26. El retorno de Rodrigo...
Ardía, le ardía muchísimo la piel, tanto que sentía ganas de arrancársela. Había cerrado los ojos para que la cegadora luz de su viaje no lo hiriese, pero era inútil, frente a él había una masa roja tan brillante que, sin importar cuán fuerte cerrara los ojos, éstos sufrían. Y el olor a cobre era inaguantable. No, en realidad olía a placenta, a ese extraño buqué oxidado que se siente en un ambiente en el que algo o alguien parió. ¿Olor a parto? Olor a humedad, a ropa que, mojada, es abandonada dentro de un armario por mucho tiempo. A la vez, un sabor amargo en la garganta, espeso y gelatinoso como yodo y café destilado mezclándose con soya salada; nauseabundo. Y la sensación del mercurio líquido escurriéndose por las hendiduras del cuerpo, por las orejas, la nariz, el ombligo, las axilas, bajo las uñas, entre las piernas, entre los testículos, incluso entre el prepucio y el glande. El mercurio ardía, ardía muchísimo, y escocía. Y el ruido, un coro de cigarras, moscas y abejas aullando con sus cantos y el aleteo de sus alas. Chirreaban y hacían doler las muelas con sus agudos estruendos invertebrados. Era la sensación de caer y caer, con el viento hediendo y la piel burbujeando. Hasta que, repentinamente, silencio y oscuridad. Una sensación inodora, ciega y vacía.
Sin importar el tiempo transcurrido, el único hecho posible y existente era la no existencia. Rodrigo estaba en ella, sus cinco sentidos no le decían nada. Sus sentidos restantes tampoco parecían sugerir nada que existiese allá afuera. Sin gravedad, el cuerpo parecía no estar allí. ¿Dónde estaba? No lo podía recordar, su mente era difusa al igual que su consciencia. Salió de la ardiente luna de Júpiter, Io, con dirección a una puerta inducida, pero la monstruosa gravedad del planeta lo arrastró. Elevó su Espectro para generar una protección de plasma que lo aísle del espacio exterior, de las radiaciones mortales del espacio, la luz del Sol, el vacío y la materia oscura; pero no podría mantener su barrera eternamente, debía hallar el modo de volver a la Tierra. Mas la gravedad de Júpiter no se lo permitía y caer en Júpiter no es ningún chiste.
Allí estaba Rodrigo, desnudo y herido cayendo por las mantecosas nubes del gigante de gas, un mundo literalmente gaseoso. Si alguien aterrizase en Júpiter se hundiría en sus capas, tal vez nunca daría con una superficie sólida. Y apesta, Júpiter tiene un desagradable olor a huevos podridos debido a su composición química. Hay una violencia extrema allí, con vientos de cientos de kilómetros por hora que moldean las nubes en líneas, torbellinos, remolinos y la legendaria Gran Mancha Roja; la mayor y más poderosa tormenta del Sistema Solar, al menos tres veces mayor que la Tierra, y que lleva rugiendo desde hace más de 300 años. Hay relámpagos allí, cualquiera de ellos es diez mil veces más intenso que cualquier rayo terrestre. Al principio Rodrigo solo podía caer y maravillarse de lo que lo rodeaba. Pero pronto la presión y la temperatura empezaron a desgastar el escudo del debilitado muchacho que ya casi no tenía espectro para seguir protegiéndose. Caía cada vez a mayor profundidad. En las capas inferiores del planeta hay una temperatura de 5000 Cº y una presión de cientos de miles de veces la de la Tierra. Una nave que entrase en Júpiter terminaría estrujada, aplastada y se fundiría finalmente en su manto interior.
En algún momento Rodrigo sintió que toda esperanza estaba perdida, moriría sin remedio y pasaría a formar parte de Júpiter. Resignado a su suerte, proyectó el Símbolo del Origen en su sangre y se alistó para mandar a la Tierra lo único que podía salvar: su Bestia Hiperbórea. Pero Lycanon no perece tan fácilmente. Arrastrado por una fuerza superior a él, algo lo envolvió y lo hizo seguir descendiendo hasta llegar al núcleo mismo de Júpiter. Hay un mar de hidrógeno metálico líquido allí, tan electrificado que es capaz de generar un campo grávido que captura incluso las letales radiaciones cósmicas. Y hay luz, mucha luz. Rodrigo se encontraba allí, en la parte más abisal de Júpiter, y entonces un agujero de gusano finalmente se abrió ante sus sentidos. Era una puerta inducida que, como agujero negro, lo fue chupando hasta abrigarlo en su oscuro interior. Algo o alguien le había salvado, llevándolo a un lugar sin existencia.
Pasaron minutos o siglos, no había forma de medir el tiempo allí, y entonces un poderoso jalón en la nuca de Rodrigo le hizo recordar que tenía un cuerpo físico. Sintió el aire seco inflando sus pulmones, su corazón latiendo bajo su pecho, el calor del Sol bajo una abrigadora atmósfera sobre su rostro, y la sensación de la gravedad, ¡un tirón! Después, más oscuridad, pero breve y ligera. Cada vez más y más ligera.
Claro, el sonido del piano, o el recuerdo de uno, fue lo primero que vino a la mente del atormentado muchacho. Él fue un pianista, un gran pianista y había encontrado la nota del silencio para resignar las resonancias del fuego del universo. Más allá solo estaban las teclas, las cuerdas, los pedales, la sutil añoranza de un sonido magnífico y nostálgico. El piano, las partituras, las notas, el compás, todo se fundía y se disolvía en la nada. Pero el vacío eterno parecía empezar a llenarse de algo, una masa sin forma en su mente. Eran recuerdos. Los conciertos, las melodías, las armonías y una musa, Ella. Ella tocando el piano, ella desplegando su perfecta caligrafía sobre el pentagrama, ella sosteniendo sus manos, ella sonriendo, ella estrujando sus labios contra los suyos, ella rodeándolo con sus brazos, ella cocinando hamburguesas y horneando galletas, ella bailando a la luz del fuego, ella, simplemente ella. ¿Quién era? Rodrigo la podía recordar, pero su nombre le era tan nebuloso como el tiempo.
Algo lo cubría, Rodrigo sentía el abrigo de un material seco y rugoso sobre su piel. Era tela, más que eso, ropa, era ropa sobre su piel. ¿Piel? ¡Claro!, Rodrigo tenía un cuerpo físico y, por ende, piel. Y sobre la ropa había algo más, algo más pesado y fornido, áspero y cálido. ¿Sabanas?, no, frazadas. En realidad una sola frazada, lo que llevó al muchacho a notar que sentía diversos matices de temperatura, y donde hay matices hay aire. Humedad. Hay agua en Marte y en la luna de Júpiter: Europa; pero Rodrigo no estaba en Marte o Europa, lo supo por el canto de los pájaros que invadía sus oídos. Debía ser la Tierra.
Una fragancia a hierbas después de un día de lluvia entró por la nariz de Rodrigo, y su boca se llenó de un sabor que reconocía como manzanilla. Quería abrir los ojos, pero sintió temor de abrirlos y encontrarse con que todo era una ilusión, que seguía cocinándose por acción química y radioactiva en el demencial interior de Júpiter. Pero decidió armarse de valor y enfrentar su realidad, su propia muerte de ser preciso. Pudo volcar la cabeza un poco y abrir los ojos.
Una habitación, grande y con muros y tumbado de piedra. Una ventana abierta y la luz del Sol ingresando desde un cielo azul. Aire fresco, impregnado de un olor a naturaleza. Una colcha blanca de algodón, un pantalón de lino bajo esta y vendajes en el torso y los brazos. Entonces bajó Rodrigo la vista y vio a alguien. Era una chica infinitamente hermosa, tan bella que sintió ganas de derramar lágrimas. Estaba sentada en una silla con medio cuerpo desplomado sobre la cama y la cabeza apoyándose sobre sus brazos cruzados. Una gota de baba cristalina se deslizaba desde su boca mientras ella dormía apaciblemente. Rodrigo la conocía, su nombre estaba en la punta de su lengua y entonces, como una providencia divina, su memoria se reconstruyó.
Diana sintió que algo se movía en la cama de su valioso paciente. ¿Sería él?
Se despertó lentamente, desperezándose luego de otra incómoda noche en la silla que la acompañó durante varios días desde que encontró a Rodrigo en los campos yermos de Oriente. Levantó la cabeza y sus ojos, aún adormilados, se encontraron con el herido sentado sobre la cama. Ni bien hicieron contacto visual, Diana terminó de despertar en segundos y se quedó totalmente fría.
Se miraron durante varios minutos con los rostros totalmente inexpresivos, como si estuvieran tratando de reconocerse. De los ojos de Diana empezaron a brotar lágrimas que, desbordándose de las comisuras, empezaban a empapar su rostro aún congelado por la expresión de asombro. Rodrigo, imitándola, también empezó a derramar lágrimas. Más de un año había pasado desde que se vieron por última vez y aunque habían cambiado y crecido, seguían encontrándose en los rostros el uno del otro. Rodrigo, más fornido, más maduro, ya con 15 años encima. Diana, más hermosa y desarrollada, aún con 14 años pero cerca de convertirse en quinceañera. Los minutos consumidos en reconocerse casi valían los días perdidos. Se miraban como si fuera la primera vez. Fue amor a primera vista, a segunda vista, a todas las vistas.
Finalmente de las lágrimas pasaron a las expresiones. Ambos constriñeron sus rostros que empezaban a enrojecerse por la emoción. Diana tapó su cara y entonces empezó a llorar ruidosa y abiertamente. Rodrigo tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como los de un niño asustado que rompió algo valioso y no sabe cómo disculparse. Acercó su mano a la cabeza de Diana, pero aún le faltaba el coraje para tocarla. Quería abrazarla, estrujarla contra su pecho con todas sus fuerzas, pero los años y las masacres lo habían vuelto tímido.
—Tardaste mucho —dijo de repente Diana sin dejar de taparse el rostro ni llorar—. Eres un tonto, te esperé demasiado. Maldito tonto.
Rodrigo tragó saliva, aún no recordaba cómo hablar, aunque entendía las palabras de Diana. Ella continuó:
—Hasta llegué a pensar que ya te había perdido para siempre. Pero seguí esperando aún sin esperanzas. Quería verte una vez más, aunque sea una vez. Pasaban los meses y yo seguía esperando, pensando que nada tendría sentido sin antes verte. Y me sumergí en la oscuridad, me entregué a las espinas del rosal y dejé que las rosas florecieran junto a mis lágrimas por ti. Me dolía tanto que sentí morir. Llovían pétalos dentro de mí, todos manchados de sangre mientras las espinas se clavaban en mi piel.
En ese momento Rodrigo vio que había un pequeño florero con una rosa roja y una dalia blanca en el velador de la habitación. Con cuidado el muchacho tomó la dalia y la puso sobre la cama, frente a Diana. Ella la miró por una pequeña rendija entre sus dedos y solo entonces se destapó el rostro.
—Te gustaban las dalias de mi jardín más que las rosas —dijo Rodrigo casi de forma milagrosa—. Pero yo jamás te regalé una dalia, siempre te regalé rosas.
—Amaba tus rosas —replicó Diana.
—Pero te hicieron daño. Las rosas son el símbolo del dolor, para tenerlas en tus manos sin correr peligro primero debes resignar las espinas.
—Esas espinas no son tan fáciles de resignar.
Diana tomó la dalia entre sus manos, la olió y empezó a acariciarla con delicadeza para luego agregar:
—Tenía muchas rosas en mi corazón, cada una con infinitas espinas. Me hacían cosas horribles, cosas que no tengo el valor de contarte. Sin la ayuda de la Berkana jamás habría logrado librarme de ellas.
—Perdóname por todo —contestó Rodrigo—. Por el tiempo que no estuve a tu lado y por el daño tan grande que te hice durante tantos siglos que hemos vivido tú y yo. Jamás quise...
—No fue tu culpa —Diana interrumpió—. No fue culpa de nadie. Yo también lo he recordado todo y he decidido dejar de sufrir por el pasado.
—Sufriste mucho por mi causa.
—¡Pero yo lo acepté voluntariamente! Solo quería salvarte, sacarte de aquí y tenerte a mi lado de nuevo.
—Tendré que dañarte más. Eso es lo que más me duele, princesita. Yo te amo pero parece que no hay forma de evitar que te lastime.
—Y yo estoy dispuesta a soportar todo aquello si eso significa vencer.
—Diana, yo...
De forma súbita, Diana se puso de pie y caminó hacia la puerta de la habitación aún con la dalia que Rodrigo le dio, entre sus manos.
—Voy a sembrar dalias para recordar que tú y yo nos hemos encontrado aún en estos tiempos.
Y eso fue todo, Diana simplemente se marchó, dejando a Rodrigo solo y con un nudo imposible en la garganta. Lo dejó destrozado.
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