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77. Retrospectiva existencial...

La Paz, Bolivia. Miraflores, Clínica Psiquiátrica de la Caja Nacional de Salud. 12 de noviembre de 2005.

El doctor Arturo Siegnagel se hallaba en su oficina terminando unos informes. Había tenido unos días muy agitados debido a la visita de varios personeros gubernamentales quienes le formularon preguntas sobre varias personas desaparecidas: Belicena Villca de Salta, Argentina. Rodrigo Torrico Michelle de La Paz, Bolivia. Nombres cuyas existencias estaban en duda incluso para los meticulosos registros nacionales de los países modernos. Pero de alguna forma se supo que ellos sí existieron y los Gobiernos los buscaban. Desde luego, el Dr. Siegnagel sabía quiénes eran esas personas, ambos fueron sus pacientes, pero no tenía intención de brindar información alguna a las Potencias de la Materia.

En ese instante, alguien entró a su oficina sin previo aviso. Se trataba de una muchacha alta, de no más de 20 años seguramente. Tenía la cabellera, cejas y pestañas negras como la noche. En contraste, su piel era demasiado blanca. Pero lo más impresionante de todo eran sus ojos. Enormes bolas negras cuya expresión era profunda como el universo.

—Buenas tardes —saludó la chica—. Me llamo Rocío Salas, busco al doctor Arturo Siegnagel. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

—Lo tienes frente a ti —respondió Arturo.

—Qué bien. Verá, estoy buscando a un paciente suyo. Se llama Rodrigo Torrico Michelle.

El doctor miró fijamente a los ojos de aquella chica. Quería saber de quién se trataba realmente. Entonces pudo ver, en tan solo un segundo, las glorias pasadas de Egipto narrándose en la sangre de aquella visita inesperada. Sus inmensos ojos negros hablaban de los Faraones. De inmediato, el Dr. Siegnagel pensó en Rudolph Hesse, mano derecha del Fhürer, quien era también de origen egipcio.

—El paciente está en muy malas condiciones para recibir visitas —dijo Arturo y agregó con una sonrisa—, pero creo que si es usted quien lo visita, podríamos hacer una excepción.

Rocío asintió. El doctor se puso de pie y empezó a caminar.

—Sígame —dijo y salió de la oficina.

Los pasillos de aquella clínica eran realmente deprimentes. El olor a madera vieja se había impregnado hasta en el último rincón. Era un edificio muy antiguo.

El doctor condujo a Rocío hasta los pabellones posteriores del manicomio, donde solo descansaban los locos rematados y terminales. Se detuvo frente a una puerta blanca y miró a la visitante.

—¿Está lista para lo que verá? —consultó seriamente el doctor.

Rocío asintió silenciosamente y Siegnagel abrió la puerta.

Todo blanco en aquella impecable habitación era blanco. Una cama estaba situada en medio y rodeándola, un montón de artefactos hacían diversos ruidos: "Bip-Bip", ritmo cardiaco. "Ssss-sss", un aparato para respirar. "Tic-tic", las gotas del suero. Y allí yacía él, el enfermo desahuciado que, desde su llegada, estuvo sufriendo dolores que remataron su locura y su crónica depresión. Sus ojos ya no tenían luz, eran una poesía de tristeza. Su cuerpo lucía totalmente desnutrido, pálido. El cabello se le estaba cayendo. Toda su humanidad era una oda al sufrimiento, al martirio.

Rocío se tapó la boca cuando lo vio, estuvo a punto de gritar. Contuvo sus lágrimas con todas sus fuerzas y se aproximó al paciente. El doctor batió la cabeza, haciendo gesto de negación, como si ver aquel encuentro fuese un caprichoso sadismo del destino.

—Hola —dijo ella tímidamente.

El enfermo apenas movió los ojos y respondió con una voz casi inaudible.

—Rocío... has venido.

—Te lo prometí, ¿no es cierto?

El sonido de los aparatos hacía que el encuentro fuese aún más dramático. Rocío definitivamente no estaba preparada para lo que iba a encontrar.

—Y bueno —agregó Rocío—, esa vez dijiste que necesitarías mi ayuda y ahora que te veo...

No pudo continuar más. Una necesidad frenética por llorar la había embargado, pero no estaba dispuesta a derramar lágrimas allí. No frente a él. No luego de todo lo que había ocurrido.

—¿Cómo está la Diana? —consultó débilmente el enfermo.

Rocío mordió su labio inferior. Aquella pregunta le había caído como daga en el pecho. Bajo la mirada, cerró los ojos y respondió.

—Ella está bien ahora.

Era una mentira de piedad. La visitante no tenía valor para soltarle la verdad. Rodrigo no le creyó, pero tampoco insistió más.

—Qué bien —farfulló el paciente, resignado—. En verdad no creí que recordarías la... la... promesa que hicimos.

—Jamás la olvidé —replicó ella en voz baja. Le costaba demasiado hablar.

—Sabes, hice bien en decirte que estaría aquí. He estado esperando por años la visita de alguien, pero ese alguien no aparece hasta ahora.

El viento sopló fuertemente, las ventanas crujieron y los techos retumbaron en el exterior de la clínica. El paciente echó un suspiro lamentoso.

—¿Podrías hacerme un favor? —pidió él.

Ella asintió, callada

—Ayúdame a beber agua.

Cuidadosamente, Rocío se aproximó al paciente y le ayudó a incorporarse un poco. Luego tomó un vaso con agua que se hallaba sobre una pequeña mesa a un costado de la cama, y le hizo beber lentamente. Luego depositó su cuerpo sobre el lecho. El enfermo puso una expresión de tranquilidad luego de beber. Abrió los ojos y, mirando al techo, agregó:

—¿Recuerdas la caja que me dieron el día que me fui?

—Sí —respondió ella, con la voz tan baja que casi era imposible oírla.

—Su destinatario es mi primo.

Rocío agachó la cabeza y dijo:

—No estás hablando del...

—No, no es para el Oscar. Ojalá la Virgen lo esté cuidando. Hablo del Gaburah.

La ojosa visitante frunció el ceño, como si aquella puntualización fuese totalmente incoherente. Pero luego la expresión de extrañeza en el rostro de la chica cambió y se convirtió en una gesticulación de sorpresa infinita.

—Entonces, ¿es él?

Rodrigo asintió, Rocío lanzó un suspiro de resignación.

—Entiendo —replicó ella.

—Él todavía no me visita. ¿Podrías hacer que venga a verme?

Rocío tardó en contestar.

—Pero él... él no podrá lograrlo.

—¿Todavía no lo has entendido?

Rocío agachó la cabeza. Claro que lo entendía todo. Lo supo luego de su combate contra Moisés. Lo había vislumbrado todo, toda la verdad, toda la realidad.

—Rodrigo. Si le haces esto, va enloquecer de dolor o terminará matando a alguien. Se condenará todo si no se hacen las cosas con cuidado.

—No hay otra manera. Es su misión. Tú ya lo sabes, ¿cierto?

—Sí —dijo ella con suavidad, tenía los puños cerrados, apretados, como conteniendo la frustración bajo un fardo de ira retenida—. Me pregunto que estará sintiendo la persona que nos está leyendo ahora...

Rodrigo esbozó una mínima sonrisa.

—¿Realmente te preocupa eso?.

—No lo sé, es muy extraño saber que somos... pues... esto.

—No hay nada de qué arrepentirse, amiga. Nos ganamos la existencia y él también.

—Ay Rodri. Ojalá esto no termine en desgracia.

—Ya es una desgracia.

—No, es más cruel que solo eso.

—Por eso dependemos ahora de mi primo. Ahora es más importante que nunca que él venga a verme. Tienes que hacer que venga. Ya no hay mucho tiempo.

Rocío asintió nuevamente, pero su gesto estaba cargado de fuertes emociones. Luego se aproximó al paciente y lo abrazó tiernamente.

—Voy a cumplir mi última parte en esta historia, Rodrigo.

—Sí, sé que lo harás.

Y no hubo ni siquiera un último "adiós". Rocío salió del cuarto, del edificio, de la clínica y se sentó en un parque miraflorino para llorar amargamente hasta que el sol se puso. Hasta ese ocaso final.

El esperado visitante del paciente terminal se apareció tres días después de la visita de Rocío. Rodrigo sintió su corazón brincar cuando lo vio. Sin duda era su primo, aquel a quién tanto había estado esperando. El chico lucía bastante acabado, con la barba crecida y un potente tufo alcohólico. Por un instante, el paciente tuvo lástima de tener que aumentar los deberes vitales de aquel desteñido familiar suyo, pero, después de todo, ese deber vital, el que iba a darle ese mismo día, era la razón de su encarnación en la presente era.

—Gaburah —llamó el paciente a su visitante. Su voz era casi moribunda.

—Por amor a la Virgen, Rodrigo, ¡qué carajo te sucedió! —prorrumpió el primo, aún medio afectado por la resaca.

—Nada a lo que no haya estado destinado —respondió el paciente.

El primo se aproximó a su parentela agonizante, recorrió una silla hasta la cama y, lleno de dudas, se sentó.

—No imaginaba encontrarte así —dijo Gaburah, más espantado que sorprendido.

—Había perdido la esperanza de verte de nuevo, primo; te esperaba —respondió el paciente.

—Pero, no lo entiendo. ¿Y tu mamá, tu familia?, ¿dónde están los otros primos, y mis tíos?, ¿por qué no están contigo?

—Luego te enterarás. Debes saber muchas cosas.

—Es que..., no puedo creerlo.

El primo empezaba a sentir la ahogada necesidad de llorar.

—No te sientas mal por mí, pronto tendré mi justo descanso, pero no puedo irme sin terminar de resolver algunos asuntos. Escucha muy bien, tengo una misión para ti. Pásame aquella caja

Señaló el enfermo la caja de cartón en la que sus amigos depositaron tantas cosas cinco años atrás. El primo se la alcanzó con cuidado y el enfermo continuó:

—Esta caja contiene varias cosas, mi diario, mis escritos, mis partituras y otras cosas que necesito que tengas. Tú eres el único que puede cumplir esta misión. Lo que quiero que hagas es que narres en una novela lo que escribí. Sé que escribes bien, debes publicar un libro con esta historia, debes grabar los temas que registré en las partituras, debes... —una tos seca lo interrumpió.

—Tómalo con calma —replicó el primo y el enfermo le sonrió.

—"El Arco de Artemisa" debe ser expuesto. En poco tiempo recibirás algo de ayuda de un camarada que los Dioses enviarán en tu auxilio. Debes leer..., debes leer las cartas Belicena Villca. Debes continuar la misión hiperbórea de nuestros ancestros. Yo ya no puedo hacer mucho más, mi tiempo se agota. Júrame que publicarás mi historia, Gaburah.

—No lo comprendo —respondió él, con lágrimas en los ojos—, dime porqué me elegiste. Hay cientos de escritores que lo harían mejor que yo, yo no soy un escritor, tan solo soy un pianista fallido.

—Eso no es verdad. Hay muchos escritores, es cierto, pero ninguno ama a la Diana tanto como tú. Eres el único que puede —llevado por un impulso gnóstico, el enfermo dio por sentado que su nombre sería la pista que aquel ebrio pariente suyo guiaría al negro fondo de la verdad, certeza que lo llevó a agregar—: Por eso voy a rebautizarte. Gaburah Michel, ahora eres Gaburah Lycanon. Te heredo mi nombre, te designo al lobo para guiarte. Como lobo, serás fuerte en la soledad y solidario en la manada.

—Rodrigo, estarás bien.

—Claro, Gaburah. Estaré muy bien —no, el enfermo sabía que moriría pronto—. Ahora, júrame que escribirás mi historia, ¡júralo!

Gaburah suspiró con fuerza y respondió:

—Lo juro, Rodrigo, escribiré tu historia.

—Gracias, sabía que podía confiar en ti.

Hubo un breve silencio.

—¿Qué te pasó?... ¿cómo acabaste así? —indagó el visitante, deprimido.

—Eso, estimado primo, lo leerás en mis memorias. Esa caja lo contiene todo, absolutamente todo.

—Rocío, ella...

—No te preocupes, olvídate de los demás.

—¿Qué pasó con la Diana?, ¿por qué no está aquí, contigo?

—Diana... —se le escaparon algunas lágrimas al enfermo—. La verás cuando llegue el momento. Dile que estoy bien y que al fin encontré mi descanso. Dile que la amaré siempre y que desearé ardientemente que regrese al Origen.

La culpa mataba lentamente al enfermo, la culpa de haber sido él quien habría de cumplir el Pacto de los Lobos Gemelos. La culpa de ser él el soñante y no otro.

—No Rodrigo, no hables como si no fueras a mejorar —pidió Gaburah.

—No estés triste, primo. La mayor gloria de todas es saber que una muerte digna te espera al final de la ilusión de la vida. Lo único que haré será despertar de este sueño al que llaman: "vivir". La vida es una ilusión, la mía fue una Visión de un Sueño de Amatista. Te estoy heredando esa visión para que la escribas, para que la vivas y para que la comprendas. Aprende a vivir, aprende a morir. Descubre el engaño y lucha por ser libre. La única forma de salir de la prisión, es luchando —tosió de nuevo, respiró con esfuerzo y prosiguió—. Llegará el día en que tú también habrás de despertar; un sueño que jamás se termina, tarde o temprano se volverá triste. Ya sufriste todo lo que debías sufrir, creciste, te enamoraste, ahora debes liberarte. Tú eres el último eslabón de la cadena, en tus manos está vivir el último capítulo de esta historia. El final es para ti, la hoja en blanco que dejé para que tú la vivas y la escribas. Aunque todos los Gólen de la Tierra te persigan, nada doblegará tu voluntad. Avanza siempre, sin piedad, sin temor ni pena. Enséñale a tus lágrimas a reír, vive consciente del sueño, muere con honor. Estudia mucho, solo así notarás que el conocimiento ilimitado es glorioso hasta que obtienes entendimiento ilimitado. Toca el piano, toca y toca, interpreta las melodías que yo ya no podré. Regálale a la Diana una sonrisa. Haz de ti mismo el guerrero que todos necesitamos que seas. Por la Diana, por la Rocío, por el Gabriel, por mí. 

—No puedo...

Las lágrimas se habían convertido en un llanto desmedido que manaba de los ojos del amargado visitante.

—Me pides algo para lo que no me preparé —protestó Gaburah—. ¿Cómo puedes esperar que escriba una novela si ni siquiera puedo terminar un cuento? ¿Cómo puedes pedirme que toque tus temas si no soy capaz de tocar ni los míos? Rodrigo, soy un inútil

—Confía en tu fuerza, Gaburah Lycanon. El mayor secreto del mundo es que todos somos Dioses. Tú también eres un Dios, busca esa divinidad en tu Ser, en tu YO. No te lamentes más. Entiende que el dogma es una prisión, pero para salir de tal prisión no existe otra herramienta que la propia prisión. Para salir del pensamiento, debes pensar hasta dejar de pensar. Para salir del sentimiento debes sentir hasta dejar de sentir. Nadie abandona lo que no lo aprisiona. Y tu dolor es así. Usarás al dolor para dejar el dolor, porque solo el dolor tiene la llave de salida de sí mismo

—Haré lo que pueda, pero no sé si lo haré bien.

—Yo estoy seguro que lo harás muy bien —sonrió un poco, con gran esfuerzo—.No esperes más el amor, Gaburah. Porque ese amor al que aspiras, no existe. No te atormentes más, pelea.

—Ro..., Rodrigo. Júrame que nos veremos de nuevo.

El paciente miró decidido a su primo y juró, lleno de convicción:

—Te juro por Artemisa, Gaburah Lycanon, que ésta no será la última vez que nos veamos. Un buen día, tú, la Diana y yo nos sentaremos y tocaremos juntos el piano.

—Cumple tu juramento, o no te lo perdonaré.

—Lo cumpliré. Solo una cosa más, no le digas a nadie que estoy aquí. Ni a tu madre, ni a tus abuelos, ni a nadie.

—Pero Rodrigo, por qué. Si estás tan grave de salud lo lógico sería que al menos los famliares tuyos que aún quedamos cerca te visitemos. ¡Carajo! ¡Tu madre! Dónde está tu madre. Esto no tiene sentido. ¡Cómo es posible que te hayan abandonado en este estado!

—Las respuestas las hallarás en mi diario. Pero hasta que hayas terminado de leerlo quiero que me prometas que no le dirás a nadie que estoy aquí.

—No sé si podré cumplir esa promesa.

—¡Promételo!

—Está bien, está bien. No se lo diré a nadie.

—Gracias Gaburah. Ahora vete, ya casi es hora de mi medicina —el visitante tomó la mano del enfermo con fuerza para despedirse, tomó la caja y empezó a alejarse— ¡Gaburah! Fuerza y honor —dijo Rodrigo.

—Fuerza y honor —respondió Gaburah.

Esa misma noche, el paciente más joven de la Clínica Psiquiátrica de Miraflores recibía la última visita de su vida.

Nadie los vio entrar, estos visitantes llegaban a una hora muy inusual, en la que ya nadie recibía visitas. Entraron sin hacer el más mínimo ruido hasta el cuarto del paciente y, cual sombras fantasmagóricas, emergieron de la oscuridad ante la cama del enfermo. El agonizante residente de la Clínica, él, que ya llevaba tantos años viviendo allí, despertó y miró esas sombras con una calma inusitada.

—Par de idiotas, tardaron demasiado —dijo con mordaz intención.

Un arcángel y un demonio. Rafael y Arkanis. Sobrevivientes a la Batalla de la Umbra y la traición de Halyón. Habían dado, por fin, con el responsable de todas las calamidades sufridas en Chang Shambalá. Finalmente llegaban a la raíz de los eventos, al cuerpo mediante el cual el "soñante" daba existencia a todo, aún dentro del sueño del propio Demiurgo. Y harían caer en él todas las pesadillas y la sed de venganza de los habitantes del cielo y el infierno.

Ambos entes, llevados por una furia inusitada, encerraron al paciente en su habitación dentro de un campo limitado, independiente al espacio-tiempo. Nadie le auxiliaría de esa forma. Nadie oiría sus alaridos. Nadie lo extrañaría.

Condenado a ver su tiempo de encarnación expandido dentro del campo limitado, el paciente fue violado. Analmente destruido. Desollado. Desmembrado, unido y vuelto a desmembrar. Quemado. Congelado. Azotado. Le rompieron todos los huesos. Excitaron cada fibra nerviosa para llevarlo al máximo del dolor físico sin permitirle el alivio de morir. Aún siendo un torso sin piernas ni brazos, lo siguieron violando. Arcángeles y demonios, bestias terribles, apasionadas por los frenesíes de la carne y el pathos. Y cuando ya no hubo más carne que atormentar, arrancaron el alma del paciente y la llevaron por múltiples infiernos para seguirla torturando.

En un acto final de demencial crueldad, los Siddhas Traidores unieron nuevamente el cuerpo y lo dejaron clavado en el techo de la habitación. Allí, con la sangre de la víctima, trazaron los símbolos shambálicos más malditos de todos los universos. Y se retiraron satisfechos, dejando sin efecto el campo limitado y abriendo el terror a la mañana siguiente, cuando la enfermera sea la primera en entrar y sienta el pánico de crueldad de los Hijos de Dios. Fue así como Rodrigo, el doppelgänger, terminó su encarnación y su vida. Pero hasta para él pudo haber existido alguna esperanza. Quizás, en algún universo ajeno y lejano, Rodrigo finalmente se gane su Espíritu y sea capaz de salir. Talvez así sea. Talvez.

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