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4. Asmodius...

Aquel era un extraño mundo desolado, pero no más de lo que lo son otros mundos umbra. Ese planeta Tierra en concreto no se encontraba dentro de ninguna verticalidad u horizontalidad de planos existenciales, sino que estaba en una articulación entre las múltiples dimensiones de la Creación. Los complejos planos del tiempo y el espacio coexisten uno sobre otro gracias a que están organizados como una red dimensional atemporal cuyos nexos de unión son un punto de transición entre las dimensiones que coexisten en tiempos paralelos o yuxtapuestos. Los puntos de fusión temporal se hallan anclados a "branas" quánticas que permiten una relativa existencia en las regiones conocidas como: Umbra. Por lo general, los mundos fronterizos suelen ser muy parecidos en apariencia el uno con el otro, tan parecidos que las diferencias son casi imperceptibles; pero a la vez pueden ser radicalmente distintos de los mundos que articulan.

La Tierra de la Cuarta Vertical, que es el mundo donde se estaban dando todos los conflictos entre los Centinelas y el Tetragrámaton, consistía en un universo binario cuyo referente cercano era la Tierra de la Cuarta Horizontal. De ese modo los universos cruzaban sus planos de existencia en un solo punto de interjección, una umbra donde las dos substancias quánticas, paralelas y casi idénticas, se separaban y superponían como capas en las líneas de tiempo, una sobre otra.

La umbra entre los dos planos cósmicos estaba casi desprovista de habitantes humanos, pero algunos había. El planeta Tierra de la umbra era el segundo planeta desde el Sol pues en aquel Sistema Solar, Mercurio no existía. Si bien las ciudades, pueblos y construcciones de todo el mundo también se hallaban presentes en la umbra, su estado era de total abandono. Las grandes ciudades del mundo estaban llenas de plantas y vegetación que reclamaban el espacio que la humanidad les quitó. Los gatos, perros y otros animales domésticos se habían vuelto salvajes, haciendo grandes ecosistemas verticales en lo que, en otros mundos, son edificios de oficinas y departamentos. Los autos, puentes y edificaciones cedían cada vez más a la herrumbre que los carcomía. Era como si de un segundo para el otro, toda la humanidad hubiera desaparecido, dejando tras de sí el testimonio desamparado de su existencia.

El desierto había avanzado inclementemente y grandes extensiones de arena ganaban cada vez más terreno dentro de los continentes, mientras que el mar también realizaba un avance incesante. El cielo era pálido, las grandes cantidades de contaminación radioactiva, causada por el deterioro de las plantas nucleares, y el dióxido de carbono le habían dado un aspecto contaminado y marrón al cielo. Aquel era un mundo menguante, decadente, totalmente huérfano de la intensa actividad humana. Pero aún así sus pocos habitantes existían como podían, perdidos en el limbo entre el cielo y el infierno. Llevaban una vida casi tribal y sobrevivían con lo que encontraban en sus largas peregrinaciones. Las cosas aparecían y desaparecían, la Umbra era inestable. Un día uno podía encontrar un restaurante abandonado con comida fresca y a las pocas horas, la comida podía ya no estar allí. Todo lo que en ese mundo existía y ocurría era causado y originado en alguno de los mundos paralelos que articulaban. La condición para sobrevivir allí era aprovechar al máximo cualquier recurso que apareciese.

Cuando Arika de Turdes abrió los ojos, notó que la habían subido a un alto edificio en una ciudad rodeada de arena y dunas. La urbe estaba dentro de una gigante quebrada asolada por la sequía, rodeada de altísimas montañas que alguna vez debieron contener glaciares de nieves eternas. Era La Paz, una ciudad de La Paz umbral. La gitana, a pesar de lo débil que se sentía, no pudo evitar el asombro que sacudió su mente. Era la primera vez que estaba en un cruce de dimensiones tan encostrado en la materia. Había estado en otras umbras, pero todas eran etéreas.

Mientras la mujer perdía su mente en pensamientos sobre lo que sus ojos presenciaban, una voz varonil y con acento extranjero le habló en español:

—Debe tener sed.

Arika vio un plato de barro lleno de agua cristalina. Luego vio a su anfitrión y notó un rostro con la barba crecida de meses y una capucha que cubría más de la mitad de su faz. La gitana bebió tan rápido como pudo, sentía mucha sed, pero no pudo beber demasiado.

—Esta umbra —murmuró Arika—... ¿Quién es usted?

—Un viejo camarada —replicó el anfitrión.

Cuando aquel hombre se quitó la capucha, su identidad brindó gran alivio a la gitana. Después de todo no estaba siendo atendida por un total desconocido.

—¡Aldrick! Le dimos por muerto.

El Cruzado esbozó una sonrisa mínima. Tenía el rostro cubierto de cicatrices recientes y llevaba un vendaje rodeando su cabeza, pero era él sin duda alguna.

—Los designios son misteriosos, señora Arika.

—¿Dónde está Rowena, qué os ha pasado?

—Fueron días muy oscuros...

El Cruzado empezó a relatar su larga travesía desde el día que entró a las profundidades de la Tierra junto a Rowena Von Kaisser y los Centinelas.

Cuando finalmente hallaron el sitio que, ellos creían, dirigía al Arco de Artemisa, fueron sorprendidos por una legión de abisales. Superados infinitamente en número, Aldrick y Rowena habían apelado a todas sus artes con tal de huir de la celada de los abisales. Era tal la cantidad de aquellas grasientas criaturas blancas y ciegas de las profundidades, que resultaba imposible contarlos. Sin importar a cuántos matasen, las abominaciones jamás reducían su número, sino que lo aumentaban. Como tiburones, el olor de la sangre atraía a otros abisales de diversas cavernosidades que llegaban atraídos por la promesa de carne fresca; era una horda hambrienta de muerte y masacre.

Al cruzar el último de los Centinelas por el portal inducido, Rowena lo selló y dio la señal a Aldrick para la retirada. Había una única salida que el Cruzado despejó con un poderoso disparo de plasma. Ambos hiperbóreos lograron salir de la gran recámara, iluminando con la luz de su espectro todo su entorno, pero no contaban con que los abisales habrían derrumbado varios túneles, dejándolos extraviados en ese submundo.

Pasaron dos días de persecución en el que los expedicionarios perdidos evadían a sus grasientos cazadores. En ese tiempo ambos intentaron diversas técnicas para salir, desde la teletransportación hasta la vía seca de taladrar el techo hasta encontrar una salida. Sin embargo, la misteriosa litosfera no era un lugar en el que las técnicas de los maestros pudieran tener algún efecto. Sin duda, los Atlantes que runificaron las entradas de Sorata lo habían hecho con la intención de contener al grueso de los abisales en las profundidades más inescrutables de la Tierra. Aparte del bloqueo atlante, había otro más que le impedía a los maestros salir por cualquier otro modo, y es que parecía que el magma había magnetizado de forma tal los túneles que resultaba imposible situar las direcciones. "Arriba" o "abajo" eran subjetivos en aquellas cavernas. Uno podía tener la idea de estar taladrando hacia la superficie cuando en realidad estaba dirigiéndose hacia el ardiente manto terrestre. Bajo todas esas circunstancias no había duda alguna de que los expedicionarios estaban irremediablemente perdidos, por lo que lo único a lo que apuntaron fue a seguir buscando salidas físicas en aquella laberíntica red de túneles.

Canalizando altas cantidades de espectro, los maestros formaron una burbuja espacio-temporal para conservar su propio tiempo, aunque en aquellas latitudes bajas era imposible determinar si el tiempo dentro de la burbuja era suyo o el del submundo. Quizás pasaron años, décadas enteras, durante los cuales Aldrick y Rowena buscaron la salida; tal vez fueron días u horas, nadie podría saberlo. Lo único cierto era que los abisales no cesaban de darles caza, agotándolos lentamente durante una salvaje guerra de guerrillas.

—¿Oyó hablar de los dragones de Komodo? —dijo Aldrick.

—Son unos lagartos gigantes —Arika replicó.

—Así es, pueden medir hasta un metro setenta de largo. Cazan animales más grandes que ellos, como bueyes o elefantes enanos, usando su veneno. Por lo general atacan cabestros que superan cinco veces su propio peso, arriesgándose a morir de una cornada o un pisotón; pero aún así están en la cúspide de la cadena alimenticia en su isla. El cómo lo logran es lo más fascinante. Su éxito lo deben a una mordida tan venenosa como la propia muerte. Muerden de forma esporádica a su víctima y luego se alejan. Pacientemente, los dragones de Komodo esperan durante nueve días o más a que el veneno mate a la presa y, cuando el animal ya está demasiado débil por el veneno, los reptiles lo rematan. Es una lucha de desgaste y resistencia, igual a la que Rowena y yo tuvimos que enfrentar por días, o años, quien sabe.

Como dragones de Komodo que cazan a un poderoso buey, los abisales esperaban con infinita paciencia a que el agotamiento acabara con los hiperbóreos extraviados. Atacaban de forma fortuita pero constante a los expedicionarios. Finalmente la fatiga de guerra empezó a hacer mella en ambos. El tiempo del submundo era tan retorcido que a momentos el constante avanzar por las cavernas se convertía en una orgía de caos y oscuridad en el que no había forma de medir el tiempo y el espacio. Y los abisales, con sus bocas carentes de labios, desbordando de ansiedad y espuma, mostraban sus dientes en las penumbras que poco a poco se apoderaban de todo.

Un día Aldrick y Rowena llegaron a un gran mar interior, seguramente se trataba de un océano bajo la placa continental asiática. Se acercaron a ese mar a beber sus aguas y descubrieron, con alivio infinito, que era agua dulce. Sin embargo, poco duró su alegría pues una nueva horda de abisales emergió de todo lugar donde la oscuridad podía depositarse. Sin fuerzas para rechazar un ataque de tal envergadura, ambos fueron superados y, finalmente, capturados.

Los expedicionarios estaban extrañados por el especial interés que los abisales mostraron en ellos. No los asesinaron, sino que los amarraron y los condujeron hacia los recovecos más profundos de la tierra. Incapaces de elevar su espectro debido a la fatiga y al cargado ambiente magnético, demasiado cercano al núcleo terrestre, cualquier resistencia que pusieran era rápidamente contenida, cosa que sí ocurrió. Lucharon, ambos lucharon y asesinaron a varios cientos de abisales aún sin usar sus poderes, pero la brutal respuesta jamás se dejaba esperar. Le amputaron ambos senos a Rowena y fue víctima de violaciones colectivas durante la marcha. A Aldrick lo castraron y le dislocaron los hombros. De esa forma los abisales se aseguraron que los rebeldes prisioneros dejaran de resistirse a sus captores. Los maestros hiperbóreos eran como poderosos bueyes que, envenenados por los dragones de Komodo, saben que su destino será ser devorados. Los abisales eran implacables.

El destino final de aquella tormentosa marcha fue la Ciudad de Dis, un emplazamiento arcano construido por los primeros atlantes que llegaron hasta las profundidades de la tierra, luego del hundimiento de la Atlántida. La necrópolis abisal se hallaba en un planeta Tierra ubicado en la Octava Horizontal. Los abisales, por medio de los laberínticos túneles de la Tierra en la Cuarta Vertical, habían transportado a sus prisioneros a través del tiempo y el espacio, entre las múltiples dimensiones.

Los monstruosos abisales tenían un pasado tan atroz como su presente. Debido a la ausencia casi total de luz y a las contorsionadas y extrañas condiciones del mundo subterráneo, los atlantes que bajaron al submundo fueron mutando de formas espantosas. Con los siglos se convirtieron en una especie de imperio tribal que reina a 4 kilómetros bajo la superficie terrestre en múltiples planos dimensionales. Quedaron totalmente desconectados de la vida sobre la corteza y su existencia fue casi ignorada por los hombres durante toda su historia. Asimismo, para los abisales los hombres eran criaturas curiosas que servían como objeto de mercancía, ganado o esclavitud. Cazaban a infortunados mineros que, presa de su codicia, cavaban más profundo de lo que podían sospechar. Para los hombres, los abisales eran un misterio sin resolver. Para los abisales, los hombres eran divertidas criaturas tenidas por animales.

La Ciudad de Dis, aquella ciclópea urbe de muerte, llena de insondables tinieblas y con apenas algunas trazas de luz de musgo bioluminicente, era la capital de un monstruoso reino de pesadillas; un infierno de Dante salvaje donde la civilidad era un sueño imposible de imaginar. Ese día en particular, grandes cantidades de abisales se habían reunido en su capital por órdenes de su amo, aquel con el que ellos habían pactado y mediante el cual Satanás esparcía su gracia. Aldrick y Rowena fueron llevados a su presencia.

Lo primero que vieron los expedicionarios fue la figura de una especie de inmenso gusano. Se retorcía y descoyuntaba grotescamente, brillando sus humedades ante la tenue iluminación que brindaba el musgo. Tomaba formas indefinidas y luego de dar varias contorciones finalmente se quedó quieto en un perfil definido que parecía asimilar una pila de enormes intestinos. Entonces una voz empezó a emanar de la profundidad de la víscera.

—¡Profanadores inmundos! Han desafiado las leyes de mi reino.

—¡Y qué si lo hicimos! —desafió Rowena usando telepatía con la entidad.

—¿¡No sabes quién soy, mujer?!

—Asmodius, Señor del Inframundo.

—¡Y aún sabiéndolo, osas desafiarme!

—Pues tú, Asmodius, aún no has reconocido a quién tienes frente de ti.

Durante breves segundos hubo quietud de pensamientos y luego las vísceras empezaron a retorcerse nuevamente, se inflamaron y contrajeron tomando el aspecto de intestinos gruesos.

—Rowena de la Casa de Suabia y un Cruzado Cátaro, Aldrick du Ruelant —sentenció el órgano—. Dos hiperbóreos han caído en mis redes, el Bafometh estará muy complacido cuando demos inicio a su martirio perpetuo.

—Olvidas algo, gusano —intervino Aldrick, también por vía telepática—. Jamás debes subestimar a tu oponente.

—Están fuera de su mundo, Cruzado; están con los cuerpos destrozados y el espectro casi extinto.

Habían caído en la trampa. Asmodius y los abisales jamás tomaron en cuenta que la fuente de poder de un hiperbóreo es el espectro infinito y su fuerza de voluntad. Desde su captura hasta aquel momento, Aldrick y Rowena urdieron un plan para internarse hasta las primitivas instancias cefálicas en las profundidades de la Tierra. Allí solo tenían que realizar una última diligencia antes de morir con honor: se llevarían al menos a un Siddah Traidor.

En un acto de voluntad infinita, ambos maestros elevaron sus espectros a su tope, iluminaron una recámara subterránea que, seguramente, no había visto una luz semejante desde las más arcaicas eras geológicas. El resplandor quemó en instantes las pieles de cientos de abisales que, en un chirrido ensordecedor, lanzaron un único alarido de agonía hacia las oquedades más incognoscibles del mundo. Aprovechando el momento, los hiperbóreos lanzaron su ataque final. Ambos, al unísono, se abalanzaron contra las vísceras, generando filosas hojas de espada con luz espectral, y trazaron sus respectivas runas sobre la superficie membranosa del demonio. La sangre, la linfa y las maldiciones manaron copiosamente de la herida. En un acto final de ataque, ambos maestros remataron la runificación ofensiva con sus más poderosos encantamientos: Aldrick realizó un exorcismo de hielo mientras Rowena marcó el Símbolo de la Virgen Ama en el alma de Asmodius.

La reacción fue inmediata, como si la Creación entera se negara a aceptar tal blasfemia. El magma ingresó a varios de los túneles, cocinando a incontables abisales. En la Ciudad de Dis un poderoso estruendo seguido de un terremoto hizo crujir las rocas de la recámara. Luego vino una explosión de luz y el alarido extenso de Asmodius que, en un intento vago por salvar su existencia, empezó a arrastrarse a la superficie. Sin embargo, el hielo que le habían impregnado en sus órganos ardientes y oscuros le imposibilitó avanzar más allá. Aldrick y Rowena, incrustados bajo su piel cual parásitos carnívoros, seguían lacerando el interior del demonio con el fuego frío de su espectro. Finalmente el gran gusano ya no pudo retorcerse más y cayó del techo de la caverna, inerte. Su alma abandonó su cuerpo, pero ese solo era el inicio de la verdadera persecución.

En un acto de valor final, y de acuerdo a lo planeado, Rowena cerró los ojos y aceptó su papel en aquella batalla: Aldrick fue veloz y con un solo movimiento de un filoso haz de luz cortó el cuello de su camarada. Rowena murió al instante, pero sin su cuerpo, su Espíritu fue libre de descarnar y empezar la persecución y posterior ejecución de Asmodius. Una figura espectral se separó de Rowena, dejando el magullado cuerpo inerte caer junto al gusano. El pánico no lo dejó ver que la guerrera hiperbórea se le aproximaba. En cuanto lo alcanzó, trazó otra runa en el éter de su alma y la presencia de Asmodius desapareció de todos los mundos y universos existentes. El Señor del Círculo Abisal había caído.

Entretanto Aldrick, que aún seguía con vida y caía junto al cadáver de Asmodius y Rowena, aprovechó un segundo final durante el caos de placas tectónicas para buscar una brecha magnética como salida. El designio de la muerte aún no había dictado sentencia para él, cosa que quedó probada cuando el Cruzado vio un pliegue en medio de la magnetósfera. Abrió un portal y su presencia abandonó las entrañas de la Tierra y, con ella, también el caos se retiró del submundo. La litosfera había quedado nuevamente en oscuridad y poblada por los abisales sobrevivientes que, con los años, volverían a buscar reencontrarse con Satanás por otros medios.

El viaje dimensional llevó a Aldrick por incontables universos, hasta que finalmente cayó en la umbra de la Cuarta Vertical y Horizontal. Fue encontrado por un pequeño grupo de habitantes nómadas de la umbra y desde entonces permaneció allí, curando sus heridas y recuperando sus circuitos espectrales hasta ser capaz de irse. Sin embargo, él jamás contó con la caída de Arika en la umbra. Él también se sentía sorprendido, y su sorpresa fue mayor a medida que la gitana le actualizaba de todo lo ocurrido en la Tierra de la Cuarta Vertical: Había dos lobos perdidos haciendo añicos un universo entero durante su conflicto contra Golab y entre ellos, además de haber recuperado una misteriosa flecha de plata y no el Arco de Artemisa.

Luego de ponerse al día, el Cruzado reveló a la gitana que existía un misterio más, algo que pudo extraer de la mente de Asmodius antes de destruirlo. Aldrick de inmediato se espabiló y empezó los preparativos para recibir a los visitantes que pronto llegarían a la umbra. En breve, el conflicto los alcanzaría a él y a Arika. El combate de los lobos solo podía dar paso a una amenaza aún mayor que el propio Golab. La verdadera causa de que los lobos hubiesen sido partidos en dos mitades tenía un nombre. De las memorias más arcanas de Asmodius, el Cruzado logró extraer ese nombre que reverberó en un solo alarido, gritando: ¡Halyón!




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