62. La caída de San Gabriel...
Fecha y hora sin determinar. Órbita de la Luna del universo de la Sexta Horizontal. Palacio de San Gabriel Arcángel.
Ella había llegado a su objetivo dejando tras de sí un camino de muerte, sangre y destrucción. Su cuerpo, en apariencia frágil, estaba protegido por un traje de grafeno/vantablack bajo una hermosa armadura violeta de apariencia cristalina. Sus piezas estaban bellamente adornadas por los artesanos erkianos, quienes le realizaron unos últimos ajustes antes de entregarla. El peto tenía varios motivos rúnicos y se le entallaba perfectamente al cuerpo, dibujando con metálica maestría las formas de su cuerpo, sus senos, sus caderas y su abdomen. La culera y la pancera eran una sola unidad que cubría los glúteos y el sexo de la usuaria, y que se unían con los grabes al peto y a las escarcelas. El gorjal y las hombreras eran pequeñas pero sólidas, y tenían el aspecto de alas. Los escarcelones y guardarrenes llevaban la imagen de la faz de un oso iracundo que muestra sus colmillos al enemigo. Las grebas, quijotes, rodilleras y escarpes eran piezas que parecían ser muy flexibles y dejaban parte de los muslos expuestos, haciendo que, en toda su hostilidad, aquella guerrera tenga un toque enloquecedoramente sensual. Los guardabrazos, sobaqueras, codales, brazales, cangrejos, manoplas y guanteletes de ambos brazos también constituían una sola unidad que parecía unirse al peto pero que dejaba parte de los brazos, antes de la axila, descubiertos. En la cabeza llevaba una tiara y en la parte central se había cincelado la figura de una media luna atravesada por una flecha. Aquella era la versión final de las armaduras que los erkianos y el el Departamento de Materiales del Círculo Stormfront, habían hecho especialmente para ella: la Tizón Mark 5.
El cabello de la guerrera flotaba cual si estuviese sumergido en el agua, o sometido a la ingravidez del espacio. Brillaba tenuemente con un resplandor fluorescente de color magenta. De su espalda emergía un par de inmensas alas de plasma rosado, de similar apariencia al vidrio. Sus ojos refulgían con un resplandor violeta y la expresión de su rostro era un solo adobe de frialdad y determinación. Debajo de la guerrera, como fiel mascota, el inmenso oso de plasma iba ascendiendo junto a ella desde el hueco en el piso de la sala del rey que ella misma había abierto.
San Gabriel Arcángel deformó su rostro hasta exhibir un espanto indecible. La estupefacción lo había dejado congelado, inerte en el tiempo. Solo verla había hecho que su sangre se le baje de golpe a los pies. Con mucho esfuerzo logró balbucear algunas palabras:
—Di... Dianara... Maldita mujer...
—Ahora tú y yo, arcángel, vamos a resolver algunos asuntos —replicó Dianara con la voz firme pero tranquila.
—No... —la voz de San Gabriel le temblaba—... no... aléjate... aléjate de mí. ¡VETE!
En un arranque de pánico, Gabriel emanó una poderosa erupción de plasma de sus alas que saturó el ambiente, quebrando el campo limitado y haciendo añicos todo el palacio en un segundo. Ni bien se vio libre, el Señor del Reino de los Hombres empezó su desesperada fuga y transitó por más de mil universos, tratando de alejarse a la velocidad del miedo. Quería irse de allí, abandonarlo todo. Incluso pensó en despertar a Jehovah de una buena vez e implorar su protección de aquel demonio. Seguía alejándose y alejándose hasta que, de repente, no pudo respirar. Abrió los ojos, fijó su vista al frente y se encontró con la mirada violeta de Dianara. La razón por la que no podía respirar era porque ella lo tenía del cuello. Lo había atrapado y lo estaba estrangulando con una sola mano.
—Es de mala educación dejar a tus invitados solos, ¿sabías?
El arcángel miró hacia arriba con los ojos desorbitados y, con sus alas y piernas, se dio impulso para liberarse de un único y certero empujón. El golpe fue a dar directo al abdomen de la guerrera que tuvo que soltarlo. Gabriel respiraba angustiosamente, recuperando el aliento lentamente. Cerró los ojos mientras intentaba volver a su ritmo respiratorio normal, y cuando los abrió notó que Dianara permanecía allí, inmutable.
—Maldita, ¡por qué me persigues!
—Te dije que resolveríamos las cosas.
—Tú y yo no tenemos nada qué resolver, Dianara.
—Claro que sí. Es muy simple lo que quiero. Tú me dirás donde está Halyón.
San Gabriel la observó y notó que ella no parecía estar allí para asesinarlo. Pensó unos segundos y respondió:
—Halyón se encuentra en el Sephiroth Kether en este momento, Asiento de Jehovah. ¿Irás por él? ¡Hazlo! ¡Acércate al logos del gran Jehovah si te atreves!
Dianara desvió la mirada, como si se hubiera perdido en sus pensamientos, pero solo fue unos instantes breves, porque luego volvía a mirar al arcángel.
—Qué planea.
—Decidió llevar la Utopía por su propia cuenta. Hará desaparecer las jerarquías del Tetragrámaton y el Bafometh y luego se apoderará, junto a mí, del sueño del gran Jehovah.
—Entonces tú, arcángel, ¿estás traicionando a tu Amo?
—No, solo lo estoy librando de estar dormido. Le ofreceré mi amor como uno de mis invitados predilectos en el nuevo universo. Halyón puede crear un nuevo mundo y una nueva Jerusalén sin tener que dormir. Esto es solo por el bien de mi Señor.
—Traicionando al traidor. No me sorprende. Esa es la naturaleza de ustedes, Siddhas Traidores. Pregonando la paz imposible y el amor que no existe en un universo de mentira.
Dianara elevó la mano en dirección a Gabriel y una chispa de plasma rosado se encendió en su palma, como una pequeña llama de fuego violeta.
—Honor y gloria... —farfulló el arcángel al ver la hostilidad de la Centinela—. No tiene sentido hablar con una hereje asesina que se enorgullece de tales cosas.
—¿Aún al filo de la muerte, osas insultar mi honor, cobarde Seraphim Nephilim?
—Los Centinelas no podéis salvar al mundo, Dianara. Como tampoco pueden salvarlo los Siddhas de Agartha, los Arcángeles o los Demonios. Este mundo siempre estuvo condenado por causa de la guerra que vosotros mismos habéis incitado desde el inicio de la Creación. Decís que algunos métodos de lucha son buenos y otros, malvados. Actuáis como si hubiese nobleza en un campo de batalla. Vanas ilusiones cometidas por "héroes" a lo largo de la historia que han llevado a infinidad de hombres a derramar sangre de sus iguales, todo por la "gloria", por la muerte en el sentido del "honor".
—Estúpido —mordió Dianara sus palabras con ira—. Hablas de paz y guerra como si ustedes hubiesen luchado alguna vez, arcángeles miserables. ¿Esperas paz en una mentira?
—¡Mejor la paz de una mentira que la guerra de una verdad!
—Y bajo esa paz obligan a los Espíritus antes libres a sufrir, al hambre, al sueño, al frío, a la desolación, a la soledad. ¡A LA VIDA! Solo dices estupideces, Siddha Traidor.
—Todos los Viryas sois iguales —masculló San Gabriel con expresión de decepción y los ojos fuertemente cerrados—. Pensáis que un campo de batalla es algo diferente y mejor que una mentira. Si solo os quedarais en paz, si tan solo espetaseis loas al Santo nombre de quien os han amado. Dios solo les ha dado un sentido, un porqué de existir, una finalidad. Si esta guerra continúa, solo quedará el vacío, Dianara. Debemos dejar que Halyón lo rehaga todo.
—No, el no rehará nada; nada está hecho. Yo he visto al Demiurgo dormir, está allá, fuera del universo, igual que el Origen, la amada Aldea del Origen. Sé perfectamente dónde estamos y nada de lo que Halyón haga lo solucionará. En cambio, recargan el tiempo para seguir sacrificando víctimas...
—Son vidas ofrendadas voluntariamente para cerrar el apetito de Jehovah. ¿Crees que lo mantuvimos dormido solo para nuestro beneficio? ¡Necia! Si Jehovah despierta, se comerá todo el universo y el sufrimiento del hombre sería aún mayor. La muerte de algunos, aunque sea por sacrificio, es necesaria para mantener el orden del cosmos. Así es como son las cosas.
—No, maldito Arcángel. Ya no puedes engañarme. Jehovah duerme, pero Él no es el soñante. Al menos no el nuestro.
Entonces el arcángel palideció. Aquella era una confesión para la que él no estaba preparado. Pero lo sabía, o más bien, lo sospechaba. Dianara continuó:
—Yo lo he visto, lo vi cuando las rosas florecieron y las dalias se apoderaron de mi ser. La guerra nos dará el sentido que tú tanto pregonas, aquel que piensas que tu amo le dio a los Espíritus encadenados en su infierno de la materia y la energía. Estamos prisioneros del tiempo, pero nuestra voluntad es mucho mayor; una muerte honorable en el campo de batalla.
—Entonces eliges existir para la guerra y la destrucción, Dianara. No importa lo que hagas, si tratas de detener a Halyón, perderás.
—No iré sola a la batalla —respondió la Centinela, con su mirada fija sobre su próxima víctima—. Los Centinelas vendrán conmigo.
—¡Son unos insensatos! ¿Acaso quieren dejar de existir?
—Un sueño que no termina, se vuelve demasiado triste tarde o temprano.
El Arcángel suspiró y miró a su alrededor. Ambos estaban suspendidos en medio del espacio sideral. Galaxias, estrellas y nebulosas brillaban con su magnífica belleza en todas las direcciones. El acto natural de la creación exhibía toda su magnificencia, demostrando así que la naturaleza era más que un ingeniero, un artista en potencia.
—He vivido mucho —farfulló San Gabriel—. Ya es hora de terminar esto.
Con una suavidad detenida en el tiempo y el espacio, los tres pares de alas de San Gabriel cubrieron su cuerpo para formar un capullo. Dianara se lanzó al ataque en ese instante, pero el tiempo del arcángel estaba tan desincronizado del tiempo trascendente del universo que la Centinela no lograba aproximársele a una velocidad adecuada. Iba muy lentamente. Gabriel constriñó todo su espectro hacia el interior de su cuerpo, buscando un referente Espiritual en su profundo interior. Él podrá ser un Siddha Traidor, pero seguía siendo un Siddha y, por lo tanto, tenía la capacidad de manejar su propio Espíritu a voluntad. Y eso era lo que estaba haciendo pues, en un acto de kamikaze voluntad, San Gabriel hizo implotar todo su espectro y su energía espiritual. Como resultado, un agujero negro supermasivo se formó en micras de segundo. La implosión espiritual de San Gabriel deshizo su cuerpo, dejando un vacío entre sus alas que salieron arrancadas en una deflagración cósmicamente monstruosa. La energía liberada era equivalente a la de billones de hipernovas. Estaba a cientos de trillones de grados centígrados allí. Las radiaciones letales se expandían a lo largo del cosmos, disipando galaxias enteras como nubes que son borradas por el viento. Innumerables estrellas empezaban a explotar a lo largo del cosmos mientras todo ese universo, distante del logos del Demiurgo, ingresaba en un catastrófico Big Crunch. Era el fin del cosmos, del tiempo, del espacio, la materia y la energía.
En medio del caos había quedado Dianara atrapada. Se envolvió tras una coraza de plasma y se puso a esperar una fractura de tiempo para escapar de allí. Pero era algo incierto que tal cosa ocurriese. Estaba en medio del fin de un universo y todo cuanto podía hacer era esperar. Entonces, la luz del Hajime de Plata empezó en el interior de su peto. Una inspiración, como el suave toque de una diosa, trastocó la voluntad de la Centinela y supo que tenía una única oportunidad de salir de allí. Se impulsó al ojo de la tormenta, soportando lo peor del caos. Su armadura se estaba haciendo pedazos y el traje de vantablack ya era historia, el tiempos se terminaba.
Fijó sus sentidos hacia un punto distante. Oleadas de dolor sacudía todo su cuerpo, varios trozos de se armadura se desprendía y metían en su cuerpo; lo astillaban, abriéndole un sinfín de heridas. Dentro del vientre de la Centinela la vida se retorcía. Esa vida, aún embrionaria, emanó para su madre una poderosa corriente espectral. Era increíble, pero la vida dentro de aquel vientre se rehusaba a dejar luchar sola a su madre. Siendo no nato, aquel embrión despertó sus circuitos espectrales a tiempo su Espíritu se encendía de fuego frío por primera vez. Entonces, empujada por la presencia del Espíritu de su hija, Dianara atravesó miles de supernovas que estallaban a su alrededor. Soportó el viaje en un tiempo sin determinar, destruyéndose y rehaciéndose incontables veces. Surcó la sopa radioactiva del cosmos y encontró lo que buscaba: la Singularidad del agujero negro. Agotada y herida, la Centinela se arrojó a esa esfera negra y anheló encontrar un camino de regreso a su mundo. Rezó por ella, pero más que todo, rezó por el bebé que llevaba en el vientre.
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