42. La masacre de Rocío ...
Veintiuno de diciembre del 2001, Fortaleza de Oricalco.
Una luz cálida hacía su ingreso por la ventana de la habitación. Rocío empezaba a abrir los ojos mientras un nuevo día emergía por el horizonte. La memoria de la ojosa era una nube indefinida, como un rompecabezas mal armado. Hizo un esfuerzo para reconstruir su mente y poco a poco fue recapitulando lo sucedido el día anterior. Recordó la constricción que le había embargado por la partida de Gabriel. Sin previo aviso, el chico ciego había abandonado la Fortaleza de Oricalco sin rumbo conocido. Aunque la ojosa buscó a su amado por todo lugar posible, simplemente no podía hallarlo. Incluso su vínculo telepático estaba bloqueado. Y no era el único pues Alan también había desaparecido. Ojalá Diana hubiera estado allí, con ella, en esos momentos; pero la Centinela violeta se hallaba en la umbra cumpliendo su rol estratégico. Pero Gabriel y Alan no era lo único extraviado para Rocío. Por alguna razón había olvidado casi todos los recuerdos de su padre. Solo sentía odio por él, pero no era capaz de recordar la razón.
Mientras las cavilaciones la acosaban y una oscura confusión parecía abrir un agujero negro en su alma, su madre ingresó al cuarto. Rocío se sobresaltó y giró la cabeza con violencia, fijando su mirada hacia su madre. Ella la miraba con ternura y aquiescencia.
—Buenos días, hijita.
Rocío bajó la mirada, fijó su vista en su propio regazo por un momento y luego levantó la cabeza para sonreírle a su madre.
—Hija, ¿cómo te sientes?
Sin saber qué responder, Rocío titubeó:
—No lo sé.
Con un aura de asertividad, la madre de la ojosa se aproximó a la cama y se sentó al lado de su hija quien no quiso mirarla de frente. Ambas estuvieron en silencio por un rato y luego Rocío esbozó una sonrisa maltrecha, totalmente imbricada de nostalgia. Apretó las sábanas con fuerza y solo entonces se atrevió a hablar:
—Mamá... no puedo recordar a mi padre.
La mirada de Jade Bakari surcó la luz que entraba por la ventana cuando su hija confesó su amnesia. Rocío continuó:
—Lo odiaba, me hizo mucho daño, lo sé; pero no recuerdo porqué lo odiaba, o qué fue lo que me hizo. ¿Tú lo recuerdas?
—Hija...
—¿Puedes recordar a mi padre? ¿Lo amabas?
Jade bajó la mirada y empezó a derramar lágrimas.
—Tu padre... —sus palabras eran retenidas por la culpa—, tu padre... él...
—¿Alguna vez te hizo daño, mamá?
—Rocío, él fue un hombre difícil.
Claro, Jade Bakari supo casi de inmediato la razón y el origen de la amnesia de su hija. Lo supo desde el instante que se enteró de la partida de Gabriel. Por voluntad de una intuición casi atemporal, Jade entendió que el chico ciego fue a la caza de Mario Salas. Si Rocío había logrado olvidar todas las atrocidades de su padre no podía ser por otra razón sino el deceso de éste. Seguramente Bálaham, no, Mario Salas había sido vencido por fin. Gabriel seguramente se había cobrado todas las bajezas de aquel hombre y había terminado con su vida.
—No te preocupes por tu padre, hija. Él está lejos ahora.
—¿Y por qué me duele tanto? —cuestionó Rocío al borde de las lágrimas—. Pienso en él y siento que mi cuerpo se desgarra —dijo y luego llevó sus manos a su bajo vientre—, me duele adentro de mí, me arde y me lleno de rabia. Ni siquiera puedo recordar su rostro y de solo imaginarlo me dan ganas de vomitar. ¡Por qué!
—No te obligues a recordar, cariño. Déjalo ir.
—¿Acaso no fue un buen padre? ¿Acaso no todos los padres deberían ser buenos con sus hijas? Entonces por qué lo odio tanto.
—Rocío...
—Por qué me lastima imaginarlo.
—Hija...
—¡Por qué estoy tan débil!
Y se quebró en llanto, la ojosa ya no podía aguantar más. Su madre la abrazó tiernamente para consolarla.
—Algunas cosas es mejor dejarlas en el olvido, cariño. No te tortures pensando en ello. Hazme caso, confía en mí.
—Mamá..., tengo miedo.
—Pasará, mi niña.
—Tan solo quisiera que el Gabriel esté conmigo ahora, y se desapareció sin avisarme. Parece que todos saben por qué se fue y no me lo quieren decir.
Jade suspiró. Podía intuir las razones de Gabriel con una certeza inequívoca e incluso se sintió tentada de decirle todos sus presentimientos a su hija. Pero eso solo afligiría más a Rocío, eso lo sabía bien. No tenía sentido decirle que el muchacho que amaba se fue a cazar a su padre para cambiar los designios, para evitar que sea la propia Rocío quien tenga que enfrentarlo en un futuro. Gabriel lo estaba apostando todo en un solo combate, en especial su amor por su hija y Jade lo sabía muy bien.
—Hija mía, ¿amas en verdad a ese chico?
Rocío asintió y agregó:
—Con todas las fuerzas de mi ser, mamá. Al principio no lo entendía bien, pero con el tiempo y las desgracias fui comprendiendo lo que realmente quería. Cuando él perdió la vista pude verlo cómo realmente era, y entonces supe que estaba enamorada, que siempre lo había estado.
—¿Confías en él?
La ojosa dudó, pero hizo un gesto de afirmación.
—Siempre.
—Entonces deja ya de preocuparte. El Gabriel volverá porque yo sé que también te ama. Jamás te lo conté, pero cuando tenían siete años, él se me acercó en una de esas horas cívicas del colegio y me pidió tu mano formalmente —un suspiro de nostalgia tras una gesticulación de melancolía y la mirada perdida—. Era tan pequeñito esa vez, sentí una gran ternura porque se notaba que hablaba en serio. Desde que era casi un bebé pensaba en su futuro a tu lado. No me quise reír para no herir sus sentimientos, pero la firmeza de sus actos me demostró que no jugaba, que realmente te había esperado toda su vida.
Las blancas mejillas de Rocío se encendieron a lo que Jade continuó:
—Entonces me dijo que crecería rápido para poder casarse contigo y me hizo prometerle que le guardaría el secreto y que no te daría a nadie más en matrimonio.
—Acabas de romper tu promesa —dijo Rocío, sonriendo con franqueza.
—Creo que ya no había mucho que ocultar, hija. Si realmente confías en él, sabrás esperarle.
La ojosa suspiró y se limpió las lágrimas con su antebrazo.
—Tienes razón mamá.
—Bien, ahora ya limpia esas lágrimas y vamos por el desayuno.
No, no comerían, de hecho no volverían a verse.
En ese instante en que Rocío se disponía a levantarse de cama, la marca de una estrella de seis picos se encendió en la frente de Jade. La mujer aulló ante los ojos de su hija que no sabía qué hacer.
Jade Bakari cayó de rodillas al piso, haciendo arcadas mientras Rocío la tomaba de los hombros y gritaba pidiendo ayuda. El auxilio jamás llegaría.
Un sismo sacudió la Fortaleza de Oricalco que de inmediato echó a sonar la alarma. Los granjeros abandonaron los campos y se refugiaron tras los inmensos muros de la fortaleza. Los soldados tomaron sus posiciones y se alistaron para el combate. Entonces, ante los ojos de su hija, Jade empezó a vomitar enormes langostas. Los insectos emergían solo de la boca de la desdichada a un inicio, pero segundos más tarde se abrían campo cortando las entrañas de su anfitriona con sus mandíbulas afiladas. Entonces los insectos comenzaron a salir de múltiples partes, salpicando la sala de sangre y desangrando a Jade que para entonces agonizaba por los daños masivos en todo su cuerpo.
Rocío, aterrorizada, se sumió en la oscuridad más profunda, perdiendo su Orientación y consumiéndose en la vieja execración del linaje. Le estaba cayendo encima la Maldición de Moisés con todo su peso. Las langostas abandonaron a su primera víctima y se lanzaron al ataque de Rocío. Sus mordidas le estaban destrozando la piel mientras la chica salía corriendo de su habitación y, cegada por el pánico, se precipitó por la ladera de uno de los inmensos muros en una caída libre de más de 40 metros. Al caer casi la totalidad de sus huesos se quebraron, uno de sus pulmones explotó al igual que su bazo, y sus costillas astilladas habían perforado varios órganos vitales tras estrellarse. Pero la desdichada Rocío no tuvo la fortuna de morir, ni siquiera de desvanecerse. El dolor estrujó cada milímetro de su cuerpo, la sangre empezó a manar copiosamente de su boca. Su alma empezó a ser atormentada por la visión de su madre siendo devorada por las langostas de adentro para afuera. Los fantasmas egipcios, penantes eternamente tras las Siete Plagas de Moisés, se lanzaron al asedio de su Espíritu que era desmembrado desde su reflejo más íntimo. Y para rematarla, las langostas que había dejado atrás con su salto al vacío la habían alcanzado y empezaban a comer su carne nuevamente. Ella no podía moverse, no podía resistirse, no podía desmayarse, ni siquiera podía morir. Rocío estaba condenada a vivir en demencial agonía, sufriendo aquella tortura todo el largo tiempo que a los insectos les tomara devorar su cuerpo entero, aún con vida. Entonces, por el dolor, el sistema nervioso de Rocío colapsó y dio paso a múltiples infartos y convulsiones. Y se perdía; se perdía en la ira de Jehovah, en la ira de Israel como Egipto lo hizo 4000 años atrás. Se perdía para siempre en el universo de las Formas Creadas.
—¡RIT!
Una voz lejana, Rocío podía oírla llamándola por su nombre hiperbóreo.
—¡Rit!
—Quién eres.
—Debes levantarte, Rit. No te puedes rendir.
—No puedo luchar contra esto, me domina. Ni siquiera puedo morir.
—Pero ya lo hiciste antes, ya has vencido.
—Me duele todo.
—Y seguirá doliendo hasta que no rechaces ese veneno que te consume.
—¿Y cómo voy a vencerlo? Ni siquiera puedo moverme.
—Por qué has venido a este mundo infernal, Rit.
—Volví por él, por mi Gabriel amado.
—¿Y vas a rendirte ahora? Ni tú ni él están aún libres. ¿Lo abandonarás?
—No puedo.
—Has jurado luchar por él, Rit. Volviste de la muerte por él.
—No sé si pueda volver ahora.
—Tú eras una de las guerreras más poderosas del Faraón e hiciste un juramento, debes de recordar.
En ese instante Rocío empezaba a recordarlo todo. Su memoria de sangre estaba actualizando los viejos símbolos del pasado. Todo se iba aclarando.
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