lo alto del cielo, empezó a resquebrajarse. La temperatura empezó a descender rápidamente en la capa superior de la atmósfera, congelando los pisos superiores de los edificios hasta que empezaron a romperse. Tres puntos brillantes, uno de color cian, el otro de tono lapislázuli, y el tercero de tinte rojizo, empezaron a proyectarse en el cielo. El tamaño de aquellos espectros era tan enorme que la totalidad del cosmos quedaba cubierta por una hostilidad esencial como no se había visto desde la creación del universo.
—Se están aproximando —murmuró Aldrick, elevando su espectro y preparándose para el impacto.
Entonces Arika, frunciendo el ceño, proyectó mentalmente el Símbolo del Origen en el aire y, como si fuera un velo que se rasga, el firmamento empezó a abrirse mostrando tras de sí un segundo cielo negro, imbricado por infinidad de estrellas. La frágil realidad de la umbra empezó a desordenarse, sobreponiendo en tiempo y espacio las demás existencias superpuestas que la conformaban.
—¡No están aquí! —dijo Arika—. ¡Están y al mismo tiempo no están. Pelean en todas partes y en ninguna parte!
—Pero entonces, ¿cómo los llevaremos a otro universo?
—Quizá podamos detenerlos aquí, Aldrick. Están en un tiempo y espacio sin determinar, un Campo de Schrödinger. Podemos traerlos a la existencia física.
—¿Cómo?
—Rompiendo el velo del tiempo. Dejaremos afuera del conflicto a Golab y traeremos a Vairon y Lycanon a sus consciencias primarias, los convertiremos en Alan y Rodrigo.
—Es arriesgado. Golab podría darse cuenta del engaño y venir a darnos caza. Jamás podríamos hacerle frente, nos masacraría en segundos.
—No necesitamos hacerle frente —dijo la gitana, el Cruzado la miró confuso y ella aclaró—: Golab esta ebrio de espectro, jamás notará que fue engañado si trazamos en Signo del Origen en esta umbra.
—La runa Odal... —murmuró Aldrick y entonces su rostro se iluminó—. ¡Claro, estrategia de cerco!
—Los lobos se materializarán como humanos en esta umbra y Golab no podrá seguirles el rastro. Él solo jamás podrá percatar una umbra runificada con el Signo del Origen.
Con una táctica clara, la gitana y el Cruzado empezaron a ejecutar su plan. Aldrick desenvainó la espada que llevaba colgando en la espalda y la elevó, apuntando hacia el cielo con la punta acerada. En segundos empezó a levitar, quedando suspendido en el aire y con la vista fija hacia el cielo.
—¡Ave Virgen! —empezó Aldrick su plegaria con voz potente—, tú, madre de Kristos; ¡dame las fuerzas para superar este cáliz! ¡Guíame en la luz que ciega y quema! ¡Dame tu oscuridad para ver a través de ella! ¡Santa Virgen, madre de Kristos, bendita seas entre las Diosas y mujeres; santo sea tu signo, el Símbolo del Origen, el Símbolo de HK! ¡Oh Isis, Atenea, Artemisa, Frya! No abandones a este tu hijo en la guerra que asoma... Venga a mí tu poder y tu amor frío, ahora y en la hora de mi muerte. ¡Amén!
La umbra se abrió, dando lugar a una siniestra rasgadura en el cielo. Sin perder tiempo, la gitana saltó con fuerza, quedando suspendida a más de 100 metros de altura. Se infringió una herida ella misma y usó su sangre para trazar una runa en el aire, la hemoglobina parecía tinta y el vacío, papel. Uno o dos segundos después, la runa empezó a emitir un brillo verdoso y entonces una poderosa luz cegó a Aldrick y Arika. Segundos más tarde un alarido llenó con su terrorífico ulular toda la ciudad de La Paz umbral y luego una explosión en el cielo catapultó a los maestros hiperbóreos contra el piso, hundiendo sus humanidades a varios metros de profundidad.
En segundos, todos los edificios y la chatarra de las calles se congeló. Varias grietas empezaron a formarse en el suelo, generando sismos que terminaron de echar por tierra los pocos edificios que quedaban en pie. Los desafortunados animales que no lograban huir quedaban como estatuas de hielo mientras las temperaturas bajaban cada vez más rápido.
En los refugios donde se hallaban los habitantes humanos de la umbra, el chamán Raiko, elevando su cayado de hueso por encima de su cabeza, había invocado el poder de sus ancestros. El poder generado por medio del espectro en su cayado había formado un escudo de plasma, como una burbuja, protegiendo las trincheras donde se hallaba la gente. Los niños lloraban, sus madres los abrazaban y los padres de familia protegían con sus cuerpos y sus lanzas a sus familias. Aunque débil, el escudo de plasma del chamán parecía resistir la temperatura externa que ya bordeaba los 174 grados bajo cero.
En dos cráteres, Aldrick en uno y Arika en el otro, a varios metros de distancia, los maestros hiperbóreos también elevaban sus espectros para resistir el frío. Incluso las piedras estaban totalmente congeladas y quebradizas. El golpe del impacto inicial los había dejado aturdidos, pero poco a poco se iban recuperando, incorporándose.
Ambos caminaron con cautela, observando las increíbles estatuas de hielo de animales, autos herrumbrados, edificios a medio colapsar e incluso algunas personas. Se dieron encuentro en cercanías de una edificación resquebrajada.
—¿Se encuentra bien? —dijo Arika a su camarada.
—Viví cosas peores —Aldrick respondió y acomodó su cuello un poco, haciendo tronar sus vértebras.
—Este frío solo puede ser generado por un Dios leal o un Centinela —arguyó Arika sin dejar de ver a sus alrededores.
—Cuando abrí la dimensión pude ver a los lobos aún combatiendo con Golab en algún mundo extraño. Al rasgar la realidad sentí que Lycanon y Vairon se desvanecieron, pero no puedo sentir que hayan aterrizado en esta umbra. Tampoco siento a Golab. Ya no están luchando, pero no puedo verlos, no sé dónde están.
La gitana palideció al oír las palabras del Aldrick
—No puede ser posible, el Signo del Origen debió actuar como imán, atrayendo a los Centinelas hacia nosotros y repeliendo a Golab. Deben estar aquí, no pudieron haberse... —Arika calló súbitamente.
Una horrorosa y ardiente presencia se había introducido en la Umbra. Ambos mentores hiperbóreos pudieron percibirla y elevaron sus Espectros, listos para el combate. Luego empezaron a caminar hacia la fuente de donde se emanaba la sensación y lo vieron. Realmente era él. Pero estaba totalmente congelado y algo más. Su aspecto era...
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