30. Vairon y Lycanon...
Ambos se habían internado en las oscuras verdades que yacían durmiendo desde los albores del tiempo. En una galaxia tan inmensa como la Vía Láctea existían muchos enigmas, pero quizá el más grandioso de todos era el que envolvía al planeta Tierra y sus civilizaciones en el centro del universo. La raza humana, por definición tan finita e insignificante, tenía en sus manos el destino de un cosmos con millones, quizás billones de galaxias, con cientos de trillones de estrellas cada una; con planetas orbitando algunas de ellas y algunos de esos planetas con civilizaciones poblando sus superficies. La diminuta raza humana, que ni siquiera llega a ser termitas siderales, estaba en el ojo del huracán y ellos dos, Aldrick y Arika, lo habían vislumbrado en los ojos de aquellos lobos gemelos.
En criogenia, suspendido en el tiempo y el espacio, Alan se debatía entre el sueño eterno y la perdición del olvido. No habían sueños ni ideas en su mente, ni siquiera un solo sentimiento poblando su corazón o atormentando su alma. Todo lo que existía en él era el vacío en la oscuridad de un Pacto asumido con coraje y la total certeza de verla a Ella nuevamente. Arika miraba al chico detrás de aquel tubo cristalizado y en sus ojos menguaban todas las finalidades de su estirpe a lo largo de los milenios; y tras ella, Aldrick redefiniendo el futuro se sumía en las oscuridades tan vastas de los eventos del mañana, del ayer y del infinito. Los rostros de ambos, tensos; sus músculos, tiesos; sus miradas, perdidas; su determinación, acerada. Esperaban al Otro Lobo para culminar una empresa que les había consumido siglos enteros.
Una presencia gélida e infinitamente nostálgica invadió el recinto. La humedad se iba convirtiendo en escarcha a tiempo que el Espectro más azul de todos descendía por la escalinata que conducía al exterior. Él bajaba lentamente, sin apuros, sin exaltaciones. Llevaba una caja de cartón en su diestra y el vacío del abandono en la siniestra. Su cuerpo parecía pesado, como si sus huesos fueran de hierro y sus músculos se entumecieran por el peso. Su rostro estaba caído, pálido, empapado de lágrimas y ahogado en una expresión de dolor tan atroz como de un mártir. Mas él no se sentía ningún mártir, sino un lobo a punto de llegar a la cima de su más alto destino. El Pacto no era otra cosa sino el reconocimiento de una vida con miles de encarnaciones. Una sola vida que, como un túnel oscuro, lleva a ciegas al viajero por recónditos socavones. Y paralelo a ese túnel, otro, igual de oscuro, llevando a otro pasajero que es, en realidad, un desdoblamiento del primero. Vidas paralelas, destinos gemelos, hados entrelazados, futuros mezclados, muertes indefinidas, amores vagos. Y dos, adin, dva; dos lobos, un Géminis, Lycanon y Vairon danzando al filo del mañana, cortando las plantas de sus pies y desollando sus cueros. El protegido de Freky, brillando sin luz. El protegido de Gery, oscureciendo las penumbras.
La gitana se aproximó lentamente al lobo mientras este descendía la escalinata. Le dio alcance y lo envolvió silenciosamente en sus brazos. Luego lo separó de su cuerpo y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Es tarde para una disculpa? —dijo Arika. Lycanon negó con una sonrisa lastimera y respondió:
—Jamás.
En ese instante Arika asintió y buscó, entre la ropa de Rodrigo, la preciada joya que le había entregado hace dos años. La cadena plateada resplandeció y el medallón argento no tardó en surgir de su camisa.
—¿Sabes qué fue lo que te salvó la vida en Júpiter? —preguntó la gitana.
El muchacho negó con la cabeza en silencio y Arika prosiguió:
—Durante todo este tiempo, jamás te has separado de esta joya. Bañaste el Hajime de Plata con tus esperanzas y tu coraje; y la otra mitad, colgando del cuello de Dianara, también se impregnó de ese mismo poder. Ambos habéis abierto un puente para unir las dos mitades del Hajime, y ese puente te trajo de vuelta, Rodrigo. Es por eso que estás aquí.
Con manos temblorosas, el chico lobo tomó la joya entre sus manos y se la quitó del cuello, observándola mientras acudían a su memoria todas las experiencias vividas. Dolía recordar, no, dolía absolutamente todo. Rodrigo casi sintió la respiración del medallón y pudo presentir que cada exhalación llevaba un débil susurro: "Diana". Aquella joya lo había acompañado en cada etapa de su viaje. Desde que partió de La Paz aquel último día de 1999 hasta aquel momento final en el que debía retirarse de la vida y la muerte para nunca más existir. Un largo suspiro acompañó las evocaciones del chico. Finalmente una lágrima se escurrió por su mejilla y miró a la gitana quien hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Es hora de morir —dijo Rodrigo.
Arika asintió y miró a Aldrick.
—¿Sabes qué hacer? —preguntó el Cruzado. Rodrigo lo miró.
—Creo que sí, lo recordé mientras viajaba a la oscuridad.
En silencio, Rodrigo se aproximó al tubo que contenía a Alan y tocó el vidrio con las yemas de sus dedos. Al siguiente instante el cristal se resquebrajó, el gel que contenía al durmiente empezaba a rebalsarse por las rajaduras y tan solo segundos después los vidrios rotos salían desperdigados. El espeso fluido se liberó, regando el piso con la viscosidad de su existencia. Algunos trozos de vidrio atravesaron la ropa de Rodrigo y cortaron su cuerpo. La sangre no tardó en manar y se mezcló con la gelatina. Arika estuvo a punto de ir por él, pero Aldrick levantó el brazo ante ella como seña para que no se aproximara.
Una niebla helada se apoderó del ambiente, tras ella quedaba oculto el cilindro de cristal, su ocupante y su destructor. Todo lo que se podía ver era la parte superior, con los cristales quebrados formando una filosa y macabra dentadura. El gel seguía escurriéndose, manando desde donde la niebla era más espesa y llevando consigo algunos riachuelos de sangre. La escena se hacía más tenebrosa a cada instante pues la sangre no dejaba de fluir y la neblina era tan densa que no permitía vislumbrar el origen de la hemorragia. Por un segundo Arika pensó que Alan había sido alcanzado por los cristales al igual que Rodrigo. Pero entonces los vapores empezaron a condensarse, dejando a las miradas penetrar entre la bruma.
Aldrick volteó la mirada, mas no por el impacto sino por la lástima que le dio ver aquella escena. Arika tampoco pudo mantener la vista hacia aquel lugar. Alan yacía desnudo en los brazos de Rodrigo, los vidrios no habían cortado su cuerpo. En cambio, Rodrigo había sido alcanzado por la mayoría de los cristales rotos y tenía su humanidad rallada por los cortes.
—Alan —murmuró el chico lobo.
Pasaron breves segundos que parecieron horas y entonces el durmiente abrió los ojos. Rodrigo le quitó la mascarilla y lo abrazó. Alan estaba infinitamente confundido, quiso preguntar dónde estaba, qué había ocurrido, cuánto tiempo había transcurrido, pero su garganta parecía cerrada. Pensó de inmediato en Diana, sus recuerdos volvieron a ese día en Sorata cuando su batalla final contra Rodrigo dio inicio. Hizo un gran esfuerzo por recordar qué más había ocurrido, pero su memoria presentaba todo un océano de ausencias y faltas. Simplemente no podía acordarse de nada después de aquel momento definitivo. Se sentía débil y extrañamente reconfortado en los brazos de aquel sujeto que lo sostenía. Lo reconoció de inmediato, supo que era Rodrigo. Se veía más grande, más maduro que la última vez que lo vio. "¿Acaso pasaron años, o fueron solo unos cuantos días?" se preguntó Alan.
—Bienvenido —le dijo Rodrigo—. Debes sentirte confuso, pero descuida, pronto lo sabrás todo y regresarás al lugar que te corresponde. Cuida mucho de mi mamá y de la Diana, lo dejo todo en tus manos, Alan.
En ese instante Rodrigo entró en Trance Hiperbóreo y se transformó en Lycanon. Sus ojos tomaron esa coloración azul tan característica de sus mutaciones y su cuerpo se envolvió de un halo azulado con la forma de un lobo.
—Ahhu... eaghhh... auehghh —Alan quiso hablar, pero no podía articular nada coherente.
—Calmado —tranquilizó Lycanon a su gemelo, pegando su frente a la suya—. Cuando Freky me dijo que cumpliera con el Otro Lobo, no tenía manera de saber que estarías tan cerca de mí. Siempre dibujando, pintando con tu sangre para soportar nuestra fractura. Hemos tenido que pelear a muerte, querido Vairon, para poder recordar que somos un solo Espíritu. Pero yo ya he recordado por los dos. Yo te vencí, te derroté en nuestro combate y por eso asumí el papel de alma entre ambos. Ahora debo desaparecer y convertirme en tu doppelgänger para que renazcas como Laycón. Tú siempre serás yo. Llevarás todos mis recuerdos y sentimientos en ti pues desde ahora viviré en ti. Rodrigo vivirá en ti. Lycanon y Vairon dejarán de ser Géminis y regresarán a su estado original.
En ese momento Lycanon colocó el Hajime de Plata en el cuello de Alan. Ambos se miraron y entonces el recién despertado empezó a sufrir espasmos. Lycanon lo abrazó con fuerza y dejó que su sangre empezara a bañar el cuerpo desnudo de Alan. Esa acción en segundos hizo perder el Trance de Lycanon que volvía a ser Rodrigo. Y éste, como todo humano corriente asediado por la tristeza y el dolor, rompió a llorar amargamente. Pensó en su familia, en su madre, en su padre, en Diana, en sus amigos, y todo se volvía una marea de pena que lo asoló completamente.
—Vive por ambos, Alan. ¡Vive por ambos!
En lo alto del cielo la Luna había llegado a su zenit y estaba totalmente llena, iluminándolo todo con su luz de plata. Un haz brillante penetró por una pequeña claraboya en el techo de la recámara y bañó a ambos muchachos. Segundos después un resplandor de luz azul, brillante como el sol, los envolvió a ambos y se perdieron tras aquel brillo impenetrable. Arika y Aldrick se taparon los ojos, con las sienes adoloridas por el poder del resplandor. Cuando la luz se apagó ambos volvieron sus miradas hacia donde los chicos estaban, se frotaron los ojos y una sensación de conmoción los embargó.
Los papeles se habían intercambiado. Rodrigo yacía en el piso con toda su humanidad envuelta en una horrorosa hemorragia mientras que Alan, de rodillas a su lado y también bañado con la sangre de su gemelo, lo sostenía de la nuca. Allí ya no existía Vairon ni Lycanon, ambos habían desaparecido. Allí había un solo Centinela, el Último Lobo, el tótem hiperbóreo que había sido convertido en géminis y que volvía a la unidad de su Espíritu. Allí estaba únicamente Laycón.
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