Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

29. Pasión, placer y dolor...

https://youtu.be/dVhCuge_FRQ

Recuéstate en el suelo y hablemos bajo el cielo brillante,

una estrella fugaz atravesó ese cielo tan profundo.

En tus ojos llorosos, quebrándose tu corazón, miraba tu deseo de volver atrás en el tiempo,

y seguir con esa tu mente juguetona de niño.

Estamos cambiando, volando con alas invisibles juntos y lejos a la vez.

Estás apagándote,

pero aún podemos ser brillantes en un final secreto.

Tú tienes el boleto del último vagón.

Hola, adiós. Una y otra vez

Nos vemos en el futuro, amor;

me verás con un telescopio, cuando me convierta en tu estrella.

Quédate aquí, quédate por favor. No me abandones...

Plastic Memories OST, Again & Again

__________________

La hora casi había llegado y el cielo empezaba a enrojecerse con la luz del alba. Le quedaban pocas horas a Rodrigo en aquella magnífica fortaleza. Poco después de la medianoche la luna estaría llena y directamente alineada con la torre principal de la Fortaleza de Oricalco, evento que indicaría la hora de partir. No tenía ya muchas cosas pendientes y se había despedido de la mayoría de sus amigos y seres queridos. De no ser por una última despedida, todo lo que habría restado era esperar. Pero aún le restaba el más doloroso adiós de todos. Claro, Rodrigo no iba a buscar por sí mismo aquella situación, sino que dejaría que ocurriese de forma tan natural como todos sus encuentros previos. Cosa que, a esa hora del alba, finalmente acontecía.

Ella venía con el Arco de Artemisa colgando a sus espaldas. La reliquia resplandecía magnífica pero delicadamente con los tonos del atardecer. Y no solo el Arco resplandecía bellamente, sino también su portadora. Ella se había puesto la ropa más normal y casual del mundo, tanto que, de no ser por el enorme Arco a sus espaldas, parecería una chica paceña y mundana a inicios de los 2000 lista para tener una cita normal con un muchacho igualmente normal.

Al verla aproximarse lentamente, una sensación de caos y emoción se apoderó de Rodrigo.

—Diana —farfulló.

Sin que Rodrigo supiera cuándo, Diana ya le había dado alcance y rosaba con su palma el rostro del lobo.

—¿Acaso eres real? —dijo Rodrigo de forma automática.

—¿Crees que no?

—No me atrevería a imaginarlo.

—Tonto, claro que soy real.

—Esto ya lo vivimos —dijo Rodrigo.

—Sí, en tu cumpleaños del 99 —agregó Diana y tomó de la mano al lobo—. Éramos niños en ese entonces.

—Quizás lo sigamos siendo.

—Niños grandes, ¿no?

—No, niños inmortales. Niños condenados a vivir la misma despedida.

—Suenas como Peter Pan.

Rió Rodrigo y apretó fuertemente la mano de Diana, agregando:

—Luces hermosa esta tarde.

—¿En serio?

Él asintió con un suspiro.

Tomados de la mano, y Rodrigo llevando la caja de cartón con su mano libre, empezaron a caminar por el nivel inferior de la fortaleza. Las calles empedradas, los muros pétreos, las casas con techos de madera, los maceteros avivando el ambiente y las nubes cobrizas que despedían la luz del día servían como escenario para la última cita. No habría cines, restaurantes, parques, ferias ni fotografías; solo verbo y sustantivo. Como en una expectación sublime, el vacío era tímido testigo de aquel momento. Las familias erkianas estaban reunidas en la mesa a esa hora, compartiendo el descanso y la merienda del día. Por eso se hallaban todas las calles tan vacías.

—Diana, esta cuestión —dijo Rodrigo, a tiempo que sacudía levemente la caja de su mano derecha—, todas esas cosas que pusiste aquí adentro, ¿de dónde las sacaste?

Diana dibujó una sonrisa chueca y bajó un poco la mirada.

—Nuestras mamás habían guardado varias de nuestras cosas. Arika y Aldrick también tenían otro tanto. No me fue tan difícil hallar estos tesoros.

—¿Por qué lo hiciste?

Batiendo la cabeza suavemente, Diana respondió:

—No lo sé, sentí que tenía que hacerlo. Alguien espera esta caja.

Rodrigo asintió con una esclarecida expresión a tiempo que Diana continuaba:

—Desde que dejamos La Paz, mi mente siempre estuvo pensando en esa persona, aunque no sé quién es. Siempre que pienso en ello puedo percibir mucha ira y tristeza. Es como si esa caja llevara toda nuestra fuerza y nuestro cariño para alguien. ¿Tú ya tienes una idea de quién se puede tratar?

Rodrigo asintió y preguntó:

—¿Quieres saberlo?

Diana negó velozmente.

—No, prefiero que su identidad me sea un misterio. Si al final todo resulta ser un sueño, me quiero quedar con lo mejor de él.

Ambos siguieron caminando sin rumbo hasta que la noche finalmente cayó y las estrellas empezaron a brillar en lo alto. En cuanto las temperaturas bajaron Diana condujo a Rodrigo por las intrincadas calles de la plaza habitacional de la Fortaleza. En aquel lugar ella y los demás Centinelas junto a sus padres se habían establecido. Sin embargo, Diana tenía un cuarto para ella sola que no compartía con nadie. Aquel sitio se había convertido en una especie de santuario privado para ella que, desde su despertar hace más de un año, se había avocado a preparar aquel último encuentro, aún con la esperanza de que ocurriese algún día.

Ingresaron, aunque Rodrigo dudó bastante antes de cruzar la puerta pues no sabía a dónde lo había llevado Diana exactamente. Ella prendió el fuego de la chimenea con una pequeña emanación de plasma de su mano. La luz y el calor se hicieron inmediatamente y Rodrigo descubrió que era una habitación muy acogedora. Había un armario, un escritorio y una silla, cada uno de rústico acabado. En el centro destacaba una maciza y enorme cama de madera cubierta con sábanas blancas.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Rodrigo, confuso.

—Es mi habitación —dijo ella.

—¿Para qué me trajiste aquí?

—Quería mostrarte algo.

De un cajón del sólido escritorio de madera, Diana sacó tres folios, de no muchas hojas cada uno, encuadernados con una tira de lana rosada. Las hojas de la cara y la contracara estaban sucias y ajadas, pero el interior de los cuadernillos estaba en perfectas condiciones. Cada uno de ellos había sido mecanografiado en computadora e impreso con tinta seca. Rodrigo dio una hojeada y luego empezó a leer los títulos de los tres volúmenes:

—"Prefacios de Batalla", "Los Doce Misterios", "Amor Eterno". ¿Qué es esto?

Diana se sentó sobre la cama y, dando leves palmaditas sobre las sábanas, le indicó a Rodrigo que se siente a su lado.

—¿Recuerdas esa carta que Rowena nos dio el Año Nuevo del 2000? —preguntó—. Pues, leí la carta varias veces y sentí que nuestra historia debía ser contada. No sé qué relación pueda haber, pero quise escribir.

—¡Tú hiciste todo esto!

Diana desvió la mirada un poco.

—No es la gran cosa, tan solo una idea para un relato. Estuve escribiéndolo a mano mientras te esperaba. El día que te encontré volví a La Paz y logré transcribirlo e imprimirlo. Quería dártelo este día.

Rodrigo volvió a examinar los textos y sintió una fuerte corriente eléctrica en su espalda. Eso parecía otro déja vu.

—Está incompleto —dijo de repente Rodrigo.

—Lo sé, es tan solo una idea. Yo no soy escritora, pero al menos pude dejar algunas ideas para que alguien las termine algún día.

—Y tú quieres que yo...

—Llévate esto contigo —interrumpió Diana—. Quizá tú puedas terminarlo.

Rodrigo negó lentamente con la cabeza.

—Aunque lo intentaré, sabes que eso no será posible, Diana.

—Entonces dáselo a quien tú creas que podrá terminarlo.

—¿Estás segura?

—No, ni siquiera sé lo que hago. Pero es una corazonada.

Rodrigo entornó los ojos y depositó los tres ejemplares dentro de la caja.

—Esto sería una gran novela —agregó el lobo—. "El Arco de Artemisa".

Diana rió levemente.

—Suena muy cliché.

—Pero sería una idea interesante. ¿Qué harás cuando me vaya? —preguntó.

—Seguir luchando, amor.

—Me siento culpable por tener que dejar todo así.

—Pero sabes que no es tu culpa.

—Lo sé, pero no me sirve de consuelo.

—Rodrigo —ella acarició el rostro del chico con infinita delicadeza—. Todo va salir bien, por eso quiero que vayas tranquilo.

—Pero tú...

—Yo tuve bastante tiempo para hacerme a la idea —interrumpió Diana—. Hace tiempo vi por accidente un dibujo que el Alan estaba haciendo de mí, todavía estábamos los dos en el colegio y no sabíamos nada de nada. Pero en ese momento, en cuanto vi aquel dibujo, sentí que había algo, un misterio. Poco a poco ese misterio se fue aclarando y, cuando los vi pelear, lo entendí todo.

—Creo que ya todos lo sabían, ¿no? —dijo Rodrigo bastante entristecido.

—Lo sospechaban. Nadie quiere perderte, pero son decisiones que hemos tomado al inicio de todo. Cuando me enteré, todo el dolor de nuestras vidas, juntos, se me cayó encima. Me iba a morir con todo ese dolor en el corazón hasta que la Berkana vino a sacarme de mi patética actitud de derrota. Al despertar me encontré con que mis hermanos aún estaban recuperándose de sus terribles heridas, lo vi al Akinos sacrificarse y envejecer para curarlos; sentí la impotencia. Y entonces vinieron los interminables días de espera. Te esperé cada día, mirando al cielo en busca de al menos una señal de vida, algo que me dijera dónde estabas. Y cuando ya no tenía esperanza alguna sentí tu presencia y corrí por ti.

—Pero... Alan...

—Está bien, lo sé —interrumpió Diana—. Él duerme, y también lo extraño porque es parte de nuestra historia, es parte de mí también.

—Pronto despertará y estarás con él. Estarás con Laycón como debe ser —replicó Rodrigo con infinita tristeza en la voz.

Diana suspiró y tomó la cabeza de Rodrigo con sus dos manos.

—Laycón es mi pasado, mi presente y mi futuro; pero lo que he vivido contigo es mi tesoro más hermoso, Rodrigo. No me importa si eres Lycanon o Laycón, para mí tú siempre serás ese pedacito de cielo que me hizo tan feliz.

Sin mediar palabra alguna, Diana se lanzó al asalto de los labios del chico lobo, sosteniéndolo con firmeza de la cabeza por si él trataba de rechazarla. Ambos cerraron los párpados y se entregaron en un instante absoluto, cargado de promesas, síntesis de todas las esperanzas; largo, húmedo, cálido beso, desafío a la muerte, caricia, fuego, suspiro, lamento, sollozo de amor. Podían sentir como sus corazones empezaban alinearse, latiendo al mismo tiempo como si fueran uno solo. El ritmo de sus respiraciones se había igualado, incluso sus pensamientos empezaban a coincidir en el espacio vacío de sus Espíritus.

Como nunca Rodrigo lo hubiese imaginado en el pasado, una sensación de seguridad y abandono de toda inhibición se apoderó de él.

La rugosidad de las sábanas era como un rallador de carne. Los aromas de los dos, impregnados en sus pieles, eran como la más poderosa fragancia jamás inventada. Incluso los sabores, la sensación de las lenguas y la saliva estrujándose, eran infinitamente intensos.

Rodrigo ya no quería sentir más sábanas ni tampoco la ropa, quería piel, necesitaba piel; y en un movimiento tan mordaz como quirúrgico, el chico había introducido sus manos bajo la falda de ella. Diana, impulsada cual resorte por una ansiedad insoportable, se subió a horcajadas sobre él mientras se comía su cuello a besos. Él, asfixiado por la impaciencia, empezó a explorar la espalda de ella, sembrando caricias recién inventadas y rozando con la yema de sus dedos aquella piel tan preciada, hasta que finalmente dio con el sujetador. Buscó la forma de desabrocharlo, pero el candado de la puerta a la gloria no estaba allí.

—Lo que buscas está aquí —dijo ella y señaló.

El broche estaba allí, entre sus senos blancos. Rodrigo no había visto el cuerpo de Diana tan descubierto desde hace largo tiempo. Sintió algo de vergüenza durante unos segundos, pero las dudas se disiparon rápidamente, dando lugar a una excitación como pocos seres humanos han experimentado. Entonces, con torpeza y las manos temblorosas, Rodrigo exploró aquella prenda tan íntima hasta encontrar el cerrojo que abría sus puertas. El sujetador cayó, resbalando por los brazos de Diana que apretujaban el vientre de Rodrigo contra la cama. Dos perfectas y redondas montañas quedaron expuestas a la luz del fuego. Eran blancas, no demasiado grandes ni tampoco muy pequeñas. Se coronaban con un pequeño pezón rosado en el medio de cada una; y eran firmes, extraordinariamente firmes y suaves, blandas pero con cierta dureza a la vez, erectas y muy gallardas.

Minutos más tarde, y sin saber cómo o en qué momento, ambos ya habían quedado totalmente desnudos. No había nada que cubra sus cuerpos, ni siquiera la oscuridad. El fuego crepitaba y toda sensación, todo sonido, todo rose, era eterno y espectacular en aquel cálido cuarto cuyos vidrios en las ventanas estaban totalmente empañados y mojados. La fragancia de Diana se había desplegado en todo su esplendor y extraordinario poder. Ella, cuya condena había sido su belleza, encontraba finalmente a un admirador profundo para reivindicar la humillación de las rosas bajo su piel. Se sentía tan feliz en la desnudez que por un segundo olvidó la guerra, el Pacto, sus seres amados perdidos, los eones de vejación en espinas de la rosa, o los martirios sufridos por la carne ardiente. Bajo ella, comiéndole el cuerpo entero a besos, trazando sus caminos, cavando sus túneles, subiendo sus colinas, andando sus valles, Rodrigo dibujaba los mapas de su geografía. Él tenía el cuerpo húmedo y la cabeza empapada de sudor, sus músculos se marcaban aún más con la humedad al reflejo de la luz de la chimenea. Incluso llevaba algo de suave vello facial en la barbilla que le causaba un poco de cosquillas a Diana cada vez que frotaba su rostro contra su cuerpo. Y mientras ella observaba aquel cuerpo sudoroso con su fragancia almizcleña mezclada con un buqué ciertamente dulzón, una electricidad enloquecedora pero excitante empezaba a apoderarse de todo su cuerpo, humedeciendo su entrepierna y provocándole gemidos.

Debajo de ella, Rodrigo se sentía inmerso en un cielo desconocido y maravilloso. Aquello era lo que durante años había deseado, lo había soñado y anhelado ardientemente. Cuando se vio dentro de Júpiter con la vida sentenciada, pensó que aquel sueño jamás habría de hacerse realidad; pero al final lo había conseguido, había sobrevivido y estaba allí, junto a Diana en un momento ansiado por los dos. No había dejado un solo centímetro de su novia sin explorar con la única excepción de su área más privada y sagrada. Rodrigo quería esperar un poco antes de tener acceso a aquel lugar tan enigmático para él. Sin embargo, no le era un misterio totalmente desconocido puesto que desde un inicio ella se había posado sobre las partes íntimas de él. No sabía su aspecto ni su tacto, pero algo sabía: era extraordinariamente húmedo. "¿Todas las chicas lo tendrán así?", pensó Rodrigo, sorprendido por tanto vaho.

Apenas conteniéndose, Rodrigo tomó los brazos de Diana y la jaló de un costado con suavidad, con la intención de voltearla y permitirle a él estar arriba, pero Diana se opuso con firmeza.

—No —dijo Diana con gran esfuerzo para hablar—. No así.

—¿Te lastimé? —Rodrigo preguntó, bastante asustado por el desaire.

—Me da un poco de miedo —respondió ella.

—Está bien, si quieres podemos quedarnos hasta aquí.

—¡NO! —Diana refutó enfáticamente—. Pero déjame estar arriba.

—Claro —susurró, más aliviado.

Diana no sabía exactamente cómo seguir, pero Rodrigo conocía bien aquella mecánica. Después de todo había visto cómo se hace en revistas obscenas y también lo había imaginado durante mucho tiempo. Era como la realización de uno de sus más grandes sueños y nada iba a arruinarlo. Sin embargo, aquella pausa hizo espabilar a Rodrigo de la borrachera de besos y entonces descubrió la desnudez de Diana con sus ojos en todo su magnífico esplendor. Era la primera vez, desde que eran niños pequeños, que la veía totalmente desnuda. Se sintió tan conmocionado que sus ojos se aguaron rápidamente y algunas lágrimas se desprendieron.

—Rodri, ¿qué pasó? —dijo Diana, un poco desairada por aquel llanto repentino.

Rodrigo inmediatamente se frotó las lágrimas y esbozó una gran sonrisa.

—Lo siento, es que al verte me emocioné mucho. Eres demasiado hermosa.

—Y tú también eres guapísimo.

—Te amo, Diana —dijo él.

En ese momento Rodrigo recordó que, tiempo atrás, Qhawaq había revelado que la cárcel de Diana se hallaba en sus órganos genitales. El guardián de aquel sello era Tsadkiel, pero el infame arcángel estaba muerto y no había nadie que regente la prisión de Diana. Quizás ese era el momento idóneo para liberar el inmenso poder que yacía durmiendo en ella. Un razonamiento llevó al otro y entonces Rodrigo se sintió totalmente seguro, pues si había una forma de liberar todo el poder de Diana era mediante un acto de amor. El lobo tenía el corazón resignado, la determinación templada, el Espíritu afilado y la mente concentrada.

Con la delicadeza de un pianista, Rodrigo empezó a repasar las piernas de Diana con las palmas de sus manos; desde sus pantorrillas, pasando por sus rodillas, hasta sus muslos, sus glúteos y, entonces, su entrepierna. Diana se estremeció un poco, cerrando fuertemente sus ojos y estrujando sus labios contra los de su amado, pero se mantuvo firme. Rodrigo sentía que su novia temblaba, así que se contuvo con todas sus fuerzas para hacerlo todo lento. Empezó a palpar con las yemas de sus dedos toda la anatomía de Diana, descubriendo por vez primera y en sus propias carnes cómo es que funciona una mujer. Descubrió entonces dos suaves carnes cubiertas por delicada pelusa, como terciopelo. Estaban mojadas, calientes y se sentían blandas y suaves al tacto. Más por instinto que por lógica, el chico supo donde había puesto sus manos y casi sintió que su corazón se iba a salir. Entonces retrajo un poco la cadera, dejando que su crecida intimidad se desplome entre los glúteos de Diana. Ella había empezado a lagrimear, pero no iba a retractarse jamás; aunque se moría del miedo y la vergüenza, también sentía una ansiedad patógena por llevar en el interior de su ser en aquel instante, aquel cuerpo y aquel sentimiento.

Con una pericia inusitada para cualquier novato, Rodrigo separó suavemente aquellas carnes tan blandas, dejando al descubierto una ventana a una gloria sin bautizar. Con la misma quirúrgica delicadeza, el chico alineó su intimidad en posición de inmersión. Y en un movimiento de cadera lento y opresivo, realizó el tan ansiado ingreso a la gloria.

Diana no pudo evitar separar sus labios y morder su almohada mientras gemía lastimeramente. Derramó algunas lágrimas a tiempo que apretaba con fuerza los ojos, el dolor era intenso, pero de forma espontánea dejó de dolerle. Cuando abrió los ojos descubrió que la luz del fuego iluminaba todo con mayor intensidad, como si el brillo de las cosas se hubiese acentuado. Los sonidos eran aún más fuertes que antes al igual que los olores. Y hacía calor, demasiado calor que se mezclaba con una humedad condensada. Se enderezó lentamente y miró a Rodrigo. Había una sonrisa en su rostro empapado, y a la vez derramaba algunas lágrimas.

—¿Te dolió mucho? —fue lo primero que él dijo.

Diana empezó a llorar, pero era de felicidad.

—Un poco —respondió y se frotó las lágrimas.

—¿Quieres ir hasta el final? —dijo Rodrigo.

Por un instante las dudas invadieron a Diana. Pero casi llevada por el inminente adiós, asintió. Rodrigo imitó el gesto llevando gran determinación en el rostro y con dulzura, estrujando suavemente los glúteos de la tímida chica, empezó a marcar un ritmo. Los minutos se consumían velozmente al igual que los cuerpos. Había humedad allí, y toda esa humedad se impregnaba en los vidrios, en las superficies, en las pieles. Las paredes de madera, inalterables al curso de tanta pasión y juventud, se bañaban de gemidos, de expresiones mutuas de amor, de juramentos, incluso a veces algún gritito mordido. Y en el centro yacían los dos cuerpos moviéndose con hipnótico ritmo. La ropa por el suelo, el fuego ardiendo, convirtiendo los carbones en un suspiro que se lleva el viento. La cama rechinando incansablemente, sin parar ni siquiera un segundo. El piso crujiendo, llevando un contrapunto casi sincopado con el resonar de la cama y las respiraciones agitadas. Y las sábanas blancas manchadas con una leve pero notoria salpicadura de sangre; todas desordenadas, húmedas, saladas.

Rodrigo, abajo, totalmente tieso, con el cuerpo endurecido y mojado, los músculos tensos, los labios apretados, el entrecejo fruncido. Diana, arriba, totalmente perdida en una marea de placer mientras cabalgaba briosamente, con su piel reflejando la luz del fuego sobre su cuerpo bañado en sudor, su cabello suelto y húmedo bamboleando a un costado de su cabeza, su boca entreabierta y el ceño fruncido. Piel a piel desordenando la cama, ella se sentía fuera de sí, fuera de toda atadura o cadena, incluso libre del dolor de un inicio y totalmente sumergida en una sensación de felicidad y complementariedad que jamás había soñado posible. Daba fuertes contracciones esperando tener a Rodrigo cada vez más profundamente enterrado en su cuerpo, deseando que aquel "lleno" no acabe nunca; incluso intuyendo la inexorable explosión suprema que habría de remojar su entrepierna en fluidos misteriosos, nunca antes manados de su cuerpo. Y Rodrigo, que a esas alturas presentía que iba a perder la cordura de tanto placer y amor, loco de ternura, iba poco a poco internándose en un reino tan magnífico como desconocido. Como nunca él se iba perdiendo en un enamoramiento demencial, platónico, erógeno, virginal y correspondido. Nada podía compararse a ello, a aquel lugar interior tan mojado, tan estrecho, tan rugoso y enloquecedor. Sentía que Diana lo apretaba con fuerza a cada contracción, sorbiéndolo a su interior como un agujero negro, casi ordeñándolo y exprimiéndolo. Y aquella sensación, aquella luz divina que los había envuelto, poco a poco iba fluyendo hacia el espectro de ambos, elevándolo a un nivel inconsciente, a una nueva dimensión de poder.

Con la espalda contra la cama, Diana abrazaba a Rodrigo por el cuello y lo envolvía con sus piernas.

Media hora más tarde Diana sintió que finalmente estaba llegando a su clímax, pero no podría hacerlo si no llevaba su propia rítmica. Con gran fuerza y agilidad felina, la chica tumbó a Rodrigo contra la cama de nuevo y empezó a mover sus caderas en una danza tan erótica como táctilmente enloquecedora. Sus curvas perfectas, su grandioso arco abdominal haciendo de marco a los músculos de su vientre, sus glúteos esculpidos, sus senos armoniosos con los enrojecidos pezones endurecidos, sus piernas firmes, su piel suave y mojada, su cabellera húmeda como delicada cascada, su expresión tan llena de ternura y excitación; todo el conjunto se había convertido en una soberbia exhibición de goce para los cincos sentidos. Y entonces, cuando Diana iba más rápido y con más fuerza, una fragancia dulce como perfume de frutas se desprendió de toda su piel. Aquel azucarado olor se impregnó hasta en la última célula de Rodrigo que sintió el advenimiento de su clímax. Diana también sintió aquel remolino sacudiendo el interior de su novio, y esa certeza absoluta la incitaba aún más.

Segundos más tarde un resplandor violeta envolvió a los dos novios, llevándolos a una dimensión donde el tiempo y el espacio no existen. Allí, en algún lugar, se hallaban las cadenas que sellaban el poder de Dianara. El corrosivo poder del apasionado encuentro había deteriorado los grilletes y finalmente estaban por romperse.

—¡Di... DIANA! —una expresión huía de la garganta de Rodrigo—. ¡Ya viene!

Dos segundos después Diana había entrado en Trance Hiperbóreo.

¡Hazlo, lo más profundo que puedas, hasta la última gota!

El cabello de la chica flotaba como sumergido en el agua, un brillante halo magenta en forma de rosa se formó alrededor de la pareja mientras que la química empezaba a obrar sus delicias sobre la biología. Ella definitivamente se había liberado y estaba desencadenada en un momento que el destino había reservado para ellos, un instante de convergencia con un solo propósito divino.

Llevado por las fuertes contracciones en el interior de Diana, que estrujaban fuertemente a Rodrigo, el intenso poder de su espectro excitando sus doce sentidos, y por un amor más inmenso que la propia Creación de Jehovah-Satanás, finalmente el chico estalló. ¡Orgasmo! Desaforado y demencial orgasmo. Al unísono Diana también estallaba y ambos convulsionaban a un solo ritmo quántico, modificando todas las vibraciones de lo que les rodeaba. El cabello de Diana se llenó de cristales de hielo al igual que el de Rodrigo. Masivos, casi imposibles chorros de semilla blanca se desprendían de él, a tal punto que pronto desbordaron el cuerpo de Diana y empezaban a escurrirse sobre las sábanas. Del cuerpo de ella otro voluminoso líquido se desprendía, un fluido cristalino, espeso, con un antinatural pero irresistible perfume frutal. Ambos fluidos, la semilla blanca y el cristalino femenil, se juntaron en una sola mezcla que llevó a Diana y Rodrigo a una nueva dimensión sensorial que jamás habían imaginado. Estaban descubriendo la pulpa suave de los pétalos de rosa.

Instantes más tarde el fenómeno había cesado. En la Fortaleza de Oricalco habían pasado tan solo unos cuantos minutos desde que se inició, pero en la dimensión a la que Diana y Rodrigo habían sido arrastrados el tiempo era casi nulo. Pudo haber sido, sin que ellos lo supieran de inmediato, el clímax más largo e intenso que se hubiera suscitado en aquella dimensión, en muchas dimensiones. Fue tan largo como media hora de incontrolable frenesí, y tan intenso como la piel envuelta en llamas. La sólida cama de roble estaba a punto de desarmarse cuando Diana y Rodrigo volvieron en sí. Se vieron totalmente empapados de sudor, lágrimas y al menos diez fluidos desconocidos de Centinela, toda la mezcla embadurnando sus cuerpos. Sentían una sed monstruosa y estaban bastante exhaustos. Lo que no les impidió repetir la hazaña.

Casi al promediar la medianoche, Diana y Rodrigo se habían llevado mutuamente al clímax tres veces más. Habían danzado en todas las formas que su creatividad les había sugerido, replicando de alguna manera la más intensa y ardua faena sexual de un tantra que ellos se habían inventado esa misma noche. Incluso mientras se aseaban en la tina de madera que se hallaba en la parte posterior del hábitat se buscaron para seguirse amando. Pero la hora casi había llegado y el tiempo despiadado había dictado su propia sentencia: el adiós definitivo.

Diana yacía en su lecho. Dormía tranquilamente y su rostro, bajo la luz de la luna, lucía tiernamente infantil y encantador; casi conmovedor por ser una magnífica amalgama de inocencia con la más soberbia y erótica de las bellezas. Rodrigo la miraba, y tan cierto como la amaba era que nunca más la volvería a ver; y lloraba en silencio; veía a Diana dormir y sentía que todo empezaba a perder el sentido, que el Pacto no era más que una excusa para alargar su sufrimiento. Pero era una decisión que él mismo había tomado. Era una deuda de honor, era su destino.

Mientras se vestía y se alistaba para irse, daba una ojeada que otra a Diana, siendo lo más sigiloso para no despertarla. Su mente se llenaba de todos los recuerdos que habían hecho juntos. Las fiestas de cumpleaños, las Navidades, los eventos, los festivales de piano, los campeonatos de natación, las clases, el colegio, los amigos, los juegos, las travesuras, tanto pero tanto amor que los cuerpos casi explotaban. Todo aquello se convertía en una marea de nostalgia que poco a poco llevaba a Rodrigo a la más tormentosa amargura que ser humano pudiese soñar, ni en la más oscura de las literaturas.

Antes de irse, Rodrigo volvió a ver detenidamente a Diana que, desnuda, apenas quedaba cubierta por una sábana lila que reemplazaba las sábanas blancas. El rostro del chico estaba totalmente empapado en lágrimas. Su expresión describía el atroz dolor que lo asolaba. No tenía el coraje para despertar a Diana y decirle adiós, así que tomó la última decisión en su relación: "Diana, a partir de hoy hemos terminado". Pensó Rodrigo. Tomó la caja de cartón, miró el Arco de Artemisa por última vez, y se fue en silencio para no volver.

"Nuestro amor, Diana, será eterno".

https://youtu.be/zjHUiIIQbts

Titulo: Forever Love

Autor: X Japan

Es por esta canción, que el cierre de esta entrega es "Amor Eterno". Es por esta canción que el amor de Diana y Rodrigo debe terminar. Es por esta canción que este amor pudo nacer...


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro