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56. Olvido infinito...

Dieciséis de febrero del año 2002. Fortaleza de Oricalco.

Notas que se escurren, una melodía que busca una salida, o quizás una procedencia, quién sabe. Es el sonido de un piano que, en aquel lugar y momento, parecería el objeto más insólito jamás imaginado. Es negro, un piano de pared hecho por los lutieres de Erks, el último instrumento que Rodrigo tocó antes de marcharse de la vida para siempre. Tristes, las notas del Nocturno Nro 20 en Do Mayor, de Frederich Chopin, buscan una salida de aquellas paredes de piedra. Jamás le encontrarían, quedarían encerradas allí para siempre. Y en medio de la sala, el pianista, el encantador de sombras, el alquimista del sonido, el único ejecutante que podía darle al piano las notas del silencio y, luego, brillar eternamente en los segundos que han fallecido. La muerte rodea al pianista, pero no osa siquiera tocarlo.

Ese pianista es más un lobo que un hombre. En sus ojos se refleja la vida de cientos de encarnaciones, quizás miles. Luce joven, su cuerpo se ve joven, pero el brillo de su mirada es tan antiguo como las estrellas. ¡Oh estrellas!, fantasmas cósmicos, tan lejanas que su luz tarda millones de años en llegar a la Tierra. Algunas, las que más brillan, quizás ya han muerto y lo que vemos es tan solo el brillo que produjeron mientras vivían. El cielo está lleno de fantasmas, al igual que los ojos de aquel pianista, aquel lobo estepario. Laycón, un fantasma, un sentimiento. Saborea aquella melodía mientras la ejecuta. Es tan perfecta la ejecución que el espíritu de Chopin seguro lo escucha complacido en algún cielo distante. ¡Oh Chopin!, el maestro de la muerte. Él y el lobo se llevan extraordinariamente bien. No hay cargos de consciencia, solo música, paredes, piedras. Y algo más. Sí, cerca del piano un lienzo inacabado cuyas formas y contornos narran el retrato de alguien. Ojos verdes, como la esmeralda, pero totalmente sumidos en la más profunda tristeza y agonía. Al contrario, los ojos plomos del pianista, con destellos azules que surcan su iris, parecen sumergidos en la euforia efervescente de una magnífica epifanía, una revelación silenciosa. Una espada bien armonizada. Una vibración. Tan solo un susurro. Chopin. El lobo. Un susurro. Y los fantasmas decayendo en el limbo del olvido.

Al terminar la pieza, alguien aplaude desde la parte posterior de la sala. El pianista voltea levemente y sonríe al ver el origen de la ovación.

—Has mejorado mucho, Alan.

—Hola, Valya. Cómo va todo.

—Como podrás ver, ya estoy mucho mejor.

—Me da gusto.

La rubia muchacha lleva un estuche de violín consigo. Alan la observa. En silencio, Valya deposita el estuche sobre una silla de madera, próxima al piano. Lo abre y saca su magnífico violín del color del coñac.

—¿Me permites una pieza? —pidió Valya. La mirada de Alan se ilumina.

—El honor será mío. Elige título y autor.

—No, esta vez te toca escoger la pieza.

Alan lo piensa y responde.

—Forever Love, X Japan.

Valya suspira y esboza una sonrisa.

—Forever Love entonces.

Si bemol mayor, fa mayor, sol menor, mi bemol menor, fa y de regreso a si bemol mayor. Así iba la armonía. Compás de tres cuartos. El piano lleva el ritmo, el violín, la melodía. Se complementan, danzan juntos. Allí, el escorpión y el lobo realizan un baile magnífico, acústico, invisible, tan solo perceptible al oído. Y mientras tocan, los pensamientos orbitan la mente de Alan, como cometas al sol: "He visto estrellas nacer y morir. He visto como se formaron las galaxias. Caminé sobre el sol y atestigüé momentos tan breves que apenas y se podría decir que ocurrieron. He traído el Big Crunch a universos enteros, arrasando con incontables estrellas, nebulosas, planetas, galaxias, formas de vida. He visto el tiempo empezar y terminar donde los quásares desprenden su luz, y menguan para siempre en el cosmos. He visto el rostro del maldito Demiurgo, Jehovah-Satanás, y lo combatí sin temores. He amado a mi dulce esposa del Origen, incluso cuando toda esperanza de verla de nuevo se había perdido. He visto a Lucifer dejar caer el Graal de su corona sobre la Tierra, y he oído su risa reverberar en el cosmos. He vivido incontables milenios, tantos que el tiempo ya no tiene sentido. Y aún así, me siento a tocar el piano por el simple placer de tocar. Es como si todas las supernovas que vi fueran más insignificantes que esta melodía. Quizás es porque tengo un lado humano. Pero ya no importa. Esa es la música del silencio".

Y el tiempo volvió a ser pasado: De repente, la música cesó. Habían terminado su ejecución y ambos intérpretes se quedaron en silencio, observando a la nada. Valya se regodeaba en sus propias emociones, pero no exteriorizaba nada, ni expresaba nada hacia el mundo exterior. Era un placer interno, el placer de tocar sin ninguna otra razón que sentir la música fluir por las venas. Solo después de varios minutos, la voz de la chica rubia espantó el silencio.

—La lesión de tu mano izquierda ya no molesta, ¿verdad?

Alan asintió, con su mirada fija a las teclas del piano. Luego tomó su muñeca izquierda con la mano derecha y empezó a abrir y cerrar el puño de su zurda, como intentando confirmar su diagnóstico de recuperación.

—A veces duele al tocar, pero muy poco.

Valya miró de reojo el lienzo inacabado con el retrato de ese joven desconocido de triste mirada. Suspiró, vaciló, pero cuestionó:

—¿Terminarás ese lienzo?

—No lo sé —dijo Alan, no muy seguro—. Tengo problemas para pintar el rostro.

—¿Por qué?

—Porque ya no lo recuerdo, así estoy improvisando líneas para completarlo.

—¿Usaste de modelo alguna persona de Erks?

Alan batió la cabeza.

—No. Estoy seguro que se trata de alguien de mi pasado, pero no sabría decirte quién es.

Valya se incorporó y se aproximó al cuadro. Mientas tanto, Alan empezó a ejecutar otra pieza: Beethoven, serenata.

—Esa mirada está llena de dolor —comentó la rubia, en voz baja.

—La persona a la que estoy pintando es un mártir —replicó Alan.

—¿Qué clase de mártir?

—No lo sé. Alguien que sacrificó demasiado para que yo pudiera estar aquí. Pero ya no recuerdo su rostro, ni su voz, ni su nombre. Lo recordaba, pero ya no.

La chica suspiró y palpó suavemente la tela del lienzo.

—Esto me resulta extrañamente familiar.

—¿El lienzo?

Ella negó con la cabeza y esbozó una sonrisa nostálgica.

—Esa mirada. Sus ojos se parecen a los tuyos.

La pieza de Beethoven seguía su curso, delicada, melancólica. Alan sonrió, sintió una gran felicidad de poder tocar, pero a la vez trataba de vislumbrar aquella cosa, evento o persona que había olvidado. Quería recordar el rostro de su modelo, de ese muchacho de ojos verdes a quien consideró su gemelo. Pero no podía recordar nada más. ¿Quién era? ¿A dónde fue? ¿Cómo se llamaba? Mientras el piano cantaba, Alan se esforzaba por recordar. Entonces sintió que las cicatrices de las muñecas empezaban a arder. Sí, algo recordó. No era a su modelo, el individuo del cuadro cuyo rostro le era un misterio, sino el origen de las pinturas que usó para hacer un retrato de Diana que extravió hace tiempo. Hace tres años se cortaba brutalmente los antebrazos para sacarse sangre y pintar lienzos con ella. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué clase demencial tortura lo llevaría a la determinación de pintar con su propia sangre? La mente de Alan era confusa. Pintaba con sangre para soportar el dolor, la ausencia. Pero, ¿el dolor de qué? ¿La ausencia de quién?

—Parece que todos hemos olvidado algo —dijo Valya de improviso.

—Lo sé —respondió Alan sin dejar de tocar—. Desde que desperté como Laycón sé que se me olvida algo, pero creo que ese "algo" ha decidido marcharse por propia voluntad.

—De qué hablas —cuestionó Valya, más intrigada que confusa.

—Algo se fue de esta Fortaleza el día que yo desperté. Quizás ese algo no era un algo, sino un alguien. El amigo que estoy pintando y que no logro recordar.

—¿Una persona?

—Sí. Presiento que él desea ser olvidado y por eso ya ninguno de nosotros logra recordarlo. Es mejor así, en especial para la Diana.

—Y por qué para ella.

—Porque el recuerdo de esta persona lleva demasiado dolor consigo. Es tanta amargura que fácilmente podría enloquecer a alguien. Una tristeza tan terrible..., es mejor que sea olvidada.

Valya asintió. Entonces Alan se detuvo y agregó con la mirada hacia las teclas:

—Alguien del pasado hizo un sacrificio extraordinario por todos nosotros. Ahora le debemos nuestro olvido y la victoria en la batalla. ¿Entiendes, Valya?

—Sí —murmuró la chica.

En ese momento, un tercer visitante llegó a su encuentro. Era Rhupay y llevaba una sonrisa en los labios. Raro verlo sonreír, seguramente traía noticias buenas.

—Qué bien que ambos están aquí.

—¡Rhupay! —espetó Alan—, pensé que estarías descansando.

—No tengo tiempo para descansar —respondió el Centinela cóndor—, dejé muchos pendientes desde el último combate. Pero eso es lo de menos. Tengo buenas nuevas.

Valya y Alan se quedaron mirándole. Rhupay prosiguió:

—Hoy Arika revisó a Berkana y dice que ya está lista para dejar los cryotubos. Se ha recuperado bastante bien.

La rubia y el lobo sonrieron y luego suspiraron con alivio.

—Y Akinos, pues parece que no se entregará tan fácilmente a la muerte. No se ha recuperado del todo, pero está peleando duro para sanar. Ha dado señales espectrales desde el cryotubo. Según Arika, eso es un signo de mejoría.

—Al fin las cosas empiezan a salir bien —intervino Valya.

—También me comuniqué con Aldrick —Rhupay continuó—. Dijo que realizará una misión de rescate de Hagal.

—¿Iremos nosotros? —preguntó Alan. Rhupay negó con la cabeza.

—Dijo que Ninurtske y él se encargarían de Hagal.

Alan bajó la mirada y agachó la cabeza.

—Me preocupa mucho mi primo. 

—Confía en Aldrick —animó Rhupay ante la angustia de su camarada—. Verás que lograrán rescatarlo.

Algo más aliviado, pero aún preocupado, Alan miró a Rhupay y esbozó una esforzada sonrisa.

—Pero entonces —interrumpió Valya— nosotros también partiremos pronto.

Rhupay asintió.

—Hay que estar preparados. El enemigo aún no ha dado muestras de hostilidad, pero tengo la impresión que lo peor aún está por llegar.

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