73. Dianara y el Señor del Foso...
Fueron 24 las nuevas anclas rúnicas instaladas ese día. Detonar las antiguas anclas y poner las nuevas había sido un trabajo titánico, pero era la única forma de alcanzar la victoria. Aunque los hiperbóreos podían matar enemigos de cuatro en cuatro, la superioridad numérica de las tropas sinarcas era tan abrumadora que casi no había esperanza de gloria en aquella batalla. Pero, después de todo, los Centinelas también eran mentes brillantes, en especial uno de ellos, quien había estado dirigiendo el curso del combate desde un inicio: Edwin Cuellar Luchnienko; Ninurtske, el Tauro de la Guerra.
Casi 4 meses antes de aquel combate, Edwin había estado realizado cuidadosos preparativos. Desde un principio, gracias a los conocimientos de los nativos de la umbra, supo que Astaroth, Señor del Inframundo, era capaz de poseer cualquier cuerpo. A cambio de esa información, el Mayor Cuellar llegó a un acuerdo con los nativos de la umbra el cual contemplaba llevarlos a Erks a cambio de cualquier dato que les sea útil para el combate umbral. Esa era la razón por la que nadie vio nativos en la ciudad de La Paz umbral, a pesar que se sabía que algunos habían. Como producto de la información brindada, Oscar se ofreció en secreto a dejarse poseer por Astaroth con la finalidad de engañarlo y obtener de sus recuerdos infernales, los planes de Halyón. Todo fue tan secretamente planeado que ni siquiera los otros Centinelas estaban al tanto de los planes de Edwin. Sin embargo, no todo salió bien la posesión de Oscar terminó siendo atroz.
El recuperar a Oscar y su poder de Puma de Trueno era también parte del plan, pues Edwin sabía que existía la forma de purgar su Espíritu del control del maldito Astaroth, lo que no sabía era el costo de la verdad que esa acción cobraría. Por ello, ambos se lo jugaron todo en una sola movida que, gracias a una voluntad superior, salió bien al final. Con los planes de Halyón al descubierto, todo lo que tenían que hacer era preparar el campo de operaciones. De ese modo supieron que en enemigo no entraría por el volcán, sino que abriría puertas inducidas alrededor de la ciudad de La Paz umbral. La última de esas puertas, la principal, la abrirían en el atrio de San Francisco. Para ello el enemigo contaba con que Hagal destruiría las anclas de la barrera, cosa que sí hizo, pero hasta la destrucción de la barrera había sido un evento planeado de antemano por Edwin. La ruptura del cerco haría al enemigo confiarse y lanzar todas sus fuerzas sin contemplar las posibles contingencias de sus actos. Edwin esperaba que la Sinarquía lanzase todo su poder contra ellos para barrerlos de un solo golpe letal. Venticuatro nuevas anclas fueron levantadas al momento con ese objetivo, aún en pleno estrépito de la guerra. Aquellos menires de piedra, fabricados como Lappis Opositionis no tenían el objetivo de ser empleados como generadores de una barrera de protección, sino como armas. Y el que accionaría esa feroz máquina de destrucción era Laycón.
Con la mayoría de la fuerza enemiga invadiendo la umbra, el lobo solo tenía que aguardar el momento indicado para cumplir su parte del plan. La orden llegó en el momento preciso, ni antes ni después. Por radio el Mayor Cuellar dijo que ya estaba todo listo. Entonces Laycón, en pleno Trance Hiperbóreo, reflejó el Signo del Origen en una de las anclas rúnicas. Producto de aquello, la materia y la energía en la umbra aceleraron su tasa vibratoria a niveles cataclismicos. Los menires de piedra se vieron convertidos en reactores nucleares con suficiente potencia para destruir una estrella entera cada uno. Laycón, haciendo uso de esa energía, levantó una esfera de realidad quántica y una reacción atómica en cadena se originó. La explosión se contuvo en el atrio de la Plaza de San Francisco. El área debía estar ya evacuada de todo hiperbóreo que allí se encontrase. El arma entró en sintonía con la tasa vibratoria del Espíritu Hiperbóreo de todos los soldados y guerreros que se hallaban allí y, como si de misiles teledirigidos se tratasen, una infinidad de rayos de plasma azul, más calientes que una supernova, fueron emanados desde las anclas rúnicas. El plasma esquivaba a los hiperbóreos, pero calcinaba a los sinarcas y las tropas de Chang Shambalá pues en ellos no existía presencia del Espíritu, por ende, el plasma los irradiaba como atraído por un imán, directo en el alma de su víctima.
El plasma se expandió por la ciudad, recorriéndola como un río de luz, y emergió de la hoyada hacia el altiplano, donde formó un anillo azul ardiente y arrasó con todas las tropas que rodeaban la ciudad. También ingresó a la puerta inducida de San Francisco y aniquiló a todas las tropas restantes, provenientes de más de 298 universos paralelos en los que la Tierra y la humanidad existen. La cifra total de muertos fácilmente podía superar la población mundial total de 25 Tierras, eso sería 175 billones de bajas en un segundo. En Chang Shambalá también se expandió el plasma azul y dio fin a miles de ángeles que se carbonizaron en segundos. Los Diez Círculos Celestiales, Sephiroth levantados por el Tetragrámaton, fueron a su vez irradiados como también los Círculos Infernales del Bafometh, donde miles de demonios vieron su fin en un instante. Probablemente la Sinarquía sufrió más de 180 billones de bajas en ese fatídico y único instante en el que el poder de Laycón, amplificado por las anclas rúnicas, barrió con toda forma viviente del alma. Todo ser sin Espíritu, todo pura-alma, había perecido en solo aullido del lobo.
Esa mortífera acción final era también la culminación del plan de Edwin. Con su estrategia, finamente hilvanada, había engañado a todo el mundo, incluso a sus propios aliados, y le había puesto fin a ese conflicto que llevaba varios siglos sin resolverse.
El silencio se hizo en la ciudad de La Paz umbral. Ya no había demonio, ángel, arcángel, monstruo, Hiwa-Anakim, Sheidim, soldado, tanque, avión, jinete de dragón ni criatura alguna que, fiel a Jehovah-Satanás, se arrastrase por el suelo o volase por los cielos. Todo enemigo, todo sinarca, todo ser de Chang Shambalá en la umbra y en varios universos había sido aniquilado. Entonces los soldados empezaron a vitorear la victoria. Se abrazaron mutuamente y rieron a carcajadas de alegría mientras gritaban: «¡Logramos la victoria!».
Aquella masacre de la Sinarquía y el Pueblo Elegido era como bálsamo de divina venganza por todas las muertes y torturas de Espíritus libres en el universo de las formas creadas. Era absolutamente glorioso. Magnánima vendetta por los Señores de Tharsis, los Señores de Skiold, la muerte de Belicena Villca y tributo a los sacrificios de todos los hombres y mujeres de sangre pura de toda la historia de la humanidad, en sus múltiples universos. Ese instante de regocijo, ese frenesí de vencedores, invadió totalmente a las tropas hiperbóreas sobrevivientes quienes en su felicidad no percibieron que no todo había culminado. Los soldados siguieron festejando hasta que el polvo de la explosión empezó a disiparse y los estragos del combate se hicieron visibles. Todo festejo, toda celebración, se detuvo entonces. Pues en ese instante los hiperbóreos se dieron cuenta de la cantidad de caídos que habían en el campo de batalla. De los más de 24000 soldados que habían luchado allí, no debían quedar más de 2000. Parecía que todo había terminado, pero era un final agridulce. El lugar de la explosión estaba cubierto por un gran cráter, no había quedado rastro alguno de la Iglesia de San Francisco ni de sus calles adyacentes. Una fina capa de polvo turbio cubría el mundo y hacía que fuera difícil distinguir las dimensiones reales del gran agujero.
Luego, poco a poco, el polvo comenzó a disiparse y los estragos empezaron a hacerse visibles. No había quedado piedra sobre piedra. El cráter tenía una profundidad considerable y su extremo más próximo se hallaba donde alguna vez había estado el anfiteatro de San Francisco y concluía donde, cualquier paceño, hubiera podido distinguir la calle Buenos Aires.
Los sobrevivientes observaron con asombro e inquietud aquel agujero negro. Sus expresiones mostraban el infinito asombro ante el poder sobrehumano que había hecho tal prodigio de destrucción. Laycón tenía un poder inconmensurable.
Entonces, entre el polvillo creado por el conflicto y los silencios de la espera, todos distinguieron una figura aparecer por el límite del gran cráter.
Era un horror imposible de observar y describir sin perder la razón, era una criatura de inframundo, era la maldad representada, era...
Sus alas eran tan negras y enormes que la luz parecía ser absorbida por ellas. Su piel, desgarrada, exhibía su carne resplandeciente como magma. Sus ojos eran dos cuevas vacías en cuyos interiores flotaba un par de lenguas de fuego. Sus brazos estaban cubiertos de corrupción y terminaban en un par de garras de fuego y de pesadilla. Su columna aún tenía esa gran prolongación que la convertía en una cola, rematada con un monstruoso aguijón. Las patas eran una abominable combinación humana y animal. Sus cuernos redondeados, iguales a los de un carnero, terminaban albergando, entre una y otra asta, un fuego que jamás se extinguía: una verdadera aureola demoníaca. Su rostro cadavérico, apenas recubierto de piel, exhibía grotescos colmillos sobresaliendo del hocico. Su tabique, el cual terminaba precipitadamente en medio de la faz, emitía vapores amarillentos de azufre en cada exhalación... Pero lo más abrasador en el aspecto del monstruo era esa estrella de seis picos creada a partir de profundas excoriaciones, tan rojizas y brillantes como si refugiaran una hemorragia de lava en su interior, preparada para saltar de la carne en cualquier momento.
El monstruo se arrastró pesadamente desde el borde del cráter, los miró e hizo una mueca.
Su sonrisa era horrible.
Los soldados de inmediato levantaron sus temblorosos rifles hacia la criatura. La orden de abrir fuego no tardó en llegar y una tormenta de balas golpeó el cuerpo del demonio, pero no le infundieron daño alguno. Bastó con agitar las alas para que una ráfaga de vientos pestilentes arrojase contra el suelo a todos los soldados, como si fueran muñecos de papel. Entonces la artillería pesada volvió a embestir, disparando su munición antitanque más mortífera; pero una vez más se hizo notoria su inferioridad.
De un salto, la criatura se elevó a enorme altura, expandiendo las alas para poder planear. Los soldados la miraron, ahora sí más horrorizados que al principio. La bestia fijó su mirada sobre una pequeña trinchera. Extendió la mano hacia ella y una serie de grietas empezaron a abrirse bajo los pies de los soldados que allí estaban. En segundos, un horroroso chorro de gases calientes y lava cocinó por completo a los desafortunados. El suelo del cráter empezaba a resquebrajarse y un gran flujo de magma parecía estar a punto de estallar desde su interior. Los soldados que no habían perecido, empezaron a evacuar el área, desesperados. Parecía que el cráter estallaría inminentemente, pero entonces una flecha cayó de la nada, clavándose sobre la tierra agrietada, y esta fue cubierta por una gruesa capa de hielo gelatinoso que brillaba tenuemente, como una luz de neón.
El demonio parecía no comprender el significado de aquella flecha; pero no tardó demasiado en recordar. Entonces una luz violeta apareció en el cielo.
Todos los hombres se quedaron viendo la luz. Una figura humana descendía desde las alturas, rodeada por un voluminoso halo lumínico que hacía evocar la forma de un oso. Cuando el halo se hizo menos intenso, todos pudieron distinguir a una chica flotando en el aire. Su cuerpo estaba recubierto por una armadura resquebrajada y ensangrentada: un peto desportillado, una hombrera rota, partes agrietadas de grebas, quijotes, rodilleras y escarpes, y los brazales apenas eran reconocibles. Tenía una diminuta corona en su cabeza. Su cabellera era bio-luminiscente y emitía un resplandor violeta, y toda ella flotaba como si estuviera sumergida en agua. Sus ojos brillaban con intensidad, como dos faros de luz magenta, aunque estaba herida, también lucía predispuesta.
En su diestra sostenía el gigantesco Arco de Artemisa, cuya dimensión parecía haberse magnificado. Era Dianara quien, luego de sobrevivir el kamikaze ataque de San Gabriel Arcángel, había traspasado varios universos para llegar en ese preciso momento a la Umbra. La Diosa Ultravioleta había llegado.
Los soldados reconocieron su presencia y la vitorearon. ¡Ella era una esperanza de victoria!
—Ya has hecho demasiado daño, Halyón —dijo la chica al demonio.
—Solo he representado mi papel —respondió la criatura, cavernosamente.
—Realmente debes ser un demonio demasiado estúpido —retó la chica, sardónicamente—. Me pregunto qué clase de patético ente pelea por la causa de quienes lo han traicionado.
—¡Qué sabes tú de traición, Dianara! —gritó la criatura, enfurecida.
—Lo suficiente para ejecutarte —respondió la chica, elevando el arco hacia el monstruo.
Un rayo violeta se corporizó a lo largo de su muñeca, un rayo con forma de flecha. La chica colocó el rayo en la mira del arco y empezó a combarlo desde un hilo invisible, dejando la flecha de relámpago lista para ser disparada.
—¿Acaso vamos a seguir combatiendo? —cuestionó la criatura, mirando a la muchacha.
—Hasta el final de los tiempos —respondió esta, y el halo con forma de oso volvió a rodearla del mismo modo que durante su combate contra San Gabriel Arcángel.
—Dianara —murmuró el demonio—. Parece que mi único gran pecado ha sido amarte y ahora, a cambio de este amor, solo puedo recibir tu furor guerrero. Sí, es cierto que el Bafometh me traicionó, pero esta tragedia podría evitarse si tan solo abandonases la maldición de tu Sangre.
—¡Calla, monstruo! Toda la calamidad que pasó hoy, y la que pasó durante milenios a miles de Espíritus, ha sido tu culpa. Por ello vamos a terminar este asunto ahora.
Hubo un momento de circunspección entre ambos. Dianara con el Arco listo, Halyón con sus alas desplegadas. Ese era el momento final.
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