79. Volviendo al Primer Episodio...
¿Alguna vez te lanzaste desde un acantilado de 8 metros por un impulso irresistible? ¿Alguna vez desgarraste tu piel por pelearte con un rosal? ¿Alguna vez te liaste a hostias con un hablador y terminaste mordiéndolo? ¿Alguna vez fuiste golpeado con una cachiporra estando esposado? ¿Alguna vez dormiste en una celda de policía con la ropa empapada? ¿Alguna vez lloraste durante tu fiesta de cumpleaños mientras la vela se derretía sobre la torta? ¿Alguna vez peleaste contra un muro de ladrillo hasta romper todas las falanges de tus manos? ¿Alguna vez te embriagaste hasta intoxicarte y casi morir? ¿Alguna vez azotaste tu propia espalda con la hebilla de tu cinturón? ¿Alguna vez dormiste en una clínica psiquiátrica? ¿Alguna vez sentiste tanto dolor y tristeza que casi podías derramar lágrimas de sangre? ¿Alguna vez perdiste a una persona realmente amada para ti? ¿Alguna vez intentaste matar a alguien? ¿Alguna vez intentaste matarte?
Me llamo Gaburah Lycanon Michel y no soy una buena o mala persona; soy ese sujeto sumergido hasta el cuello de mierda posmoderna, malnacido mediocre, intentando emerger con algo parecido a dignidad; lo que a muchos les puede sonar a arrogancia y a otros menos, a nihilismo puro. Nos hemos conocido hace dos libros atrás. ¿Lo recuerdas? ¿Puedes intuirlo? Sí, El Arco de Artemisa, es de ello de lo que se trata esta locura. "Primer Episodio – Prefacios de Batalla", "Segundo Episodio – Los Doce Misterios", "Tercer Episodio – Amor Eterno". Los títulos de los tres cuerpos que no me atreví a modificar. Y ahora estamos otra vez tú y yo, en estas páginas tan llenas de sentimientos y recuerdos. Yo, el intento de escritor alcohólico, grosero, amargado, violento e impulsivo. Tú, el tácito lector que durante dos entregas ha estado esperando ver en qué termina esta historia. Los dos compartimos un café y nos sentamos para hablar de cuatro vidas, luego seis, después doce. Ahora, muchas más...; finalmente la mía y a la larga también la tuya.
Es diciembre, verano austral, y hace un calor del carajo que hace que la ropa se me pegue al cuerpo. Es mediodía, la brisa sopla mientras yo trato de no desmayarme del sueño. He conseguido un empleo nocturno y ahora vivo como Batman. Debería tratar de dormir en el día, pero me he convertido en otro reo de nocturnidad. Con eso suma uno más a los mártires de la noche. Bryce Echenique se debe sentir orgulloso, ahora hay otro búho en el mundo añorando un trago, reo de nocturnidad.
Estúpidamente, la navidad en cualquier parte del mundo siempre tiene un tinte ciertamente invernal. ¿Qué carajos hacen los australianos? ¿Adornan una puta palmera? Si la Navidad no me trajera tantos karmas quizá incluso yo podría disfrutarla, pero soy incapaz hasta de eso. Afuera, cánticos navideños, pinos artificiales, cotillón, luces, juguetes, pan dulce. (...) Niños. Siéndote franco, estas fechas solían ponerme realmente irascible, pero en la actualidad no significan nada más que recuerdos. No sé de dónde vienen. Pudieron ocurrir en un pasado o en un futuro lejano. No sé precisar en cuál de todos los desdoblamientos de la realidad ocurrieron, o en qué pliegue quántico. Pero puedo afirmar, sin temor a errar, que ocurrieron y quedaron enterrados en el olvido de un largo sueño de amatista.
Aquello pasó en la ciudad de La Paz, todo pasó en La Paz. En realidad no sé en cuál de todas las "La Paces" que existen en tantos múltiples universos, pero sea donde sea, mi carne y mis sentidos tienen el sensible registro de los eventos de aquel pasado tan añorado. A veces pienso en La Paz y viene a mi mente una hermosa ciudad despeñada en un cañón inmenso y poblada por una mayoría de imbéciles. Solo existe un puñado de gente en esta ciudad con la que valdría la pena vivir. Pero eso no es exclusivo de esta metrópoli andina, ocurre en cualquier lugar de este mundo que se ha convertido en una aberrante pesadilla foucaultiana o "Gran hermano" de proporciones hipertextuales; joder, internet invita al vómito, un pantallazo de siglo XXI, una sorna mordaz a los discursos de antaño. Hay siete billones de habitantes en el planeta y la gran mayoría de ellos merecen la muerte, pero hasta eso lo vuelven un meme. Nuestro mundo es, como Bukowsky describiría en sus memorias, una farsa. (Siento mi franqueza, pero estoy soñoliento e irritable).
La ciudad de La Paz en mis recuerdos tiene muchos edificios, pero no tantos como en la actualidad. Con las décadas hasta las laderas fueron llenándose de rascacielos ficticios y áreas verdes impuestas allí por mero decoro. No, no tengo nada contra el programa "Barrios de Verdad", es solo que evocar a la ciudad de hace veinte años me trae nostalgias.
En verdad soy incapaz de confirmar el orden de los eventos que me llevaron a aquella jornada de vísperas de Navidad de 1998, aunque alguno que otro hito sí recuerdo; por ejemplo, el hecho innegable de que Francia había salido campeona ese año del Mundial de Fútbol de la FIFA. Nombres que no podré olvidar como Patrick Vieira, Youri Djorkaeff, Lilian Thuram, Emmanuel Petit, David Trezeguet, Thierry Henry o el legendario Zinedine Zidane. Fútbol, mero y vulgar fútbol, circo para el pueblo. Y luego estaban los Power Rangers, los Caballeros del Zodiaco, Robotech, los juegos arcade (tilines), la patineta rodando por las calles, los partidos de fútbol callejero sobre calzadas empedradas y la adicción por los videojuegos para PC en plataforma DOS. Desde luego, es imposible olvidar la ausencia de celulares, de internet de alta velocidad; la obligatoriedad que implicaba una comunicación humana llena de imposturas contextuales que nos forzaban a tratar con el otro sin opción a cancelación o bloqueo posible. Son pocos referentes, pero los recuerdo.
También puedo recordar —y eso en este y cualquier universo paralelo donde yo haya existido— que ese año archivé todos mis juguetes en el baúl de los recuerdos. Había cumplido 12 años aquel mes de agosto de 1998 y, de un día para el otro, sentí que ya no quería jugar con juguetes. Recuerdo claramente que fue durante una época lluviosa. Estaba jugando tranquilamente en casa, solo y sin más acompañante que el granizo, cuando tomé mis figuras de acción de G.I. Joe, miré sus rostros de plástico y les dije "au revoir". Tomé todos los juguetes de mi habitación (peluches, soldados de plástico, autos, armas de juguete, etc.) y los coloqué en un baúl con candado. Nunca más los volví a ver. Al día siguiente salí a las calles con mi skateboard, algo de dinero, un morral con agua y una chamarra, y me fui a descubrir el mundo que había más allá de mi casa. Por cierto, no me gustó lo que descubrí.
Recuerdo que fui precoz en todo, pero más en lo amargo y violento que en lo placentero y hermoso. Por dentro era un niño andropáusico cuyo exterior solo manifestaba un rostro congelado con expresión de apatía; mis fotografías de infancia dan fe de ello. Pasé mis días de niñez entre juegos solitarios y profundas cuestiones existenciales que a raros niños se les ocurren: ¿tienen nombre las nubes?, ¿las lucecitas nocturnas de los cerros son estrellas que se cayeron del cielo?, ¿por qué Diosito permite que la gente sufra?, ¿por qué Diosito se comporta como un santísimo hijo de puta?, ¿por qué cuando veo a la niña que me gusta mi corazón se acelera y me escuece el pilín? Con cosas como esas en la cabeza no era raro que hubiese estado aislándome de mis compañeros de clase y, tiempo después, de gran parte de los seres vivos de la Tierra.
Al hacerme púber y descubrir las bondades de la masturbación tenía ya el coraje suficiente para ir a ver el mundo en lugar de creer ciegamente los relatos de mi madre. Empecé a explorar las calles en solitario tan solo unos meses antes de la Navidad del 98 y en ese tiempo ya me había decepcionado lo suficiente. "El mundo es una mierda inmensa", me decía. Y entonces desarrollé mi desconfianza y odio natural (congénito) al resto de la especie humana; sí, misantronpía pura si lo quieren, ¡y qué! Pero por favor, no vayan a compararme con el gilipollas de Juan Pablo Castel; sí, ese pelotudo amargoso que aparece en la novela "El Túnel", de Ernesto Sábato; podré ser medio imbécil, pero no llego a tal exageración de pelotudez. A decir verdad, incluso yo sentía que en aquel entonces había algo rescatable, necesitaba tener fe en ello. Después de todo era 1998 y el mundo no iba a terminarse aún.
Tenía 12 años en aquel entonces y, desde luego, me es imposible saber en qué orden sucedió todo. Pero sé que lo ocurrido me arrastró a aquel día, a aquella casa, a aquella fiesta a la que me rehusaba a ir. E, insalvablemente, me arrastró a verme nuevamente con esos cuatro.
Eran vacaciones de fin de año y yo no tenía planeado verme con nadie aparte de mis juegos de computadora, mis fantasías eróticas, alguna partitura que sacar y un par de textos de Julio Verne. Era principios de diciembre y una tarde de sol recibí la llamada de un primo mío invitándome a una fiesta por Navidad. Desde luego colgué sin decir palabra alguna. Media hora más tarde tocaron el timbre de mi casa. Salí a atender la puerta y me topé con la fea cara de mi primo nuevamente, que había venido hasta mi casa —vivía muy cerca de mí de todos modos— para convencerme de ir a la putísima fiesta de mierda. Y lo más gracioso es que lo logró, me convenció. Mi primo no aceptaba un "no" como respuesta. Rodrigo era así, incisivo e inagotable. Pero claro, tú conoces tan bien a Rodrigo como yo, has estado leyendo sus memorias durante los libros anteriores.
Ahora bien, una mente podrida como la mía entiende como sinónimo de fiesta: alcohol, cigarrillos, coitos ajenos, peleas, vómitos, más alcohol y drogas duras. Pero ese no era el contexto de mis días de los 90. Tenía solo 12 años después de todo y mis amigos, también. Al decir fiesta, mi primo, es decir, Rodrigo, se refería a una sana reunión de amigos para comer torta, galletas, panetón, chocolates, roscas, dulces, gaseosas y tanta azúcar como fuese humanamente posible. No sé cómo no morí de un coma diabético. Y también estaban los juegos tipo Twister, Cubiformas, Monopolio o Fuga de Colditz. Y los infaltables juegos de Nintendo y SEGA Saturn. ¿No es acaso la especie de megaorgía de dulces y juegos que cualquier niño podría desear? Pude alcanzar un orgasmo con solo ver las inéditas ediciones de Mario, Contra y WCW que mis amigos tenían allí (incluyendo el Samurai Shodown 64 para SEGA que tanto ambicionaba).
Pero donde estaba mi primo, estaban los otros. Como por ejemplo el idiota de Gabriel, amigo de la escuela y patrocinador de toda clase de juegos; adicto y vicioso del Mortal Kombat, skater pseudo-pro, campeón de los torneos de eructos y silencioso fabricante de malsanas flatulencias. Rocío, la otra amiga de la escuela que patrocinaba los dulces y chocolates; extremadamente violenta y peligrosa si es que no se tenía cuidado de las palabras emitidas frente a ella. Acosadora de acosadores. Bromista pesada con un grueso expediente de terribles bromas, como lo del matasuegra en la dirección o el falso dedo de niño muerto hallado en los pastizales de la escuela. Y la insufrible Diana que fungía de local y pastelera experimental. Chica capaz de decir sinsentidos al punto de aparentar una estupidez de campeonato. Peligrosamente impulsiva a la hora de cometer travesuras, camuflada tras una máscara de estudiante modelo, pianista eximia, empática y, por sobre todo, una calienta-huevos de primera fila. No tengo porqué darle vueltas al asunto, siempre la consideré irresistiblemente hermosa y sexualmente apetitosa, siempre oliendo a frutas. Y eso no solo tiene que ver con que la mayor parte de su ropero tuviese una perene línea de verano, rica en entalladísimos shorts para sordomudos —por que se le podían leer los labios—, minifaldas, tops, blusas cortas y otros ropajes que servían de tabernáculo de exposición para casi toda su piel, cosa que en realidad no hacía que se viera como una puta; sino que además tenía todas las proporciones y simetrías necesarias para exponer. Siempre coherente con su estatura, armoniosa con su propio ritmo para crecer. Incluso en el formato de sus patrones corporales preadolescentes ya lucía como una pequeña jovencita bien torneada, como una mujer en miniatura hecha por un artesano de Alasitas. Es fácil y correcto suponer que cuando creció, esa belleza se tornara enloquecedora. —Vaya parrafada más burda me acabo de aventar. Díganme depravado si quieren. Me importa tres hectáreas de verga, soy viejo, alcohólico y no tengo ya mucho que perder—.
Diana tenía una rara afición por la cocina y ese día la muy hija de puta quería que comamos sus malditos experimentos de horno. Me preocupaba mucho mi salud. No es que fuese mala en la cocina, solo que sus experimentos daban miedo.
Los días previos a la mentada fiesta fueron caracterizados por el sinsabor de siempre, por ese inaguantable dejo a decepción sin colores que me daba respirar otro día más. Pero era contextualmente un niño con pendejos de leche y cualquier mota de amargura estaba siempre acompañada de sus destellos de esperanza. A esa edad amanecía con la idea de que un magnífico día podía estarme esperando. Un día sin bullying, sin burlas, sin ironías, sin golpes, sin indiferencias, abandonos, insultos o maltratos. Un día en el que salir de casa valiera la pena para algo. Un día que justificara respirar y estar vivo. Pero está claro que no es posible vivir la vida por el mero hecho de haber nacido. Nadie pide nacer, siempre somos engendrados y paridos sin nuestro consentimiento. Y en algunos casos es mejor no haber nacido, o morir lo antes posible para ahorrarse el sinfín de porquerías que uno se debe aguantar por la misma estúpida razón: haber nacido. Yo no lo sabía claramente a mis 12 años, sentía que las cosas podían ser mejores. Pero al anochecer me recostaba con la misma pútrida experiencia de la rutina. Aunque algo había, sí, aunque sea de soslayo, pero había algo que lo valía. Esos cuatro podían hacer valer la pena el acto de respirar, comer, dormir, levantarse, cagar y repetir. Sin embargo, mientras más cerca de ellos me encontraba, al mismo tiempo estaba cada vez más lejos. Y los momentos a su lado eran tan divertidos y alegres que pronto empezaban a volverse muy tristes. Quizás era la lejanía.
Uno o dos días antes de la cita me enfermé. Mi abuela me cuidó pues mi madre estaba en el trabajo. Pensé que la fiebre me tendría colado a la cama con la fuerza suficiente para rechazar la invitación a la fiesta y así ahorrarme otra decepción. Me equivoqué. Mi salud se repuso más rápido de lo que esperaba y mi madre, siempre tan reservada, se lo contó a mi tía quien, a su vez, se lo comentó a mi primo; así que no pude mentirle y decirle que seguía enfermo. Vino personalmente a mi casa y casi me arrastró hasta el lugar de la reunión. Oh sí, hasta aquella casa tan llena de misticismo insondable tras los brillantes días de primavera. Era la casa de Diana.
Aunque realmente no tengo la más puta idea del orden de los eventos que me llevaron a casa de Diana, sí recuerdo la razón de mi presencia allí: la fiesta de Navidad de 1998. Tal como lo esperaba solo habían 5 invitados: esos cuatro y yo. Claro, decir "cuatro" para mí tiene un profundo matiz de pronombre personal plural, como decir "ellos". No hablo de un número solamente, de dos pares de unidades de algo que forman otro número par. Hablo de un pronombre, "cuatro", que a su vez encierra a dos pares de individuos indivisibles entre sí mismos: Diana, Rodrigo, Gabriel y Rocío. A esos "cuatro" me refiero, a los que tú ya conoces a la perfección tras leer los tres libros del precedente. Y tal como me imaginé desde el día que mi primo me llamó, la razón de ser invitado era una especie de esfuerzo empático culpable de lástima y sospechoso de inanición —amo esa expresión—. Era eso lo que más me lastimaba de estar con ellos pues eran los únicos que no me hacían blanco de burla y, encima de todo, omitían las bromas quisquillosas por pura lástima, como si dejarme estar entre ellos fuera un acto de piedad. ¿Me tenían piedad? Mierda que eran hijos de puta. Pero eran los únicos amigos que tenía en aquel entonces. Aunque quizás no haya sido lástima después de todo. Por desgracia eso solo lo sabría una década más tarde.
La casa de Diana tenía algo enigmático que la rodeaba, como un aura de tranquilidad y ambiente sutilmente hogareño. Su hermana y su madre se turnaban con ella para entablar conversaciones totalmente ilógicas que no llegaban a ninguna parte. Era lo mismo que oír las charlas entre Diana y Rocío. Siempre hablando tonterías sin pies ni cabeza. Como lo de ese rumor que inventaron, uno de un perro con cabeza de gato que hablaba como perico y que espantaba a los locos y borrachos de las calles sin nombre. O lo del malvavisco asesino que vomitaba arcoíris y que escupía unicornios a los niños que iban al dentista maldito de la avenida del odio, esquina tropiezo. O la leyenda de la hamburguesa gigante que podía saciar el hambre mundial. Pensaban que podían dar con su ubicación exacta buscando extraños patrones en el libro de álgebra de Baldor (Oh Baldor, el primer terrorista que conocí). Luego se embarcaban en búsquedas tipo Indianna Jhones, como una especie de inconsciente homenaje a los Jojo's en sus viajes. Era lógico que jamás hallaran la hamburguesa gigante. Y el escenario de varias de esas búsquedas y de otras locuras sin bautizar era la casa de Diana. Creo que esa desbocada imaginación había invocado alguna clase de magia multicolor a esa casa, tanto así que hasta los fantasmas tenían un halo de azúcar al caminar.
El escenario del sinsentido se remataba con las presencias de Gabriel y mi primo, Rodrigo. Esos dos tenían su propio estilo para hacer tonterías descabelladas. Sus bromas pesadas eran aún más pesadas que las de Rocío y sus travesuras eran más peliagudas también. Un día, sabrán los dioses cómo, Gabriel se hizo de un cachorro de dinamita. Él y Rodrigo, los muy psicópatas, hicieron volar un pequeño puente hechizo de una zona periférica de la ciudad por la mera curiosidad de saber si la dinamita funcionaba o no. A veces sus locuras rayaban en la delincuencia pero jamás hirieron a nadie, cosa rara. Mientras Gabriel era un pervertido cuya morbosidad casi competiría con la mía en la actualidad, Rodrigo era de esos tipos a los que podías avergonzar fácilmente. Pero solo si lo hacías objeto de bromas pues si el blanco era otro, mi primo reía hasta quedarse sin mandíbulas. Ambos tenían una relación de mojiganga conmigo, es decir, si los tres estábamos reunidos yo era el cerdito (eso puede tomarse textual). Y aunque me hacían bromas, yo no me ofendía pues no hacían nada con la misma mala intención que los otros de la clase. No hallaban gracia en herirme, sino que reíamos todos por el simple hecho de reír. Aunque los odié por envidia, creo que en realidad siempre les tuve mucho afecto. Eran buenos chicos y, años después, descubrí que también eran buenos amigos. Incluso conmigo.
Y allí estaba yo, mirando a esos "cuatro" decir tonterías y reírse sin parar. No es que realmente fuese parte del grupo, yo no era el quinto miembro de la pandilla ni mucho menos. Mi existencia allí era nada más un acto de misericordia. Por eso me limitaba a mirarlos en silencio mientras ellos hacían todo el jolgorio. Eso significaba ver cómo jugaban Twister mientras yo le daba vueltas a las manecillas del reloj. Cuando finalmente era mi turno cambiaban de juego y se metían en los juegos de video. Estaba por llegar mi turno y cuando el control estaba en mis manos volvían a cambiar de juego. Ellos corrían y yo caminaba, jamás pude alcanzarlos. Y comían, ellos comían y reían; yo me servía lo que podía sin esperar el ofrecimiento de nadie. En verdad estaban lejos, no podía alcanzarlos. Luego vino Diana y sus experimentos. Yo no probé una sola migaja. Había una torta con forma de árbol de Navidad, unas galletas con forma de estrellas (de mar, según Diana), y una rosca navideña con relleno de queso. No comí nada de eso, ellos lo comieron todo sin ofrecerme nada y no por eso me sentí más relegado de lo que en circunstancias normales me habría sentido. Los miraba y sabía que tendrían dolor de estómago, y yo también quería tenerlo. Quería formar parte de ese grupo, quería sentirme pertenecer a ellos y reír de las mismas tonterías con toda la naturalidad del mundo. Y justo cuando me estaba resignando a ser raleado Diana dijo:
—Es hora de sacar el arma definitiva, el Gab va ser nuestro conejillo de indias.
Se refería a mí desde luego.
El arma superpoderosa de Diana era una tarta de gelatina azul rellena de pipocas de pollo y bañada en crema de chocolate, pimienta dulce y salsa de maní. El resultado de tal holocausto culinario fue el asesinato de mi inodoro que horas más tarde se arrepentía de su existencia. Pero en verdad disfruté de esa tragedia de tarta. Era para mí, especialmente hecha para mí. Claro, no hace falta decir que estaba perdidamente enamorado de Diana y desde que nos conocimos aquella era la primera vez que comía algo que ella hizo pensando en mí. Aunque fuese solo de broma.
Compartir la tarde con esos cuatro fue mágicamente liberador, me sentí parte de algo realmente hermoso aunque fuese por solo unos instantes. Pero entonces, cuando más me acercaba, me daba cuenta de lo lejos que en realidad estaba. Por eso, al despertar cada mañana después de aquella Navidad de 1998, siempre queda en mi memoria el recuerdo de sentirse "lleno" y la fatiga insuperable de permanecer eternamente "vacío". Sin embargo, existe algo importante que Diana me dijo aquella vez y que justifica el haber asistido a esa fiesta para luego soportar infinitas faltas y ausencias: «Un día, Gab, descubrirás que un sueño que no se termina, tarde o temprano se vuelve triste. Muy triste».
Mis amigos fueron la visión de un sueño de amatista que heredé de un ser querido. Existen tantos recuerdos en mi memoria, de ellos, de aquellas épocas, que solo evocarlos hace manar la sangre de nuevo. Pero ese era el secreto. Los cristales del espejo, desperdigados por el suelo, llenos de sangre. Las paredes y las sábanas salpicadas de sangre. Todas las sanguinolentas consecuencias de mi amor y afecto por aquellos seres especiales, me hicieron notar lo que Diana trató de decirme con sus actos: «No busques en tu corazón o en tu mente, busca en tu sangre». Y en la década siguiente tuve que manar varios litros de sangre de múltiples partes de mi cuerpo para comprenderlo. Tenía que ver aquel precioso líquido rojo salir de mi ser para entender su verdadero significado. Cuántas peleas, cuántos procesos, cuántos delincuentes de bar tratando de robarme el celular y la vida mientras yo provocaba a la muerte. Huesos rotos, expediente policial, pastillas y más pastillas; putas drogas.
Han pasado como 20 años desde aquella fiesta de Navidad y aún la recuerdo con nitidez. Recuerdo los sabores, los olores, los colores y los sonidos. Recuerdo esa calidez que abrigaba mi corazón, diciéndole que vendrían días helados y que debía afilarse para sobrevivir. Recuerdo las navidades ahogadas de lágrimas, las que a la postre se convirtieron en patrimonio intangible de mi humanidad, de la de muchos seres nobles que quisieron decirme tantas cosas en acciones tan simples. Y más que todo recuerdo a la Diana de 1998, la de aquella Navidad. Son sentimientos imborrables que, si bien en el camino al Origen no sirven para puta cagada, en vida y cárcel sirven para acordarse de aquello que el tiempo hace olvidar. No me volví un bastardo por capricho de ser el centro de atención, yo no necesito postura de sentido. Me volví un cabrón por tanta nostalgia y ausencia de significado. Por descubrir que Diana no bromeaba al decirme que todo debía terminar. La extraño.
No sé en qué secuencia acontecieron los hechos previos a la Navidad de 1998. Únicamente sé que viví una blanca, blanca, blanca Navidad. No sé si aquello pasó en un pasado o en un futuro lejano. Pero sí sé que ocurrió en alguna ciudad de La Paz, en una de las muchas que existen en múltiples pliegues quánticos que se desglosan en el agujero blanco dentro del cual se halla nuestro universo. Podría decirse que aquellos hechos fueron mi historia de vida, pero a la vez no lo fue. Soy una página en blanco cuyas letras escritas encima se ven solo en presencia de luz halógena. A veces quisiera olvidar todo eso, pero no podré. Es todo el patrimonio que me quedó luego de tanta guerra. Eso y un misterio: Diana.
Desde entonces hice muchas estupideces para tratar de ahogar la pena que la ausencia de mis amigos significaba. Me lancé desde un acantilado de 8 metros por un impulso irresistible, estaba ebrio. Me peleé con los rosales que había en mi jardín, mi piel se hizo jirones. Me lié a hostias con un imbécil que me llamó pedófilo por llevar una fotografía de Diana en la billetera, le arranqué la oreja de un mordisco. Fui golpeado con una cachiporra estando esposado cuando el policía que vino a ahogar el escándalo notó que a mi oponente le faltaba un lóbulo. Fui bañado con una manguera de bombero en una celda de policía y tuve que pernoctar con la ropa empapada, casi me dio una pulmonía. Lloré sin consuelo por media hora durante una reunión que algunos amigos míos habían organizado por mi cumpleaños, la vela se derritió sobre la crema. Me peleé a puñetes contra un muro de ladrillos, rompí todas las falanges de mis manos. Me embriagué hasta intoxicarme con toda clase de alcoholes baratos, casi morí. Me autocastigué dándome cinturonazos en mi propia espalda con la esperanza de que el ardor de la piel desvíe mi mente del profundo dolor que llevaba en el alma. Por mis múltiples locuras terminé en una clínica. Durante años experimenté tanto dolor y tristeza que casi podía derramar lágrimas de sangre en las noches sin luna, y es que realmente había perdido a seres muy amados y no sabía cómo afrontar la pérdida. Fue así que terminé matando a un hombre: yo mismo.
De buenas a primeras te digo; no se te vaya ocurrir venirme con la chorrada de los típicos nihilistas sociópatas y arteros que, sin escrúpulos y por mera diversión personal de bulear a alguien, opinan: «Qué infantil, hacer tanto berrinche por perder a unos amiguitos de infancia. Eso solo demuestra lo mucho que te falta madurar y lo enfocado que estás solo en ti mismo. Únicamente te preocupas de tus propias penas, seguramente nada ni nadie más te importa. Eres un niño mimado al que quitaron un dulce. Eso te pasa porque no conoces la vida ni has tenido que pasar hambre o necesidad». Hubo un sujeto que casi pierde un ojo en mis manos por decirme tal tontería durante una farra. Como supondrás ambos terminamos en la delegación y yo terminé bañado en orines dentro de una celda. Por alguna razón los estúpidos que fungen de policías en este país parecen verme cara de delincuente pues cuando algo sucede suponen, a priori, que seguramente fui yo el agresor o perpetrador del delito. O quizás solo huelen mi desprecio a toda autoridad, en especial a la verdeolivo y a los miserables empleados judiciales. ¡Basura!
Quiero que entiendas que el dolor no puede ser descalificado por raza, edad, economía, clase social, credo, idioma o época. Hay gente millonaria que sufre, gente pobre que no; no existe un patrón consistente del sufrimiento por lo que no hay una regla qué diga que es dolor legítimo qué no lo es. Sin embargo, tampoco justifico lo que tuve que pasar ni lo que hice. Me pasé 15 años ebrio y drogado para terminar "El Arco de Artemisa" en las páginas. Cumplí mi promesa con Rodrigo y narré su historia; en el proceso me equivoqué y maldigo el precio que tuve que pagar por ello. Lo que viene, el final que solo yo podía darle, es la experiencia que me llevó a este texto desde sus inicios. Por eso y mucho más es hora que te vayas enterando de ciertas cosas. Es mi turno de entrar en la historia y quizás lo que te voy a contar no te va gustar mucho que digamos.
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