47. Avispa del infierno...
A 52 kilómetros de la ciudad de La Paz en la Cuarta Vertical, muy cerca de las ruinas de Tiwanaku y en medio altiplano boliviano, una base militar había sido levantada a conciencia. Un perímetro de 7 kilómetros cuadrados había sido acordonado con una malla metálica de 7 metros de altura, rematada con alambre de púas en la parte más alta. Se trataba de un área restringida para cualquier persona que no tuviese autorización para ingresar. Allí, cientos de soldados montaban guardia día y noche.
Una larga carretera empedrada de carácter secreto se extendía a lo largo de 11 kilómetros, cortando la desolación del inhóspito altiplano hasta llegar a un puerto a orillas del lago Titicaca cuya existencia era información clasificada del Ejército Boliviano. Aquel puerto tenía su símil en el lado peruano desde donde otra carretera oculta se expandía a 345 kilómetros de territorio peruano hasta dar con el Océano Pacífico. En el mar, otro puerto militar había servido de recepción para el arribo de los 24.000 soldados hiperbóreos del mundo entero, su equipo y maquinaria de guerra. Usando la red de caminos secretos y a la sombra de la crisis política de la coyuntura peruana y boliviana, los efectivos del Escuadrón Inti y el Escuadrón Cuzco habían desplazado la enorme cantidad de tropas extranjeras por territorio peruano y boliviano hasta dar con el solitario emplazamiento situado en medio altiplano de Bolivia.
Dentro de la base altiplánica, la intensa actividad que había mantenido ocupado a un gran número de efectivos del Escuadrón Inti durante casi un año entero, estaba por llegar a su fin. El grueso de las tropas finalmente había cruzado a la Umbra y la base, que meses antes había estado plagada de intensa actividad, ahora lucía tranquila. Sus carpas habían albergado hombres y mujeres de todas las razas y nacionalidades. Sus radios habían transmitido mensajes en todas las lenguas. Sus tierras habían producido alimento para miles de valientes guerreros que, abandonando sus regiones de origen, se lanzaron a América con la intención de ayudar a los hombres del Nuevo Mundo en su tarea defensiva.
Para lograr transportar tal cantidad de efectivos y maquinaria habían utilizado un enorme transductor dimensional en cuyo núcleo se hallaba depositada una espada. No se trataba de cualquier espada, llevaba en su empuñadura un Graal pues aquella reliquia no era otra sino la Espada Sabia de la Casa de Tharsis. Noyo Villca, el protector del arma hiperbórea, la había llevado a aquel lugar con la finalidad de que el Graal sirva como fenestra quántica para romper el velo ilusorio de la materia y poder llevar a todos los hombres y mujeres de los ejércitos del mundo al otro lado de la existencia. Durante meses el traslado fue continuo e intenso. Tomó gran esfuerzo lograr que las tropas llegasen íntegras hasta la umbra, pero se logró el objetivo.
Desde luego, los Centinelas sabían de la existencia de aquella base. Aunque no la utilizaban para transitar entre los mundos y la Umbra, ocasionalmente la visitaban para ver a los guerreros que habían llegado de todas partes. Fascinados, paseaban por horas mirando la multitud de rostros que desfilaban ante sus ojos.
Débil pero comprometido en la faena de salvar a su amigo, Alan había buscado entre los mil mundos de ilusión alguna abertura que le permita salir de la singularidad del Agujero Blanco del cosmos en la cual había caído al rescatar a Gabriel de la muerte. Había encontrado al Centinela ciego flotando en el tiempo-espacio a la deriva, tratando de hacer arder su espectro para forzar una salida del agujero negro en que había quedado atrapado, pero sus esfuerzos solo se encontraban con el fracaso. Ni bien Alan sintió la presencia de su amigo, abrió una puerta inducida con su espero y, usando la propia gravedad caótica del monstruo sideral, se catapultó a través de las dimensiones hasta dar con Gabriel. El chico ciego estaba terriblemente herido, aún había esquelas de la hipernova que había tenido que ocasionar para vencer a Bálaham y su cuerpo llevaba las consecuencias de tal fatal acción. Alan tampoco se hallaba en mejores condiciones pues su batalla con Belsebuh cerca del quásar le había chupado la mayor parte de sus energías y ya casi no le alcanzaba el espectro para seguir soportando las duras condiciones del espacio exterior.
Inmediatamente dio con su amigo empezó a saltar de dimensión en dimensión, mermando su espectro hasta que no le quedó más que apostar todas sus esperanzas en un último esfuerzo. Si daban con el transductor equivocado podrían quedar flotando a la deriva en el espacio hasta morir, o aparecer en algún mundo hostil de donde ya no podrían volver. Alan arriesgó lo último de energías que le quedaban y dejó que el Símbolo del Origen se diluyera en su sangre, a la manera hiperbórea, para dar con la dimensión correcta. Su sangre en ese estado de Orientación se sintonizó con la Espada Sabia de Tharsis que lo jaló de regreso a la Cuarta Vertical. Ambos muchachos cayeron pesadamente desde gran altura, pero al menos estaban en casa. Aunque se habían perdido en mitad de la nada, en pleno altiplano salvaje donde solo la paja brava y los camélidos andinos merodeaban, recelosos a los extraños recién llegados.
—Debes practicar tus aterrizajes —dijo Gabriel con la voz débil, apenas audible.
—Lo siento, lo haré mejor la próxima vez —replicó Alan y sonrió levemente—. ¿Puedes levantarte?
Gabriel asintió y trató de incorporarse sobre sus rodillas. Pero su cuerpo estaba tan débil y lastimado que no logró conservar el equilibrio y cayó al suelo. Alan se apresuró en recogerlo, tomándolo de los hombros y ayudándole a caminar.
—Si no hubiera sido por estas armaduras —comentó el Centinela ciego—, no habríamos sobrevivido a todo lo que nos pasó.
Alan asintió y agregó:
—Presiento que nuestro viaje aún no acaba.
Cada paso que ambos Centinelas daban representaba una victoria contra la muerte. Aunque Gabriel no se lo dijo a su amigo, tenía mínimamente treinta huesos quebrados y varios órganos dañados, era casi un milagro que pudiese respirar. En efecto, su armadura le había salvado la vida, pero las dimensiones de su última batalla eran, simplemente, catastróficas. La situación de Alan no era para nada mejor pues aunque su cuerpo no tenía lesiones graves, sus circuitos espectrales había recibido daños múltiples durante su turbulento viaje en la órbita grávida del quásar.
Avanzaron unos pocos metros, aunque no demasiados. Los animales de los alrededores los miraban con curiosidad, inquietos. Los dos chicos necesitaban ayuda médica para sanar sus cuerpos y tratamiento hiperbóreo para regenerar sus circuitos espectrales. Pero el destino había preparado otra celada para ambos Centinelas que se frenaron en seco al sentir una presencia terriblemente hostil acechándoles.
La frágil realidad empezó a mostrar toda clase de alteraciones del orden natural. Los animales salvajes empezaban a huir despavoridos y en total desorden. El viento se había detenido por completo. Y el sol, que brillaba fuertemente con su resplandor dorado, empezó a opacarse y a teñirse de un siniestro tono púrpura. Entonces, desde grietas que empezaban a abrirse en la tierra cual arenas movedizas dejando a su paso agujeros ciegos, inmensas columnas de fuego morado empezaban a expandirse a grandes alturas, dejando a los dos Centinelas totalmente rodeados. Finalmente, y como prodigio absoluto, de aquellas llamas púrpuras surgió una crisálida, similar a la de los gusanos de la seda, que levitaba por los aires en ingrávida órbita alrededor de sí misma. La vida se revolvía dentro de la crisálida, deformándola levemente mientras la criatura que albergaba parecía estar lista para salir.
Alan y Gabriel retrocedieron. Ninguno de los dos podría ofrecer pelea en aquel momento. Ni siquiera sus armaduras los protegerían pues su emisión de espectro eran muy tenue como para generar un campo de plasma que puedan amplificar. La eficiencia de las Tizon Mark 4 dependía del poder del usuario, y en ese momento los dos Centinelas en aprietos tenían muy poco poder.
En instantes surgió de la crisálida una figura redonda y húmeda que dejó una esquela de líquidos viscosos tras de sí. Cayó a una distancia próxima de los Centinelas y empezó a estirar su cuerpo. La criatura tenía tres pares de alas transparentes como las alas de una abeja, con cada ala recubierta de traslúcidas escamas doradas en los nervios y venas. De su tórax esbelto emergieron tres pares de patas de mamífero aspecto, rematadas en pezuñas amarillas. Su abdomen era un saco abultado y escamado con placas uniformes y traslúcidas bajo las cuales podía vislumbrarse las entrañas del animal; al final de este había un pavoroso aguijón. Y su cabeza, lo más horrendo de aquella anatomía lovecraftiana, estaba dominada por dos inmensos globos rojos que constituían un juego de ojos compuestos del mismo tipo que de una mosca. De su boca surgían varios tentáculos en cuyas ventosas reposaban incontables ganchos. En su frente, grabada en viva carne, resaltaba una estrella de seis picos. Toda la bestia era una especie de inmensa avispa cuyo diámetro era similar al de un elefante africano.
La criatura se sacudió cual búfalo, quitando de su cuerpo el exceso de líquidos, y se quedó inmóvil. Únicamente su cola se movía pues allí tenía depositadas las branquias por donde respiraba.
—Oye, Alan —dijo Gabriel con los ojos fijos en dirección de los restos de la crisálida rota—. ¿Se ve muy fea la cosa esa?
—Bastante —replicó Alan con una expresión de angustia clavada en el rostro—. Es grande.
—¿Qué es?
—Una avispa enorme.
—Odio los bichos —se quejó el Centinela ciego y sonrió con resignación—. ¿Podemos hacerle frente?
—Vamos a intentarlo.
Los dos muchachos se alistaron para lo peor y cerraron sus puños cuando de los ganglios del inmenso insecto brotó una voz tísica.
—Son pequeños y frágiles.
El bicho no tenía necesidad de mover la cabeza para observar a sus presas, el tamaño de sus ojos gigantescos le daba una visión de casi 180º sin tener que desplazarse ni un centímetro.
—¿Y por ustedes hay tanto miedo?
Entonces la criatura se movió levemente, agachando su cola hacia la tierra. Su cuerpo se deformó grotescamente, como si algo estuviera moviéndose dentro de sí. Una vulva gigante se abría en el pedicelo abdominal del animal y de ella emergieron hormigas enormes pero que, en comparación a su madre, seguían siendo mucho más pequeñas.
Gabriel y Alan sintieron en aquellos insectos el rostro de la muerte materializando las más terribles pesadillas en sus mandíbulas afiladas. Pero Gabriel, totalmente insensible por su ceguera al horroroso espectáculo invertebrado que se desenvolvía frente a él, le permitía percibir la verdadera dimensión del peligro. Aquella avispa pariendo hormigas era una criatura cuyo espectro podía cubrir varios universos. No era un demonio menor ni un esclavo de la Fraternidad Blanca, como Bálaham. Era algo muchísimo peor.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó el Centinela ciego. Alan lo miró desconcertado.
—No podemos ni siquiera caminar, Gabo. Solo podemos enfrentar a este bicho.
—No le temo a la muerte, pero esta cosa no tiene planeado matarnos.
—¡De qué hablas!
—Esclavos nuevos —emergió nuevamente la voz famélica desde los ganglios.
Sin escapatoria, sin forma de luchar, sin opciones posibles. La mente de Gabriel acarició una idea seductora, pues era preferible morir que convertirse en esclavos. Ambos Centinelas se conectaron con su espectro y rápidamente supieron lo que debían hacer. Aunque ninguno de los dos se atrevía a dar muerte al otro.
Las hormigas se abalanzaron hacia sus presas. Alan apuntaló los dedos con dirección al cuerpo de Gabriel. Gabriel hizo lo mismo, listo para perforar el corazón de Alan. Apretaron fuertemente los dientes y sonrieron una última vez; sin embargo, su hora aún no había llegado.
Relámpagos, cientos de ellos. Luces destellantes que cegaron a los Centinelas en aprietos de forma brutal y sorpresiva. Las hormigas que avanzaban hacia los dos guerreros heridos fueron rápidamente cocinadas por los rayos que caían sin cesar. Entonces, el cielo se rasgó con el retumbar de cientos de truenos ensordecedores, como bombas, rugiendo fracciones de segundo más tarde que los rayos que los habían causado. Un olor pútrido a carne quemada llenó el aire de corrupción. Alan y Gabriel sintieron mareos por la terrible fetidez del ambiente. El abominable insecto endemoniado, aún cegado por los relámpagos, trató de sentir a sus viles hijas de seis patas; mas no había hormiga alguna que se arrastrara por el piso. Todas habían perecido.
—¡Quien ha osado interrumpir mi comida! —bramó la criatura desde las purulentas profundidades de su cuerpo.
De forma repentina, el mundo entero se vio desbordado por dos espectros terriblemente hostiles y amenazantes. El poder de ambas presencias creció de forma tan vertiginosa y desmesurada que tan solo fracciones de segundo después, su hostilidad había cubierto ya todo el Sistema Solar. Uno o dos segundos más tarde, los dos espectros ya eran del tamaño de la galaxia y en instantes ya habían abarcado la totalidad del universo. Eran presencias heladas y escalofriantes, tan agresivas que parecían poner en riesgo la continuidad del tiempo y el espacio. Pero aquella exaltación de violencia infinita resultaba ofensiva nada más para la horrenda criatura invertebrada, pues para Alan y Gabriel aquellas presencias eran conocidas. Sus espectros pronto aplacaron la incertidumbre y establecieron una esperanza de salir con vida de aquel predicamento.
Sin que hubiera forma de predecirlo, un rayo cayó del cielo a no mucha distancia de donde el lobo y el vidente se hallaban, situándose entre ellos y el monstruo. Las trazas de luz que había desprendido aquella centella tomaron forma humana en un instante tan breve que era imposible definir si había ocurrido o no. Superaba la velocidad de la sombra con sus movimientos y su metamorfosis, desafiando incluso al tiempo. Los Centinelas heridos sintieron un alivio cual bálsamo esperanzador al descubrir a Oscar ante ellos, armado hasta los dientes. Mas él no estaba ya en su forma humana, sino que había entrado en Trance Hiperbóreo, convertido en Hagal, el puma de trueno.
Llevaba el cuerpo cubierto por su armadura Tizón roja de aspecto bruñido y diseño sólido. Un halo naranja rodeaba su cuerpo, tomando la clara forma de un enorme felino titilante, cual una luz de neón que se prende y apaga continuamente. Era un inmenso puma de resplandor cálido corporizando una postura amenazante ante el bicho que tenía en frente. En ambas manos, Hagal llevaba un par de espadas electrificadas que, cual rayos de electricidad estática recorriendo la burbuja de un tesla, se pringaban en el cuerpo del Centinela de rayo. Sus ojos también emitían esquelas eléctricas de un tono naranja, y observaban amenazantemente al enorme insecto.
—Tú debes ser otro Centinela —retumbó la voz gangliosa del artrópodo.
Hagal, sin responder, se puso en postura de ataque. Y mientras el bicho permanecía distraído, esperando con cautela a que el puma de trueno rompa la inercia de la tensión, la otra presencia hostil que había estado acechando descendió del cielo, bajando desde un tornado de hielo a no mucha distancia de los dos Centinelas heridos. Los cristales congelados también tomaron forma humana y un par de segundos después Jhoanna emergió del hielo, transmutada por el Trance Hiperbóreo. Su cabello flotaba cual si estuviese sumergido en el agua. Como laberintos triangulares de agudos ángulos, el rostro de Joisy se había dibujado por delicados tatuajes de vivos tonos lilas que brillaban a modo de tintura biofluorecente. Sus ojos emanaban un helado resplandor violeta, totalmente desbordados por la presencia de su espectro. Alrededor de su cuerpo protegido por una ligera armadura Tizon de cristal lila, el halo de un felino violáceo envolvía a la Centinela como si fuera un vapor helado, derramándose y bañando a la guerrera del mismo modo que un delicado torrente de líquido etéreo. Sin duda ella ya no era Jhoanna, sino Debla, la pantera violeta del hielo increado que había aparecido para rescatar a sus camaradas heridos.
—¿Se encuentran bien? —consultó Debla a tiempo que se aproximaba a Alan y Gabriel, y se arrodillaba para examinarlos. Los muchachos, tendidos en el suelo, asintieron levemente.
—Debemos irnos —dijo Gabriel—. Esa cosa fea es un demonio del Bafometh.
—¿Del Bafometh dices?
—Sí, no hay duda. Ese debe ser Astaroth, Señor del Inframundo.
—Si es un demonio del Bafometh, entonces mayor razón para enfrentarlo y vencerlo.
—Es que no lo entienden. El poder de Astaroth no es como nada que hayamos visto antes. Yo tuve una visión. Nuestro poder en combinación con ese bicho es la receta para el desastre.
—Yo lo venceré —dijo de repente Hagal, sin dejar de observar al demonio invertebrado que, con una expectación furtiva, aguardaba pacientemente los eventos que se darían.
—Voy a ayudarte —contestó Debla, a lo que Hagal negó con la cabeza y agregó:
—Tú llévate a Gabriel y Alan a la umbra. Dianara podrá curarlos.
—¡Tenemos que irnos todos! —interrumpió Gabriel, mas Hagal y Debla no le hicieron caso.
—No voy a dejarte solo con este demonio.
—¡Nadie puede quedarse, él no es como los otros demonios! —volvió a protestar Gabriel, y una vez más fue ignorado.
—¡Váyanse ya! —exigió Hagal—. Yo lo derrotaré y les daré alcance.
Debla apretó los dientes, bajó la cabeza y cerró los ojos con fuerza, como tratando de obligarse a sí misma a dejar solo a Hagal con la gran avispa del inframundo. Suspiró y dio una ojeada a su novio transmutado.
—Regresaré, ¿entendiste?
Y sin perder un segundo más, Debla envolvió con su espectro a los dos Centinelas heridos, rompiendo el gravis del mundo y haciéndolos levitar por los aires delicadamente, y se lanzó junto a ellos al cielo, alejándose a vertiginosa velocidad. Gabriel protestaba sin parar y Alan, a su lado, solo atinó a abrazarle para que se tranquilizara. Entonces, Hagal y Astaroth estaban solos.
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