43. Gurkas, Amunet y Moisés...
Siglo XIII a.C. Un poderoso profeta y sacerdote de la Fraternidad Blanca observa al Pueblo Elegido de Dios Yahvé dirigirse a la Tierra Prometida. Desde la cima del monte Nebo se vislumbran tierras ricas y fértiles, allende los desiertos; tierras bendecidas desde los cielos para ser hogar de los verdaderos hijos de Dios; aquellos a quienes se les entregó el sagrado destino de gobernar todo cuando respira, vive y muere bajo el sol del mundo.
El profeta sabe que su pueblo será grande y poderoso un día. Pero en ese mismo instante no podía compartir la alegría de su gente. Tenía que partir, aún le esperaban terribles enemigos a quienes debía vencer si es que deseaba concretar la Sinarquía del Pueblo Elegido. Tenía una responsabilidad con Dios, y el profeta habría de cumplirla aunque se le fuera la vida en ello.
Abandonando Canaán, el profeta caminó durante 90 días bajo el abrasador sol del desierto, regresando por el camino del Mar Rojo hasta las arenas infinitas de Egipto, donde habría de dejar la simiente para la ley de Abraham en aquellas tierras profanas. En el desierto de Seth, los hombres habrían de conocer al Patriarca bajo el nombre de Ibrahim quien, un día, levantaría la fe en Alá, la otra faz de Yahvé.
Durante 20 días, el profeta estuvo elevando rezos y mantras al Sol Shamash con el fin de desterrar para siempre a Amón-Ra del desierto. Se creía solo y con su gran enemigo, Egipto, derrotado; sin más amenaza que el ardiente sol del desierto quemando su piel e inmolando su fe hasta la Iniciación Sinárquica de la cual recibiría el control de los futuros ejércitos del Reino de Israel, como compensación a su sacrificio por abandonar la Tierra Prometida.
Era el día 21 y un ángel del Señor, San Gabriel Arcángel, había salvado la vida del profeta haciendo emerger un oasis en pleno desierto. El sediento clérigo bebió hasta saciarse y se alimentó de los dátiles del oasis mientras seguía levantando la ley de Ibrahim por medio de la plegaria. Se creía solo, muy solo, desamparado por los hombres pero protegido por Jehovah, Yahvé, el dios único de Israel y, por lo tanto, dios único de todos los hombres del mundo. Por mediación de Él, el profeta seguía con vida; y por Él estaba dispuesto a vivir todo el tiempo necesario hasta levantar la gloria de su pueblo durante el Gran Holocausto de Fuego. Pero el profeta no estaba solo, era observado a la distancia por una acechante cazadora furtiva. Ella lo miraba y aguardaba el momento para ejecutar a su presa.
Amunet, vraya del Faraón, su favorita entre todas las servidoras y vírgenes de la diosa Neftys. También una de las favoritas de Isis y amada por Horus. En su corazón aún resonaban las palabras de aquel hebreo como un eco sordo que se repite perpetuamente. «Así ha dicho Jehová: En esto conocerás que yo soy Jehová: he aquí, yo golpearé con la vara que tengo en mi mano el agua que está en el río, y se convertirá en sangre». Y el pueblo de Egipto moría de sed. Después el hebreo volvió y dijo: «Y el río criará ranas, las cuales subirán y entrarán en tu casa, en la cámara donde duermes, y sobre tu cama, y en las casas de tus siervos, en tu pueblo, en tus hornos y en tus artesas». Y las ranas se lanzaron sobre el pueblo de Amunet, se comieron la comida de las casas y trajeron zozobra. Pero no conforme con eso, el hebreo regresó y maldijo nuevamente Egipto: «El polvo de la tierra se volverá piojos, así en los hombres como en las bestias». Y hubo tantos piojos que el pueblo de Amunet se ulceraba la piel de tanto rascarse. Mas la pesadilla no terminaba y más desgracias cayeron sobre Egipto, «dijo Jehovah: he aquí yo enviaré sobre ti, sobre tus siervos, sobre tu pueblo y sobre tus casas toda clase de moscas; y las casas de los egipcios se llenarán de toda clase de moscas, y asimismo la tierra donde ellos estén». Y las moscas invadieron las casas, malograron la tierra y trajeron enfermedad. Mas la pesadilla continuaba, y el hebreo volvió y dijo: «he aquí la mano de Jehová, el Dios de los hebreos, estará sobre tus ganados que están en el campo, caballos, asnos, camellos, vacas y ovejas, con plaga gravísima». Y el ganado de los egipcios murió, no hubo más carne que comer ni caballos para tirar de los carruajes, salvando solo los que se habían quedado con los israelitas. Pero aún no terminaba la maldición pues el hebreo había tomado ceniza de un horno y, delante del Faraón, la esparció hacia el cielo; y hubo sarpullido que produjo úlceras tanto en los hombres como en las bestias. Entonces el hebreo se paró ante el Faraón y así habló: «Jehová, el Dios de los hebreos, dice así: Deja ir a mi pueblo, para que me sirva. Porque yo enviaré esta vez todas mis plagas a tu corazón, sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra. Porque ahora yo extenderé mi mano para herirte a ti y a tu pueblo de plaga, y serás quitado de la tierra. Y a la verdad yo te he puesto para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra. ¿Todavía te ensoberbeces contra mi pueblo? He aquí que mañana a estas horas yo haré llover granizo muy pesado, cual nunca hubo en Egipto, desde el día que se fundó hasta ahora». Pero el Faraón no habría de dejar a los israelitas marchar, pues donde quiera que ellos fuesen, volverían para traer destrucción a Egipto. El Faraón sabía, de tenerlos sometidos a vasallaje y vigilados era mejor que saberlos en tierras lejanas, conspirando junto a su Dios para hacer la guerra a Amón-Ra. Y tal como Jehovah había dicho cayó fuego y granizo sobre la tierra, matando familias, niños, mujeres, ancianos, siervos, animales y todo cuanto Amón-Ra había bendecido cuando creó Egipto. Más el horror no finalizó y Jehová dijo al hebreo: «Entra a la presencia de Faraón; porque su corazón aún es muy duro para humillarse ante mí, y el corazón de sus siervos, para mostrar entre ellos estas mis señales, y para que cuentes a tus hijos y a tus nietos las cosas que yo hice en Egipto, y mis señales que hice entre ellos; para que sepáis que yo soy Jehová». Y el hebreo fue con el Faraón y dijo: «Jehová el Dios de los hebreos, ha dicho así: ¿Hasta cuándo no querrás humillarte delante de mí? Deja ir a mi pueblo, para que me sirva. Y si aún rehúsas dejarlo ir, he aquí que mañana yo traeré sobre tu territorio la langosta, la cual cubrirá la faz de la tierra, de modo que no pueda verse la tierra; y ella comerá lo que escapó, lo que os quedó del granizo; comerá asimismo todo árbol que os fructifica en el campo. Y llenará tus casas, y las casas de todos tus siervos, y las casas de todos los egipcios, cual nunca vieron tus padres ni tus abuelos, desde que ellos fueron sobre la tierra hasta hoy». Y el Faraón se rehusó a hincar la rodilla ante Jehovah, a lo que Jehovah trajo las langostas carroñeras, carnívoras y purulentas sobre la tierra de Egipto; se comieron no solo las cosechas, sino también a las personas. Mas aún no terminaban los horrores de Jehovah-Satanás pues extendió su mano hacia el cielo, y hubo densas tinieblas sobre toda la tierra de Egipto, por tres días. Ninguno vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; mas todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones. Entonces el Faraón llamó al hebreo y le dijo que se largara de Egipto con toda su gente y su ganado, pero que jamás osara regresar él ni su gente, pues de encontrarse de nuevo en algún lugar de la tierra, ni él ni los dioses de Egipto quedarían sin tomar venganza de tanto sufrimiento. Y el hebreo junto a los hijos de Israel se marcharon, mas antes de irse Jehovah reclamó un último gran holocausto de los egipcios, de quienes aún no había cogido suficiente dolor. A la medianoche Jehovah salió por en medio de Egipto, y murió todo primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito del Faraón que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo primogénito de las bestias. Pero contra todos los hijos de Israel, desde el hombre hasta la bestia, ni un perro movió su lengua, para que el mundo supiera que Jehová-Satanás hace diferencia entre los gentiles y los israelitas. Porque solo los gentiles, paganos, bárbaros y orgullosos son sacrificio para Jehovah.
Amón-Ra, que hasta entonces no había deseado intervenir a favor de su pueblo para no dejarse cegar por la ira, finalmente había tomado partido y se apareció ante el Faraón a quien dijo: «Coraje infinito has mostrado, pues ante el tirano y sanguinario Jehovah de Israel no te has humillado, ni aún perdiendo lo que más amas; por ello yo te concederé venganza y permitiré a los hijos e hijas de Neftys cobrar cada lágrima de tu pueblo, para que tú y tu pueblo, y todos los pueblos del mundo sepan, que hay guerra en los cielos y que los dioses que somos leales a los hombres no perdonaremos los sacrificios de sangre de Jehovah. Entonces deja partir a tus guerreros, a tus iniciados y a tus vírgenes hacia el desierto. Que busquen a ese hebreo que trajo dolor a Egipto y que le hagan pagar cada gota de sangre. Y entonces un día, en la Batalla Final, los dioses bajaremos a la tierra y nos uniremos a los hombres leales al Pacto de Sangre para enfrentar a Jehovah y destrozar a los hijos de Israel desde su impío origen hasta su abominable final. Esa es la palabra de los dioses de Egipto». Y los Generales Egipcios, los del Círculo del Halcón, y las vírgenes y vrayas de la diosa Neftys salieron de Tebas a la caza del hebreo maldito, aquel carnicero de nombre Moisés quien sacrificó a los hijos de Egipto, y al pueblo de Egipto, para gloria de Jehovah. Juraron los Generales ante el Faraón que no descansarían ni en vida ni en muerte hasta no traer la cabeza de Moisés en bandeja de plata y dejarla a los pies del Faraón.
Amunet era una de aquellas vrayas que había jurado venganza y durante años siguió la pista de Moisés hasta dar con él en aquel oasis en medio del desierto. Lo vigiló ansiosamente, saboreando ya la muerte del impío profeta hebreo. Había aguardado durante tanto tiempo que le temblaban las manos por la ansiedad. En ellas tenía la hoz de piedra, el arma que Horus había forjado para la máxima élite del Faraón. Amunet iba a degüellar al profeta, pero por principio de guerra no lo asesinaría durante la noche, mientras dormía, pues estaba prohibido para las vírgenes de Neftys asesinar a aquel a quien no se le hubiese brindado oportunidad de defenderse. Por lo que al pasar el mediodía decidió salir al encuentro del hebreo, cederle un cuchillo y permitirle el derecho a defenderse, si es que podía. Esa era la ley.
Moisés oraba tranquilamente a orillas del oasis cuando un cuchillo dorado se clavó en la tierra frente a él. El profeta abrió los ojos y creyó que aquel cuchillo era alguna clase de señal de Dios, pero su emoción se convirtió en insuperable fastidio cuando vio a una mujer egipcia emerger de los matorrales. Llevaba una máscara de halcón y una armadura que dejaba sus sendos y blancos senos descubiertos.
—¡A qué has venido, mujer! —interrogó Moisés.
Amunet elevó la hoz en alto, sin quitar la vista de su presa.
—A matarte —respondió y se lanzó al asalto del hebreo.
Moisés hizo lo posible para esquivarla, pero no era un guerrero, era un pastor y un hechicero por lo que sus reflejos eran lerdos. La hoz se clavó en el pecho de Moisés que cayó al piso dejando un charco sanguinolento bajo él. Ni siquiera había intentado tomar el cuchillo que Amunet le arrojó para que pudiera defenderse. La vraya lo dio por muerto en buena ley puesto que tuvo la oportunidad de oponer resistencia, pero no tuvo la fuerza y murió en combate, aunque sin haber dado lucha.
Con el cadáver de su enemigo frente a ella, Amunet sintió que se había liberado y a todo el pueblo de Egipto de la nefasta influencia de Moisés y su dios. Su mente volvía a su primer objetivo que siempre fue encontrar a su Pareja del Origen, su amado hombre a quien perdió en alguna vida lejana y que anhelaba más que nada volver a encontrar para llevárselo de regreso a la Aldea de los Dioses. Con esa idea en su mente, la vraya se quitó la máscara dorada, tirándola a un costado suyo y dejando que el sol acariciara su rostro. Sus inmensos ojos negros, como dos gemas de ébano lítico, se posaron sobre el cuerpo de Moisés. Lo observó algunos segundos y luego se agachó, tomó su cabeza por los cabellos de la nuca y puso su hoz en el cuello del muerto, lista para quitarle la cabeza y llevársela ante el Faraón, tal como había prometido. Pero entonces una sensación escalofriante la embargó: el hebreo respiraba.
Sorprendida por el prodigio, Amunet clavó varias veces la hoz en la espalda de Moisés, pero este no moría. Entonces un remolino de agua se alzó en el oasis, empujando a Amunet a las dunas y apartándola de su presa. El profeta de Israel se levantó entonces, respiró profundamente y dio gracias al Señor. La egipcia no podía entender qué clase de prodigio oscuro había visto. Moisés realmente parecía ser inmortal.
Sin perder más tiempo, y con la intención de no darle al profeta tiempo para terminar de resucitar, Amunet se lanzó contra Moisés con su arma en alto. El hebreo volteó rápidamente hacia ella y le arrojó su cayado de madera que se convirtió en una culebra gigante, aprisionando a la vraya. La egipcia hizo un esfuerzo sobrehumano para ejercer su más poderosa magia y convirtió a la culebra en arena. Luego, usando la hoz como pluma, trazó varios conjuros egipcios sobre la arena que se revolvía aún en el aire y los lanzó contra Moisés. El profeta se cubrió abriendo la palma de su mano y, usando el poder que Jehovah Dios le había entregado, se lo devolvió a Amunet que salió volando por los aires y con la piel desgarrada en cientos de jirones.
—¡Hasta cuándo os empecinareis en levantarse contra los hijos de Israel! —bramó Moisés—. ¿Acaso no habéis tenido suficiente de la ira de Dios?
—¡Silencio, maldito hebreo! —gritó Amunet, aún tendida en el piso y con su sangre manando sobre la arena—. Amón-Ra llama a la venganza. Lo que vos y tu dios maligno le habéis hecho a mi pueblo no tiene perdón.
—¡¿Y acaso sí lo tiene los siglos de esclavitud de mi gente en Egipto!?
—¡Necio! Bien sabéis que los israelitas llegaron en condición de huéspedes refugiados a Egipto. Moríais de hambre por un dios que os abandonó a vuestra suerte en el desierto. Nosotros os dimos de comer y de beber. Os ofrecimos cobijo para vuestras familias y heno para vuestras bestias, y en pago ustedes trajisteis zozobra, deshonra, intriga, blasfemia y complot. Les dimos bondad y ustedes trataron de usurpar la libertad de nuestra gente con la más sucia usura. Os hicisteis de nuestras cosechas y practicasteis el agio con ellas. Os hicisteis de nuestras mujeres y tratasteis de venderlas a los asirios cual si fuesen esclavas. Os hicisteis de nuestras armas y las cambiasteis por oro a nuestros enemigos nubios. ¡Y todavía exigisteis que os ofreciéramos trato de huéspedes sagrados! Malditos hebreos, israelitas asquerosos. Sois capaces de vender a vuestro dios a cambio de oro. Ustedes no erais esclavos, estabais siendo controlados y os quitamos el oro para proteger Egipto de sus garras de mercader sanguinario.
—¡Blasfemia! Hemos sufrido ya bastantes abusos de los egipcios y sus dioses para que una cerda egipcia venga a este oasis sagrado a profanar el Santo nombre de Jehovah y al Pueblo Elegido de Israel. ¿Tienes algo pendiente con el Dios de los hebreos? Pues has ganado audiencia con Él. ¡Ve el rostro de Jehovah y siente su ira por toda tu arrogancia, maldita mujer!
Y el profeta elevó su mano al cielo. Oscuras nubes malignas, negras pero resplandecientes de un brillo ígneo en su interior, como un carbón que es soplado fuera de su brasa, cubrieron el sol y oscurecieron la tierra. Entonces un tornado de fuego cayó sobre Amunet, el fuego no la tocaba ni la quemaba, pero el calor era tal que no podía respirar. Dos brazos de arena se levantaron, la cogieron de los brazos y la levantaron por el corazón de la tempestad de fuego hasta llegar al ojo mismo de la tormenta. Allí, ante los ojos de Amunet, un ojo de fuego se prendió en vivas llamas y de ese ojo se manifestó la voz del mismísimo Jehovah.
—¡Cómo te has atrevido a alzar la mano contra uno de mis hijos más amados! ¡Cómo osas reclamar venganza de mí, Yo que soy el Dios de todo cuanto existe! Nadie puede reclamarme nada pues yo soy todo y todo soy yo.
—¡Traidor! —rugió Amunet—. Eres un traidor y tus hijos, puros pastores serviles y asquerosos.
—Te recuerdo, mujer, que no eres más que una mortal dentro de mi Creación. Un día tú y tu gente habrán de servir a mis hijos pues yo os he traído a la tierra para que seáis sus siervos. Pero llevas el Signo maldito de los dioses paganos, eres una de esas abominaciones que lleva en su sangre el veneno del Origen. Por el Pecado Original vosotros mismos os habéis condenado. Por ello quedarás maldita y merced de aquel que tanto odias, tú y todo tu linaje. Moisés habrá de pisar vuestras cabezas y orgullos, y toda esa soberbia que muestras ahora se convertirá en humillación y humildad ante mi hijo más amado, pues a Moisés habrás de rendir pleitesía.
—¡Jamás!, prefiero morir.
—Entonces cumpliré tu deseo.
En ese instante que Jehovah estaba por ejecutar a Amunet, un halcón dorado entró rompiendo la tormenta de fuego y cruzando los vientos ardientes que Jehovah había hecho para aprisionar a Amunet. El halcón dorado abrió las alas y un resplandor inmenso hirió el gran ojo de fuego que tras un aullido ronco abandonó el desierto; y con Él, la tempestad también se desvanecía.
Amunet había quedado tendida en el piso, mortalmente herida pero aún viva. Sin embargo Moisés, que había visto todo, se aproximó a la egipcia y conjuró la maldición de Ur sobre la vraya. La condenó a encarnar continuamente, y a vivir terribles desgracias en cada encarnación. Habría de quedar maldita y llevaría en su cuerpo y en el de sus descendientes la huella de las diez plagas que Jehovah Dios lanzó sobre Egipto, para que los egipcios nunca más olvidaran quien es el dios verdadero y todopoderoso sobre cuanto existe en la tierra, en los cielos y en el mar.
La vraya, que aún no lograba incorporarse, miró impotente como el hebreo la maldecía, sin poder ofrecer resistencia.
—Un día, mi progenie te encontrará y hará que pagues por todas tus bajezas —amenazó Amunet.
—Ese día jamás llegará, egipcia. Tú y todos los que comparten sangre contigo quedarán a la sombra de este castigo divino. Es lo que yo traigo sobre vosotros a nombre del Dios de los hebreos, el santísimo Jehovah de Israel. Pues Su Santa voluntad es que seáis castigados por los siglos de los siglos, y así paguéis todas vuestras blasfemias.
—Jamás olvides este día, hebreo. Recuérdalo, porque este día será lo último que puedas recordar en tu lecho de muerte. Esto es la guerra y juro por Amón-Ra que vais a morder el polvo todos los hijos de Israel.
Lanzada la declaración de guerra, Moisés abandonó a Amunet en medio del desierto. El oasis desapareció y el profeta fue elevado a los cielos como gran Sacerdote de la Fraternidad Blanca tras el sacrificio de Egipto, ofrecido a Jehovah-Satanás, Yahvé, el dios de Israel.
Entre tanto, Amunet que ya estaba lista para la muerte fue encontrada por enigmáticos exploradores de más allá del Nilo, enormes hombres blancos y barbados, quienes la devolvieron a Tebas. El propio Faraón Ramsés la recibió con honores y a los exploradores que la salvaron del desierto les agradeció con oro y hospitalidad. Los hombres blancos fueron declarados huéspedes del Faraón y Amunet, declarada vraya principal del templo de Neftys. Luego, el Faraón ordenó a lo que quedó de su ejército prepararse para la guerra. Horus, convencido por la determinación de su pueblo, descendió a Egipto y bendijo al ejército del Faraón, convirtiendo a aquellos hombres en poderosos guerreros inmortales, todos semidioses capaces de desafiar a la propia naturaleza. El propio Faraón fue convertido en un Dios tras su muerte por el propio Anubis quien lo llevó a la tierra de los Dioses. Y el ejército de inmortales, luego conocido como el Ejército de Horus, habría de quedar bajo el mando de los hijos e hijas de Neftys, la diosa halcón.
Por su parte, Amunet fue entregada en matrimonio a uno de los extraños viajeros que la rescataron del desierto. Su esposo, un inmenso hombre de piel blanca y barbas rubias, fue conocido como Gurkas entre los suyos y entre los egipcios. El barbado, un hombre enfermo de amor y nostalgia, había cruzado los mares tenebrosos desde tierras heladas en el norte del mundo, más allá del Nilo, en busca de aquella enigmática mujer que le había robado el sueño. Deseoso de conocerla, de ver por vez primera su rostro —o más bien de verla nuevamente luego de largos milenios e incontables ciclos de reencarnación—, se había hecho a su odisea allende los mares por la guía de su dios patronal, Odín, y su guardián, Sleipnir.
Aunque el viaje de Gurkas había culminado con el feliz hallazgo de su amada perdida y un inmenso amor correspondido, la unión finalizó en breve pues Amunet, presa por la maldición de Moisés, enfermó terriblemente y murió antes de consumar el matrimonio.
En la tumba de Amunet, el Faraón y los forasteros del norte dejaron varias ofrendas para un viaje certero a la otra vida. Mas Anubis, al ver el valor de aquella mujer, resignó su karma y la signó con el nombre de su Origen para que un día fuese capaz de romper la maldición de Moisés. Y fue así como Anubis, ya en el otro mundo, renombró a Amunet con la mágica palabra: Rit. La Halcón hija de Neftys. Mientras que Gurkas, al final de su vida y destrozado por la nostalgia y el dolor por la pérdida de su amada, fue resignado de su karma por su guardián, Sleipnir, quien lo signó con su nombre del Origen: Gorkhan, el Corcel. De esa forma los dioses unían a los Espíritus encadenados para que en el Kaly Yuga se unan y enfrenten a los Sacerdotes de la Fraternidad Blanca y a sus demoníacas creaciones.
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