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23. La caja del destino...

Había amanecido en la Fortaleza de Oricalco. Los campesinos ya salían a trabajar la tierra. Los cazadores se dirigían a sus puestos de caza. Los leñadores estaban cortando leña para el fuego de los hogares y los hornos de las panaderías. El trigo estaba siendo segado y los picapedreros cortaban rocas en las canteras para realizar los trabajos de reconstrucción de la Ciudadela de Erks. El calendario gregoriano marcaba 20 de noviembre del 2001 y los preparativos para la defensa de Tiwanaku estaban en su punto álgido.

Dos exploradores llegaban luego de varias semanas de ausencia. Eran Oscar y Edwin que regresaban de su mundo nativo, el de la Cuarta Vertical, e ingresaban por una puerta inducida al mundo de la Fortaleza de Oricalco. El Mayor Cuellar les había dado la orden de retirarse a descansar; ambos estaban exhaustos por las interminables exploraciones que debían realizar en la umbra todos los días.

—¡Hey, Oscar, toma! —Edwin lanzó una manzana a su amigo. Oscar la cogió.

—Deben ser las primeras frutas de la temporada —dijo.

—Ha pasado bastante tiempo desde que no veníamos —replicó Edwin a tiempo que cogía una mandarina y la iba pelando.

—Estoy ansioso por nadar en el río.

—Oye —dijo Edwin, con la boca llena de trozos de mandarina—, hace tiempo que tú y mi hermana no se ven.

Oscar asintió silenciosamente y luego sonrió llevando su mano a su nuca.

—Pero la presencia de su Espectro se podía sentir hasta la umbra.

—Debieron extrañarse.

—Todos los días, man, todos los días.

Brother —se aproximó Edwin a su amigo y lo abrazó con rudeza por el cuello—. No quiero que tú y mi hermana se porten mal. ¿Entiendes?

De inmediato Oscar se atoró al oírlo.

—Tarde tu reacción —respondió, Edwin sonrió.

—Lo sabía. Y dime, cuándo fue que la Joisy y tú...

—Hace rato. Pero creo que ya lo sabías.

Edwin soltó una leve risa, casi resignado a la cruda verdad.

—Lo sé, solo estaba bromeando. Me da gusto que fueras tú y no otro.

—A mí también.

Ambos quedaron en silencio durante un momento. Las aves cantaban sus trinos mañaneros, a lo lejos podía oírse el extraño llamado de animales exóticos, como sacados de una jungla.

—Y tú —continuó Oscar—, ¿la has extrañado a la Berkana?

Una expresión sombría se apoderó del rostro de Edwin.

—Me esforcé para no extrañarla, pero es inútil.

—Oye, la Alicia debe estar feliz de ver que te has recuperado.

—No creas que ya me olvidé de ella.

—No tiene caso. Es hora de dejar que la Alicia descanse tranquila, ya déjala ir.

—La amé mucho, demasiado. Quizá tanto como a mis hermanas. No es fácil.

—Entiendo eso, pero el pasado pisado. La Joisy, la Alicia, tú y yo siempre vamos a estar conectados de alguna forma, así como la Diana, mi primo y sus amigos. Por eso nosotros debemos avanzar también.

El rostro de Edwin se iluminó con una sonrisa totalmente sincera.

—Todo ocurre por algo —dijo Edwin—. Te juro que no tenía intenciones de sentir nada ni pensar en nada más. Es lo que todo hiperbóreo debe lograr, no sentir ni pensar. Pero aún sigo vivo, los dos lo estamos, y eso también se lo debemos a esa chica.

Oscar rió.

—No solo a esa chica, a su hermano también. Y a la Diana.

—Desde que vi a la Berkana por primera vez en Erks —siguió Edwin—, no he dejado de pensar en ella. Sin que me dé cuenta ya había ingresado a mi mente.

—Te entiendo. Es una chica hermosa, con un cuerpazo para soltar la baba, es inteligente, poderosa, astuta y tierna. Dice todo con honestidad y jamás se da por vencida. Cualquiera se encamotaría de ella.

—Suena como si quisieras ponerle cuernos a mi hermana —replicó Edwin entornando los ojos y poniendo una expresión de picardía.

—Ja, ja, ja. Ya no soy el vivo de otros tiempos. ¿Y has pensado declararte ya?

Edwin sacudió la cabeza y luego se negó.

—No mientras esta batalla no se termine. No quiero distraerla.

—Esta vez no dejes que el tiempo se pase sin decir las cosas.

—Descuida, un Centinela no comete el mismo error dos veces.

Ambos subieron por las innumerables escaleras que hay en la fortaleza. Toda la estructura se hallaba encabritada desde la falda hasta la ladera superior de una gran colina de piedra, formando un muro. En la parte alta se hallaban las habitaciones y otros ambientes usados como hábitats para miembros élite del ejército. Era allí donde estaba Berkana, aún descansando tras despertar luego de más de un año de sueño. Su cuerpo y circuitos espectrales estaban siendo tratados para que recuperasen sus fuerzas y su espectro se iba regenerando.

Cuando ambos terminaron de subir hasta la bóveda superior se encontraron con un largo pasillo que bordeaba la fortaleza y que ofrecía una vista monumental de todo el valle. Oscar se sentía ansioso de ver a Jhoanna y los demás. En contraste, Edwin estaba embargado por los nervios de ver a Berkana otra vez.

Tal y como ambos habían supuesto, ellos fueron los últimos en llegar. Ingresaron a una habitación dominada por amplios ventanales y un tragaluz iluminándolo todo. En una de las ventanas estaban Gabriel y Rocío, tomados de la mano. Ambos habían cumplido los 15 años y habían crecido durante el año de quietud en medio de la guerra. Gabriel tenía el cabello más pajizo, lacio y crecido. Sus facciones se habían transformado y ahora su rostro tenía la barbilla partida y una expresión de seriedad que parecía congelada. Rocío también estaba cambiada, con su cuerpo más desarrollado y su cabellera aún más larga que antes. Sus ojos seguían siendo poseedores de una densa oscuridad, pero se habían tornado incluso más negros que antes. Sin embargo, había un misterioso reflejo en ellos, como si dos pequeñas estrellas titilantes yacieran en su interior.

Rhupay y Valya, bajo el tragaluz, también se veían diferentes. Rhupay llevaba varias cicatrices en su rostro, las que antes no tenía. Su cuerpo había ganado bastante masa muscular debido al duro entrenamiento al que se sometió luego de la caída de Erks. Estaba obsesionado con hacerse más fuerte. Valya, que antes tenía una larga cabellera rubia, se la había cortado. Su cabello ya no pasaba de su cuello. Ambos eran más altos que antes. Después de todo, y a pesar de su extraordinario poder y abismal desarrollo mental y emocional, no dejaban de ser adolescentes en edad de crecimiento. Rhupay había alcanzado los 17 mientras que Valya tenía la edad de Rocío y Gabriel.

En el fondo, cubierto levemente por las únicas sombras que sobrevivían a la intensa luz matutina, estaba Akinos. Él había sufrido un cambio totalmente dramático. Al igual que Gabriel y sus contemporáneos, Akinos también tenía 15 años, pero su aspecto avejentado era un incoherente desafío al natural crecimiento de una persona normal. Tenía patas de gallo bajo los ojos, canas en su cabellera y cejas, y una expresión distante y cansada. Verlo era como contemplar a un hombre de 80 años que se había congelado con sus patrones corporales adolescentes. A pesar de ello, Akinos era el que más había crecido entre todos los jóvenes Centinelas.

En el centro había una cama blanca y a un costado de ésta se hallaba Jhoanna.

Al verla, Oscar sintió la irrefrenable necesidad de tenerla en sus brazos, cosa que no tardó en ocurrir pues en cuanto Jhoanna le vio corrió hacia él. Ella también había cambiado. Su cabellera era más corta y estaba un poco más alta que antes del conflicto de Sorata. Había alcanzado los 20 años y su transformación en una mujer totalmente desarrollada estaba realizada. Lucía incluso más bella y provocativa que antes, cosa que Oscar no tardó en notar.

Y en la cama, sentada y con una risueña expresión, estaba Berkana. Había enflaquecido bastante debido al tiempo que permaneció postrada, pero estaba bien cuidada. Durante el año que durmió, Jhoanna y Diana se habían quedado con ella para asearla, alimentarla y abrigarla. La cuidaron con infinita paciencia.

Bienvenidos de vuelta —dijo Berkana a los recién llegados.

Edwin suspiró mientras su corazón latía locamente. Estaba tan ansioso de que despertara que en ese momento, que la tenía finalmente despierta frente a él, todas sus palabras se habían esfumado.

—Ha pasado mucho desde que estuvimos todos juntos —comentó Rhupay.

—Pero aún faltamos algunos —Gabriel intervino.

El silencio se hizo en la sala y Oscar lo interrumpió segundos después.

—¿Y la Diana?

—Meditando en los manzanos del margen del río —respondió Rocío.

—Ha estado yendo allí todos los días —Valya agregó.

—¿Por qué? —preguntó Edwin, extrañado.

—Está buscándolo al Rodrigo —respondió Gabriel—. Se sube a los árboles y trata de sentir su espectro. No lo ha logrado; pero no pierde la esperanza.

Llevados por aquel momento único y precioso, los Centinelas se sentaron alrededor de la cama de Berkana y compartieron algunas frutas mientras conversaban; actividad que no disfrutaban desde hace mucho. Sentarse tranquilamente a tener una charla era algo raro para aquellos muchachos abnegados que durante un año estuvieron alistándose para la batalla final.

—Cuando desperté, lo primeringo que vi fue a un guardia erkiano —contaba Berkana, los demás reían—. Me llevé un sustazo de aquellos y luego mi hermano entró. No le reconocí al principio, pero luego sentí su espectro y supe que era él.

—Eso no es cierto, opa —interrumpió Akinos—. Gritaste como jochi y toda la guardia se vino para ver qué pasaba.

—Y vos qué pensabas. Yo esperaba verlo al peladingo que tengo de hermano y veo a un viejo verde con cara de pervertido.

La discusión de ambos resultaba especialmente hilarante para los demás Centinelas que no dejaban de reír. Era la primera vez que reían en meses, un raro lujo que solo se podían permitir cuando estaban juntos y en momentos de paz.

—¡Ya sé! Como estamos todos juntos luego de tantísimo tiempo, hagamos una fiesta para celebrar la reunión. Somos jóvenes y nos la merecemos —propuso Jhoanna, despertando la emoción de los demás.

—¡Sí, yo consigo comida! —dijo Rocío.

—Yo buscaré leña para prender fuego —agregó Gabriel.

El Centinela ciego rara vez se emocionaba con una celebración, pero en aquel momento era como si el Gabriel del pasado hubiera resurgido por la promesa de diversión.

—¿Y quién le va decir a la Diana? —preguntó Jhoanna.

—Déjame eso a mí —respondió Rocío con tono picaresco y guiñó un ojo.

Cada Centinela se asignó una tarea y en pocas horas hicieron los preparativos para una gran celebración a la que invitaron a todos los erkianos. Ellos, como hombres disciplinados, sabían que había una hora para todo. Un momento para trabajar, un momento para pelear y otro para festejar. No existe nada que lastime más a Jehovah-Satanás que la risa y la alegría. Y ambas son contagiosas como una plaga. La emoción de los muchachos pronto se impregnó en todos los jóvenes de Erks, luego los adultos también se entusiasmaron con la idea y finalmente hasta los ancianos decidieron que querían participar.

La aprobación para la fiesta fue rápidamente emitida por Broud. Como jefe de Erks sabía que su gente necesitaba alegrarse y los Centinelas, a pesar de la pesada cruz que llevaban a sus espaldas, eran personas extraordinariamente alegres, tanto como lo habían sido en su mundo de origen. En ese aspecto al menos no habían cambiado.

Desde luego, las madres de los muchachos también habían decidido cooperar. Eugenia y Carmen Michelle se habían asignado tareas de decorado. Eva Horkheimer y Jade Bakari realizaban tareas en la cocina. Las fotos de María Luchnienko y Erick Cortez, colocados en la mesa principal, servían para tenerlos presentes en esa fiesta. Aldrick y Arika también habían reservado un espacio para colocar los retratos de Qhawaq Yupanki y Rowena Von Kaisser. Era su forma de honrar la memoria de los caídos. El gesto llevó a todos los erkianos a llevar retratos de sus seres amados muertos en combate como forma de honrarlos. Todos deseaban tener a los suyos presentes, aunque sea en memoria.

El día entero había sido consumido por los preparativos para la fiesta y al caer el alba la música ya sonaba por los campos. Las hogueras se hallaban encendidas con exquisitos cerdos a la cruz cociendo al fuego. Las mesas tenían canastas llenas de frutas y damajuanas con vino de manzana. Los campos habían sido decorados con cientos de faroles que brillaban de forma casi romántica en la despejada noche sobre la Fortaleza de Oricalco. Como en mucho tiempo no ocurría, la gente erkiana bailaba, comía, reía y bebía. Se daban el extraordinario lujo de sentirse felices desde el fondo de su ser luego de tanto sufrimiento tras la devastación total de Erks.

Valya había cogido su violín y tocaba una alegre melodía que Rhupay acompañaba con su quena. Un banjo y una guitarra hacían el contrapunto y los panderos daban el ritmo. Oscar y Jhoanna bailaban juntos. La música erkiana era exótica para ellos, pero imitaban los pasos de los demás. Rocío y Gabriel, por su lado, también bailaban, pero lo hacían más lento. Arika y Aldrick danzaban alrededor de una hoguera, haciendo una quimba junto a otros danzarines. Akinos se hallaba danzando junto a su hermana, bailaban como comparseros de carnaval cruceño, arrancando las risas de los erkianos quienes veían como estrafalaria y exagerada su danza.

Edwin, sentado en una mesa y con un vaso de vino en la mano, miraba todo con una expresión de nostalgia.

—Mira, mamá —dijo en voz baja—, estamos felices. No hay nada de qué arrepentirse. Estamos rodeados de gente maravillosa.

—Tu madre te oye —interrumpió Carmen Michel sus pensamientos.

—Hola tía —Edwin saludó.

—¿Por qué no bailas? Hay muchas chicas hermosas aquí, podrías bailar con cualquiera de ellas.

—No lo sé, no me siento de humor.

—Eres muy joven para estar tan serio.

Segundos de silencio y luego la voz de Edwin:

—¿Sufrió mucho mi mamá para traer el Arco al mundo?

Carmen bajó la mirada y sonrió para disimular.

—Fue rápido, hijo.

Era una mentira de piedad. Desde luego que Carmen no le diría a Edwin que su madre sufrió un largo martirio rematado por una muerte monstruosamente violenta y sangrienta.

—Sabes, tan solo me gustaría tenerla una vez más para decirle cuánto la amo. Ni siquiera tuve tiempo para decirle adiós.

—Ella lo sabía. Las madres conocemos muy bien el corazón de nuestros hijos. Así que quédate tranquilo, tu mamá sabía lo mucho que la amabas.

Edwin sonrió y continuó:

—A veces veo como la Diana y la Joisy se han recuperado tan rápido y hasta siento envidia de su fortaleza. Se supone que en la batalla yo los comandaré a todos y, siéndote franco, a veces creo que me queda demasiado grande el zapato.

—Eres un líder nato, sobrino —replicó Carmen.

—¿Y si les fallo?

—No temas fallar, Edwin, teme no intentarlo.

Edwin sonrió y tomó las manos de Carmen con delicadeza.

—Gracias por todo, tía.

Carmen no respondió, únicamente devolvió una sonrisa e hizo un leve cariño en la cabeza de Edwin para luego retirarse. En ese momento, repentina como un relámpago, Berkana apareció y tomó a Edwin de la mano.

—¡Ven, vamos a bailar!

Edwin no opuso resistencia, aunque de haberlo deseado tampoco habría podido resistirse. Se limitó a contemplar el rostro risueño de Berkana mirándolo con coqueterío y picardía. El fuego la iluminaba mientras Edwin sentía que se perdía en una contemplación suprema. Después de todo, mientras Akinos le daba parte de su vida para salvarle cuando estuvo herido de muerte, en algún lugar de su corazón persistía el recuerdo de Berkana como una vorágine de sentimientos que ni él mismo podía comprender.

La medianoche cayó pero el festejo no menguaba. Algunos ya se habían embriagado, pero no se trataba de una borrachera vulgar, sino de un instante de regocijo para sanar las heridas. Los erkianos poco a poco iban diciendo "adiós" a sus muertos e iban consolando sus corazones. Padres que enterraron hijos. Hijos que enterraron padres. Esposas que enterraron maridos. Maridos que enterraron a sus mujeres. Hermanos que enterraron hermanos. Amigos que enterraron amigos. El amargo adiós dejaba de ser tan amargo. La gente de Erks estaba simplemente feliz y el compromiso de reconstruir la ciudadela se hacía más fuerte.

Los Centinelas se habían reunido alrededor de la mesa central para recordar a sus maestros caídos, sus padres y todos los que habían muerto. Recordaron los inicios de su aventura, cuando viajaron desde La Paz a Erks por el Camino de los Dioses. Rememoraron las innumerables aventuras de su entrenamiento y la intensa búsqueda del Arco de Artemisa. Incluso más allá, lejos en el tiempo y el espacio, recopilaron todos sus recuerdos de sus anteriores vidas. Hablaban de los programas de la televisión, los maestros de la escuela, los compañeros a los que nunca más habrían de ver y las materias que odiaban. Eran recuerdos tan lejanos que todo aquello parecía estar a siglos de su presente.

Los chicos siguieron conversando hasta que la luz del alba empezó a despuntar por el horizonte. La fiesta finalmente había acabado y los erkianos se retiraban a descansar un poco antes de empezar otra jornada de trabajo. Pero los Centinelas no se marchaban, permanecían en silencio, mirando el sol saliendo y dejándose llevar por un momento que quizás no se repetiría. Entonces la gran ausente de la noche hizo su aparición por el horizonte. Todos sabían que ella iba a llegar a esa hora y por aquel lugar, y la estaban esperando.

Espectacularmente bella y con el sol a sus espaldas, Diana caminaba mientras el viento hacía flotar su larga cabellera. Lucía la indumentaria típica que las muchachas erkianas solían vestir: los pantaloncillos cortos y pegados, la blusa de lino blanco que solo cubría su pecho y dejaba el resto de su cuerpo expuesto al sol, las sandalias de jengibre y los vendajes en las manos hasta los codos. Cualquiera que la viera no sospecharía que Diana en realidad era oriunda de un país en un universo distante y ajeno. Es más, se hubiera visto como una erkiana corriente de no ser por el misterioso resplandor violeta que emitían sus ojos de miel, una delicada luz perene que, desde que despertó, acompaña su presencia a donde vaya. También estaba el poderoso Espectro que irradiaba por doquier. Invisible a la luz pero evidente a los demás sentidos, Diana tenía a su alrededor un aura plantígrada que, por lo general, lucía apacible. Y había algo más. Un par de alas ectoplasmáticas se desplegaban a sus espaldas. Eran totalmente intangibles e invisibles, pero estaban allí, evidentes a quien tuviese la habilidad de leer las trazas del espectro. Eran unas alas de plasma rosado y lila, desprendiendo de su plumaje una misteriosa substancia arquetípica y oscura.

En sus brazos, Diana llevaba una caja de color marrón. Los Centinelas de inmediato fijaron su atención hacia aquella caja. Cuando finalmente Diana se hubo acercado lo suficiente, los demás notaron que se trataba de un recipiente de cartón forrado con cinta adhesiva.

—Siento haberme atrasado —dijo Diana y sonrió.

A los muchachos les costaba acostumbrarse a esa nueva compañera, aquella que luego de un letargo prolongado había retornado como una persona nueva, una Diana nueva. Desde que despertó parecía otra chica. No solo por el misterioso espectro que había despertado desde el fondo de su Espíritu, sino por el cambio de temperamento que había experimentado. Esa nueva Diana era mística y sombría, una entidad totalmente ajena a su procedencia. Los Centinelas aún no podían comprenderla del todo, pero poco a poco se iban habituando.

—Llegas muy tarde —dijo Rocío y sonrió traviesamente—. La fiesta ya acabó y no hay nada para ti.

Diana inclinó un poco la cabeza, como si no hubiese entendido el chiste.

—Era broma, broma —se apresuró en decir Rocío.

—Es tarde, lo sé —replicó Diana en voz baja—. Estuve algo ocupada.

—¿Tanto para perderte una fiesta? —dijo Jhoanna. Diana no respondió—. Antes no te la hubieras perdido ni llorando.

—En realidad estaba preparando un regalo —continuó Diana luego de un silencio prolongado.

Puso la caja que llevaba sobre la mesa y la abrió. Los muchachos se aproximaron, llenos de curiosidad.

—¿Qué es esto? —preguntó Oscar.

—Miren ustedes mismos.

Cuando volcaron sus vistas, notaron que el contenido de la caja consistía en varios óleos y dibujos a carbón que Alan había hecho. Incluso uno bastante extraño y macabro que parecía estar pintado con un gelatinoso óleo marrón y rojo.

—¡Dioses! —exclamó Jhoanna—. ¿Cómo conseguiste estos cuadros?

—Arika me los dio —respondió Diana—. Los estuvo cuidando desde que se encontró con el Alan.

—Este parece un retrato tuyo —dijo Akinos ante el óleo marrón y rojo.

—Lo es, ¿no notás? —agregó Berkana—. Al ratingo se nota que es la Diana. ¡Pero qué raro pigmento ha usado este Alan! Se ve medio asqueroso.

—Está pintado con su sangre —dijo Diana ante el asombro de todos. Akinos de inmediato soltó el cuadro.

—¡¿Pintó esto con sangre!? —exclamó Berkana—. Pero, ¿por qué haría algo así?

Diana se agachó, recogiendo el cuadro del piso con infinito cuidado, y respondió:

—Para soportar. Sin saberlo yo le estaba haciendo un daño terrible. Él solo quería que su dolor tuviera algún sentido, algo que lo conecte conmigo a pesar de las barreras —suspiró y continuó—. A pesar del Rodrigo.

—Es deprimente —comentó Oscar—. Pintar un cuadro con sangre es...

—Eso explica las heridas de sus brazos —dijo Gabriel—. Recuerdo que en los Carnavales del 99 hubo una pelea tremenda.

Diana sonrió y se sonrojó al rememorar la anécdota. Gabriel prosiguió.

—El Alan, el Rodri y yo acabamos en la enfermería y de reojo noté que el Alan tenía todo el brazo hecho jirones. Jamás lo comenté con nadie, pero ya me imaginaba que él mismo se estaría cortando los brazos, aunque no entendía para qué. Ahora tiene sentido.

—En ese evento de Carnavales —continuó Diana— fue el inicio de todo.

—Oye, hay unos cassettes aquí —dijo Jhoanna—. ¡Y son míos! ¿Los sacaste de la casa antes de irnos?

Diana asintió mientras Valya leía los títulos en voz alta.

—Mecano, Michael Jackson, Queen. No entiendo qué tienen de extraordinario.

—X Japan —leyó Rhupay la tapa de un CD—. ¿Qué rayos es esto?

—La música que le gustaba al Rodri —respondió Diana.

—Vangelis, Chopin —continuó Valya—. ¿Esa era la música que les gustaba?

Diana asintió.

—Mira, partituras —intervino Rhupay. Valya empezó a ojearlas y entonces abrió los ojos como si hubiera visto algo sorpresivo.

—Son piezas extraordinarias —comentó la rubia—. ¿Son tus trabajos?

Diana volvió a asentir.

—No solo los míos —dijo—, también hay el trabajo del Rodrigo ahí.

—¡Un cuaderno! —la voz de Edwin—. Esto... Diana. ¿No es tu letra?

—Sí, lo que tienes en tus manos es mi diario.

Edwin de inmediato dejó caer el cuaderno al piso.

—Lo siento, no quería husmear.

—No te preocupes, no hay muchas cosas que no sepas escritas en él.

—¿Escribías un diario? —Berkana preguntó.

—Sí, desde que era muy chica solía hacerlo. En ese diario está el resumen de toda mi vida hasta ahora. Y aún lo sigo escribiendo.

—¿Y para qué eso? —consultó Akinos.

Diana suspiró, cogió su cuaderno del piso y respondió:

—Tengo la impresión de que en un futuro no muy lejano habrá alguien que necesitará toda nuestra información. Pero no podemos brindarle más apoyo que nuestras experiencias. Traje todo esto aquí para pedirles algo.

Las miradas de todos quedaron expectantes a lo que Diana iba a decir, aunque tardaba demasiado en decirlo.

—Escriban sus experiencias. Todo lo que les ha pasado desde un principio, desde su niñez si es posible, hasta ahora. E incluso más, sigan escribiendo.

—No comprendo el objetivo —comentó Rhupay, confuso.

—Yo tampoco lo entiendo —replicó Diana—, es algo que debemos hacer.

—Hablaste de alguien en un futuro —intervino Rocío—. ¿Sabes de quién hablas o para qué necesitará nuestros diarios?

En ese momento Gabriel tomó a Rocío del brazo e hizo un gesto de desaprobación. Como si aquella pregunta no fuera necesaria.

—Entiendo a la Diana y haré mi mejor esfuerzo para escribir toda mi vida —dijo el Centinela ciego—. Ella tiene razón, alguien necesitará esto en algún momento. Por favor, hagan lo que Diana les dice y escriban.

—Y no solo eso —continuó Diana—. Elijan objetos personales, cosas que les gustaría que se conserven.

—Pero al menos danos una pista para qué —reclamó Akinos.

—Hagan de cuenta —Gabriel respondió— que van a enterrar esta caja para que en miles de años la encuentre algún explorador y narre sus historias para las generaciones futuras.

Los muchachos aceptaron.

Agotados por la larga noche de vigilia, los Centinelas se retiraron a descansar. Pero eran sus vacaciones después de todo. Tenían licencia para comportarse de acuerdo a su edad al menos por unos cortos días. Mas Diana no se retiró, se dirigió a los manzanales y empezó a buscar el Espectro de Rodrigo nuevamente. Debía encontrarlo, sin importar qué, pero debía encontrarlo. Y eso mismo hizo, pues mientras leía las trazas espectrales durante esa mañana, lo encontró.

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