48. Halyón...
Como un reflejo irresistible, los arqueros de Erks dispararon sus flechas contra la bestia que flotaba en el cielo. Golab les dio una ojeada mínima y luego se cubrió con sus alas. Las flechas eran velozmente carbonizadas y caían como copos de nieve negra sobre la fortaleza.
—¡Alto al fuego! —ordenó Broud, enérgicamente.
El poderoso Señor del Foso miró al horizonte y no tardó en notar la presencia de Moisés. Una sonrisa interna gesticuló una sorna perversa desde lo más profundo de su espectro ardiente y luego una risa tenebrosa inundó el valle. Breves instantes después, la voz fangosa salió del cuerpo de Golab.
—El Profeta de Israel en persona.
Moisés tragó saliva y, señalando hacia Golab con su cayado, replicó en voz alta y enérgica:
—¡Está hecho, Golab! ¡Ahora destruye a la Fortaleza y los Centinelas! ¡Asesínalos ahora que podemos y terminemos con esta guerra!
—Responde, Profeta de Israel, por qué razón habría de estar yo interesado en terminar con la vida de unas cuantas patéticas criaturas.
—¡Porque por causa de estos Centinelas malditos y los herejes hiperbóreos has estado en esa cárcel de hielo, bajo cautiverio!
—Mas son insignificantes. Centinelas, arcángeles, Jehovah. Todo me da igual. Incluso Asmodius, el cobarde que tenía una cuenta conmigo por saldar, está ahora muerto.
Aquel demonio de fuego no era el mismo que Rhupay y los demás Centinelas habían conocido y encerrado un año atrás. Su espectro era mucho mayor. Su total desinterés en la Guerra de los Centinelas, el Bafometh, el Tetragrámaton, incluso a los designios de Jehovah-Satanás, desconcertaba no solo a Moisés sino también a los guerreros hiperbóreos.
—¡Yo te liberé! —bramó Moisés, iracundo—. ¡Y ahora exijo que destruyas a los Centinelas y su ciudad del pecado! ¡Te lo ordeno!
—¡Patético hombre! ¡Tú no eres nadie para ordenarme!
—¡Soy un profeta de Jehovah-Dios y por su Santo Nombre te ordeno acabar con el pecado! ¡Habrás de obedecer porque es la voluntad de Jehovah!
—¿En verdad crees que ese Dios patético está a la altura de darme órdenes?
Una expresión de horror infinito congeló el rostro de Moisés. Finalmente caía en cuenta de su error. Héxabor lo sabía, Golab habría de traicionarlos. Pero había un significado mucho más profundo a su traición que un simple acto de rebeldía. Ningún demonio del Bafometh podía realizar su voluntad por encima de la de Jehovah. Aquel ya no era solo el Señor del Foso. Otra presencia, coexistiendo en su interior, había soliviantado la voluntad de su Espíritu maldito. Una voluntad más profunda que la de Jehovah-Satanás. Tan profunda como la de un dios horroroso y mortífero. Entonces un nombre vino a la mente de Moisés.
—Halyón —murmuró el profeta y luego agachó la cabeza.
—Yo sé que mi hermano ha renacido. La presencia de Laycón llena este universo —agregó Golab quien ya no podía definirse entre el Señor del Foso o el hermano del lobo—. Y ella, Danae, también está aquí. Ha pasado mucho tiempo y solo deseo verlos. Y cuando les vea, todo acabará. El universo, los hombres, los ángeles y los demonios. Terminará Jehovah y entonces, cuando este universo esté acabado, iré a ese Origen nauseabundo de todo. Lucifer caerá, tomaré a Artemisa y la carne de Frya para mi eterno beneplácito. Y a ese Incognoscible para los hombres, el gran bastardo de la Voluntad Absoluta, asesinaré para tomar su lugar pues este me corresponde. Como Enlil, su lugar me corresponde. Yo, Halyón, he vencido a Golab y ahora soy el Señor del Foso. Caos en el caos, todo será un caos eterno de martirio y sexo, de coito infinito y sodomía sangrienta. ¡Hiperbórea y Chang Shambalá serán mías para hacer Mi Voluntad!
Moisés, espantado, retrocedió un par de metros. Sin darse cuenta, había liberado a una entidad aún más terrible que todos los hiperbóreos y arcángeles juntos. Pero los Centinelas eran puro valor. Akinos y Berkana, viendo la emergencia de la situación, se elevaron por los aires y tomaron sus formas hiperbóreas. Convertidos en el kraken y la leviatán, ambos guerreros se lanzaron a la carga contra Halyón. El demonio ardiente cerró sus alas y cuando los puños de los Centinelas del mar le dieron alcance, una terrible explosión iluminó el valle con su brillo. Una descomunal nube de vapor se elevó hasta la estratosfera donde se congeló y empezó a caer en forma de granizo. Cuando la nube acuosa se despejó, todos vieron que la criatura de fuego había aprisionado a los Centinelas, estrangulándolos con sus garras. En la diestra sostenía a Akinos y en la zurda a Berkana. Sin perder un segundo, Rhupay y Valya volaron al auxilio de sus camaradas y entonces una cegadora luz roja, imbricada de terribles llamas ardientes, salió emanada de la boca del demonio. Rhupay salió expulsado por el impacto a varios kilómetros por segundo, perforando varias montañas y estrellándose contra un lago que se evaporó en instantes tras la explosión nuclear que sobrevino al impacto. Valya fue arrojada al espacio exterior, chocando atrozmente con los restos de una luna destruida que, desde la batalla de Erks, no era más que un trozo de roca despedazado, rodeado por varias rocas menores que formaban un delgado anillo orbitando aquel planeta Tierra.
Berkana y Akinos abrieron los ojos y sintieron gran desesperación al ver el atroz poder de su enemigo. Una angustia terrible los embargó cuando ya no pudieron sentir más el espectro de Rhupay ni de Valya. Entonces, ambos Centinelas al unísono, elevaron su espectro hasta el límite, siendo rodeados por una luz con el aspecto de llamas verdeazuladas que forzaron a Halyón a soltar sus cuellos.
—Valiente, pero inútil —murmuró Halyón.
La oscura criatura de fuego elevó la mano en dirección a los Centinelas, abrió la palma y un enjambre de llamas demoníacas la rodearon. Berkana y Akinos concentraron todo su espectro al unísono y dispararon una ráfaga mortal de fuego faérico, helado como la más gélida de las pesadillas. Ambos chorros verdeazulados golpearon a Halyón que, en instantes, se vio rodeado del fuego frío de los Centinelas. Una sonrisa se dibujó en su rostro purulento y entonces un resplandor verdoso lo forzó a desviar levemente la vista. Uno o dos segundos después entreabrió los ojos y notó que un kraken y un leviatán de energía se elevaban frente a él, iracundos y amenazantes. Eran tan brillantes que el demonio no podía enfocarlos claramente, pero podía leer la traza de sus espectros y, por ellos, supo que ambas bestias hiperbóreas estaban allí, a punto de arremeter contra él. Pero lo que lo embistió no fueron aquellas bestias de espectro helado, sino un mortal objeto que parecía aproximarse a imposible velocidad. Halyón, consciente de la ilusoriedad del tiempo y el espacio, reescribió los hados a una velocidad tal que apenas podría decirse que lo hizo; pero bastó con que moviera un par de hilos del designio para que el destino del ataque de Akinos y Berkana sea cambiado.
Ante los ojos de los erkianos, incluso ante los de Moisés, todo cuanto fue visible era un agujero en el cielo y luego, a una distancia lejana, una explosión inaudita seguida de un hongo nuclear que podía verse a millas en la lejanía. Halyón estaba intacto y estático en el mismo lugar. Frente a él, levitando por los aires y profundamente agitados, los dos Centinelas, Berkana y Akinos, estaban en postura de ataque y con sus cuerpos y sus brazos apuntando hacia la criatura de fuego cual si hubieran arrojado algún pesado objeto contra ella. En los rostros de ambos se había petrificado una expresión de infinito horror pues aquel había sido su ataque más poderoso. Hubieron arrojado el reflejo del Tridente de Poseidón contra Halyón, una técnica definitiva, sellada durante siglos por la gente de su linaje bajo juramento de jamás ser empleada a no ser un caso extremo, justo como aquel. El objeto que Halyón vio no era otra cosa sino la sombra de la mítica arma del rey de los mares que, camuflada bajo el brillo espectral del kraken y la leviatán, tenía como destino final el corazón oscuro del demonio. Mas ese destino fue cambiado y el ataque, en lugar de golpear a Halyón, rebotó contra el campo grávido del planeta, dejando una catástrofe nuclear a una inmensa distancia y un rayo eterno y mortal surcando el espacio a la velocidad de la luz; destrozando todo cuanto se interpusiera en su camino durante milenios de viaje sin final. Ese el poder atemporal e infinito del ataque máximo de Berkana y Akinos. Sin embargo, todo ese poder de nada les había servido.
—Mi turno —se oyó la voz del monstruo ardiente bajo su pecho.
En segundos, una serie de llamaradas inmensas salieron expulsadas del cuerpo de Halyón que, en un gesto de frenesí, abrió los brazos, cerró los puños, elevó el rostro al cielo y lanzó un rugido terrible al universo entero. Berkana y Akinos amplificaron a todo su poder las barreras de plasma usando sus armaduras, pero ninguno de ellos resistió cuando el fuego los golpeó, arrojándolos a velocidad supersónica a la órbita del mundo y carcomiendo sus humanidades cual la atmósfera terrestre carcome las piedras espaciales que osan ingresar al planeta. Akinos tuvo una larga caída de mil kilómetros, estrellándose en un mar lejano. Berkana cayó dos mil kilómetros después, en una selva oscura y misteriosa del otro lado del mundo.
Moisés estaba profundamente espantado por el inmenso poder de Halyón que, al absorber a Golab, había superado con creces la fuerza de cualquier otro demonio del Bafometh o arcángel del Tetragrámaton. El profeta de Israel supo entonces que Asmodius había cometido la más terrible aberración de todas al incrustar el Espíritu de un semi-dios hiperbóreo y traidor al alma, al éter, esencia y Espíritu de un demonio de los círculos infernales. Durante milenos, Miguel Arcángel hubo controlado ese poder con ayuda del Bafometh, encerrando las pasiones de Halyón bajo el velo de su profundo amor por Golab. San Miguel, perdidamente enamorado del Señor del Foso, había cometido sodomía ritual con él para evitar que la potencia de Halyón saliese de su control. Y funcionó durante eones, o eso es lo que parecía. Finalmente Halyón había logrado reemplazar la presencia de Golab sin que nadie lo notara, ocultado su identidad por eones. La aparición de Lycanon en el propio Sephiroth del fuego para asesinar al Arcángel jefe de todas las legiones celestiales terminó por cambiar todo el panorama. Sin San Miguel Arcángel, controlar a Halyón sería completamente imposible. Y para rematar sus desgracias, el propio Moisés lo había liberado, inconsciente del horror que estaba soltando en los 3000 mundos de ilusión.
Halyón observó un poco más aquel campo invadido. En la Fortaleza de Oricalco, los erkianos observaban el cielo totalmente invadidos por el pasmo. En el otro frente, el Ejército de Salomón permanecía inalterable y ciego a los acontecimientos. Aquellos seres eran esclavos sin alma ni Espíritu, no podían sentir temor pues no existían como tales, eran casi como máquinas invocadas para guerra mediante la más arcana y medieval de las ingenierías quánticas. En medio del Ejército de Salomón, Moisés lo observaba, aterrorizado. El demonio ardiente sintió que ya no había nada de su interés en aquel sitio y se fue retirando lentamente. Abrió una brecha espacio-temporal en medio del cielo de aquel mundo paralelo y despareció tras ella sin dejar rastro. Al cruzar aquel agujero de gusano incluso su espectro se ocultó, esfumándose para todos los sentidos. Solo entonces los erkianos recuperaron el aliento y empezaron a organizarse nuevamente. Broud fue el primero en reaccionar:
—¡Atiendan a los heridos! —empezó a repartir órdenes—. ¡Quiero cuatro jinetes de cóndor, buscando a los Centinelas ahora mismo! ¡Dos al norte, que busquen a Rhupay y Valya! ¡Dos al sur, Akinos y Berkana fueron arrojados al sur! ¡Muévanse! ¡Los demás, a las murallas y listos para el combate! ¡Legión Apoleón, muro oriental! ¡Legión Raidón, conmigo al muro occidental! ¡Vamos!
En el otro frente, Moisés se iba recuperando de la impresión. Su mente se aclaraba lentamente y entonces notó la magnífica oportunidad que aquel evento le había brindado. Los Centinelas estarían a kilómetros de distancia, hechos pedazos, y no había nadie realmente poderoso que pueda proteger la Fortaleza de Oricalco. Por su parte, el profeta de Israel sabía perfectamente bien que el Ejército de Salomón, una de las legiones de Jehovah para concretar el Apocalipsis, era de las más poderosas del Pueblo Elegido. Moisés, desafiando los designios del Tetragrámaton, lo había despertado para rescatar a Golab de los hiperbóreos, ignorante de que el Señor del Foso hubiese sido reemplazado por Halyón; si bien el rescate no fue como lo planeado, la oportunidad de aniquilar a los erkianos compensaba el fallo en sus cálculos. No tenía a Golab bajo su control, pero sí a la Fortaleza de Oricalco. El Ejército de Salomón debería bastar para masacrar hasta al último de los erkianos tras sus muros. Eran soldados maquinales y poderosos. Ningún ser humano podría hacerles frente, así fueran erkianos. Entonces, sintiendo el sabor de la sangre de los gentiles en su lengua, Moisés esbozó un mohín perverso y degenerado. Casi se le salía la baba por las comisuras de su boca. Había pasado mucho tiempo desde que no sacrificaba a un pueblo entero para gloria del Altísimo. Sin dudar, embargado de excitación por la venidera masacre, el profeta dio la orden de atacar a sus soldados de terracota.
—¡Adelante, hombres de Salomón! ¡Cobrad hasta la última gota de sangre de esos herejes paganos y blasfemos! ¡Matad hasta al último de ellos!
Los robóticos soldados empezaron a marchar. Sus pasos hacían retumbar el piso cuyas reverberancias generaban temblores en la Fortaleza de Oricalco. En los muros, los hombres tenían sus arcos tensados con sus flechas apuntando a aquellas criaturas que, aún con sus patrones corporales humanos, asemejaban más a autómatas avanzando hacia la fortaleza con furtiva programación de muerte. Tras los muros, las mujeres se habían armado en las cámaras de protección, listas para ayudar a sus maridos en la batalla. Incluso Carmen, Eugenia Michelle y Eva Horkheimer se habían alzado en armas, listas para pelear de ser necesario. No había ni una sola resonancia de miedo en la Fortaleza de Oricalco, todos los erkianos estaban expectantes, listos para entrar en la batalla sin que nada ni nadie turbe sus sentidos.
Y entonces los autómatas dorados empezaron a correr en cuatro extremidades, de la misma forma que lo haría un gorila, avanzando a gran velocidad.
—¡Fuego! —ordenó Broud a los hombres de los muros.
Una lluvia de flechas cayó sobre los soldados de Salomón. Pero las saetas parecían rebotar en sus cuerpos cual si diesen contra rocas. En menos de un minuto los autómatas habían alcanzado los muros y empezaban a trepar por ellos. Los erkianos de la vanguardia habían empezado un encarnizado combate cuerpo a cuerpo. Pero los letales maniquíes de Israel eran tanto indestructibles como imparables. Las espadas rebotaban en sus cuellos, las flechas se rompían en sus armaduras de oro, el plasma ni siquiera los hacía trastabillar, las llamas rojas no los quemaba y el fuego faérico no los congelaba. El primer muro estaba a punto de caer y Moisés, que ya había llegado a las áreas de cultivo erkianas, miraba con infinito placer la masacre de los erkianos. Nadie los defendería. No podrían detener a los autómatas de Jehovah. No tenían escapatoria ni salvación. Pero cuando la invasión parecía un hecho seguro, los autómatas se detuvieron de golpe. Los que se hallaban en la vanguardia pronto se convirtieron en arena mientras que los refuerzos que trepaban los muros se volvieron barro, cayendo al piso para destrozarse como piezas de cerámica que se estrellan contra las rocas.
Los erkianos también estaban confundidos. De pronto sus espadas podían destrozar a sus enemigos y pronto lograron recuperar el control de la primera muralla. Moisés no podía comprender lo que había ocurrido. Se suponía que el Ejército de Salomón es totalmente invulnerable. Nada ni nadie podría enfrentarlos a no ser los Centinelas de Artemisa, y éstos habían sido fácilmente vencidos por Halyón; humillados, destrozados y aventados a enormes distancias. No había quedado ningún Centinela en la Fortaleza de Oricalco, o al menos eso fue lo que Moisés pensó. Pronto cayó en cuenta de su segundo gran error de la jornada, pues mientas su mente trataba de comprender qué clase de oscuro artilugio habían empleado los erkianos para frenar el avance de las tropas de Salomón, una luz dorada empezó a emerger desde los muros de la fortaleza.
Los erkianos, aún ocupados en la batalla, tuvieron la impresión de ser bañados por una presencia inmensa y poderosa. La luz amarilla que ascendía desde los muros de la Fortaleza de Oricalco les indicó que, desde que todo empezó, algo estaba saliendo bien. En instantes, las rocas de cada muro, torre, edificio, casa y pasillo de la fortaleza se imbricaron de un sinfín de jeroglíficos que, a todas luces, eran egipcios. Y no solo los erkianos podían ver la escritura egipcia dibujándose por sí misma sobre las rocas, sino que Moisés también pudo ver claramente el prodigio. Sus ojos se llenaron de lágrimas de espanto pues el Profeta de Israel entendía que aquella escritura pagana solo podía ser una señal del resurgimiento del Faraón. Y cual sentencia anunciada por el Oráculo de Toth, el dios egipcio del destino, la vraya de Ramsés hizo su grandiosa aparición. Ante su presencia, los soldados de Salomón se convertían en arena y el alma de Israel se llenaba de espanto. Moisés, consciente de ello, cayó de rodillas con sus manos en la cabeza y una palabra vaga salió murmurada de su boca:
—Amunet...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro