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54. Olvido del tiempo...

Quince de febrero del año 2002. Colinas adyacentes a las obras de reconstrucción de Erks.

Luego de la absoluta destrucción de la Ciudadela de Erks, los erkianos decidieron que lo más prudente era realizar la reconstrucción de la ciudadela en el mismo lugar donde la anterior se levantó.

Allí no quedaba nada más que cenizas y arena vitrificada por el calor nuclear. El área presentaba emanaciones de plasma y radiaciones mortales para cualquier forma de vida. El primer trabajo consistió en hacer un adecuado tratamiento del terreno para limpiarlo de todo aquello que fuera mortalmente peligroso, el plasma y la radiación especialmente. Para lograrlo, los erkianos hicieron uso del arado de piedra y varias técnicas antiguas de la Sabiduría Hiperbórea que les permitieron hacer del lugar, un sitio apto para la reconstrucción.

Acto seguido levantaron los cimientos de la ciudadela en un perímetro de 810.000 m2, una estructura subterránea octogonal distribuida en patrones fractales laberínticos, éstos servirían para aprovechar la energía telúrica del lugar. Sin maquinaria moderna, los erkianos recurrieron a las antiguas formas de construcción atlante, mismas que usaban la sabiduría de las piedras para romper la gravedad, y los cristales de tiempo para romper la malla espacio-temporal del área de reconstrucción. Como resultado, desplazar y levantar descomunales bloques de piedra no les era nada difícil. Para la reconstrucción de la Gran Torre Principal, de más de 50 kilómetros por encima de la superficie, los erkianos emplearon un ancla gravitacional en el espacio, generada por la propia Diana, que servía como una grúa estratosférica.

Los avances de las obras eran impresionantes. En menos de un año los erkianos tenían un 60% del trabajo terminado. La Nueva Ciudadela de Erks empezaba a tomar una forma definida, como un castillo de proporciones titánicas en medio de una llanura chamuscada que empezaba a mostrar síntomas de mejoría en forma de pequeños retoños emergiendo de las cenizas. El espectáculo quedaba enmarcado por los lejanos ríos que, de norte a sur, transportaban sus aguas hacia mares ignotos, jamás explorados. Aquella porción de mundo se estaba curando tras ser escenario de una masacre bíblica y una batalla digna de Gigantomaquia, la que terminó con la vida de Qhawaq Yupanki y muchos erkianos.

Desde las colinas adyacentes se podía gozar de una vista que dominaba todo el valle, con el soberbio paisaje de las obras de Erks al frente y con una gigantesca montaña coronada de glaciares perpetuos a la espalda. Sin duda la vista justificaba cualquier distracción, una postal impresionante que recibió a Diana y sus amigos la primera vez que llegaron a Erks, guiados por Rowena en el Camino de los Dioses. Parecía que habían pasado muchos años desde entonces, como un recuerdo lejano de tiempos cálidos, de camaradería y amistad, de trabajo y aprendizaje, de entrenamiento y desafío. Tan solo habían pasado dos años desde aquellos días en que Diana y sus amigos entrenaban duro para aprender a ser Centinelas, pero parecían eras enteras; el tiempo podía ser muy subjetivo y la Centinela ultravioleta lo sabía muy bien. Ocupaba su mente en esa clase de reflexiones sentada sobre una roca a la salida del Camino de los Dioses, con la magnífica vista de las obras de reconstrucción de Erks en frente, el Arco de Artemisa colgado en su espalda y un carcaj con una única flecha: la Ságitta Lúminis, aquella arma que lleva en sí el poder del tótem del Águila y el Espíritu de Selene.

Diana pensaba en su madre, quien sacrificó la vida para que el Arco de Artemisa pueda nacer nuevamente. La Centinela aún podía sentir la calidez de aquellos brazos amorosos, incluso el olor que tenía su madre, por medio del Arco y de la Ságitta Lúminis. Sabía que la presencia de Selene en la flecha tenía un significado mucho más profundo, algo que la ligaba al Arco de Artemisa y directamente a su madre. Quizás, solo quizás, María Luchnienko fuera una encarnación de Selene; lo que convertiría a Diana en hija de la Luna, avatar de Artemisa, Diosa Ultravioleta y dueña de las dalias y las rosas del cosmos. Eran muchos títulos los que Diana podía heredar, incluyendo los misterios del linaje Luchnik y el profundo ocultismo ruso que sus ancestros alimentaron desde las cortes de los Zares. También heredaría el Arco de Artemisa y un amor de madre inconmensurable. 

"¿Madre? Cómo se sentirá ser madre", pensaba Diana mientras se acariciaba el vientre a tiempo que empezaba a monologar:    

 —Las flores han crecido más allá de las fronteras del Pantano Sangriento. No sé cómo ni por qué, pero las dalias han inundado todos los alrededores de la Fortaleza de Oricalco —cerró Diana los ojos e hizo sonrió levemente—. Ahora hay muchas dalias en mi corazón. Y las rosas ya no me hieren porque las sometí a mi voluntad. Ahora ya puedo apreciar las rosas sin temer a sus espinas, son muy hermosas, hijita.

Un prolongado silencio se hizo en el lugar, Diana seguía acariciando su vientre con infinita delicadeza:

—El Gabo y tu papá han salido de los cryotubos esta mañana. Tu padre está bien, se ha recuperado casi del todo, pero el Gabito... —una sonrisa falsa se dibujó en el rostro de la muchacha—. Bueno, el Gabo no es de los que levante los brazos así de fácil. Superará todo lo que se le ponga en su camino, lo sé —hizo otra pausa y continuó—: La Berkana sale mañana de la unidad médica, parece que también darán el alta a su hermano. Dicen que el Akinos no tiene ya muchas esperanzas y me duele mucho por él. Me gustaría poder hacer algo, tener la forma para salvarle; pero creo que su único deseo es abrir el sello del Arco y morir. Está cansado, se hizo viejo de repente y ya no tiene muchas más fuerzas para seguir viviendo. No es que esté rendido, simplemente que ya pasó demasiado tiempo para él. Pobre Akinos. Lo quiero mucho, le salvó la vida a mis hermanos y le estaré eternamente agradecida por ello —bajó la mirada, arrancó una flor del piso y empezó a olerla—. El Rhupay y la Valya tuvieron su alta. Están bien, se han recuperado y creo que pronto estarán en condiciones de retomar sus deberes. Tu tío Edwin se ha ido ayer con el maestro Aldrick. Dijeron que tenían un plan para traer a tu tío Osquitar de vuelta. Confío en mi hermano, sé que él lo logrará.

Un suspiro nostálgico se hizo de Diana y siguió monologando con las manos sobre el abdomen:

—Lo extraño mucho al Oscar, aunque tu tía Joisy lo extraña más. Creo que se echa la culpa por haberlo dejado solo aquel día. Aunque no fue culpa suya. Ojalá pudiera hacerle entender eso. Cuando conozcas a tu tía Joisy, descubrirás que es una terca. Cuando se le mete algo a la cabeza no hay quien la convenza de lo contrario. Astaroth es un enemigo terrible. Pero lo venceremos.

Breve silencio. Después, susurros:

—Hubiera querido que conozcas a tu abuela —un sollozo mordido—. Era la mujer más hermosa y valiente del mundo. Gracias a ella, toda nuestra estirpe perdurará. A veces era un poco descuidada, pero su amor era muy grande. Era una buena mamá y espero serlo también para ti.

En ese momento, un intruso parecía venir desde lejos, proveniente de la Ciudadela. No corría ni caminaba, sino que avanzaba dando un salto espacio-temporal por medio del ancla que la propia Diana había instalado en la construcción. Un portal brillante se abrió a sus espaldas y un visitante emergió de ella, desplazándose en una silla de ruedas. Diana se frotó velozmente las lágrimas. 

—Finalmente te encuentro —dijo Gabriel.

—No estaba ocultándome, solo necesitaba unos minutos de soledad —replicó ella.

—Entiendo —respondió el Centinela ciego y continuó—: En el mercado de la Fortaleza están haciendo trueque con dalias y rosas, a los erkianos les encantan estas flores; no son nativas de esta dimensión así que muchos de ellos jamás las habían visto antes. Las floristas las han estado cosechando desde que fueron descubiertas. En la mañana cambié dos piezas de pan y queso por un ramo que pensaba entregárselo a mi mamá por su cumpleaños; es hoy, sabes. Pero entonces recordé que ella se fue de la Fortaleza —sonrió lastimeramente—. Al final dejé las flores junto a la cama de Rocío.

Diana lo miró y notó que había cansancio en el rostro de su amigo. Su batalla contra Bálaham lo había llevado a su límite, ella lo sabía y entendía el agotamiento de Gabriel. Sentía mucha empatía con él.

—Es difícil de creer que todo esto haya ocurrido, ¿no? —prosiguió el chico ciego—. Al final, nuestras madres se terminaron marchado; nos quedamos huérfanos de algún modo. 

La Centinela ultravioleta pensó en Eugenia Michelle, la supuesta madre de Alan; pero, ¿en realidad era la madre de Alan? Había una palabra, un nombre en su memoria que iniciaba con la letra "R", pero no podía recordarlo claramente. ¿Quiénes eran Carmen y Eugenia Michelle? Una pregunta que quedó sin respuesta desde el momento que ambas dejaron la Fortaleza. Por un segundo Diana se perdió en esas meditaciones pero optó por no seguir pensando más. Le dolía la cabeza cada vez que lo meditaba. Suspiró y le contestó a Gabriel cualquier cosa de forma automática.

—No me gusta ser huérfana —replicó la chica con tono resignado, haciendo una pausa que duró unos segundos—. Han pasado tres años desde que dejamos La Paz y todavía me parece un sueño...

—Visiones de un Sueño de Amatista —interrumpió Gabriel—. Es más como una visión dentro de un sueño; como dormirse dentro un sueño y soñar que sueñas.

La chica esbozó una sonrisa mínima.

—A veces es un sueño, otras, una pesadilla —dijo ella con nostalgia en la voz—. ¿Realmente pasó tanto tiempo?

Gabriel rió levemente y dijo con tono burlón:

—Si mis cálculos no me fallan, tú deberías tener mínimamente la edad del Sol desde que fuiste encarnada por primera vez.

—¿Cuántos años son esos?

—Cuatro mil quinientos millones de años.

Diana se sonrojó.

—Me haces sentir que soy muy vieja —la chica se quejó—, pero parece que mi cuerpo no se corresponde con mi propio ser, es una sensación muy rara.

—Deberíamos tener quince años, ¿no?

—Es la edad que deberíamos tener, sí, pero las matemáticas no cuadran en mi cabeza; tengo tantos siglos de recuerdos en mí mente que ya no sé cuál es mi edad.

El chico ciego suspiró y sonrío desde lo más profundo de su ser.

—Y dime —continuó el Centinela ciego—, ¿ya se lo dijiste a alguien?

Diana miró de reojo a su amigo, desconcertada.

—¿De qué hablas?

Gabriel fijó sus ojos amarillos en Diana, también de reojo, dirigiendo una escalofriante mirada que bien podría confundirse con la de una persona que puede ver.

—Soy vidente, ¿lo recuerdas? No existen muchas cosas que puedas ocultar de mí. A estas alturas seguramente ya hay una pequeña personita creciendo en tu vientre.

Los ojos de Diana se abrieron mucho y luego se atoró con su propia saliva, respondiendo con la voz trémola:

—¿Ya lo sabías?

El Centinela ciego asintió en silencio.

—Desde cuándo —indagó ella, nerviosa.

—Eso es lo de menos. Pero supongo que ya va siendo tiempo que le digas al Alan que será padre de una hermosa bebita.

—¿He... hermosa? ... ¿bebita? ¡¿Será niña?!

—Ups, mierda. Se me salió.

Hubo una pausa breve y luego una carcajada que ambos soltaron al unísono. Rieron un buen rato y luego quedaron callados. El silencio duró hasta que Diana lo rompió:

—Yo también tenía la sensación de que es una niña, tú solo me confirmas lo que yo ya sabía. Sin embargo, tengo miedo, Gabo.

—¿Miedo de qué?

—De enfrentar esta guerra estando como estoy. No quiero perder a mi bebé.

—Despreocúpate de eso. No lo perderás.

—¿Me lo juras?

—De nuevo, soy vidente, Diana; por lo tanto, sé que esa niña nacerá. Está escrito.

—Suenas como profeta.

—Bah, no me insultes. Simplemente quiero que luches con todas tus fuerzas sin tener que preocuparte de tu bebé.

—Gabo... tú ya sabes en qué va terminar todo esto, ¿cierto?

Gabriel asintió en silencio.

—¿Y si me dijeras el resultado...?

—Si te lo dijera, tomarías decisiones que llevarían a un futuro diferente. No puedo intervenir, tan solo soy un observador del tiempo. Pero algo sí te puedo decir y es que todo va terminar pronto.

—¿Y será un final feliz?

El Centinela ciego bajó la mirada y negó con la cabeza.

—No existen finales tristes ni felices, solo finales, Diana.

Diana bebió algo de agua de una cantimplora que llevaba en la cintura y luego se aproximó a su amigo. Se puso de cuclillas y tomó sus manos con firmeza.

—Necesito saber algo y quizás solo ahora tenga el valor de preguntar, es una respuesta que solo tú me puedes dar.

Gabriel asintió y su amiga se acercó a su rostro, pegando su frente a la del ciego; entonces dijo:

—¿Quién es Rodrigo?

El vidente tragó saliva, era una pregunta para la que no estaba preparado. La respuesta, desde luego la conocía. Él sabía que Diana estaba encinta y que el padre no fue Alan, o en realidad sí, pero en otro cuerpo y con otra alma, compartiendo el mismo Espíritu desde eras remotas. Una realidad demasiado complicada y demencial que solo podría llevar a su amiga a la locura. No, esa respuesta no podía ser enunciada.

—Diana —murmuró el muchacho con cierta congoja en la voz—, necesito que me digas por qué me preguntas eso.

—Porque es el nombre de una persona que no puedo recordar pero que siento que tuvo importancia en mi vida. Una persona muy relacionada al Alan y que él tampoco recuerda, alguien que nadie más recuerda. Tú eres vidente, debes saber la respuesta.

El chico ciego agachó levemente la cabeza y, con gran agilidad mental, esgrimió su excusa:

—Lamento decirte que tampoco yo recuerdo quién es —mintió—. Quizá fue alguien que conocimos en otras vidas, en otros tiempos, en otros universos. No ocupes tu mente buscando esas respuestas, enfócate en el desafío que tenemos.

Alejándose un poco de su amigo, Diana fijó su mirada hacia la Ciudadela.

—Sabes, Gabo —la chica continuó—, desde que Alan despertó como Laycón hay muchas cosas en mi memoria que se han perdido. Nuestro pasado es borroso ahora, pero no nuestro pasado lejano sino el cercano. ¿Cómo éramos hace tres años?

—Siempre fuimos amigos, el Alan, tú, la Rocío... yo.

—La Chío —murmuró Diana, recordando que Rocío no había despertado desde su combate contra Moisés—. Nuestra bella durmiente.

—Despertará, ella lo hará cuando sea el momento.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque soy vidente.

Ella rió brevemente.

—Es el futuro, ¿no?

—El designio que nosotros mismos hemos escrito.

—Y en ese designio, el Alan...

Ambos quedaron callados, silencio que el Centinela ciego rompió instantes después. 

—Sabes Diana, un sueño que no termina, tarde o temprano se vuelve triste.

—He oído eso antes.

—Arika nos lo dijo una vez.

Con delicadeza, la chica llevó sus manos a su cuello y jaló una pequeña cadenita de plata de la cual salió, colgando, el Hajime de Plata.

—Fue en una feria de Navidad que la conocimos, el día que nos dio el Hajime de Plata al Alan y a mí. Pero... no puedo recordar como lucía el Alan ese día. Antes de Laycón no recuerdo cómo era. Es decir, sí lo recuerdo, pero es difuso.

—Creo que todos sentimos lo mismo. Esos eventos están más allá del alcance de mi clarividencia. Tan lejanos que ni yo los puedo vislumbrar claramente en mi mente.

—Hemos olvidado algo, Gabo. No tengo ni siquiera una fotografía y eso que el Alan solía tomarme muchas, los dos, juntos. Mis diarios, mis cosas personales, todo desapareció. Ahora solo tengo un recuerdo difuso de algo que se niega a desvanecerse.  

Breve silencio, Gabriel tardó en responder:

—Quédate en paz, Di, no te angusties —una sonrisa se había dibujado en el rostro del chico ciego—. Lo que hayas olvidado está en el lugar que le corresponde, en su pedazo de tiempo y espacio. Fue lo que tenía que ser, de eso estoy seguro.

Diana sostuvo el Hajime con ambas manos, cerrando los ojos. De repente pudo sentir esa calidez que venía de un recuerdo misterioso y perdido.

—Es cierto, pasó lo que debía pasar.

En ese instante, la chica sintió que su vientre se llenaba de calidez. Podía sentir la nueva vida desarrollándose en su cuerpo. Y aquel recuerdo perdido la llenaba de alegría.

—Me gustaría saber quién fue Rodrigo, pero a veces creo que no necesito saberlo, porque cuando lo veo al Alan siento lo mismo, como si ese recuerdo estuviera ligado a él y nada hubiera quedado perdido.

Gabriel suspiró y empezó a echar a andar su silla de ruedas hacia el portal abierto a sus espaldas. Pero antes de irse, agregó:

—¿Entiendes el rol de la mamá del Oscar, Carmen Michelle?

Por unos segundos, Diana lo pensó.

—¿La tía del Alan? Supongo que sí.

—Entonces, me imagino que también entiendes el rol de la mamá del Alan.

—La tía Magui.

—María Eugenia Michelle. Por lo que conoces el nombre completo del Alan. Como todos, es natural, es obvio.

—Alan Duran... —murmuró Diana—. ¿Michelle?

—Dime Diana, ¿en verdad Alan fue siempre un Michelle? ¿El apellido Reveillere no te suena?

La chica bajó su cabeza, con la mirada al suelo y la mente nebulosa.

—No lo sé. Creo que sí. Supongo que de eso se trata lo que hemos olvidado.

—Es posible —murmuró Gabriel.

—¿Qué?

—Nada, no me hagas caso. Mira que nos quedamos conversando y yo venía para avistare que tu hermano nos está convocando en la Fortaleza. Parece que tiene instrucciones para nosotros.

—¡Ay!, el Edwin no nos deja ni un segundo de descanso.

—Hay muchos pendientes que atender, aún estamos en guerra, ¿lo recuerdas?

—Sí, sí. ¡Oye! No le vayas a decir a nadie lo de mi... —dijo Diana y luego puso su mano en su vientre, como una indicación tácita a su estado de gravidez.

—Seré una tumba —replicó Gabriel a tiempo que hacía un gesto de cerrarse la boca con una cremallera.

Diana sonrió y entonces dijo:

—Gabo, sabes que no puedo acudir al llamado de mi hermano en este momento, ¿verdad?

El chico hizo un gesto de angustia, agachó un poco la cabeza y luego asintió con resignación.

—No le digas a nadie lo que haré, por favor. Menos al Alan, no quiero precuparlo. Debo ir sola.

—Lo sé, no vine para intentar detenerte solo quería hablar contigo antes que te marches. Vence, Diana, vence —dijo Gabriel y se perdió tras el portal abierto, que, segundos después, se cerró.

Diana miró al cielo, suspiró y abrió un portal hacia la armería. Tenía que prepararse para la batalla que se avecinaba. Sabía que era el momento, el Arco de Artemisa se lo dijo. Debía que derrotar a San Gabriel Arcángel de una vez por todas...

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