32. El despertar de Laycón...
Los ojos de Diana, clavados hacia el ingreso principal de la bóveda baja, esperaban ver aquel rostro tan conocido pero nuevo a la vez. En lo profundo de su ser albergaba la esperanza de sentir en el último Centinela la presencia de aquel a quien tanto había amado durante esa precisa encarnación y en ese mundo. Quería sentir a Rodrigo en aquel que pronto iba a surgir de los avernos del olvido. Pero a la vez no podía evitar sentir miedo de no reconocer en sus ojos a nadie amado. Temía haber perdido a Alan y a Rodrigo a la vez.
En un momento que nadie supo determinar, las presencias de Arika y Aldrick se asomaron por la entrada. Ambos se veían satisfechos aunque algo decaídos. Un silencio cautivo se hizo entre los maestros y sus alumnos. Los Centinelas siguieron con las bocas cosidas, las lenguas entumecidas y las gargantas tapadas. No habían pronunciado palabra alguna desde que se reunieron en aquel acceso encallado entre los muros y las escalinatas. Solo aguardaban lo inevitable y se proponían ideas esperanzadoras a sí mismos, en silencio. Por eso, al ver a sus maestros surgir del enigma, no tenían nada qué decir, solo miradas ansiosas.
Aldrick esbozó una sonrisa que llevó algo de calma a los ansiosos muchachos, gesto que Arika imitó para luego hacer una seña de aprobación con la cabeza. Luego ambos voltearon y miraron al pasillo oscuro que tenían a sus espaldas, como si esperasen que algo ocurriese.
Berkana y Edwin se tomaron de las manos en cuanto le vieron. Valya, Rhupay y Akinos sonrieron con cierta melancolía. Rocío bajó la mirada y se tapó el rostro con ambas manos mientras que Gabriel suspiraba y abrazaba a su ojosa y afligida amada. Oscar y Jhoanna miraban impresionados, más por lo que sus percepciones extrasensoriales les indicaban que por la escena que surgía de la negrura. Pero Diana permanecía inexpresiva, con el rostro inalterable a los hados del tiempo y la mirada endurecida. Parecía querer adivinar algo, un signo o una señal que revele la naturaleza de aquel que emergía de las profundidades de aquella Fortaleza impenetrable.
Aldrick le había dado ropa erkiana para cubrir su cuerpo, la indumentaria que usan los guerreros. Llevaba un pantalón de tela negra, botas de cuero con canilleras metálicas adosadas a la caña, una camisa oscura de manga corta y vendajes grises en sus brazos y manos. Una cinta de tela azul le servía como cinturón y se unía con hebillas a varios correajes de cuero negro que surcaban el torso de aquel personaje. Las correas eran, a todas luces, para llevar armas en vainas que se colocaban en las hebillas, aunque en ese instante no había vaina alguna colgando del correaje. El porte de su cuerpo era fibroso, sólido como un ladrillo y musculado. Aunque ese personaje había permanecido inmóvil por más de un año, todos sus patrones corporales hablaban de un arduo entrenamiento físico. Su cabellera había crecido bastante y le llegaba hasta los hombros. Pero lo más importante, lo que delataba su resurrección desde el abismo, eran sus ojos. En ellos podía resumirse la historia de miles de años. A pesar de la juventud que su cuerpo exhibía, de la nítida adolescencia que ceñía sus 15 años de vida, aquel personaje tenía una expresión totalmente adulta, casi anciana. Aquellos ojos, perdidos de tanto pasado, contradecían totalmente la briosidad de ese cuerpo espartano pues estaban cansados. Mas en oposición a esa mirada abúlica estaba el halo lobuno que le rodeaba y el poderoso Espectro que lo acompañaba.
Por un instante todos pudieron reconocer algo familiar en aquel personaje. Sin duda era difícil encontrar a Alan en él, pero allí estaba. Incluso había también resquicios de un Rodrigo perdido en algún lugar de aquella presencia, de aquel espectro. Los Centinelas no tuvieron duda alguna de que se hallaban ante el Último Lobo, el mismísimo Laycón que luego de largos milenios en estado de abducción había vuelto finalmente a su verdadera forma. Y aunque ante ellos el personaje lucía como Alan y llevaba algo de Rodrigo a cuesta suya, aquel sujeto era como un nuevo ser. Conocido y desconocido al mismo tiempo, enigmático, misterioso, intimidante y melancólico.
Como Alan, él caminó y se detuvo a pocos pasos de Diana. La miraba como quien descubre por vez primera el amor más recóndito y secreto. La observaba con tal infinita nostalgia y devoción que casi parecían sus ojos quebrarse como el vidrio. La mirada dura e impenetrable de Diana impedía que él pudiese adivinar lo que ocurría en sus capas internas, pero su espectro no podía ocultar la sensación de profunda conmoción que la invadía. En la cabeza de Alan no solo pululaban sus recuerdos y los de Rodrigo, sino también los de sus múltiples encarnaciones, los juramentos, las promesas, las muertes y las vidas. Todo se fundía y se convertía en la nada, se disolvía en el espacio del presente y se arrastraba a las playas de la eterna nostalgia.
—Rodrigo quería —dijo Alan de repente— que sepan cuánto los ha querido a todos ustedes. Que él vive conmigo, en mí, y que jamás los va abandonar mientras sus sentimientos perduren.
Y esa señal, esa sola afirmación, hizo brotar lágrimas entrelazadas con risas. Los muchachos corrieron hacia Alan y le dieron la más calurosa bienvenida que nadie hubiese recibido jamás en aquella Fortaleza. Incluso Rocío, que se hallaba reticente a aceptar al recién llegado, pudo sentir a su gran amigo de vida en aquel cuerpo y abandonó sus resquemores de un inicio. Pero había alguien que seguía imperturbable y lacónica, una muchacha que no salía del pasmo y casi no hallaba forma de reaccionar. Cuando Alan notó la ausencia de Diana supo que había una sola cosa que podía decirle para confirmar que nada se había perdido:
—Princesa, he vuelto con otro cuerpo —y de un leve tirón sacó Alan el Hajime de Plata que pendía de su cuello—. Es mi turno de salvarte.
Cuando Diana vio aquella joya tan conocida finalmente pudo salir de su metástasis. Se tapó la boca con ambas manos a tiempo que su ceño se fruncía y sus ojos se aguaban. Toda ella temblaba y se hiperventilaba con desesperación, faltándole el aire.
Rocío entonces se aproximó a su amiga y la jaló de la mano para que se acercase a Alan. Ambos quedaron frente a frente, mirándose. Un abrazo suave y lento selló el encuentro y solo entonces, cuando Diana se sintió segura y reconoció algo familiar en ese cuerpo, pudo abandonar sus resquemores iniciales y llorar. Después de todo ella sabía cuánto lo había amado y esperado, que había venido al mundo solo por él y que al fin, luego de tantos milenios, podían reunirse nuevamente y estar juntos. Por un segundo, mientras se abrazaban, ambos podían abandonar su condición de humanos y recordar los tiempos en que fueron dioses. Los tiempos de Danae y Laycón.
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