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45. El Despertar de Golab...

Broud había mandado sonar la alarma en toda la Fortaleza de Oricalco. Una nube negra de langostas había aparecido en el horizonte, comiéndose todo a su paso. Las cosechas corrían un gran riesgo y no podían darse el lujo de perderlas. Por ello el líder de Erks había decidido replegar a los campesinos, enviar al ejército y hacerles tender una malla de plasma para evitar que las langostas llegasen a sus cultivos. Pero aquella no era la única amenaza.

Pocos minutos antes que los cardúmenes de invertebrados voraces opacasen el cielo con su zumbido ensordecedor, uno de los vigías de la torre principal había advertido la presencia de un ejército avanzando por la quebrada de las montañas del margen oriental. Algún poderoso enemigo había logrado penetrar al mundo de Erks, trayendo consigo plaga y guerra. La sombra de una nueva invasión parecía eclipsar para siempre cualquier esperanza de reconstruir la Ciudadela de Erks, amenazando con extinguir a los erkianos de la creación para siempre. Para un erkiano, cualquier erkiano, no era malo morir pues sabían que tras su muerte existía la inmensa posibilidad de no regresar jamás al universo de las formas creadas; un sueño anhelado para cualquier hiperbóreo. Es más, una muerte en combate sería la garantía de regresar a Hiperbórea. Sin embargo, no podían abandonarse a la muerte y dejar desamparados a sus camaradas de la Cuarta Vertical, solos contra un enemigo infinitamente superior y con una misión tan importante sobre sus hombros: proteger Tiwanaku. Los erkianos sabían eso y por ello entendían que su muerte dificultaría la misión de los Dioses Leales. Por ello tenían que vivir, no morir aún en combate ni renunciar a la reconstrucción de Erks.

El grueso de la Legión erkiana, compuesta de veinte centurias (batallón de cien soldados), se había amurallado, ocupando los puestos estratégicos de la Fortaleza dispuestos por sus constructores para distribuir cuatro filas de arqueros en la muralla exterior con su respectiva guarnición de infantería de espadas. Dos filas de equipos de asedio en la muralla intermedia, dotados con onagros de amplio alcance, catapultas de alcance medio y ballestas antiaéreas. Y cuatro filas de cohors (compañías de 50 soldados) los cuales acribillarían a cualquier enemigo que intentase trepar por la muralla exterior o rompiese las formaciones de la muralla intermedia.

Las tres centurias restantes habían sido distribuidas en los cultivos a los márgenes del río oriental y occidental. Cada una estaba provista de Lapiz Opositionis con los cuales habían elevado una malla de plasma para resguardar las cosechas del apetito de los insectos que cada vez parecían acercase más.

Aunque las órdenes de la estrategia defensiva de Tiwanaku le exigían a Broud no utilizar el ejército de Erks bajo ningún concepto, aquel ataque imprevisto lo cambiaba todo y forzaba al líder erkiano a emplear todas sus fuerzas para resguardar su plaza liberada del asedio enemigo.

—¡Broud! —entró Rhupay al salón de operaciones donde se hallaba el jefe erkiano y sus oficiales.

Usaba una armadura de aspecto cristalino en tonalidades verdes, su propia Tizon Mark 4. Llevaba una expresión de molestia congelada en el rostro.

—¡Haz retroceder al ejército!

—Pero, señor Rhupay —Broud protestó—, el ejército enemigo se acerca y una plaga de langostas amenaza nuestros cultivos.

—Eso ya lo sé, pero si nuestros hombres mueren en este combate no habrá nadie que defienda la Umbra de La Paz cuando la asedien.

—¿Y acaso vamos a sacrificar nuestra posición? Si las cosechas se pierden no podremos alimentar a toda nuestra gente. Las reservas están consumiéndose más rápido de lo que esperábamos y nuestra gente podría padecer hambre.

—Tampoco permitiré que eso ocurra. ¿Acaso has olvidado que soy Centinela? Valya y yo iremos a la vanguardia para acabar con las langostas y aniquilar al invasor. Rit, Berkana y Akinos protegerán la Fortaleza.

—Err... —uno de los oficiales balbuceó—. La señorita Rit parece no estar en la Fortaleza.

—¡Qué! —rugió Rhupay—. ¡Cómo que no está!

—La buscamos en su habitación, pero había desaparecido —el oficial bajó la mirada—. Solo encontramos el cadáver de su madre.

Rhupay temió lo peor en ese instante, mas no tuvo tiempo de reflexionar sobre el macabro hallazgo pues los gritos de la gente que se hallaba afuera interrumpieron la reunión y sus pensamientos. Cuando Rhupay, Broud y sus oficiales salieron, vieron a las langostas carnívoras atacando a las personas. En ese instante Akinos, armado con una espada y protegido por su armadura celeste, apareció, encendiendo su espectro y emanando una corriente de plasma azul.

—¡AL SUELO TODOS! —ordenó.

Los civiles y los oficiales se tiraron al piso y las langostas fueron consumidas en un segundo por el plasma. En ese instante llegaron Berkana y Valya, con espadas en mano y usando sus armaduras.

—¡Hemos matado varios cardúmenes de langostas dentro de la Fortaleza! —informó Valya con alarma en el rostro.

—¿Acaso ya han llegado?

La rubia negó.

—Parece que se infiltraron de algún modo. Tampoco podemos hallar a Rit, quizá fue atacada por estos bichos.

—No tenemos tiempo de buscarla —replicó Rhupay y empezó a repartir órdenes—. Berkana, Akinos, quédense aquí y protejan la Fortaleza. Pero no mueran, ¿entendido?

Ambos hermanos asintieron y salieron dando enormes zancadas a la parte más alta de la fortificación.

—Broud, haz retroceder a nuestros hombres. No quiero ver a un solo erkiano afuera. Que todos, incluido el ejército, aguarden tras los muros.

—Pero señor...

—¡Obedece! Esta batalla la libraremos nosotros cuatro, y ganaremos.

No muy conforme, pero sin opción a protestas, Broud obedeció y mandó a sus oficiales ordenar la retirada.

—Valya, ven conmigo al frente. Acabemos primero con las langostas.

Ambos Centinelas se aventaron a los aires de un solo salto descomunal, elevándose a varios metros, y cayeron ligeramente en la parte periférica de los cultivos. Por donde el viento favorecía la pronta llegada de la plaga de langostas.

—Son mías —dijo Valya.

En instantes, el espectro amarillento de Valya se desprendió de su cuerpo como una luminiscencia gelatinosa que empezó a tomar la forma de un inmenso escorpión alado. La chica desenvainó su espada y la batió en dirección al cardumen de langostas que se aproximaba a enorme velocidad. El inmenso escorpión deshacía con su ácido espectro a los insectos que caían mutilados e inertes al suelo. Momentos más tarde no había quedado uno solo obnubilando el cielo.

—Buen trabajo —felicitó Rhupay. Valya sonrió orgullosa—. Ahora vayamos por los invasores.

Pero las langostas, como zombis, empezaban a levantarse nuevamente del piso. Decapitadas, mutiladas, partidas, sin importar la catastrófica dimensión del daño a sus cuerpos, los insectos volvían a incorporarse. Aunque en esa ocasión ya no alzarían vuelo, sino que empezarían a transformarse a una velocidad imposible. Poco a poco las langostas abandonaban su forma invertebrada y se tornaban antropomorfas. Sus patas se convertían en piernas y brazos, sus corazas de quitina se tornaban en piel y sus ojos compuestos se transformaban en ojos de una sola retina.

Rhupay y Valya miraron horrorizados aquella espantosa mutación. En menos de un minuto, el denso cardumen de langostas que se acercaba a la Fortaleza de Oricalco se había convertido en un ejército de hombres cuyo número cubría la tierra como una alfombra humana que se perdía en el horizonte. Llevaban armaduras compuestas de una sola pieza, hechas de varias láminas de metal dorado, tejidas una sobre otra. Parecían un camisón metálico. Sus cascos, hábilmente grabados con estrellas de seis picos en la parte frontal, eran un medio óvalo de oro que dejaba expuesto únicamente el rostro tapado tras una pieza de tela blanca que ocultaba sus bocas. Estaban armados con lanzas doradas, arcos y flechas. Pero lo más anormal de su aspecto era que sus propias pieles estaban teñidas de una antinatural queratina abrillantada. Se veían más como hombres de metal que de carne y hueso.

—Rhupay, qué clase de demonios son estos —dijo Valya sin quitar la vista del incalculable número de soldados dorados que se extendían ante los Centinelas.

—El abuelo ya me habló de esto —rumeó Rhupay con los dientes apretados y los músculos tensos—. Este debe ser el Ejército de Salomón.

—¡Qué! ¿No se suponía que ellos solo aparecerían en la batalla del Armagedón?

—Alguien debió despertarlos de su sueño antes de tiempo.

En ese instante, otra guarnición enemiga iba llegando. Los soldados dorados abrían campo de forma secuenciada y disciplinada. El grupo entrante estaba encabezado por un hombre de túnica dorada y cayado de madera. Su barba y cabello blancos, su piel morena, sus ojos imbricados de eternidad, el espectro inmenso que lo rodeaba, todo indicaba que aquel no podía ser menos que un alto sacerdote de la Fraternidad Blanca. Tras él venían cientos de caballos bruñidos con jinetes dorados cabalgando a sus lomos.

Al principio los Centinelas no pudieron reconocer aquel personaje barbado, pero mientras más se aproximaba, su identidad también se iba aclarando. Cuando estuvo lo bastante cerca Rhupay cayó finalmente en cuenta de quién era aquel hombre y, hablando en voz baja, se dirigió a su acompañante.

—Valya, sin duda aquel es Moisés.

—¿El profeta de Israel?

—El mismo. Ahora entiendo porque Rit desapareció. Este desgraciado debió hacerle algo.

—Pero qué hace aquí, Rhupay. Cómo pudo entrar a esta dimensión. ¿Acaso algún arcángel le dio el ingreso?

Rhupay batió la cabeza como negación.

—Si fuese un arcángel, su inmenso poder sería imposible de ocultar; lo sentiríamos sin duda alguna. Este infeliz entró de otra manera.

Y la razón no tardó en saltar a su vista. Cuatro sacerdotes vestidos con túnicas doradas llevaban un artefacto rectangular con todo el aspecto de un tabernáculo móvil. Estaba laboriosamente adornado con figuras de arcángeles y símbolos malditos, solo expresados en los templos de la Fraternidad de Chang Shambalá.

—Esa debe ser el Arca de la Alianza —murmuró Rhupay—. Eso explica cómo entraron. Ese sacerdote debió usarla para abrir un agujero en nuestro cerco y penetrar esta dimensión.

—Cuál podrá ser su objetivo.

Rhupay suspiró y bajó la cabeza.

—Solo hay una cosa por la que este maldito hebreo despertaría al Ejército de Salomón para atacarnos.

—¿Rit?

—No. Golab.

Altivo y soberbio, Moisés avanzó firmemente por el terreno enemigo hasta situarse a pocos metros de Rhupay y Valya. Negras nubes empezaban a oscurecer los cielos, tapando el sol y llenando el ambiente de truenos y relámpagos. El hebreo los miró con desprecio y luego posó su mirada en la lejana Fortaleza de Oricalco, mostrando toda su magnificencia ante los rayos que iluminaban sus recovecos más trabajados en la roca de la montaña.

—¿Solo dos para defender algo tan grande? —dijo Moisés.

—Somos más que suficientes —respondió Rhupay, clavando su lanza en el piso y elevando su espectro verde.

Imitando a Rhupay, Valya también inflamó su espectro y de ambas humanidades se elevó una cortina vidriosa que subió a los cielos, encapsulando un área de varios kilómetros cuadrados alrededor de la Fortaleza de Oricalco y dejando la impresionante estructura guarecida dentro una inmensa campana de vidrio espectral, ora verde, ora amarillento.

Moisés elevó una ceja, barriendo con su vista la gran campana de energía.

—Eso está bien —dijo el hebreo mientras elevaba su cayado de madera hacia el cielo—, pero...

Una nube roja empezó a formarse sobre la Fortaleza, esparciendo rayos del color del fuego sobre la campana que habían creado Rhupay y Valya.

En las murallas de Oricalco, Berkana y Akinos, que se alistaban para contener la arremetida enemiga, no tardaron en notar que algo raro ocurría. Aquella tormenta eléctrica era más que solo una anormal tempestad cargada de cumulonimbos de fuego. Había algo tenebroso y oscuro en aquellas nubes ígneas.

Abajo, en la bóveda baja de la Fortaleza de Oricalco, un ser oscuro sentía correr nuevamente el fuego por sus venas. La vida volvía a animar su cuerpo congelado que poco a poco se iba inflamando con el poder de las llamas del infierno. Sus ojos se abrieron y entonces su prisión de hielo se derritió por completo. Su cuerpo mutó velozmente, abandonando su aspecto juvenil. Enormes alas negras brotaron de su espalda. Su piel se llenó de úlceras bajo las cuales resplandecía un siniestro fulgor volcánico, cual si cientos de carbones hubieran sido cubiertos por una película viscosa de pellejo corrupto. De su columna emergió un monstruoso aguijón, saliendo por su región lumbar. Su aspecto fue aproximándose cada vez más a la figura de un fauno cadavérico y horroroso en cuya cabeza reposaban dos cuernos de carnero, ceñidos por una flama de infierno. De su boca crecieron colmillos afilados y sus ojos se hundieron hasta convertirse en cuencas vacías dominadas por dos lenguas de fuego. Entonces, al abrir sus alas negras, una estrella de seis picos se formó como una sola excoriación sangrienta que lo marcaba como la Bestia de Israel. Aquella que el Profeta debía despertar para la gloria del Pueblo de Dios.

Un poderoso sismo sacudió la Fortaleza de Oricalco y entonces un geiser de magma, como tierra vomitando petróleo, escupió fuego a inmensas alturas. La lava se estrelló contra la campana espectral y empezó a repartir menudas gotas de fuego líquido por todo el perímetro que se suponía debía proteger. Akinos, al ver aquello, elevó su espectro y creó una barrera de agua salada que de inmediato apagó el magma, haciendo llover carbones fríos por doquier cual esquirlas de una granada que estalló en el aire y reparte su muerte en caótico frenesí. Berkana, que se hallaba cerca del geiser de lava, vació con su espectro un mar entero sobre la boca de fuego. El vapor de agua de inmediato se difuminó erráticamente y segundos después era imposible ver lo que ocurría dentro de la campana espectral.

Los Centinelas que se hallaban fuera de la Fortaleza se vieron obligados a deshacer su hechizo, haciendo que el escudo vitrificado desapareciera en un instante. El efecto resultante fue una emanación de vapor que pronto ocupó todo el valle, tapando por completo la visión de todo cuanto reposaba entre las quebradas montañosas. Pasaron así unos segundos hasta que el vapor fue disipándose poco a poco. En el cielo, una figura cual carbón atizado levitando en las alturas se abrió paso a la vista. Bajo él, la Fortaleza de Oricalco se hallaba casi intacta, a no ser el inmenso obelisco de roca volcánica enfriada que tras el contacto con el agua se había solidificado apuntando erecto al cielo.

Eugenia y Carmen Michelle, en compañía de Eva Horkheimer, quienes habían estado refugiándose en un bunker de piedra en pleno corazón de la Fortaleza luego que se lanzara la alarma, sintieron que sus almas se constriñeron por la presencia de algo tan aterrador como poderoso. A su alrededor, varias mujeres abrazaban a sus niños, con una expresión de circunspección y angustia en los rostros. Las tres mujeres, madres de los Centinelas que en ese momento de necesidad se hallaban ausentes, aún eran ignorantes del destino de Jade Bakari y se hallaban muy preocupadas por su seguridad; llevadas más por la fe que por la certidumbre, elevaron una oración a la Virgen de Agartha en cuanto sintieron los terremotos y erupciones que asediaron a la Fortaleza. La oscuridad se abalanzaba sobre todos ellos.

Rhupay y Valya. Akinos y Berkana. Los Centinelas elevaron las miradas y sintieron que sus estómagos daban un vuelco cuando la imponente figura del demonio de fuego abrió sus alas en el cielo. El Señor del Foso, Golab, había despertado nuevamente.

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