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72. La Batalla Final IV...

Ciudad de La Paz Umbral. Zona Centro. Avenida 6 de agosto y J.J. Pérez.

En una ubicación situada entre la zona de Sopocachi y Centro, un grupo de soldados colocaban un inmenso menir de piedra con la ayuda de la sobrehumana fuerza de un monje Iscariote. Aunque la roca pesaba más de 800 toneladas, para aquel monje ese peso no representaba un reto muy significativo. La casta de Cruzados Iscariotes del Vaticano se entrenaba para superar todos los límites humanos, aunque esas capacidades, por muy increíbles que parezcan, ni siquiera se igualaban a las de un erkiano. Sin embargo, ese cura Iscariote en particular era un Ejecutor de la iglesia, es decir, un inquisidor o cazador de demonios, por lo que sus capacidades eran algo mayores a las de sus similares de su Orden. Junto a él, Leticia Repina organizaba el trabajo. La Comandante colombiana había sido llevada en helicóptero junto a los sobrevivientes de la Legión de Espadas tras el ataque de Hagal. Allí, Repina y el Cabo Fletcher se habían entregado de lleno a cumplir las nuevas órdenes: "Levantar un ancla rúnica en el lugar señalado y reunirse en el punto de extracción de la avenida 6 de Agosto, en pleno Quinto Centenario". Mientras la Comandante y su equipo realizaban la labor, el propio Mayor Orlando Cuellar organizaba la demolición de las anclas neutralizadas por Hagal. Entre tanto, atrincherados en un perímetro amplio de defensa, las tropas hiperbóreas restantes contenían el furioso ataque enemigo. Varios guerreros erkianos habían llegado de Tiwanaku para reforzar la defensa de la ciudad mientras las nuevas anclas se levantaban.

Según el informe de inteligencia, el enemigo estaba tratando de forzar una ruptura en la umbra por medio de alguna clase de distorsionador del espacio-tiempo. La anomalía se situaba en el atrio de la Plaza de San Francisco, a pocas calles del Cuartel Central de Plaza Murillo. La idea de las nuevas anclas era la de precipitador de materia que, por medio del espectro de alguno de los Centinelas, estabilizaría toda la umbra en una sola función de onda. Así, mientras aseguraban la plaza, los Centinelas restantes deberían barrer con el restante de tropas enemigas y dirigirse, usando las mismas anclas rúnicas que sirvieron para estabilizar la umbra, hacia el Sephiroth Kether, que era donde Halyón se hallaba. Ese era el plan. Pero bajo aquellas circunstancias habían cientos de cosas que podían salir mal. Leticia Repina lo sabía muy bien y eso la enervaba profundamente.

De fondo, los relámpagos centellantes rodeando la ciudad parecían una tormenta eléctrica que, orbitando la hoyada cual si esta fuese el ojo de un huracán, titilaban de forma imparable. Aquellos destellos distantes eran las miles de explosiones de la batalla en el perímetro de defensa. Los cuatro puntos cardinales estaban bajo asedio, por lo que incluso la Legión Comodín tuvo que enviar refuerzos para aguantar el ataque. Haciendo temblar el suelo, el ruido de innumerables deflagraciones levantaba una macabra cortina sonora que hacía estremecer a cualquiera. El espectáculo, visto desde el centro de la ciudad, no podía ser más impresionante. Repina solo podía imaginar detalles, rellenar espacios vacíos por medio de su fantasía o su intuición. Seguramente la matanza en las afueras debía ser terrible. Mas su posición tampoco era cómoda ni mucho menos, podía no estar combatiendo en el fragor del campo de batalla, pero su labor de levantar las anclas le había dado la grotesca oportunidad de observar los estragos de la primera carga enemiga. Caminar era dificultoso pues el piso estaba totalmente embadurnado de sangre que, por acción del aire y el viento, empezaba a tornarse gelatinosa. Habían cadáveres por doquier, al igual que chatarra. Y miles de incendios por toda la urbe en la que los edificios ya no existían. Todos se habían derrumbado durante la batalla.

El sonido de la radio, saturado por la estática, era un verdadero caos. Soldados pidiendo refuerzos. Tropas solicitando evacuación. Hombres muriendo con el handy prendido y desangrándose sobre el micrófono del aparato. Era un verdadero infierno transmitido por ondas de radio. Los soldados del escuadrón de Repina trataban de actuar de la forma más fría posible ante aquellas transmisiones, enfocándose solo en la misión designada, pero aquel canal de comunicaciones, de cierto, los había empezado a estresar. Ni siquiera podían apagar el transmisor puesto que en cualquier momento podían recibir alguna nueva orden.

Estaban por terminar su trabajo cuando un leve sismo movió el menir de piedra, sacándolo de su centro de gravedad por unos centímetros. El Iscariote redobló esfuerzos para volver a colocar el ancla en su lugar. Entonces, como una erupción de luz que venía desde algunas calles arriba, con dirección noroeste, un haz brillante y rojizo se elevó al cielo. Los hombres de Repina miraron aquella escena, todos a excepción del Iscariote que solo miraba el ancla rúnica, como buscando la anomalía en su posición para volver a colocarla en su lugar. Un aullido horripilante emergió en dirección al haz de luz y entonces, desde aquel lugar, una bandada de incontables ángeles y demonios hacían su ingreso. Tras ellos, escuadrones enteros de aviones y bombarderos enemigos también ingresaban a la ciudad, seguidos de jinetes de dragón. Los ojos de los soldados se fijaron, incrédulos, hacia aquella apocalíptica visión y finalmente cayeron de rodillas al piso, derrotados. Sentían que habían fallado. Pero la voz de Repina se hizo sentir con fuerza en aquel momento desesperado.

—¡Arriba, mierditas! ¡Tenemos un trabajo que concluir! ¡Olvídense de esas cosas, las tropas del Centro los contendrán! ¡Colocaremos esta ancla y nos largaremos! ¡Vamos, vamos, vamos!

El Iscariote, que en todo momento estaba observando de reojo las reacciones del equipo de Repina, se volteó hacia la mujer y dijo:

—Esta ancla está en su lugar, le recomiendo que empiecen a evacuar.

La Comandante dio una mirada mínima al monje y asintió.

—Les daré tiempo para que puedan salir —agregó el Iscariote y, de un salto descomunal, se dirigió en dirección al caos entrante.

En ese momento, que la Comandante Repina y sus hombres evacuaban el área, las comunicaciones radiales se tornaron aún más caóticas.

¡"Seis zulú" a base, este es "seis zulú" a base, cambio!

Lo recibimos seis zulú, reporte, cambio.

¡Tenemos una situación de emergencia aquí, el umbral se abrió, repito el umbral se abrió en 56'90, Oeste!... ¡Tenemos ángeles por todas partes! ¡"Tres delta" y "cuatro eco" están siendo masacrados entre calle Sagárnaga y Murillo, requieren rescate urgente!..., ¡La artillería enemiga está bombardeando la barricada en 44'90, 35'20; la vanguardia israelita no nos deja avanzar, tenemos Harriers sobrevolando toda la Plaza de San Francisco!..., ¡El fuego es muy intenso para cruzar al punto de inserción, tenemos una horda de demonios bajando de la Plaza Eguino, es imposible cruzar al puerto del Umbral!..., ¡órdenes, cambio!

Recibido conforme. Los Centinelas están avanzando desde la calle Potosí hacia ustedes. Regresen al punto de extracción. Laycón va a cubrirlos. Repito, regresen al punto de extracción. Reúnanse con "tres charli" y prepárense para protocolo segundario. "Romero" va en rescate de "tres delta" y "cuatro eco", que se desplacen hasta el Obelisco. Deben evacuar el área. Cambio.

Un alivio bendito embargó a Repina cuando oyó que los Centinelas por fin habían llegado.

¡Base, recibido conforme! ¡Pero el Mayor Cuellar no terminó de colocar las anclas, cambio!

¡Sáquenlo de ahí, ese lugar va estallar, cambio!

Conforme terminado, base.

La Comandante tuvo un presentimiento en ese instante. Llevada por alguna clase de voluntad superior tomó la decisión de emprender su propia guerra santa. Se aproximó a Fletcher y le dio sus órdenes:

—¡Fletcher! Saque a nuestros hombres de aquí y repórtese con el Sargento Wolffstein en el punto de extracción. Dígale que lo dejo a cargo.

Repina dio unos pasos y se subió a un humvee.

—¡Comandante, a dónde va! —replicó Fletcher con angustia en la mirada.

—No lo sé, pero debo ir. No me esperen.

Con una determinación a prueba de fuego, Repina aceleró y empezó su viaje al centro del infierno. Ni bien llegó a la altura de la calle Bueno, sobre la avenida 16 de Julio, una serie de explosiones la forzaron a dejar el vehículo para salvar la vida. Allí, los soldados chinos y los cazadores de demonios de la Orden Pa-Pan masacraban a varios Hiwa-Anakim mientras eran cubiertos con fuego de apoyo desde un tanque Inti-Llawar. Repina, pecho a tierra, atravesó la calle en medio del fuego cruzado y corrió hasta la avenida Camacho donde otro tiroteo estaba en toda su plenitud. Un grupo de soldados brasileros y rusos contenían la avanzada de un numeroso contingente de tropas israelíes acompañadas de demonios faunos. El paso por allí era más que imposible, un suicidio el solo intentarlo. Llevada por el sentido común, Repina corrió hasta la calle Comercio, una importante arteria de comunicación en ese momento, y siguió el curso de los soldados que iban y venían por aquella calle. Acompañada de las tropas francesas, la Comandante se abrió paso a punta de bala y fusil por entre las filas de invasores demoníacos, monstruosas abominaciones, tanques estadounidenses de la Sinarquía y tropas de infantería de la OTAN.

En plena plaza de San Francisco, la ruptura umbral lucía como un espejo esférico de tres dimensiones con un centro negro desde el cual podía verse, muy borrosamente, el "otro lado". Parecía que aquella puerta inducida conectaba a una inmensa base militar en algún desierto nocturno. Las tropas enemigas no dejaban de llegar desde allí.

Repina bajó hasta la calle Potosí y allí, en plena desembocadura a la avenida Mariscal Santa Cruz, Rhupay, Valya y Berkana contenían al grueso de tropas enemigas mediante sus bestias hiperbóreas. Un inmenso escorpión de energía, acompañado de un leviatán ectoplasmático, aplastaban a todo aquel que intentase cruzar por allí. En el cielo, un gigantesco cóndor de luz hacía jirones a todo enemigo aéreo, sea mecánico o biológico. Mientras veía aquella masacre, la Comandante se preguntó qué clase de arrebato de estupidez la embargó como para haberse lanzado a aquel lugar. Ella y sus hombres ya tenían punto de extracción desde el cual serían llevados a las filas defensivas. Ese era su lugar. Pero en aquel momento no se hallaba en el perímetro de defensa, sino en el Centro de la ciudad, en medio del caos y la matanza. Sintió un profundo arrepentimiento de estar allí, pero una vez más sintió el irresistible impulso de cruzar ese caos y llegar a un punto indeterminado en su mente. Así, desposeída de toda lógica o temor, Repina avanzó a toda marcha, atravesando la colosal batalla entre los Centinelas y las fuerzas de la Sinarquía, hasta llegar a la calle Sagárnaga, a tan solo unos metros de la puerta inducida. Fue entonces que entendió la razón de su salvaje cruzada.

El Mayor Cuellar yacía tendido en el piso. Le faltaban las dos piernas y había perdido mucha sangre. Cuando el hombre vio a Repina llegar, lo primero que él dijo fue:

—¡Una... una radio! ¡Deme una... ra... radio!

Desde luego, la Comandante había llevado un transmisor consigo. Pero lo primero que se le pasó por la mente no fue darle el aparato sino brindarle algo de asistencia y, como toda lógica dictaminaría, evacuarlo inmediatamente.

—Descuide Mayor, lo sacaré de aquí.

—¡No! Deme una maldita radio.

¿Acaso esa era la razón de su irracional travesía hasta aquel caos? ¿Tan solo había sido conducida por alguna clase de entidad, un Siddha Leal, hasta ese lugar para llevar una radio? ¿No había llegado hasta ahí para salvar la vida del Mayor? No, quizás la vida de Cuellar ya estuviese condenada a la extinción. Las heridas que llevaba eran demasiado catastróficas como para lograr salvarlo. Quizás si lo llevase consigo, el hombre moriría antes de arribar al Centro de mando.

—¡Una radio! —bramó Cuellar.

Repina mordió su labio inferior y, a regañadientes, le dio el aparato que exigía. Inmediatamente lo tuvo en sus manos, apretó el botón para abrir el canal y dio la orden que todas las tropas estaban esperando:

—Anclas instaladas, proceder a detonación. Confirmación por orden de voz: "Be human".

Dada la orden, el Mayor dejó caer el handy y suspiró profundamente. Luego dio una mirada a aquella mujer con el parche en el ojo y sonrió:

—Gracias.

Repina devolvió la sonrisa. Miró en dirección a los Centinelas que combatían unos metros más allá y notó que las batallas estaban por doquier. No lograría llegar a un punto de extracción a tiempo. Aquella alocada carrera había sido su viaje final. Algunos demonios se aproximaban corriendo en su dirección. La comandante quitó el seguro de su AK47 y se puso pecho a tierra al lado del Mayor. Cuellar sacó su pistola del pecho, una Desert Eagle, y empezó a fijar a los blancos.

—A mi señal, abra fuego —dijo el Mayor Cuellar.

—La muerte en combate es gloriosa, ¿no le parece? —replicó Repina.

—Así es. Volvamos a casa.

Y dispararon juntos. Las monstruosas abominaciones corrían hacia ellos, derramando baba y con los ojos desorbitados. Cuando los alcancen, seguramente se los comerían vivos. Aunque quizás la detonación de las anclas los mataría primero. Daba igual.

La mente de Orlando Cuellar volvió a los momentos más felices de su pasado. El día que conoció a su esposa, el nacimiento de Diana, su hija. La vida que llevó a lado de aquellos hijastros que adoptó como suyos. Se sentía orgulloso de sus tres hijos. No había remordimientos en su mente. Tuvo una vida honorable y aquel fin le parecía el mejor que podía tener. La mujer que tenía al lado parecía una valkiria de la muerte apoyándole en aquel, su último combate.

Un resplandor cegador fue lo último que el Mayor vio y luego no sintió nada más. Dejó que su mente se difuminara en un último pensamiento dirigido a su esposa: "Amor, ya voy a casa".

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