64. Anti-espectro...
Al final has pactado con tu propia forma humana. Has visto los mil ojos mirando todo de ti, hasta el secreto más recóndito de tu ser. Y lo empiezas a recordar, todos esos sueños donde la vida emergía y evolucionaba. Lo veías todo, plácidamente dormido en tu cama infantil. Pero pensabas que todo aquello no podía ser sino un mundo de fantasía al que huir para no afrontar el divorcio de tus padres. Realmente no recuerdas a tu padre biológico, que no pasó de ser un simple donador de esperma. Tu padre fue otro, un padrastro que dio más por ti que aquel que te engendró en una noche de placer en luna de miel. Pero en el caos de tu mente, aquel mundo existía merced de hados inescrutables que se narraban dentro de ti. Tu mente, tu sangre, tus circuitos espectrales, todo aquello constituía una nave que te permitía ir a aquel lugar. Eras un niño muy travieso y te gustaba escaparte allá de vez en vez. Los habitantes de aquel sitio te consideraban un dios. Consideraban una deidad a cada mente humana que llegaba hasta allí. Aquellos habitantes del mundo de fantasía también parecían humanos, en aspecto lo eran. Pero, ¿realmente existían?
Pasabas noches de sueños profundos, observando el drama cósmico de un universo que acababas de descubrir. Accedías a él durmiendo. Los ayudaste a levantar civilizaciones enteras mientras ellos te reverenciaban como a la máxima entidad divina y cósmica. Bueno, al menos lo eras para una de las muchas civilizaciones que habitaban aquel lugar. Pero un sueño que no termina se vuelve triste tarde o temprano, ¿no es cierto? La disciplina militar emasculó tu capacidad de soñar profundamente y no volviste a aquel reino sino muchos años después. Lo encontraste viejo y ruinoso. Sus estrellas eran cadáveres y toda la vida que una vez pululó, no era más que el recuerdo de una flama blanca a la deriva en un espacio indeterminado. Los abandonaste sin saberlo. Ahora, Edwin, lo recuerdas todo, lo ves todo. Descubriste que eras un soñante visitando un reino profundo donde todo es posible y se somete a tu voluntad. Entendiste que cada ser humano de la tierra accede a ese reino, y que ese reino puede tener muchas formas en el espacio-tiempo. Comprendiste que el Reino Óntico es la morada surrealista de un Sueño de Amatista. Y ahora que el anti-espectro te carcome la existencia, tan solo quisieras viajar atrás en el tiempo, y negarte a ser un Demiurgo soñante que dejó toda su creación en el abandono. ¿Lo harás, Edwin? No, no recargarías el tiempo porque sabes el dolor que éste representa. Al contrario, aspiras a llenarte de consciencia y entonces la ves, Alicia flotando hacia luz como un manso cometa que se deja llevar por el viento. Y ves a Berkana, porque todo el amor y pasión que ella despertó en ti fue lo que te motivó a regresar a la vida. Y recuerdas a Oscar y tu juramento de salvarlo. Ese era el acuerdo. Debes rescatarlo.
Ahora eres consciente de lo que subyace más allá de ti, viste al soñante del mismo modo que te ves en el espejo todos los días. Y la Aldea de Origen, más cerca de lo que nunca había estado, se ve en un horizonte cósmico lejano, marcado por un camino de púlsares y rayos gama que te muestran el Signo del Origen en la Fenestra Infernalis. Lo ves todo en esa perspectiva única de Pantocrator, y al mismo tiempo se desgarra tu ser en la ecuación de antivida que corroe tu alma. Debes soportar, no debes morir. Tienes que dominarlo, usa el anti-espectro. Hazlo tuyo y serás uno de los guerreros más letales que el universo haya conocido. Tú, heredero de Ninurta, Tauro de la Guerra, conviértete en amo del anti-espectro y la flama blanca. Regresa y libera al cautivo.
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Las horas habían trascurrido y Edwin aún se hallaba en un profundo sueño psicodélico, tieso sobre la camilla. Su boca manaba un constante flujo de espuma que las enfermeras se esmeraban en limpiar mientras los médicos tomaban constantes lecturas de sus signos vitales. Los chamanes vigilaban el viaje en todo momento. Edwin sudaba copiosamente, sometiendo su cuerpo a un serio riesgo de deshidratación mortal; solo los sueros que le habían inyectado mantenían el agua de su cuerpo.
Fuera de las instalaciones donde se estaban dando los eventos, en la entrada exterior del edificio principal, Aldrick Du Ruelant se hallaba meditando sobre los posibles desenlaces de todo aquello. Las estrellas titilaban en el cielo nocturno como pequeños foquitos incrustados sobre una tela negra. La mirada del Cruzado no podía abandonar esa expectación mientras su mente trabajaba intensamente. Se sintió culpable por un instante pues sabía que se dejó llevar por la absoluta determinación de Edwin en aquella estrategia. El costo de fallar podía ser demasiado alto.
—El soñante —murmuró Aldrick, dejando su mente perderse en aquello que había averiguado del Reino Óntico—. Me pregunto hasta dónde va llegar todo esto...
—¡Señor Aldrick, señor Aldrick! —una enfermera llamaba al cura a viva voz, muy alarmada—. ¡Tiene que venir, algo le ocurre al Centinela!
Aldrick regresó a toda carrera al pabellón de terapia intensiva donde Edwin estaba. La escena que lo recibió no podía ser más impresionante. El muchacho había empezado a convulsionar mientras una luz blanca era emitida desde sus ojos y su boca.
—¡Cuánto tiempo ha estado así! —interrogó el Cruzado. Un médico le respondió.
—Hace unos instantes nada más. Su temperatura interna es imposible, ¡debería estar muerto! Su cuerpo está hirviendo.
El joven soldado empezó a emitir mucho vapor. Su cuerpo era contorsionado por fuertes espasmos que lo ponían en posturas extrañas y macabras. Cerraba fuertemente los puños, elevando las caderas mientras unos médicos, protegidos en trajes térmicos, intentaban agarrar sus brazos y pies.
—¡No resistirá! —gritó una enfermera.
De ipso facto, Edwin lanzó un grito desgarrador que heló la sangre de todos los presentes; era como si estuviera siendo poseído. Su fuerza se incrementó en segundos y pronto los doctores ya no podían sostenerlo. Primero sacudió un brazo, arrojando a un médico fuera de la habitación. Luego sacudió el otro, empujando al que lo sostenía a un par de metros. Los que le agarraban las piernas lo soltaron y entonces, en un segundo de abatimiento, Edwin se levantó como un resorte, rompiendo las correas con las que intentaron atarlo a la cama. El impulso de su salto lo desequilibró y cayó adelante, de rodillas, nuevamente; mas esa caída, ese sacudón violento, pareció haberle servido de panacea pues en ese instante empezaba a volver en sí.
Aldrick se le aproximó, observándolo con recelo. Edwin no paraba de emitir vapor, algunas venas del cuerpo le habían reventado, provocándole impresionantes hemorragias. Entonces el Cruzado sintió algo que le llenó de un pavor oscuro, su discípulo ya no era el mismo. Su espectro era una abominación, podía sentirlo.
—¡Largaos todos de aquí, pronto! —ordenó Aldrick, instrucción que no tardó en ser obedecida por todo el personal de la base que ya iniciaba la evacuación de emergencia. En ese instante no había forma de predecir lo que iba a ocurrir.
Edwin sacudió la cabeza suavemente, la expresión de su mirada estaba llena de determinación y firmeza. Pero había algo más, algo recóndito y oscuro que moraba dentro de su cuerpo. Una presencia que amenazaba toda existencia posible. Un peligro nológico de dimensiones inconmensurables. Aldrick estaba a punto de generar un campo limitado, pero entonces su discípulo le habló, dando certidumbre a la situación:
—Maestro, aléjese un poco, por favor. Sin importar lo que verá ahora, no quiero que intervenga.
Aldrick asintió y, tanto alarmado como fundido, se alejó del muchacho. Estaba listo para generar un campo limitado si la emergencia así lo demandaba. Entonces Edwin empezó a monologar:
—No despertará el soñante hasta que todo termine. Oscar, voy a rescatarte.
Edwin llevó sus manos a su cuerpo, acariciándose el abdomen, puso los dedos tiesos sobre los costados de su cuerpo, en la región costal, cerró los ojos, apretó fuertemente los dientes. Concentró todo el anti-espectro que estaba destrozando sus circuitos espectrales hacia sus huesos. La antivida inundó su esqueleto entero. Acto seguido vació toda su osamenta de anti-espectro y lo concentró en los únicos dos huesos de su cuerpo de los que podía prescindir. Debía quitarse aquel veneno metafísico cuanto antes, o moriría. Era la única forma que tenía para purgarse a sí mismo. Antes de proceder, dio una última instrucción:
—Quiero balas calibre 6,8 mm. Usarán lo que sacaré de mi cuerpo para hacerlas. Háganlo con cuidado, estoy contaminado de anti-espectro.
Aquello había dejado frío al Cruzado. En teoría, el anti-espectro era una posibilidad abordada en la Física Hiperbórea como una magnitud proporcionalmente inversa al espectro. Pero eso era solo una hipótesis, en la práctica no podía existir. Pero allí estaba Edwin, convertido en una esponja orgánica repleta de anti-espectro. Aldrick pensó en lo peor y quiso detener a su alumno hasta hallar una forma segura de limpiar toda la antivida de su cuerpo. No hubo tiempo. Edwin actuó por puro instinto, a la manera hiperbórea, y su acción fue desastrosamente veloz. Aldrick se estremeció cuando vio lo que Edwin estaba haciendo. Una prodigiosa hemorragia bañó el suelo mientras los alaridos del Centinela reverberaban por toda la instalación. Hundió sus dedos bajo su piel hasta la tercera falange, los cerró con fuerza en el interior de su cuerpo, atenazando sus dos costillas flotantes, y empezó a tirar. Su rostro estaba totalmente enrojecido y las venas de sus sienes reventaron, bañando su rostro de sangre. Su cuerpo empezó a emitir aún más vapor. La expresión de dolor en su cara era suficiente para demostrar la calamitosa aflicción de su procedimiento que, por si fuera poco, se hacía más impresionante por la hemorragia, el vapor y los gritos; similar sensación a la de ver a un mártir siendo torturado. Una luz blanca empezó a brillar de las heridas y unos segundos después las costillas crujieron como un par de ramitas; acto seguido ambas salieron del cuerpo de Edwin en medio de una catarata de sangre, brillando como tubos de neón. El muchacho permanecía arrodillado, con sus brazos en alto y sus costillas en sus manos, brillando con propia luz argenta. Fijó la vista hacia algún punto sin determinar y entonces cayó desmayado al piso.
Por un instante Aldrick se quedó quedado petrificado tras ver a su discípulo arrancarse sus propias costillas. Los huesos aún estaban húmedos, cubiertos de sangre, y brillaban de forma antinatural. Con esfuerzo, el Cruzado logró reaccionar y tomar el teléfono para pedir el inmediato retorno del cuerpo médico.
Inmediatamente el cuarto se llenó de doctores que empezaron a atender las catastróficas heridas de Edwin. Mientras tanto, un grupo del Departamento de Materiales recogió las costillas irradiadas de anti-espectro en un objeto amplificador de campo limitado. Aldrick usó su telequinesis para hacer levitar los huesos su contenedor y su posterior traslado al laboratorio.
Ese mismo día, los armeros del Círculo Stormfront molieron las costillas y usaron el material resultante para rellenar 50 balas 6,8 mm Remington SPC para rifle antimaterial de francotirador, hechas de oricalco, tungsteno y bismuto. La munición final de anti-espectro quedó lista a la mañana siguiente.
Edwin, por su parte, había sobrevivido a la contaminación del anti-espectro y a la amputación de sus costillas. Durmió profundamente después, sedado con poderosas drogas y conectado a una serie de instrumentos médicos. Su cuerpo no tardó en empezar a regenerar, como siempre, a una velocidad impresionante. El espectro nuevamente fluía en sus circuitos espectrales, pero algo había cambiado en el muchacho. Aldrick lo sabía, su alumno vio algo en el Reino Óntico que lo cambió para siempre.
Aunque el arma que liberaría a Hagal del control de Astaroth ya estaba lista, los misterios angustiaban al Cruzado. No solo por el riesgo de usar munición de anti-espectro, algo que jamás había ocurrido y que podría tener consecuencias impredecibles para el tirador, sino también por lo que podría ocurrirle a Hagal. Si le disparaban con esas balas, podrían matarle. El disparo debía ser preciso, Aldrick lo sabía. Solo había una oportunidad.
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